Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De La cartuja de Parma

Stendhal

 

Advertencia

Esta novela se escribió en el invierno de 1830 y a trescientas leguas de París. Así, pues, ninguna alusión a las cosas de 18391.

Muchos años antes de 1830, en la época en que nuestros ejércitos recorrían toda Europa, me correspondió un boleto de alojamiento para la casa de un canónigo. Era en Padua, deliciosa ciudad italiana. Como la estancia se prolongara, el canónigo y yo nos hicimos amigos.

A finales de 1830 volví a pasar por Padua y me apresuré a ir a casa de mi buen canónigo. El canónigo no vivía ya, y yo lo sabía, pero quería volver a ver el salón en que habíamos pasado tantas veladas placenteras, tan a menudo añoradas desde entonces. Encontré al sobrino del canónigo y a la mujer del sobrino, que me recibieron como a un viejo amigo. Llegaron otras personas y no nos separamos hasta muy tarde. El sobrino mandó a buscar al café Pedroti un excelente zambajan2. Lo que nos hizo trasnochar fue sobre todo la historia de la duquesa Sanseverina, a la que alguien aludió, y el sobrino quiso contarla completa en honor mío.

—En el país adonde voy —dije a mis amigos— me será muy difícil encontrar una casa como ésta, y, para pasar las largas horas de la noche, escribiré una novela con esta historia vuestra.

—Entonces —dijo el sobrino— le voy a prestar los anales de mi tío, que, en el artículo Parma, menciona algunas de las intrigas de esta Corte en los tiempos en que la duquesa hacía y deshacía en ella. Pero tenga cuidado: esta historia no es nada moral, y ahora que en Francia hacéis gala de pureza evangélica, puede valerle fama de asesino.

Publico esta novela sin cambiar nada del manuscrito de 1830, lo que puede tener dos inconvenientes.

El primero, para el lector: como los personajes son italianos, acaso le interesen menos, porque los corazones de aquel país difieren no poco de los corazones franceses: los italianos son sinceros, gentes sencillas, y no timoratos, dicen lo que piensan; sólo accidentalmente se sienten tocados de vanidad, y entonces llega a ser una pasión y toma el nombre de puntiglio. Además, entre ellos la pobreza no es ridícula.

El segundo inconveniente se refiere al autor.
Confesaré que he tenido el atrevimiento de dejar a los personajes las asperezas de sus caracteres, pero, en compensación —lo declaro abiertamente—, censuro con el más moral de los reproches muchos de sus actos. ¿Por qué había de atribuirles la alta moralidad y los dones de los caracteres franceses, que aman el dinero por encima de todo y rara vez pecan por odio o por amor? Los italianos de esta novela son aproximadamente lo contrario. Por lo demás, me parece que cada vez que avanzamos doscientas leguas de sur a norte, se puede dar una nueva novela como un nuevo paisaje. La simpática sobrina del canónigo había conocido y hasta querido mucho a la duquesa Sanseverina, y me ruega que no cambie nada de sus aventuras, las cuales son censurables.

23 enero 1839

Libro primero

Gia mi fur dolci inviti a empir
le carte
I luoghi ameni.

Ariosto, sat. IV

Capítulo 1
Milán en 1796

El 15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el puente de Lodi y de enterar al mundo de que, al cabo de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor.

Los milagros de intrepidez y genio de que fue testigo Italia en unos meses despertaron a un pueblo dormido: todavía ocho días antes de la llegada de los franceses, los milaneses sólo veían en ellos una turba de bandoleros, acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real: esto era al menos lo que les repetía tres veces por semana un periodiquillo del tamaño de la mano, impreso en un papel muy malo.

En la Edad Media, los lombardos republicanos dieron pruebas de ser tan valientes como los franceses y merecieron ver su ciudad enteramente arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se convirtieron en súbditos fieles, su gran ocupación consistía en imprimir sonetos en unos pañuelitos de tafetán rosa cada vez que se celebraba la boda de alguna joven perteneciente a una familia noble o rica. A los dos o tres años de este gran momento de su vida, esta joven tomaba un “caballero sirviente”: a veces, el nombre del acompañante elegido por la familia del marido ocupaba un lugar honorable en el contrato matrimonial. Entre estas costumbres afeminadas y las emociones profundas que produjo la imprevista llegada del ejército francés había mucha diferencia. No tardaron en surgir costumbres nuevas y apasionadas. El 15 de mayo de 1796, todo un pueblo se dio cuenta de que lo que había respetado hasta entonces era soberanamente ridículo y, a veces, odioso. La partida del último regimiento de Austria marcó la caída de las ideas antiguas: llegó a estar de moda exponer la vida. Se vio que para ser feliz después de siglos de sensaciones insípidas, era preciso amar a la patria con verdadero amor y buscar las acciones heroicas. Con la prolongación del celoso despotismo de Carlos V y de Felipe II, los lombardos, sometidos, se hundieron en una noche tenebrosa; derribaron sus estatuas y, de pronto, se encontraron inundados de luz.

Desde hacía cincuenta años, y a medida que la Enciclopedia y Voltaire fueron iluminando a Francia, los trenos de los frailes predicaban al buen pueblo de Milán que aprender a leer u otra cosa cualquiera era un trabajo inútil y que pagando con puntualidad el diezmo al párroco y contándole fielmente todos los pecados, se estaba casi seguro de obtener sitio en el paraíso. Para acabar de debilitar a este pueblo, antaño tan terrible y tan razonador, Austria le había vendido barato el privilegio de no suministrar soldados a su ejército.

En 1796, el ejército milanés se componía de veinticuatro bellacos vestidos de rojo, que guardaban la ciudad en connivencia con cuatro magníficos regimientos de granaderos húngaros. Las costumbres eran extraordinariamente licenciosas, pero muy raras las pasiones. Por otra parte, además del fastidio de contárselo todo a los curas, so pena de perdición, incluso en este mundo, el buen pueblo milanés estaba todavía sometido a ciertas pequeñas trabas monárquicas que no dejaban de ser vejatorias. Por ejemplo, el archiduque, que residía en Milán y gobernaba en nombre del Emperador, su primo, había tenido la lucrativa idea de comerciar en trigo. En consecuencia, prohibición absoluta a los labradores de vender sus cereales hasta que Su Alteza hubiera colmado sus almacenes.

En mayo de 1796, tres días después de entrar los franceses, un joven pintor de miniaturas, un poco loco, llamado Gros3, célebre más tarde, y que había llegado con el ejército, al oír contar en el gran café de los Servi, de moda por entonces, las hazañas del archiduque, que, además, era enorme, cogió la lista de los helados, rudimentariamente impresos en una hoja de un feo papel amarillo, y al dorso de la misma dibujó al obeso archiduque; un soldado francés le clavaba un bayonetazo en la tripa y, en lugar de sangre, brotaba una increíble cantidad de trigo. En aquel país de despotismo receloso, se desconocía eso que se llama chiste o caricatura. El dibujo que Gros había dejado sobre la mesa de los Servi, pareció un milagro bajado del cielo. Aquella misma noche lo grabaron y, al día siguiente, se vendieron veinte mil ejemplares.

El mismo día apareció en las paredes un bando anunciando una contribución de seis millones para las necesidades del ejército francés, que a raíz de haber ganado seis batallas y conquistado veinte provincias, carecía nada más que de botas, de pantalones, de guerreras y de sombreros.

El torrente de alegría y de placer que con aquellos franceses tan pobres irrumpió en Lombardía fue tan grande, que sólo los curas y algunos nobles sintieron el peso de aquella contribución de seis millones, a la que pronto siguieron otras muchas. Los soldados franceses reían y cantaban todo el día; tenían menos de veinticinco años, y su general en jefe, que tenía veintisiete, pasaba por ser el hombre de más edad de su ejército. Curiosamente, esta alegría, esta juventud, esta despreocupación respondían a las predicaciones furibundas de los frailes que llevaban seis meses anunciando desde el púlpito que los franceses eran unos monstruos, obligados, bajo pena de muerte, a incendiarlo todo y a degollar a todo el mundo. Para lo cual, cada regimiento avanzaba con la guillotina en vanguardia.

A la puerta de las chozas aldeanas se veía al soldado francés ocupado en mecer al pequeñuelo del ama de la casa, y casi cada noche, algún tambor que tocaba el violín improvisaba un baile. Las contradanzas resultaban demasiado sabias y complicadas para que los soldados, que además no las sabían, apenas pudiesen enseñárselas a las mujeres del país, y eran éstas las que enseñaban a los mozos franceses la Monferina, la Saltarina y otras danzas italianas.

Los oficiales habían sido alojados, dentro de lo posible, en casa de las personas ricas; bien necesitados estaban de reponerse. Por ejemplo, un teniente llamado Robert recibió un boleto de alojamiento para el palacio de la marquesa del Dongo.

Este oficial, un joven requisador bastante despabilado, poseía como única fortuna, al entrar en aquel palacio, un escudo de seis francos que acababa de recibir de Plasencia. Después del paso del puente de Lodi, despojó a un oficial austríaco, muerto por una granada, de un magnífico pantalón de paño completamente nuevo, y nunca prenda de vestir más oportuna. Sus charreteras de oficial eran de lana, y el paño de su guerrera iba cosido al forro de las mangas para sujetar juntos los trozos; pero ocurría algo más triste: las suelas de sus botas eran unos pedazos de sombrero igualmente tomado en el campo de batalla después de pasar el puente de Lodi. Estas suelas improvisadas iban sujetas a los zapatos mediante unas cuerdas muy visibles, de suerte que, cuando el mayordomo de la casa se presentó en el cuarto del teniente Robert para invitarle a comer con la señora marquesa, el mozo se vio en un tremendo apuro. Su asistente y él pasaron las dos horas que faltaban para aquella inoportuna comida procurando arreglar un poco la guerrera y tiñendo de negro, con tinta, las desdichadas cuerdas de las botas. Por fin llegó el momento terrible. “Nunca en mi vida me vi en tan amargo trance —me decía el teniente Robert—; aquellas damas creían que yo iba a darles miedo, y yo temblaba más que ellas. Miraba las botas y no sabía cómo andar con soltura. La marquesa del Dongo —añadió— estaba entonces en todo el esplendor de su belleza: usted la conoció, con unos ojos tan bellos y una dulzura angelical, con su hermoso pelo de un rubio oscuro que tan bien enmarcaba el óvalo de un rostro encantador. Yo tenía en mi cuarto una Herodías de Leonardo da Vinci que parecía su retrato. Quiso Dios que quedase tan impresionado por aquella belleza sobrenatural, que me olvidé de mi atavío. Desde hacía dos años, sólo veía cosas feas y míseras en las montañas de Génova. Me aventuré a decirle algo de mi asombrada admiración.

”Pero era yo demasiado consciente para detenerme mucho tiempo en cumplidos. Mientras modelaba mis frases veía, en un comedor todo de mármol, doce lacayos y ayudas de cámara vestidos con lo que entonces me parecía el colmo de la magnificencia. Figuraos que aquellos granujas llevaban botas no sólo buenas, sino con hebillas de plata. Yo veía de reojo todas aquellas miradas estúpidas clavadas en mi guerrera y quizá también en mis botas, y ello me atravesaba el corazón. Habría podido, con una sola palabra, imponer silencio a todos aquellos subalternos, pero ¿cómo ponerlos en su sitio sin correr el riesgo de asustar a las damas?; pues, según me ha contado luego cien veces, la marquesa, para armarse un poco de valor, mandó a buscar al convento, donde estaba como pensionista a la sazón, a Gina del Dongo, hermana de su marido, que fue más tarde la encantadora condesa Pietranera: en la prosperidad nadie la superó en gracia e ingenio seductor, como tampoco la superó nadie en valor y sereno temple cuando la fortuna le fue adversa.
”Gina, que tendría a la sazón unos trece años, pero que representaba dieciocho, viva y franca como usted sabe, tenía tanto miedo de echarse a reír ante mi atuendo, que no se atrevía a comer; la marquesa, en cambio, me abrumaba de cortesías forzadas; veía bien en mis ojos ciertos destellos de impaciencia. En una palabra, yo hacía una triste figura, me tragaba el desprecio, cosa que dicen imposible en un francés. Por fin, me iluminó una idea bajada del cielo; me puse a contar a aquellas damas mi miseria y lo que habíamos padecido durante dos años en las montañas de Génova, donde nos retenían unos viejos generales imbéciles. Allí —les decía— nos daban asignados que no tenían curso en el país, y tres onzas de pan diarias. No llevaba hablando ni dos minutos, y ya la buena marquesa tenía lágrimas en los ojos y Gina se había puesto seria.

”—¡Es posible, señor teniente —exclamó ésta—: tres onzas de pan!

”—Sí; pero, en compensación, el reparto faltaba tres veces por semana, y como los campesinos en cuyas casas nos alojábamos eran todavía más misérrimos que nosotros, les dábamos un poco de nuestro pan.

”Al levantarnos de la mesa, ofrecí el brazo a la marquesa hasta la puerta del salón, y en seguida, volviendo rápidamente sobre mis pasos, di al criado que me había servido a la mesa aquel único escudo de seis francos sobre cuyo empleo hiciera tantas cuentas de la lechera.

”Pasados ocho días, cuando quedó bien comprobado que los franceses no guillotinaban a nadie, el marqués del Dongo volvió de su castillo de Grianta, en las riberas del lago de Como, donde se había refugiado con gran intrepidez al acercarse el ejército, abandonando a los azares de la guerra a su mujer, tan joven y tan bella, y a su hermana. El odio que nos tenía el tal marqués era tan grande como su miedo, lo que quiere decir que era inconmensurable; resultaba divertido verle la carota gorda, pálida y devota dirigiéndome sus cumplidos. Al día siguiente de su retorno a Milán recibí tres varas de paño y doscientos francos que me correspondieron de la contribución de seis millones; me adecenté y me convertí en el caballero de aquellas damas, pues comenzaron los bailes.”

La historia del teniente Robert fue aproximadamente la de todos los franceses; en lugar de burlarse de la miseria de aquellos bravos soldados, inspiraron piedad y se hicieron querer.

Esta época de imprevista felicidad y de embriaguez no duró más que dos años escasos; el alborozo había sido tan excesivo y tan general, que me sería imposible dar una idea del mismo a no ser con esta reflexión histórica y profunda: aquel pueblo llevaba aburriéndose cien años.

En la corte de los Visconti y de los Sforza, aquellos famosos duques de Milán, había reinado la voluptuosidad propia de los países meridionales. Pero desde 16244, en que los españoles se apoderaron del Milanesado y lo dominaron como señores taciturnos, desconfiados, orgullosos y siempre temerosos de la rebelión, la alegría había huido. Los pueblos, adoptando las costumbres de sus amos, pensaban más en vengarse del menor insulto con una puñalada que en gozar del momento presente.

El loco regocijo, la alegría, la voluptuosidad, el olvido de todos los sentimientos tristes, o simplemente razonables, llegaron a tal punto desde el 15 de mayo de 1796, en que los franceses entraron en Milán, hasta abril de 1799, en que fueron expulsados por la batalla de Cassano, que se han podido citar casos de viejos comerciantes millonarios, de viejos usureros, de viejos notarios, que, durante aquel intervalo, se olvidaron de estar tristes y de ganar dinero.

Apenas unas cuantas familias pertenecientes a la alta nobleza se recluyeron en sus palacios del campo como para mostrar su desagrado contra la alegría general y la expansión de todos los corazones. Bien es verdad que a estas familias nobles y ricas les había afectado bastante la repartición de las contribuciones de guerra exigidas por el ejército francés.

El marqués del Dongo, contrariado de ver tal regocijo, fue uno de los primeros en tornar a su magnífico palacio de Grianta, más allá de Como, a donde las señoras llevaron al teniente Robert. Aquel castillo, enclavado en una situación acaso única en el mundo, en un altozano a ciento cincuenta pies sobre el sublime lago y dominando una gran extensión del mismo, había sido una plaza fuerte. La familia Del Dongo lo construyó en el siglo XV, como lo testimonian por doquier sus escudos de mármol. Todavía podían verse los puentes levadizos y los fosos profundos, bien es verdad que privados de agua; pero con aquellos muros de ochenta pies de altura y seis de espesor, el castillo estaba al abrigo de cualquier golpe de mano, y por esto tenía las preferencias del desconfiado marqués. Rodeado de veinticinco o treinta domésticos, a los que suponía fieles, al parecer porque nunca les hablaba sino con la injuria en la boca, allí le atormentaba el miedo menos que en Milán.

Este miedo no era del todo gratuito: el marqués sostenía muy activas relaciones con un espía situado por Austria en la frontera suiza, a tres leguas de Grianta, para procurar la evasión de los prisioneros hechos en el campo de batalla, cosa que los generales franceses habrían podido tomar en serio.

El marqués dejó a su mujer en Milán, donde era ella quien dirigía los asuntos de la familia; ella la encargada de hacer frente a las contribuciones impuestas a la casa Del Dongo, como se dice en el país; ella la que procuraba que le fueran rebajadas, lo que la obligaba a alternar con algunos nobles que habían aceptado funciones públicas e incluso con algunos que no eran nobles pero sí muy influyentes.

Sobrevino un gran acontecimiento en la familia. El marqués arregló el casamiento de su hermana Gina con un personaje muy rico y de la más encopetada estirpe, pero que llevaba el pelo empolvado: por esta causa, Gina lo recibía a carcajadas, y al poco tiempo cometió la locura de casarse con el conde Pietranera. Era éste, sin duda, de muy buena casa y muy buen mozo, pero arruinado y, para colmo de males, partidario entusiasta de las ideas nuevas. Pietranera era además subteniente de la legión italiana, lo que enconaba las iras del marqués. Después de aquellos dos años de locura y de alegría, el Directorio de París, dándose aires de soberano bien afianzado, puso de manifiesto un odio mortal hacia todo lo que no era mediocre. Los ineptos generales que nombró en el ejército de Italia perdieron una serie de batallas en aquellas mismas llanuras de Verona, testigos, dos años antes, de los prodigios de Arcola y de Lonato. Los austríacos se aproximaron a Milán; el teniente Robert, ya jefe de batallón y herido en la batalla de Cassano, fue a alojarse por última vez en casa de su amiga la marquesa del Dongo. Los adioses fueron tristes; Robert partió con el conde Pietranera, que siguió a los franceses en su retirada hacia Novi. La joven condesa, a la que su hermano negó el pago de su legítima, siguió al ejército en una carreta.

Entonces comenzó aquella época de reacción y de retorno a las ideas antiguas, que los milanesas llamaban i tredici mesi (los trece meses), porque, en efecto, quiso su suerte que aquel retorno a la estupidez no durara más que trece meses, hasta Marengo. Todo lo viejo, lo devoto, lo triste, reapareció al frente de los asuntos públicos y asumió de nuevo la dirección de la sociedad; inmediatamente, los que habían permanecido fieles a las buenas doctrinas propalaron por los pueblos que a Napoleón le habían ahorcado los mamelucos en Egipto, como por tantos conceptos merecía.

Entre aquellos hombres que habían manifestado su hostilidad retirándose a sus tierras y que volvían sedientos de venganza, el marqués del Dongo se distinguía por su furia; naturalmente, su exageración le llevó a la cabeza del partido. Aquellos caballeros, muy dignos cuando no tenían miedo, pero que temblaban siempre, consiguieron rodear al general austríaco. Bastante buen hombre, se dejó convencer de que la severidad era una alta política, y mandó detener a ciento cincuenta patriotas: eran, en efecto, lo mejor que a la sazón había en Italia.

Inmediatamente fueron deportados a las bocas de Cattaro, y encerrados en grutas subterráneas; la humedad, y, sobre todo, la falta de pan, hicieron buena y rápida justicia de todos aquellos tunantes.

El marqués del Dongo obtuvo un gran puesto, y como unía una sórdida avaricia a otras innumerables excelentes cualidades, se jactó públicamente de no enviar ni un escudo a su hermana, la condesa Pietranera; que, siempre loca de amor, no quería abandonar a su marido y con él se moría de hambre en Francia. La buena marquesa estaba desesperada; por fin, consiguió escamotear algunos pequeños diamantes de su estuche, que su marido le reclamaba cada noche para encerrarlo bajo su cama en una caja de hierro; la marquesa había aportado a su marido ochocientos mil francos de dote y recibía ochenta francos al mes para sus gastos personales. Durante los trece meses que los franceses pasaron fuera de Milán, esta mujer tan tímida halló pretextos para no dejar de vestirse de negro.

Confesaremos que, siguiendo el ejemplo de muchos graves autores, hemos comenzado la historia de nuestro héroe un año antes de su nacimiento. Este personaje esencial no es otro, en efecto, que Fabricio Valserra, marchesimo del Dongo, como se dice en Milán. Acababa precisamente de tomarse el trabajo de nacer5 cuando los franceses fueron expulsados, y resultaba ser, por el azar de la estirpe, el hijo segundo de aquel marqués del Dongo, tan gran señor y del que ya conocéis la cara gruesa y muy descolorida, la falsa sonrisa y el odio infinito hacia las ideas nuevas. Toda la fortuna de la casa le correspondía al primogénito, Ascanio del Dongo, digno retrato de su padre. Tenía él ocho años y Fabricio dos, cuando de pronto, el general Bonaparte, a quien todas las gentes de buena estirpe creían perdido desde hacía mucho tiempo, bajó del monte San Bernardo. Entró en Milán; este momento es todavía único en la historia; imaginaos todo un pueblo locamente enamorado. A los pocos días, Napoleón ganó la batalla de Marengo. Lo demás es inútil contarlo. El desvarío gozoso de los milaneses llegó al más alto grado; pero esta vez se mezcló con ideas de venganza: a aquel buen pueblo le habían enseñado a odiar. No tardaron en llegar los pocos que quedaban de las bocas de Cattaro; su retorno se celebró con una fiesta nacional. Las caras pálidas, los grandes ojos atónitos, los miembros enflaquecidos de aquellas pobres gentes, formaban un extraño contraste con el regocijo que se manifestaba en todas partes.

Su llegada dio la señal de partida para las familias más comprometidas. El marqués del Dongo fue de los primeros en escapar a su castillo de Grianta. Los jefes de las grandes familias estaban invadidos de odio y de miedo; pero sus mujeres y sus hijos recordaban las diversiones de la primera estancia de los franceses y echaban de menos Milán y los bailes tan alegres, que inmediatamente después de Marengo se organizaron en la Casa Tanzi6. Poco tiempo después de la victoria, el general francés encargado de mantener la tranquilidad en Lombardía se dio cuenta de que todos los colonos de los nobles, todas las mujeres viejas del campo, muy lejos de pensar todavía en aquella pasmosa victoria de Marengo que había cambiado los destinos de Italia y reconquistado trece plazas fuertes en un día, no pensaban en otra cosa que en una profecía de San Giovita, el primer patrón de Brescia. Según esta palabra sagrada, las bienandanzas de los franceses y de Napoleón cesarían a las trece semanas justas de Marengo. Lo que disculpa un poco al marqués del Dongo y a todos los esquivos nobles del campo es que, realmente y sin comedia, creían en la profecía. Ninguna de aquellas personas había leído cuatro libros en su vida; hacían abiertamente sus preparativos para volver a Milán pasadas trece semanas; pero el transcurso del tiempo iba consignando nuevos triunfos para la causa de Francia. De retorno a París, Napoleón, con sabios decretos, salvaba la revolución en el interior como la había salvado en Marengo contra los extranjeros. Entonces los nobles lombardos, refugiados en sus castillos, descubrieron que habían interpretado mal la predicción del santo patrón de Brescia: no se trataba de trece semanas, sino seguramente de trece meses. Los trece meses transcurrieron, y la prosperidad de Francia parecía ir en aumento cada día.

Saltamos los diez años de progresos y de venturas, de 1800 a 1810. Fabricio pasó los primeros en el castillo de Grianta, dando y recibiendo muchos puñetazos entre los niños campesinos del pueblo, y no aprendiendo nada, ni siquiera a leer. Más tarde, le enviaron al colegio de jesuitas de Milán. El marqués, su padre, exigió que le enseñasen latín, no por los antiguos autores que hablan siempre de repúblicas, sino por un magnífico volumen, ilustrado con más de cien estampas, obra maestra de los artistas del siglo XVII; era la genealogía latina de los Valserra, marqueses del Dongo, publicada en 1650 por Fabricio del Dongo, arzobispo de Parma. La fortuna de los Valserra fue sobre todo militar, los grabados representaban batallas, y batallas en las que siempre se veía a algún héroe de este nombre propinando magníficas estocadas. Este libro era muy del agrado del pequeño Fabricio. Su madre, que le adoraba, obtenía de cuando en cuando permiso para ir a verle a Milán, pero como su marido no le daba jamás dinero para aquellos viajes, era su cuñada, la encantadora condesa Pietranera, quien se lo prestaba. Desde que tornaran los franceses, la condesa había llegado a ser una de las mujeres más brillantes de la corte del príncipe Eugenio, virrey de Italia.

Cuando Fabricio hubo hecho la primera comunión, la condesa consiguió que el marqués, que seguía desterrado voluntariamente, le autorizara a sacar al pequeño alguna vez del colegio. Le encontró singular, inteligente, muy serio, pero un guapo mancebo que no desentonaba en el salón de una dama a la moda; por lo demás, perfectamente ignorante: apenas si sabía escribir. La condesa, que ponía en todo su carácter entusiasta, prometió su protección al director del establecimiento si su sobrino Fabricio hacía progresos extraordinarios y, a fin de curso, obtenía muchos premios. Para facilitarle los medios de merecerlos, mandaba a buscarle todos los sábados por la tarde, y muchas veces no le reintegraba a sus maestros hasta el miércoles o el jueves. Los jesuitas, aunque tiernamente amados por el príncipe virrey, estaban excluidos de Italia por las leyes del reino, y el superior del colegio, hombre hábil, midió todo el partido que podría sacar de sus relaciones con una mujer omnipotente en la corte. Se libró muy bien de quejarse de las ausencias de Fabricio, quien, más ignorante que nunca, obtuvo a fin de curso cinco primeros premios. Gracias a esto, la brillante condesa Pietranera, acompañada de su marido, general que mandaba una de las divisiones de la guardia, y de cinco o seis personajes de los más altos en la corte del virrey, asistió a la distribución de premios en el colegio de los jesuitas. El superior fue felicitado por sus jefes.

La condesa llevaba a su sobrino a todas las fiestas brillantes que imprimieron carácter al reinado demasiado breve del amable príncipe Eugenio. Le había hecho, por su propia autoridad, oficial de húsares, y Fabricio, que tenía doce años, lucía este uniforme. Un día, la condesa, prendada de su bonita estampa, pidió para él, al príncipe, una plaza de paje, lo que significaba que la familia Del Dongo se adhería al partido enemigo. Al día siguiente, tuvo que valerse de toda su influencia para conseguir que el virrey se dignase no acordarse de aquella petición, a la que sólo faltaba el consentimiento del padre del futuro paje, y este consentimiento habría sido negado con ostentación. A raíz de esta locura, que hizo estremecer al esquivo marqués, halló éste un pretexto para llevarse a Grianta al mocito Fabricio. La condesa despreciaba olímpicamente a su hermano; le consideraba un tonto triste y que sería malo si tuviera poder para ello. Pero estaba loca por Fabricio, y, al cabo de diez años de silencio, escribió al marqués reclamando a su sobrino. La carta no tuvo respuesta.

Al volver a aquel castillo formidable, construido por sus más belicosos antepasados, Fabricio no sabía otra cosa que hacer la instrucción y montar a caballo. Con frecuencia el conde Pietranera, tan loco por aquel niño como su mujer, le hacía montar a caballo y le llevaba al desfile.

Al llegar al castillo de Grianta, Fabricio, con los ojos todavía enrojecidos por las lágrimas derramadas al dejar los hermosos salones de su tía, no halló más que los mimos apasionados de su madre y de sus hermanas. El marqués estaba encerrado en su gabinete con su primogénito, el marchesino Ascanio. Se ocupaban en fabricar cartas cifradas que tenían el honor de ser transmitidas a Viena; el padre y el hijo sólo aparecían a las horas de comer. El marqués repetía con afectación que estaba enseñando a su sucesor natural a llevar por partida doble las cuentas de los productos de todas sus tierras. En realidad, el marqués era demasiado celoso de su poder para hablar de semejantes cosas a un hijo que era el heredero forzoso de todas sus tierras, erigidas en mayorazgo. Le empleaba en cifrar despachos de quince o veinte folios que dos o tres veces por semana hacía pasar a Suiza, de donde los encaminaban a Viena. El marqués pretendía informar a sus legítimos soberanos del estado interior del reino de Italia, que él mismo desconocía, a pesar de lo cual sus cartas tenían mucho éxito. He aquí cómo se las componía. El marqués encargaba a algún agente seguro de contar en la carretera el número de soldados de un regimiento francés o italiano que cambiara de guarnición, y, al dar cuenta del hecho a la corte de Viena, tenía buen cuidado de disminuir, lo menos en una cuarta parte, el número de los soldados presentes. Estas cartas, por lo demás ridículas, tenían el mérito de desmentir otras más verídicas, y resultaban gratas.

Debido a esto, poco tiempo antes de la llegada de Fabricio al castillo, el marqués había recibido la placa de una orden importante: era la quinta que decoraba su casaca de chambelán. La verdad es que tenía el disgusto de no atreverse a ostentar esta casaca fuera de su gabinete; pero jamás se permitía dictar un despacho sin antes revestirse de la levita bordada, guarnecida con todas sus condecoraciones. Proceder de otro modo le habría parecido una falta de respeto.
La marquesa se quedó maravillada de las gracias de su hijo. Pero había conservado la costumbre de escribir dos o tres veces al año al general conde de A*** —éste era el nombre actual del teniente Robert—. A la marquesa le repugnaba mentir a las personas que amaba: interrogó a su hijo y se quedó horrorizada de su ignorancia.
“Si a mí, que no sé nada, me parece tan poco instruido, a Robert, que es tan sabio, le parecerá su instrucción absolutamente fracasada; y ahora hace falta el saber.” Otra particularidad que la sorprendió casi tanto era que Fabricio había tomado en serio todas las cosas religiosas que le habían enseñado en el convento. Aunque muy piadosa por su parte, el fanatismo de aquel niño la hizo estremecerse; “si el marqués tiene la perspicacia de adivinar este medio de influencia, va a quitarme el amor de mi hijo”. Lloró mucho, y su pasión por Fabricio se hizo más fuerte aún.

La vida en el castillo, habitado por treinta o cuarenta criados, era muy triste; por eso Fabricio se pasaba los días enteros de caza o navegando en una barca por el lago. No tardó en hacer estrecha amistad con los hombres de las caballerizas; todos eran partidarios furibundos de los franceses y se burlaban abiertamente de los ayudas de cámara devotos, adictos a la persona del marqués o a la de su primogénito. El gran motivo de chanza contra estos graves personajes era que llevaban las cabezas empolvadas por prescripción de sus amos.

Traducción de Consuelo Berges

1. Siguiendo una costumbre practicada en Rojo y negro y en otros muchos de sus escritos —precaución de funcionario consular, innecesaria y además inútil—, Stendhal cambia aquí fechas y lugares. Esta novela no se escribió en 1830 y a trescientas leguas de París, sino en 1838 y en París.

2. Del Litto y Abravanel aclaran que se trata del zabaione, postre italiano hecho con vino, huevos y azúcar.

3. Autor del retrato de Napoleón en el puente de Arcola.

4. Del Litto aclara que los españoles se adueñaron del Milanesado en 1535, no en 1624.

5. Stendhal emplea en varias de sus obras esta frase, tomada de Le mariage de Figaro, de Beaumarchais.

6. Todo este pasaje de la novela es una exacta evocación de lo vivido por el Henri Beyle, de diecisiete-dieciocho años, según lo cuenta en su Vida de Henry Brulard. Recuerdos de egotismo, prol., trad. y notas de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Edit., 1975, y en su diario.