Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Racine y Shakespeare

Stendhal

 

Capítulo Primero

Para hacer tragedias que puedan interesar al público en 1823, ¿hay que seguir los procedimientos de Racine o los de Shakespeare?

Esta pregunta parece ya vieja en Francia, y, sin embargo, nunca se han oído más que los argumentos de un solo partido; los periódicos más divididos por sus opiniones políticas, La Quotidienne, lo mismo que Le Constitutionnel, sólo se muestran de acuerdo en una cosa: en proclamar al teatro francés no sólo el primer teatro del mundo, sino incluso el único razonable. Si el pobre romanticismo tuviera que hacer oír una reclamación, todos los periódicos de todos los colores le estarían igualmente cerrados.

Pero este aparente disfavor no nos asusta en absoluto, porque es un asunto de partido. Respondemos a eso con un solo hecho:

¿Cuál es la obra literaria que más éxito ha tenido en Francia durante los últimos diez años?

Las novelas de Walter Scott.

¿Qué son las novelas de Walter Scott?

Tragedia romántica entreverada con largas descripciones.
Se nos objetará el éxito de Vísperas sicilianas, del Paria, de los Macabeos, de Régulo1.

Estas obras producen mucho agrado pero no un agrado dramático. El público, que, fuera del teatro, no goza de una gran libertad, gusta de oír recitar sentimientos generosos expresados en bellos versos.

Pero éste es un placer épico y no dramático. No tiene ese grado de ilusión necesaria para una emoción profunda. Es por esta razón que él mismo ignora, pues a los veinte años, dígase lo que se quiera, el hombre desea gozar y no razonar, y hace bien; es por esta razón secreta por lo que el público joven del Teatro Francés se muestra tan fácil para la fábula de las piezas que aplaude con el mayor entusiasmo. ¿Hay algo mas ridículo que la fábula del Paria, por ejemplo? No resiste al más ligero examen. Todo el mundo ha hecho esta crítica, y esta crítica no ha producido efecto. ¿Por qué? Porque el público no quiere más que bonitos versos. El público va a buscar en el teatro francés actual una serie de odas bien pomposas y que además expresen con fuerza sentimientos generosos. Basta que vengan a cuento mediante algunos versos de enlace. Es como en los ballets de la calle Le Pelletier; la acción no debe tener otro objeto que dar lugar a bellos pasos y motivo, más o menos justificado, a unas danzas agradables.

Me dirijo sin temor a esa juventud extraviada que ha creído hacer patriotismo y honor nacional silbando a Shakespeare porque fue inglés. Como siento la mayor estimación por los jóvenes laboriosos, esperanza de Francia, les hablaré el severo lenguaje de la verdad.

Toda la disputa entre Racine y Shakespeare se reduce a saber si, observando las dos unidades de lugar y tiempo, se pueden hacer obras que interesen vivamente a espectadores del siglo xix, piezas que les hagan llorar y estremecerse, o, en otros términos, que les produzcan gozos dramáticos en vez de los gozos épicos que nos hacen ir corriendo a la quincuagésima representación del Paria o de Régulo.

Digo que la observación de las dos unidades de lugar y de tiempo es una costumbre francesa, costumbre profundamente arraigada, costumbre de la cual nos defenderemos difícilmente, porque París es el salón de Europa y le da el tono; pero afirmo que estas unidades no son en modo alguno necesarias para producir la emoción profunda y el verdadero efecto dramático.

¿Por qué exigís —diré a los partidarios del clasicismo— que la acción representada en una tragedia no dure más de veinticuatro o de treinta y seis horas, y que el lugar de la escena no cambie, o que al menos, como dice Voltaire, los cambios de lugar no pasen de los diversos departamentos de un palacio?

El Académico.- Porque no es verosímil que una acción representada en dos horas de tiempo comprenda la duración de una semana o de un mes, ni que, en el transcurso de pocos momentos, los actores vayan de Venecia a Chipre, como en el Otelo, de Shakespeare, o de Escocia a la corte de Inglaterra, como en Macbeth.
El Romántico.- No sólo esto es inverosímil e imposible: lo es igualmente que la acción abarque veinticuatro o treinta y seis horas.

El Académico.- Líbrenos Dios del absurdo de pretender que la duración ficticia de la acción deba corresponder exactamente al tiempo material empleado en la representación. Entonces sí que las reglas serían verdaderas trabas para el genio. En las artes de imitación hay que ser severo, pero no riguroso. El espectador puede muy bien imaginarse que, en el intervalo de los entreactos, pasan unas horas, tanto más cuanto que esta distraído con las sinfonías que toca la orquesta.

El Romántico.- Cuidado con lo que decís, señor mío: me dais una inmensa ventaja conviniendo en que el espectador puede imaginarse que transcurre un tiempo más considerable que el que él lleva sentado en el teatro. Pero, decidme, ¿podrá figurarse que transcurre un tiempo doble del real, triple, cuádruple, cien veces más considerable? ¿Dónde nos detendremos?

El Académico.- Qué singulares sois los filósofos modernos: censuráis a los poéticos porque, según vosotros, encadenan al genio, y ahora querríais que la regla de la unidad de tiempo, para ser plausible, fuera aplicada por nosotros con todo el rigor y toda la exactitud de las matemáticas. ¿No os basta, pues, que vaya evidentemente contra toda verosimilitud el que el espectador pueda imaginarse que pasa un año, un mes o hasta una semana desde que tomó su entrada y está en el teatro?

El Romántico.- ¿Y quién os dice que el espectador no puede imaginarse eso?

El Académico.- Me lo dice la razón.

El Romántico.- Perdonad: la razón no podría decíroslo. ¿Cómo os las arreglaríais para saber que el espectador puede imaginarse que han pasado veinticuatro horas, cuando la verdad es que lleva sólo dos sentado en su palco, si la experiencia no os lo enseñara? ¿Cómo podríais saber que las horas, que parecen tan largas a un hombre que se aburre, parecen volar para el que se divierte, si la experiencia no os lo enseñara? En una palabra, es la experiencia únicamente lo que debe decidir entre vos y yo.

El Académico.- Sin duda, la experiencia.

El Romántico.- Pues bien: la experiencia ha hablado ya contra vos. En Inglaterra, desde hace dos siglos; en Alemania, desde hace cincuenta años se dan tragedias cuya acción dura meses enteros, y la imaginación de los espectadores se presta a ello perfectamente.

El Académico.- ¡Bueno, me citáis extranjeros, y alemanes encima!

El Romántico.- Otro día hablaremos de esa incontestable superioridad que el francés en general, y en particular el habitante de París, tiene sobre todo los pueblos del mundo. Os hago justicia: esa superioridad es en vos de sentimiento; pertenecéis al gremio de los déspotas echados a perder por dos siglos de adulación. Ha querido el azar que seáis vosotros, los parisienses, los encargados de hacer las reputaciones literarias en Europa; y una mujer inteligente, conocida por su entusiasmo por las bellezas de la Naturaleza, exclamó por complacer a los parisienses: “El arroyo más bello del mundo es el de la rue du Bac.” Todos los escritores de la buena sociedad no sólo de Francia, sino de toda Europa, os han lisonjeado para conseguir de vosotros, en cambio, un poco de renombre literario; y lo que llamáis sentimiento interior, evidencia moral, no es otra cosa que la evidencia moral de un niño mimado; en otros términos, el hábito de la adulación.

”Pero volvamos al asunto. ¿Podéis negar que el habitante de Londres o de Edimburgo, que los compatriotas de Fox y de Shéridan, que acaso no son completamente tontos, vean representar, sin que les choque en absoluto, tragedias como Macbeth, por ejemplo? Ahora bien: esta obra, que es aplaudida cada año infinitas veces en Inglaterra y en América, comienza con el asesinato del rey y la huida de sus hijos, y acaba con la vuelta de estos mismos príncipes al frente de un ejército, que han reunido en Inglaterra para destronar al sanguinario Macbeth. Esta serie de acciones exige necesariamente varios meses.”

El Académico.- ¡Ah! Nunca me convenceréis de que los ingleses y los alemanes, por muy extranjeros que sean, se imaginen realmente que transcurren meses enteros mientras ellos están en el teatro.

El Romántico.- Como vos no me convenceréis jamás de que los espectadores franceses creen que transcurren veinticuatro horas mientras ellos están sentados en una representación de Iphigénie en Aulide.

El Académico.- (Impaciente) ¡Qué diferencia!

El Romántico.- No nos enojemos, y dignaos observar con atención lo que pasa en vuestra cabeza. Procurad apartar por un momento el velo echado por la costumbre sobre los hechos que ocurren tan a prisa, que habéis perdido el poder de seguirlos con la vista y de verlos pasar. Entendámonos sobre la palabra ilusión. Cuando se dice que la imaginación del espectador se figura que transcurre el tiempo necesario para los acontecimientos que se representan en escena, no se entiende que la imaginación del espectador llegue hasta el punto de creer todo ese tiempo realmente transcurrido. La realidad es que al espectador, arrastrado por la acción, no le choca nada; no piensa en absoluto en el tiempo transcurrido. Vuestro espectador parisiense ve a las siete en punto a Agamenón despertar a Arcas; es testigo de la llegada de Ifigenia; ve conducirla al altar donde la espera el jesuita Calchas; sabría muy bien contestar, si se lo preguntaran, que han sido necesarias varias horas para todos esos acontecimientos. No obstante, si, durante la disputa de Aquiles con Agamenón, saca el reloj, éste le dice: las ocho y cuarto. ¿Cuál es el espectador que se sorprende? Y no obstante, la obra que aplaude ha durado ya varias horas.

”Y es que hasta vuestro espectador parisiense está habituado a ver el tiempo avanzar con diferente paso en la escena y en la sala. Este es un hecho que no podéis negar.

“Resulta claro que hasta en París, hasta en el Teatro Francés de la calle de Richelieu, la imaginación del espectador se presta con facilidad a las suposiciones del poeta. El espectador no presta, naturalmente, ninguna atención a los intervalos de tiempo que necesita el poeta, lo mismo que, en escultura, no se le ocurre reprochar a Dupaty o a Bosio que sus esculturas carecen de movimiento. Esta es una de las insuficiencias del arte. El espectador, cuando no es un pedante, se ocupa únicamente de los hechos y del desarrollo de las pasiones que le ponen ante los ojos. Lo mismo exactamente ocurre en la cabeza del parisiense que aplaude Iphigénie en Aulide y en la del escocés que admire la historia de sus antiguos reyes Macbeth y Duncan. La única diferencia estriba en que el parisiense, hijo de buena casa, ha tomado la costumbre de burlarse del otro.”

El Académico.- ¿Es decir que, según vos, la ilusión teatral sería la misma para ambos?

El Romántico.- Tener ilusiones, estar en la ilusión, significa engañarse, según dice el Diccionario de la Academia. Una ilusión, dice M. Guizot, es efecto de una cosa o de una idea que nos engaña con una apariencia falsa. Ilusión significa, pues, la acción de un hombre que cree lo que no es, como en los sueños, por ejemplo. La ilusión teatral será la acción de un hombre que cree verdaderamente existentes las cosas que pasan en escena.

”El año pasado (agosto de 1822), el soldado que estaba de guardia en el interior del teatro de Baltimore, al ver que Otelo, en el quinto acto de la tragedia de este título, iba a matar a Desdémona, exclamó: “No se dirá que en mi presencia un maldito negro ha matado a una mujer blanca.” Y así diciendo, el soldado dispara su fusil y rompe el brazo al actor que hacía de Otelo. No pasan años sin que los periódicos cuenten hechos semejantes. Pues bien: ese soldado tenía ilusión, creía verdadero lo que pasaba en escena. Pero un espectador ordinario, en el instante más vivo de su placer, en el mismo momento en que aplaude con entusiasmo a Talma —Manlio diciendo a su amigo: “¿Conoces este escrito?”—, por el mero hecho de aplaudir no tiene la ilusión completa, pues aplaude a Talma y no al romano Manlio; éste no hace nada digno de ser aplaudido; su acción es muy simple y completamente por interés suyo.”

El Académico.- Perdón, amigo mío; pero eso que me decís es un lugar común.

El Romántico.- Perdón, amigo mío; pero eso que me decís es la derrota de un hombre a quien una larga costumbre de pagarse de las frases elegantes ha incapacitado para razonar seriamente.

”Es imposible que no reconozcáis que la ilusión que se busca en el teatro no es una ilusión perfecta. La ilusión perfecta era la del soldado de guardia en el teatro de Baltimore. Es imposible que no reconozcáis que los espectadores saben perfectamente que están en el teatro y que asisten a la representación de una obra de arte, y no a un hecho verdadero.”

El Académico.- ¿Quién niega eso?

El Romántico.- ¿Me concedéis, pues, la ilusión imperfecta? Tened cuidado. ¿Creéis que de tiempo en tiempo, por ejemplo, dos o tres veces en un acto y cada vez durante uno o dos segundos, la ilusión sea completa?

El Académico.- Eso no está claro. Para contestaros, necesitaría volver varias veces al teatro y ver mi comportamiento.

El Romántico.- ¡Ah! Respuesta encantadora y llena de buena fe. Cómo se ve que sois de la Academia y que ya no necesitáis los votos de vuestros colegas para llegar a ella. Un hombre que tuviera que hacerse su reputación de literato instruido se libraría muy bien de ser tan claro y de razonar de un modo tan preciso.

¡Cuidado! Si seguís siendo de buena fe, vamos a ponernos de acuerdo.

”Creo que esos momentos de ilusión perfecta son más frecuentes de lo que en general se piensa y, sobre todo, de lo que en las discusiones literarias se admite como verdadero. Pero esos momentos son de una duración infinitamente corta; por ejemplo, medio segundo o un cuarto de segundo. Se olvida en seguida a Manlio para ver sólo a Talma; en las mujeres jóvenes duran más, y por eso derraman tantas lágrimas en la tragedia.

”Pero investiguemos en qué momentos de la tragedia puede esperar el espectador hallar esos instantes deliciosos de ilusión perfecta.

”Esos instantes arrobadores no se producen ni en el momento de un cambio de escena ni en el momento preciso en que el poeta hace al espectador saltar doce o quince días, ni en el momento en que el poeta se ve obligado a poner un largo parlamento en boca de uno de sus personajes únicamente para informar al espectador de un hecho anterior y cuyo conocimiento le es necesario, ni en el momento en que llegan tres o cuatro versos admirables y que impresionan como versos.

”Estos instantes deliciosos y tan raros de ilusión perfecta sólo pueden producirse en el calor de una escena animada, cuando se atropellan las réplicas de los actores; por ejemplo, cuando Hermiona dice a Orestes, que acaba de asesinar a Pirro por orden suya:

”¿Quién te lo ha dicho?

”Nunca se encontrarán estos momentos de ilusión perfecta ni en el instante en que se comete en escena un homicidio, ni cuando los guardias acuden a detener a un personaje para llevarle a la cárcel. Ninguna de estas cosas podemos creerlas verdaderas, y nunca producen ilusión. Estos trozos no tienen otra finalidad que la de dar lugar a las escenas durante las cuales los espectadores encuentran esos medios segundos tan deliciosos. Ahora bien, yo afirmo que estos breves momentos de ilusión perfecta se encuentran más a menudo en las tragedias de Shakespeare que en las de Racine.

”Todo el gozo que se halla en el espectáculo trágico depende de la frecuencia de estos pequeños momentos de ilusión y del estado de emoción en que, en los intervalos, dejan el alma del espectador.

”Una de las cosas que más se oponen al nacimiento de estos momentos de ilusión es la admiración, por justa que sea, por los bellos versos de la tragedia.

”Mucho peor si uno se propone juzgar los versos de una tragedia. Y ésta es precisamente la situación del alma del espectador parisiense cuando va a ver, por primera vez, la tan alabada tragedia del Paria.

”He aquí la cuestión del romanticismo reducida a sus últimos términos. Si sois de mala fe, o si sois insensible, o si estáis petrificado por La Harpe, me negaréis mis pequeños momentos de ilusión perfecta.

”Y os confieso que no puedo contestaros nada. Vuestros sentimientos no son una cosa material que yo pueda extraer de vuestro propio corazón y ponérosla bajo los ojos para confundiros.

”Os digo: En este instante, debéis tener tal sentimiento, porque en este instante todos los hombres generalmente bien organizados experimentan tal sentimiento. Me contestaréis: ‘Perdonadme la expresión, eso no es cierto.’

”Yo no tengo nada que añadir. He llegado a los últimos confines de lo que la lógica puede captar en la poesía.”

El Académico.- Esa es una metafísica abominablemente oscura, ¿y creéis que con eso vais a conseguir que silben a Racine?

El Romántico.- En primer lugar, sólo los charlatanes pretenden enseñar álgebra sin trabajo o arrancar una muela sin dolor. La cuestión que debatimos es una de las más difíciles de que pueda ocuparse el espíritu humano.

”En cuanto a Racine, me place mucho que hayáis nombrado al gran hombre. Han hecho de su nombre una injuria para nosotros, pero su gloria es imperecedera. Será siempre uno de los más grandes genios que hayan sido dados al pasmo y a la admiración de los hombres. ¿Acaso César es un general menos grande porque, desde sus campañas contra nuestros antepasados los galos, se ha inventado la pólvora y el cañón? Lo único que sostenemos es que si César volviera al mundo, lo primero que procuraría es tener artillería en su ejército. ¿Se dirá que Catinat o Luxembourg son más grandes capitanes que César porque tenían un parque de artillería y tomaban en tres días plazas que habrían detenido un mes a las legiones romanas? ¿Habría sido un buen razonamiento decirle a Francisco I, en Marignan: ‘Guardaos de serviros de vuestra artillería: César no tenía cañones ¿y os creéis por ventura más hábil que César?’

”Si hombres de un talento indiscutible, como MM. Chénier, Lemercier, Delavigne, se hubieran atrevido a franquear unas reglas cuyo absurdo carácter ha sido reconocido después de Racine, nos habrían dado algo mejor que Tiberio2, Agamenón3 o Las vísperas sicilianas4. ¿No es Pinto5 cien veces superior a Clovis Orovese6, Cyrus7 o a cualquier otra tragedia muy regular de M. Lemercier?
”Racine no creía que se pudiera hacer la tragedia de otro modo. Si viviera en nuestros días y se atreviera a seguir las nuevas reglas, haría algo cien veces mejor que Ifigenia. En lugar de inspirarnos solamente admiración, sentimiento un poco frío, haría correr torrentes de lágrimas. ¿Qué hombre un poco inteligente no gusta más de ver en el Francés la María Estuardo, de M. Lebrun que el Bayaceto, de Racine? Y, sin embargo, los versos de M. Lebrun son bien flojos; la inmensa diferencia en la cantidad de placer proviene de que M. Lebrun ha osado ser a medias romántico.”

El Académico.- Habéis hablado mucho tiempo, quizá habéis hablado bien, pero no me habéis convencido en absoluto.

El Romántico.- Lo esperaba. Pero en cambio he aquí un entreacto un poco largo que va a terminar: se levanta el telón. Yo quería desterrar el aburrimiento haciéndoos rabiar un poco. Reconoced que lo he conseguido.

Aquí termina el diálogo de los dos adversarios, diálogo del que he sido realmente testigo en el parterre de la calle de Chantereine, y a cuyos interlocutores podría nombrar si quisiera. El romántico era cortés, y no quería acorralar al amable académico, mucho más viejo que él; si no, habría añadido: “Para poder leer en el propio corazón, para que el velo de la costumbre pueda rasgarse, para poder experimentar los momentos de ilusión perfecta de que hablamos, aún de impresiones vivas, hay que tener menos de cuarenta años.”

Tenemos hábitos; chocad contra esos hábitos, y durante mucho tiempo sólo seremos sensibles a la contrariedad que se nos causa. Supongamos que Talma aparece en escena y representa el personaje Manlio con los cabellos empolvados de blanco y peinado en ala de pichón; no haremos sino reír todo el tiempo que dure el espectáculo. ¿Será por eso menos sublime en el fondo? No, pero no veremos lo sublime. Ahora bien: Kean habría producido exactamente el mismo efecto en 1760 si se hubiera presentado sin polvos para representar ese mismo papel de Manlio. Durante toda la duración del espectáculo, los espectadores sólo hubieran sido sensibles a su costumbre contrariada.

Esto es precisamente lo que nos ocurre en Francia con Shakespeare. Contraría un gran número de esas costumbres ridículas que la asidua lectura de La Harpe y de los demás pequeños retóricos atildados del siglo xviii nos ha hecho contraer. Lo peor es que ponemos vanidad en sostener que estos malos hábitos están fundados en la Naturaleza.

Los jóvenes pueden curarse todavía de este error de amor propio. Como su alma es capaz de impresiones vivas, el placer puede hacerles olvidar la vanidad. Ahora bien: esto es imposible pedírselo a un hombre de más de cuarenta años. Las gentes de esta edad en París han tomado ya su partido sobre todas las cosas, e incluso sobre cosas mucho más importantes que saber si para hacer tragedias interesantes en 1823 hay que seguir el sistema de Racine o el de Shakespeare.

Capítulo II La Risa

¿Qué ibais a hacer, señor mío,
con la nariz de un mayordomo?

Regnard8

Un príncipe de Alemania, conocido por su amor a las letras, acaba de crear un premio para la mejor disertación filosófica sobre la risa. Espero que el premio lo gane un francés. ¿No sería ridículo que fuéramos vencidos en esta carrera? Me parece que se dicen más cuchufletas en París durante una sola velada que en toda Alemania en un mes.

Sin embargo, el programa concerniente a la risa está escrito en Alemania. Se trata de hacer conocer su naturaleza y sus matices; hay que contestar claramente a esta ardua cuestión: ¿Qué es la risa?

La gran desgracia es que los jueces son alemanes; es de temer que algunos semipensamientos diseminados elegantemente en veinte páginas de frases académicas y de pensamientos sabiamente cadenciados no parezcan sino puro vacío a esos groseros jueces. Es ésta una advertencia que creo deber a esos jóvenes escritores sencillos con tanto rebuscamiento, naturales con tanto amaneramiento, elocuentes con tan pocas ideas.

La gloire du distique et l’espoir du quatrain9 .

Aquí es preciso hallar ideas, lo que sin duda resulta muy impertinente. ¡Son tan bárbaros esos alemanes!

¿Qué es la risa? Hobbes responde: “Esa convulsión física, que todo el mundo conoce, es producida por la visión imprevista de nuestra superioridad sobre el hombre.”

Ved a ese joven que pasa vestido con tanto esmero: camina sobre la punta del pie; en su satisfecho rostro se leen igualmente la certidumbre de los éxitos y el contento de sí mismo, va al baile; hele ya bajo la puerta cochera, atestada de faroles y de lacayos, volaba hacia el placer, se cae y se levanta cubierto de lodo de pies a cabeza; sus chalecos, antes blancos y de un corte tan sabio, su corbata tan elegantemente anudada, todo está lleno ahora de un fango negro y fétido. Una carcajada universal sale de los coches que seguían al suyo; el suizo, plantado en su puerta, se sujeta los flancos, la multitud de lacayos llora de risa y hace círculo en torno al desventurado.

Es preciso que lo cómico esté claramente expuesto; es necesario que se vea claramente nuestra superioridad sobre el otro.

Pero esta superioridad es una cosa tan fútil y tan fácilmente aniquilada por la menor reflexión, que es preciso que se nos presente de una manera imprevista.
He aquí, pues, dos condiciones de lo cómico: la claridad y lo imprevisto.
No se produce ya la risa si la desventaja de un hombre a cuyas expensas se pretende regocijarnos, nos hace pensar desde el primer momento que también nosotros podemos tropezar con la desgracia.

Si el apuesto mancebo que iba al baile y que se cayó en un montón de lodo tiene la picardía, al levantarse, de arrastrar la pierna y hacer sospechar que se ha herido peligrosamente, la risa cesa en un instante y cede el sitio al terror.

Es muy sencillo: ya no hay el gozo de nuestra superioridad, y sí, en cambio, la vista de la desgracia para nosotros; yo también puedo romperme una pierna al apearme del coche.

Una burla suave hace reír a expensas del que la suscita; una burla demasiado buena ya no hace reír: se estremece uno pensando en la horrible desgracia del objeto de la misma. Hace ya doscientos años que se bromea en Francia; es preciso, por consiguiente, que la broma sea muy fina; de otro modo, se entiende desde el primer momento y, por tanto, ya falta lo imprevisto.

Otra cosa: es preciso que yo conceda cierto grado de estimación a la persona a cuya costa se pretende hacerme reír. Yo estimo mucho el talento de M. Picard; no obstante, en varias de sus comedias, los personajes destinados a regocijarnos tienen costumbres tan bajas, que yo no admito ninguna comparación entre ellos y yo; los desprecio totalmente en cuanto han dicho cuatro frases. Ya nada ridículo pueden enseñarme a cuenta de ellos.

Un impresor de París hizo una tragedia sagrada titulada Josué. Imprimióla con todo el lujo posible y la envió al célebre Bodoni, su colega, a Parma. Pasado algún tiempo, el impresor autor hizo un viaje a Italia y fue a ver a su amigo Bodoni:

—¿Qué pensáis de mi tragedia Josué?

—¡Ah, cuántas bellezas!

—¿Creéis, pues, que esa obra me dará alguna gloria?

—¡Ah, querido amigo, os inmortaliza!

—¿Y que os parecen los caracteres?

—Sublimes y perfectamente sostenidos, sobre todo las mayúsculas.

Bodoni, entusiasta de su arte, no veía en la tragedia de su amigo más que la belleza de los caracteres de imprenta. Este cuento me hizo reír mucho más de lo que merece. Es porque conozco al autor de Josué y le estimo infinitamente; es un hombre discreto, de buenas maneras y hasta inteligente, con grandes talentos para el comercio de librería. En fin, no le veo otro defecto que un poco de vanidad, justamente la pasión a expensas de la cual me hace reír la ingenua respuesta de Bodoni. La risa loca que cosechamos en el Falstaff, de Shakespeare, cuando en su relato al príncipe Enrique (que fue más tarde el famoso rey Enrique V) cuenta el cuento de los veinte tunantes salidos de los cuatro tunantes vestidos de linón, esa risa sólo es deliciosa porque Falstaff es un hombre de muchísimo ingenio y muy alegre. En cambio, apenas nos reímos de las tonterías del padre Casandro; nuestra superioridad sobre él es cosa demasiado reconocida de antemano.

Hay algo de la venganza del tedio en la risa que nos inspira un fatuo como M. Maclou de Beaubuisson (de Le Comédien d’Estampes).

He observado que, en sociedad, es casi siempre en tono malévolo, y no en tono alegre, como una mujer bonita dice de otra mujer que está bailando: “¡Dios mío, qué ridícula es!” Traducir “ridícula” por “odiosa”.

Esta noche, después de reírme como un loco de M. Maclou de Beaubuisson, muy bien representado por Bernard-Léon, creía yo haberme dado cuenta, confusamente acaso, que aquel ser ridículo había podido inspirar amor a mujeres bonitas de provincia que, descontado su escaso gusto, habrían podido hacer mi felicidad. La risa de un guapo mozo que cosechara triunfos a montones no hubiera tenido acaso el matiz de venganza que yo creía notar en la mía.

Como el ridículo es un gran castigo entre franceses, suelen reírse éstos por venganza. Esta risa no importa nada aquí, no debe entrar en nuestro análisis; pero había que señalarla de paso. Toda risa afectada no significa nada; es como la opinión del abate Morellet en favor de los diezmos y del priorato de Thimer.

No hay nadie que no conozca quinientos o seiscientos cuentos que circulan en sociedad: uno se ríe siempre de la vanidad defraudada. Si el cuento se cuenta de manera muy prolija, si el que lo cuenta emplea demasiadas palabras y se para a pensar demasiados detalles, la mente del auditor adivina el final hacia el que se le conduce demasiado lentamente; ya no hay risa, porque no hay lo imprevisto.

En cambio, si el narrador corta su historia y se precipita hacia el desenlace, tampoco hay risa, porque falta la suma claridad necesaria. Observad que con mucha frecuencia el narrador repite dos veces las cinco o seis palabras que constituyen el desenlace de su historia; y si sabe su oficio, si tiene el arte encantador de no ser muy oscuro ni demasiado claro, la cosecha de risa es mucho más considerable a la segunda repetición que a la primera.

Lo absurdo, llevado al extremo, muchas veces hace reír y produce un regocijo vivo y delicioso. Tal es el secreto de Voltaire en su diatriba del doctor Akakia y en sus demás panfletos. El doctor Akakia, o sea Maupertuis, dice él mismo absurdos que un burlón podría permitirse para burlarse de sus sistemas. Bien sé que aquí harían falta algunas citas; pero en mi retiro en Montmorency, no tengo un solo libro francés. Espero que la memoria de mis lectores, si los tengo, se dignará recordar aquel delicioso volumen de su edición de Voltaire titulado Facecias, y del que suelo encontrar, en el Miroir, imitaciones muy agradables.

Voltaire llevó al teatro la costumbre de poner en boca de los personajes cómicos la descripción viva y brillante de su propia ridiculez, y este gran hombre debió sorprenderse mucho al ver que nadie se reía. Es que resulta demasiado antinatural que un hombre se burle tan claramente de sí mismo. Cuando en sociedad nos ridiculizamos a nosotros mismos expresamente, es también por exceso de vanidad; hurtamos ese placer a la malignidad de las gentes cuya envidia hemos excitado.
Pero fabricar un personaje como Fier-en-Fat no es pintar las flaquezas del corazón humano: es simplemente hacer recitar en primera persona las frases burlescas de un panfleto y darles vida.

¿No es singular que Voltaire, tan entretenido en la sátira, en la novela filosófica, no haya podido hacer nunca una comedia que hiciese reír? En cambio, Carmontelle no tiene un proverbio en el que no se encuentre este talento. Tenía demasiada naturalidad, lo mismo que Sedaine. Les faltaba el ingenio de Voltaire, que, en este género, tenía sólo ingenio.

Los críticos extranjeros han observado que hay siempre un fondo de maldad en las más alegres bromas de Cándido y de Zadig. El rico Voltaire se complace en fijar nuestras miradas sobre las inevitables desventuras de la pobre naturaleza humana.

La lectura de Schelegel y de Dennis me ha llevado a despreciar a los críticos franceses La Harpe, Geoffroy, Marmontel y a todos los críticos. Estos pobres hombres, impotentes para crear, aspiran al ingenio y no tienen ingenio ninguno. Por ejemplo, los críticos franceses proclaman a Molière el primero de los autores cómicos presentes, pasados y futuros. En esto no hay acierto más que en la primera afirmación. Seguramente Molière, hombre de genio, es superior a ese infeliz que se admira en los Cursos de literatura y que se llama Destouches.
Pero Molière es inferior a Aristófanes.

Sólo que lo cómico es como la música: una cosa cuya belleza no dura. La comedia de Molière está demasiado empapada de sátira para que me dé con frecuencia la sensación de la risa alegre, si así puede decirse. Cuando voy a expansionarme al teatro, me gusta encontrar una imaginación loca que me haga reír como un niño.
Todos los súbditos de Luis xiv se esforzaban en imitar a un determinado modelo para ser elegantes y de buen tono, y el propio Luis xiv fue el dios de esta religión. Había una risa amarga en ver al vecino engañarse en la imitación del modelo. En esto consiste toda la gracia de las Cartas de madame de Sévigné. Un hombre, en la comedia o en la vida real, que se hubiera propuesto seguir libremente, y sin pensar en nada, los vuelos de una imaginación loca, en lugar de hacer reír a la sociedad de 1670, hubiera pasado por loco10.

Molière, hombre de genio si los hay, tuvo la desgracia de trabajar para esa sociedad; en cambio, Aristófanes se propuso hacer reír a una sociedad de gentes amables y ligeras que buscaban la felicidad por todos los caminos. Alcibíades pensaba muy poco, creo, en imitar a nadie; se consideraba feliz cuando reía, y no cuando tenía el goce de orgullo de sentirse muy parecido a Lauzun, a De Antin, a Villerroy o a cualquier cortesano célebre de Luis xiv.

Nuestros cursos de literatura nos han dicho en el colegio que Molière hace reír, y nosotros lo creemos, porque en Francia seguimos siendo toda la vida hombres de colegio para la literatura. Me he propuesto ir a París cada vez que dan en el Francés comedias de Molière o de un autor estimado. Marco con un lápiz, en el ejemplar que tengo en la mano, los lugares precisos en que la gente se ríe, y de qué clase es esta risa. Los espectadores se ríen, por ejemplo, cuando un actor pronuncia la palabra “lavativa” o “marido engañado”, pero esto es la risa por escándalo, y no la que La Harpe nos anuncia.

El 4 de diciembre de 1822 dieron el Tartufo. Representaba mademoiselle Mars, nada faltaba a la fiesta. Pues bien, en todo el Tartufo la gente se rió sólo dos veces, y eso muy ligeramente. El 4 de diciembre se aplaudió el vigor de la sátira o las alusiones, pero sólo se rió:

1° Cuando Orbon, hablando a su hija Mariana de su boda con Tartufo (segundo acto), descubre a Dorina que está cerca de él escuchándole;

2° En la escena de riña y reconciliación entre Valerio y Mariana, por una reflexión maligna que Dorina hace sobre el amor.

Extrañado de que se hubiera reído tan poco en esta obra maestra de Moliére, comuniqué mi observación a una tertulia de personas inteligentes: dijéronme que me engañaba.

A los quince días vuelvo a París a ver Valeria, se daba también Los dos yernos (Les deux gendres), célebre comedia de M. Etienne. Yo tenía en la mano mi ejemplar y mi lápiz: la gente se rió exactamente una sola vez, cuando el yerno, que es consejero de Estado y va a ser ministro, dice al primito que ha leído su nombramiento. El espectador se ríe porque ha visto perfectamente al primito romper este nombramiento, que arranca de las manos de un lacayo al que el consejero de Estado se lo dio sin leerlo.

Si no me equivoco, el espectador simpatiza con el acceso de risa loca que el primito disimula, por honradez, al oír que le dan las gracias por el contenido de un nombramiento que él sabe que ha roto sin ser leído. Yo dije a mis gentes de talento que sólo se había reído esta vez en Los dos yernos; me contestaron que era una comedia muy buena y que tenía un gran mérito de composición. ¡Amén! Pero la risa no es, pues, necesaria para hacer una muy buena comedia francesa.

¿Será por casualidad que se requiere simplemente un poco de acción muy razonable, unida a una considerable dosis de sátira, todo ello cortado en diálogo y expresado en versos alejandrinos ingeniosos, fáciles y elegantes?

¿Habrían podido triunfar Los dos yernos escritos en prosa vil?

¿Será que así como nuestra tragedia no es más que una serie de odas11 mezcladas con narraciones épicas12 que nos gusta ver declamadas en escena por Talma, así nuestra comedia seria, desde Destouches y Collin d’Harleville, sería sólo una epístola ligera, fina, ingeniosa, que nos gusta oír leer en forma de diálogo a mademoiselle Mars y a Damas?13

“Henos aquí muy lejos de la risa —se me dirá—. Hacéis un artículo de literatura ordinaria, como M. C. en el folletín del Débats.

”¿Qué queréis? —contesto—. Es que aunque no pertenezca todavía a la sociedad de las Buenas letras, soy un ignorante, y además me he metido a hablar sin tener una idea; espero que esta noble audacia hará que me reciban en las Buenas letras.”

Como dice muy bien el programa alemán, la risa exige realmente, para ser conocida, una disertación de ciento cincuenta páginas, y además es preciso que esta disertación esté escrita en estilo de química más bien que de academia.

Ved esas muchachitas en esa casa de educación cuyo jardín está bajo nuestras ventanas; se ríen de todo. ¿No será que ven la felicidad en todo?

Ved ese inglés aburrido que viene a comer al Tortoni, donde lee con aire aburrido y con ayuda de un anteojo cuantiosas letras que recibe de Liverpool que le traen remesas de ciento veinte mil francos; no es más que la mitad de su renta anual, pero no se ríe de nada; es que nada en el mundo es capaz de procurarle la contemplación de la felicidad, ni siquiera su cargo de vicepresidente de una sociedad bíblica.

Regnard tiene un talento muy inferior a Molière; pero no me atrevería a decir que ha marchado por el sendero de la verdadera comedia.

Nuestra calidad de hombres de colegio en literatura hace que, al ver sus comedias, en lugar de entregarnos a su alegría verdaderamente loca, pensamos únicamente en los terribles fallos que le relegan a la segunda categoría. Si no supiéramos de memoria los textos mismos de esas severas sentencias, temblaríamos por nuestra reputación de hombres inteligentes.

¿Es ésta, de buena fe, la disposición en que hay que hallarse para reír?
En cuanto a Molière y a sus obras, ¿qué me importa a mí la imitación más o menos afortunada del buen tono de la corte y de la impertinencia de los marqueses?
Actualmente ya no hay corte, o yo me estimo en tanto, por lo menos, como los que la frecuentan; y al salir de comer, después de la Bolsa, si entro en el teatro, quiero que me hagan reír y no pienso en imitar a nadie.

Deben ofrecerme imágenes simples y brillantes de todas las pasiones del corazón humano, y no sólo siempre las gracias del marqués de Moncada14. Hoy es mi hija Mademoiselle Benjamine, y sé perfectamente negársela a un marqués si éste no posee quince mil libras de renta bien seguras. En cuanto a sus letras de cambio, si las firma y no las paga, M. Mathieu, mi cuñado, le envía a Sainte Pélagie15. Esta sola palabra, “Sainte Pélagie”, para un hombre con título, envejece a Molière.
En fin, si quieren hacerme reír pese a la profunda seriedad que me dan la Bolsa, la política y los odios de partido, es preciso que unas personas apasionadas se equivoquen ante mi vista de una manera divertida en el camino que los conduce a la felicidad.

Traducción de Consuelo Berges

1. Tragedias de C. Delavigne, representadas por aquel tiempo. (N. de la T.)

2. Tragedia de M. J. Chénier.

3. Tragedia de N. Lemercier.

4. Tragedia de C. Delavigne.

5. De Lemercier.

6. Idem, íd.

7. Tragedia de Chénier.

8. Este verso, que Stendhal cita en diversas ocasiones, es del acto III, escena X, de Les Ménechmes, de Regnard. Un personaje confundiendo a Valentín con otro, dice:
—Dejadme que le corte la nariz.
A lo cual el amenazado responde con estas palabras que Stendhal recoge tan reiteradamente en sus elucubraciones sobre lo cómico. (N. de la T.)

9. La gloria del dístico y la esperanza del cuarteto.

10. El teatro de feria de Regnard, Lesage y Dufrény no tiene ningún rango literario: pocas gentes lo han leído. Lo mismo ocurre con Scarron y Hauteroche.

11. Monólogos de El Paria, de Régulo, de Los Macabeos.

12. Recitados de Orestes en Andrómaca. ¿Qué pueblo no tiene sus prejuicios literarios? Ved a los ingleses no proscribiendo sino como aristocrática esa ramplona amplificación de colegio titulada Caín, Misterio por Lord Byron.

13. Depende de la policía de París detener la decadencia del arte dramático. Debe emplear todo su poder en hacer que en las dos primeras representaciones de las obras nuevas dadas en los grandes teatros no haya absolutamente ninguna entrada gratis.

14. De L´Ecole des bourgeois, de d‘Allainval.

15. Prisión donde se recluía a los condenados por deuda. (N. de la T.)