Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Del amor

Stendhal

 

Capítulo I. Del amor

Intento entender esta pasión cuyas fases sinceras son siempre bellas.

Hay cuatro amores diferentes:

1° El amor pasión: el de la monja portuguesa, el de Eloísa por Abelardo, el del capitán De Vesel, el del gendarme de Cento1.

2° El amor placer: el que reinaba en París hacia 1760 y se halla en las memorias y novelas de esta época, en Crébillon, Lanzun, Duclos, Marmontel, Chamfort, madame d’Épinay, etcétera, etcétera.

En este cuadro, todo, hasta las sombras, debe ser color de rosa, no debe entrar en él, con ningún pretexto, nada desagradable so pena de carecer de mundo, de buen tono, de delicadeza, etc. Un hombre de alta estirpe conoce de antemano todos los procedimientos que debe emplear y hallar en las diversas fases de este amor; no habiendo nada en él de pasión y de espontaneidad hay a veces más delicadeza que en el amor verdadero, porque en él interviene siempre mucho la inteligencia; es una fría y preciosa miniatura comparada con un cuadro de los Carracci, y mientras que el amor pasión nos arrastra por encima de todos nuestros intereses, el amor placer sabe siempre conformarse a ellos. Verdad es que, si a ese pobre amor se le quita la vanidad, queda muy poca cosa; una vez privado de vanidad, es un convaleciente debilitado que puede apenas arrastrarse.

3° El amor físico.

Yendo de caza, hallar una hermosa y fresca campesina que huye por el bosque. Todo el mundo conoce el amor fundado en esta clase de placeres; por muy árido y poco afortunado que se sea de carácter, se comienza por ahí a los dieciséis años.

4° El amor vanidad.

La inmensa mayoría de los hombres, sobre todo en Francia, desea y tiene una mujer de moda, como se posee un hermoso caballo, como una cosa necesaria al lujo del mancebo. La vanidad más o menos halagada, más o menos picada, arrebata como el amor. A veces participa del amor físico, pero ni siquiera siempre; a veces, ni aun el placer físico interviene. Una duquesa no tiene nunca más de treinta años para un burgués, decía la duquesa de Chaulnes; y los que frecuentaron la corte de aquel hombre justo que fue el rey Luis de Holanda recuerdan aún con alegría a una hermosa mujer de La Haya que no podía menos de encontrar encantador a un hombre que fuera duque o par. Pero, fiel al principio monárquico, en cuanto llegaba un príncipe a la corte, dejaba plantado al duque: aquella mujer era una especie de condecoración del cuerpo diplomático.

El caso más afortunado de estas pobres relaciones es aquel en que el placer físico va en aumento por la costumbre. Los recuerdos las aproximan entonces un poco al amor; hay los piques de amor propio y la tristeza al separarse, y como las ideas de las novelas se van apoderando de uno sin darse cuenta, se cree estar enamorado y melancólico, pues la vanidad tiende a creerse una gran pasión. Lo seguro es que, cualquiera que sea la clase de amor a que se deban los placeres, desde el momento en que se produce la exaltación del alma, esos placeres son vivos y su recuerdo arrastra; y en esta pasión, al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de las otras, lo perdido parece siempre, en el recuerdo, superior a lo que se puede esperar del futuro.

A veces, en el amor vanidad, la costumbre o la falta de esperanza de algo mejor se traduce en una especie de amistad que es la menos amable de todas; se jacta de su seguridad, etc.2

Como el placer físico es cosa de la naturaleza, todo el mundo lo conoce, mas para las almas tiernas y apasionadas es de una categoría inferior. Y si estas almas resultan ridículas en los salones, si muchas veces las intrigas de las gentes del gran mundo las hacen desgraciadas, en cambio conocen placeres siempre inaccesibles para los corazones que sólo palpitan por la vanidad y por el dinero.

Algunas mujeres virtuosas y tiernas no tienen apenas idea del placer físico; rara vez se encuentran, por decirlo así, expuestas a él, y aun cuando llega el caso, los deliquios del amor pasión hacen casi olvidar los placeres del cuerpo.

Hay hombres víctimas e instrumentos de un orgullo infernal, de un orgullo de Alfieri. Estas personas que acaso son crueles porque, como Nerón, están siempre temblando y juzgan a los hombres por su propia alma; estas gentes, repito, no pueden sentir el placer físico sino en la medida que va acompañado del mayor goce de orgullo posible, es decir, en la medida en que ejecutan crueldades sobre la compañera de sus placeres. De ahí los horrores de Justina3. Sólo así encuentran estos hombres el sentimiento de la seguridad.

Por lo demás, en vez de distinguir cuatro clases de amores diferentes, se podrían muy bien admitir ocho o diez matices. Hay acaso tantas maneras de sentir entre los hombres como modos de ver, pero estas diferencias en la nomenclatura no afectan en nada a los razonamientos que siguen. Todos los amores que podemos ver a continuación nacen, viven y mueren o se elevan a la inmortalidad con arreglo a las mismas leyes4.

Capítulo 2. Del nacimiento del amor

He aquí lo que pasa en el alma:

1° La admiración.

2° El admirador se dice: ¡Qué placer darle y recibir besos, etcétera!

3° La esperanza.

Se estudian las perfecciones; éste es el momento, para el mayor placer físico posible, en que una mujer debiera entregarse. Hasta en las mujeres más reservadas, los ojos se animan en el momento de la esperanza; la pasión es tan fuerte, el placer es tan vivo, que se manifiesta en señales visibles.

4° Ha nacido el amor.

Amar es sentir placer en ver, tocar, sentir con todos los sentidos y lo más cerca posible un objeto amado y que nos ama.

5° Comienza la primera cristalización.

Nos complacemos en adornar con mil perfecciones a una mujer de cuyo amor estamos seguros; nos detallamos toda nuestra felicidad con infinita complacencia. Esto se reduce a exagerar una propiedad soberbia que acaba de caernos del cielo, que no conocemos y de cuya posesión estamos seguros.

Si se deja a la cabeza de un amante trabajar durante veinticuatro horas, resultará lo siguiente:

En las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos o tres meses, está cubierta de cristales brillantes; las ramillas más diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarilla, aparecen guarnecidas de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible reconocer la rama primitiva.

Lo que yo llamo cristalización es la operación del espíritu que en todo suceso y en toda circunstancia descubre nuevas perfecciones del objeto amado.

Un viajero habla de los bosques de naranjos de Génova, a orillas del mar, en los días abrasadores del estío; ¡qué dicha gustar este frescor con ella!
Un amigo nuestro se rompe un brazo en una cacería; ¡qué delicia recibir los cuidados de una mujer amada! Estar siempre con ella, viendo incesantemente las manifestaciones de su amor, nos haría casi olvidar el sufrimiento; y así partimos del brazo roto de nuestro amigo, para ya no dudar de la angélica bondad de nuestra amada. En una palabra, basta pensar en una perfección para atribuírsela a la mujer amada.

Este fenómeno que yo me permito llamar cristalización viene de la naturaleza que nos ordena el placer y nos envía la sangre al cerebro, del sentimiento de que los placeres aumentan con las perfecciones del ser amado y de la idea de que éste me pertenece. El salvaje no tiene tiempo de ir más allá del primer paso. Siente el placer, pero la actividad del cerebro se emplea en seguir al ciervo que huye por el bosque y con cuya carne tendrá que reparar sus fuerzas en seguida, so pena de caer bajo el hacha del enemigo.

En el otro extremo de la civilización, no dudo que una mujer sensible llegara al punto de no hallar el placer físico sino con el hombre a quien ama5. Es lo contrario del salvaje. En los pueblos civilizados, la mujer dispone de tiempo y de ocio, mientras que al salvaje le apremian de tan cerca sus ocupaciones, que se ve obligado a tratar a su hembra como a una bestia de carga. Si las hembras de muchos animales son más afortunadas, es porque la subsistencia de los machos está más segura.

Pero dejemos las selvas para volver a París. Un hombre apasionado ve en la mujer amada todas las perfecciones; sin embargo, la atención puede estar distraída aún, pues el alma se cansa de todo lo uniforme, incluso de la felicidad perfecta6.
He aquí lo que viene a fijar la atención:

6° Nace la duda.

Después de que diez o doce miradas (o cualquier otra serie de actos que lo mismo pueden durar un momento que varios días) han sugerido primero y después confirmado las esperanzas, el amante, vuelto de su primer asombro y ya acostumbrado a su felicidad, o guiado por la teoría que, siempre basada en los casos más frecuentes, sólo debe ocuparse de las mujeres fáciles; después, digo, de estos preliminares, el amante pide seguridades más positivas y quiere progresar en su felicidad.

Se le opone la indiferencia7, la frialdad o hasta la ira, si se muestra demasiado seguro; en Francia, un matiz de ironía que parece decir: “Se cree más adelantado de lo que está”. Una mujer se conduce así, ya porque despierte de un momento de embriaguez y obedezca al pudor, ya simplemente por prudencia y por coquetería.
El amante llega a dudar de la felicidad que se prometía, y se torna severo sobre los motivos de esperanza que había creído ver.

Intenta desquitarse con los otros placeres de la vida, y los encuentra nulos. Le sobrecoge el temor de una horrible desgracia, y se concentra en una profunda atención.

7° Segunda cristalización.

Entonces comienza la segunda cristalización, y los diamantes que ésta produce son confirmaciones de esta idea:

Me ama.

La noche siguiente al nacimiento de las dudas, y después de un momento de sufrimiento atroz, el amante se dice cada cuarto de hora: “Sí, me ama”. Y la cristalización se orienta a descubrir nuevos encantos. Después, se apoderan de él la duda y el mirar extraviado y le hacen detenerse sobresaltado. El pecho se olvida de respirar, y el enamorado se dice: “Pero ¿me ama?”. En medio de estas alternativas desgarradoras y deliciosas, el pobre amante siente vivamente: Me dará deleites que sólo ella en el mundo puede darme.

Precisamente la evidencia de esta verdad, este caminar al borde mismo de un horrendo precipicio mientras se toca con la mano la ventura perfecta, es lo que da tanta superioridad a la segunda cristalización sobre la primera.

El amante deambula sin cesar entre estas tres ideas:

1° Mi amada tiene todas las perfecciones.

2° Me ama.

3° ¿Qué hacer para conseguir de ella la mayor prueba de amor posible?
El momento más desgarrador del amor joven aún es aquel en que éste se da cuenta de que ha hecho un razonamiento falso y hay que destruir toda una cara de la cristalización.

Se empieza a dudar de la cristalización misma.

Capítulo 3. De la esperanza

Basta un grado muy pequeño de esperanza para provocar el nacimiento del amor.
Aunque, al cabo de dos o tres días, pueda fallar la esperanza, no por eso el amor ha dejado de nacer.

Con un carácter decidido, temerario, impetuoso, y una imaginación desarrollada por las desdichas de la vida:

El grado de esperanza puede ser más pequeño.

Puede cesar más pronto, sin matar el amor.

Si el amante ha sufrido desventuras, si tiene un carácter sensible y meditativo, si está desengañado de las demás mujeres, si siente una viva admiración por esta de que ahora se trata, ningún placer corriente podrá apartarle de la segunda cristalización. Preferirá soñar en la más incierta posibilidad de agradar algún día a la que ama, antes de recibir de una mujer vulgar todo lo que ésta puede conceder.

Sería necesario que en esta época —y no más tarde, anótese bien— la mujer a quien ama matara la esperanza de una manera atroz y le colmara de esos desprecios públicos que ya no permiten volver a ver a las personas.
El nacimiento del amor admite plazos mucho más largos entre todas estas épocas.
En las personas frías, flemáticas, prudentes, el nacimiento del amor requiere mucha más esperanza, y una esperanza mucho más sostenida. Lo mismo ocurre con las personas ya de cierta edad.

Lo que asegura la duración del amor es la segunda cristalización, durante la cual se ve a cada instante que se trata de ser amado o de morir. ¿Cómo, después de esta convicción de todos los minutos, convertida ya en hábito por varios meses de amor, poder siquiera concebir el pensamiento de dejar de amar? Cuanto más fuerte es un carácter, menos propenso a la inconstancia.

En los amores inspirados por las mujeres que se rinden demasiado pronto, esta segunda cristalización falta casi por completo.

Una vez operadas las cristalizaciones, sobre todo la segunda, que es con mucho la más fuerte, los ojos indiferentes no reconocen ya la rama de árbol.

Porque,

1° está recamada de perfecciones o diamantes que los ojos indiferentes no ven;

2° esas perfecciones que la adornan no son para ellos. La perfección de ciertos encantos de que le habla un antiguo amigo de su amada, así como cierto matiz de vivacidad percibido en sus ojos son un diamante de la cristalización8 de Del Rosso. Estas ideas surgidas en una velada le hacen soñar toda la noche.

Una réplica imprevista que me hace ver más claramente un alma tierna, generosa, ardiente, o, como dice el vulgo, romántica9, y que tasa más alto que la dicha de los reyes el pasearse sola con su amante por un bosque apartado me hace soñar también toda la noche10.

Él dirá que mi amada es una mojigata; yo diré que la suya es una moza de partido.

Capítulo 4

En un alma perfectamente indiferente, una joven habitante de un castillo aislado en lo más remoto del campo, la más pequeña sorpresa puede determinar una ligera admiración, y si luego sobreviene la más leve esperanza, da lugar al amor y a la cristalización.

En este caso, el amor empieza por resultar agradable como entretenimiento.

La admiración y la esperanza son poderosamente secundadas por la necesidad de amor y la melancolía que se siente a los dieciséis años. Es bastante sabido que la inquietud de esta edad se debe a una sed de amar y es propio de la sed no ser demasiado exigente sobre la naturaleza del brebaje que el azar nos presenta.
Recapitulemos las siete épocas del amor, que son:

1° La admiración.

2° ¡Qué delicia!, etc.

3° La esperanza.

4° Ha nacido el amor.

5° Primera cristalización.

6° Surge la duda.

7° Segunda cristalización.

Entre el número 1 y el 2 puede transcurrir un año.

Un mes entre el número 2 y el 3; si la esperanza no se apresura a presentarse, se renuncia insensiblemente al número 2, como origen de sufrimiento.

Entre el número 3 y el 4, sólo un abrir y cerrar de ojos.

Ningún intervalo entre el 4 y el 5. Sólo la intimidad podría separarlos.

Entre los números 5 y 6 pueden transcurrir algunos días, según el grado de impetuosidad y las costumbres de audacia del carácter; entre el 6 y el 7 no hay intervalo.

Capítulo 5

No depende de la voluntad del hombre dejar de hacer lo que le produce más deleite que todos los demás actos posibles11.

El amor es como la fiebre: nace y se extingue sin que la voluntad intervenga en absoluto. He aquí una de las principales diferencias entre el amor placer y el amor pasión, y nadie puede alabarse de las bellas cualidades del ser amado, que son como un dichoso azar.

En fin, el amor es de todas las edades: véase la pasión de madame Du Deffand por el poco atractivo Horacio Walpole. Acaso todavía se recuerda en París un ejemplo más reciente y, sobre todo, más simpático.

Como prueba de las grandes pasiones sólo admito aquellas de sus consecuencias que son ridículas. Por ejemplo, la timidez, prueba del amor; no hablo de la mala vergüenza que se siente al salir del colegio.


Capítulo 6. La rama
de Salzburgo

En amor, la cristalización no cesa nunca. He aquí su historia: mientras no hayamos llegado a entendernos con el ser amado, existe la cristalización de solución imaginaria: sólo en nuestra imaginación estamos seguros de que existe tal perfección en la mujer que amamos. Lograda la intimidad, los temores, que renacen continuamente, se calman con soluciones más reales. Resulta, pues, que la felicidad sólo en su origen es uniforme. Cada día tiene una flor diferente.

Si la mujer amada cede a la pasión que siente, y cae en la enorme falta de matar el temor con la vivacidad del deleite amoroso12, la cristalización cesa en un instante, mas cuando el amor pierde algo de su vivacidad, es decir, algo de sus temores, adquiere el encanto de un completo abandono, de una confianza sin límites; un dulce hábito viene a embotar todas las penas de la vida y a dar a los goces otra clase de interés.

Si el amante es abandonado, la cristalización vuelve a empezar, y cada acto de admiración, el examen de cada momento de felicidad que puede darle y en la que ya no piensa acaba en esta reflexión desgarradora: “¡Nunca más volveré a vivir esa felicidad encantadora, y la he perdido por mi culpa!”. Si busca satisfacción en sensaciones de otro género, su corazón se niega a sentirlas. La imaginación le pinta bien la posición física, le monta en un caballo rápido, le lleva de caza a los bosques del Devonshire13; pero ve, siente con toda evidencia que no hallará en esto ningún placer. Y aquí está el errar óptico que conduce al pistoletazo.
El juego tiene también su cristalización provocada por el empleo del dinero que el amante va a ganar.

Los juegos de la corte, tan añorados por los nobles bajo el nombre de legitimidad, estaban tan arraigados precisamente por la cristalización que provocaban. No había cortesano que no soñara en la rápida fortuna de un Luynes o de un Lauzun, ni mujer atractiva que no viese en perspectiva el ducado de madame de Polignac.
Ningún gobierno razonable puede volver a dar esta cristalización. Nada tan contrario a la imaginación como el gobierno de los Estados Unidos de América. Hemos visto que sus vecinos los salvajes no conocen casi la cristalización. Los romanos no tenían apenas idea de ella y sólo la encontraban en el amor físico.
También el odio tiene su cristalización; en cuanto asoma una posibilidad de vengarse, se comienza de nuevo a odiar.

El hecho de que toda creencia en la que hay algo absurdo o no demostrado tienda siempre a poner a la cabeza del partido a las personas más absurdas, es también uno de los efectos de la cristalización. Hay cristalización hasta en las matemáticas (véanse los newtonianos en 1740), en las cabezas que no siempre pueden representarse todas las partes de la demostración de lo que creen.

Véase como prueba el destino de los grandes filósofos alemanes cuya inmortalidad, tantas veces proclamada, no puede nunca rebasar los treinta o cuarenta años.
Y el hombre más mesurado es fanático en música precisamente porque no puede explicarse el porqué de sus sentimientos.

No podemos probarnos a voluntad que tenemos razón contra tal o cual contradictor.

Capítulo 7. De las diferencias entre el nacimiento del amor en uno y en otro sexo

Las mujeres se apegan al hombre por los favores que le conceden. Como las diecinueve vigésimas partes de sus sueños habituales se refieren al amor, después de la intimidad estos sueños se agrupan en torno a un solo objeto; aplícanse a justificar un paso tan extraordinario, tan decisivo, tan contrario a todos los hábitos del pudor. Este trabajo no existe en el hombre. Luego, la imaginación de las mujeres se recrea en detallar tan deliciosos instantes.

Como el amor hace dudar de las cosas más demostradas, la mujer, que, antes de la intimidad, estaba tan segura de que su amante es un hombre por encima de lo vulgar, en cuanto cree que ya no le queda nada que negarle se echa a temblar de que haya buscado una mujer más que añadir a su lista.

Sólo entonces aparece la segunda cristalización14, que, acompañada por el miedo, es con mucho la más fuerte.

Una mujer cree haberse convertido de reina en esclava. Este estado de alma y de espíritu es favorecido por la embriaguez nerviosa que producen unos goces tanto más sensibles cuanto más raros. En fin, una mujer, con su bastidor de bordar, trabajo insípido y que sólo ocupa las manos, piensa en su amante, mientras que éste, galopando en la llanura con su escuadrón, es arrestado si ordena un falso movimiento.

Yo me inclino a creer que la segunda cristalización es mucho más fuerte en las mujeres porque el temor es más vivo: en ellas están comprometidos la vanidad, el honor, y en todo caso las distracciones son más difíciles.

Una mujer no puede guiarse por el hábito de ser razonable, ese hábito que yo, hombre, contraigo forzosamente en mi oficina, trabajando seis horas diarias en cosas frías y razonables. Hasta fuera del amor, propenden a entregarse a la imaginación y generalmente exaltadas; por eso la desaparición de los defectos del ser amado tiene que ser en ella más rápida.

Las mujeres profieren las emociones a la razón; la causa es muy sencilla: como, en virtud de nuestras estúpidas costumbres, no desempeñan ninguna misión importante en la familia, no tienen que emplear nunca la razón, y no encuentran ocasión de experimentar su utilidad.

Al contrario, siempre les resulta incómoda, pues sólo se les presenta para reprocharles el haber sentido placer ayer o para ordenarles que no lo sientan mañana.

Traducción de Consuelo Berges

1. Según Martineau, parece que en un manuscrito italiano se cuenta que, a principios del siglo XIX, a un guardia de Cento, encarcelado a instancias de los padres de una muchacha seducida por él, ésta le facilitó un veneno, lo compartió con él y ambos aparecieron muertos, uno a cada lado de la reja de la prisión. (N. de la T.)

2. Diálogo conocido del puente de Veyle con madame Du Deffand al amor de la lumbre.
3. Se trata, al parecer, de la novela del marqués de Sade. (N. de la T.)

4. Este libro es una traducción libre de un manuscrito italiano de monsieur Lisio Visconti, joven de la más alta distinción, que acaba de morir en Volterra, su patria. El día de su muerte imprevista, permitió al traductor publicar su ensayo sobre el Amor si conseguía reducirlo a una forma decente. Castel Fiorentino, 10 de junio de 1819. (N. de la T.: Lisio Visconti, a lo largo de este libro, es el propio Stendhal.)

5. Si en el hombre no ocurre así, es porque no tiene el pudor que hay que sacrificar en un determinado instante.

6. Lo que quiere decir que el mismo matiz de existencia no da sino un instante de dicha perfecta; pero la manera de ser de un hombre apasionado cambia diez veces al día.

7. Lo que las novelas del siglo XVII llamaban el flechazo, que decide del destino del héroe y de su amada, es un movimiento del alma que, no por haber sido desvirtuado por innumerables escribidores, deja de existir en la naturaleza; proviene de la imposibilidad de la maniobra defensiva. La mujer que enamorada encuentra demasiada felicidad en el sentimiento que experimenta para poder fingir; aburrida de la prudencia, abandona toda precaución y se entrega ciegamente a la dicha de amar. La desconfianza hace imposible el flechazo.

8. He llamado a este ensayo un libro de ideología, para indicar que, aunque se titule Del amor, no se trata de una novela y, sobre todo, no es entretenido como una novela. Pido perdón a los filósofos por haber tomado la palabra ideología: no tengo ciertamente la intención de usurpar un título ajeno. Si la ideología es una descripción detallada de las ideas y de todos los elementos que puedan componerlas, el presente libro es una descripción detallada y minuciosa de todos los sentimientos que componen la pasión llamada amor. Luego, saco algunas consecuencias de esta descripción, por ejemplo, la manera de curar el amor. No conozco palabra para expresar en griego discurso sobre los sentimientos como la palabra ideología significa discurso sobre las ideas. Habría podido encargar a alguno de mis amigos sabios que me inventara una palabra, pero ya me contraría bastante el haber tenido que adoptar la palabra nueva cristalización, y es muy posible que, si este ensayo logra lectores, no me acepten esta nueva palabra. Reconozco que evitarla hubiera sido una prueba de talento literario; lo he intentado, pero en vano. Sin esta palabra que, a mi juicio, expresa el principal fenómeno de la locura llamada amor —locura que, sin embargo, proporciona al hombre los mayores placeres que a los seres de su especie les sea dado gozar en la tierra—; sin el empleo de esta palabra que había que reemplazar a cada paso con una perífrasis muy larga, mi descripción de lo que ocurre en la cabeza o en el corazón del hombre enamorado resultaba oscura, pesada, aburrida, incluso para mí, que soy su autor: ¿qué habría sido para el lector?
Así, pues, al lector que se sienta demasiado molesto con esta palabra cristalización le invito a que cierre el libro. No entra en mis aspiraciones, y sin duda por gran suerte mía, tener muchos lectores. Me sería grato agradar mucho a treinta o cuarenta personas de París a las que nunca veré, pero a las que quiero con locura sin conocerlas. Por ejemplo, a alguna joven madame Roland, leyendo a escondidas un volumen que guarda a toda prisa, ante el menor ruido, en los cajones de la mesa de su padre, grabador de cajas de reloj. Un alma como la de madame Roland me perdonará, así lo espero, no sólo la palabra cristalización empleada para expresar ese acto de locura que nos ha hecho percibir las bellezas, todos los géneros de perfección en la mujer que comenzamos a amar, sino también varias elipsis demasiado arriesgadas. No hay sino tomar un lápiz y escribir entre líneas las cinco o seis palabras que faltan.

9. Para mí todos estos hechos tuvieron, en un principio, ese aire celestial que convierte inmediatamente a un hombre en un ser aparte, diferente de todos los demás. Creía yo leer en sus ojos esa sed de una dicha sublime, esa melancolía no confesada que aspiraba a algo mejor que lo que hallamos en la tierra y que, en todas las situaciones en que la fortuna o las revoluciones pueden poner a un alma romántica,
…Still prompts the celestial sight,
for which we wish to live, or dare to die,
(Ultima lettera di Bianca a sua madre. Forlì, 1817.)

10. El autor emplea la fórmula del yo por simplificar y poder pintar el interior de las almas, para explicar varias sensaciones que le son ajenas; no poseía nada personal que mereciera ser citado.

11. En cuestión de pecados, la buena educación consiste en los remordimientos que, previstos, pesan en la balanza.

12. Diana de Poitiers, en La Princesa de Clèves.

13. Pues si pudiésemos imaginar en esto alguna felicidad, la cristalización habría trasladado a la mujer amada el privilegio exclusivo de darnos esa felicidad.

14. Esta segunda cristalización no se produce en las mujeres fáciles, que están muy lejos de todas estas ideas.