Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Rojo y Negro

Stendhal

La verdad, la áspera verdad.

Danton

 

Capítulo Primero
Una ciudad pequeña

Put thousands together
Less bad
But the cage less gay.

Hobbes

La pequeña ciudad de Verrières es acaso una de las más bonitas del Franco Condado. Sus casas blancas, con los puntiagudos tejados de tejas encarnadas, se extienden por la falda de una de sus colinas, cuyas más leves sinuosidades están subrayadas por manchones de recios castaños. Varios centenares de pies más abajo de las fortificaciones antaño construidas por los españoles, corre el Doubs.
Verrières está protegido del Norte por una alta montaña, una de las estribaciones del Jura. En cuanto llegan los primeros fríos, las cimas truncadas del Verra se cubren de nieve. Un torrente que se precipita desde la montaña atraviesa Verrières antes de morir en el Doubs, y pone en movimiento gran número de aserraderos. Es ésta una industria muy elemental y que proporciona cierto bienestar a la mayoría de los habitantes de la comarca, más campesinos que ciudadanos. Pero lo que ha enriquecido a esta pequeña ciudad no son los aserraderos. Es a la fábrica de telas estampadas, llamadas de Mulhouse, a lo que se debe este desahogo general de las fortunas que, desde la caída de Napoleón, ha permitido reconstruir las fachadas de casi todas las casas de Verrières.

Apenas ha llegado uno a Verrières, se siente aturdido por el estrépito de una máquina ruidosa y tremebunda en apariencia. Una rueda movida por el agua del torrente levanta veinte pesados martillos que vuelven a caer con un estruendo que hace temblar el pavimento. Cada uno de estos martillos fabrica cada día qué sé yo cuántos miles de clavos. Unas mozuelas frescas y bonitas presentan a los golpes de estos enormes martillos los trocitos de hierro que rápidamente quedan transformados en clavos. Este trabajo, tan duro en apariencia, es uno de los que más llaman la atención del viajero que por primera vez penetra en las montañas que separan Francia de Suiza. Si, al entrar en Verrières, pregunta el viajero a quién pertenece esta hermosa fábrica de clavos que ensordece a las gentes que suben por la Grande-Rue, le contestan con dejo despacioso:

—¡Eh! Es del señor alcalde.

Por pocos instantes que se detenga el viajero en esta Grande-Rue de Verrières, que se sube desde la orilla del Doubs en dirección a la cumbre de la colina, se puede apostar ciento contra uno que verá aparecer a un hombre alto con aire atareado e importante.

Todos los sombreros se alzan rápidamente a su paso. Tiene el pelo canoso y viste de gris. Es caballero de varias órdenes, posee una frente amplia, una nariz aquilina y, en conjunto, su rostro no carece de cierta regularidad: hasta se nota, a primera vista, que además de la dignidad de alcalde, tiene esa especie de atractivo que puede hallarse aún en personas de cuarenta y ocho o cincuenta años. Mas el viajero parisiense no tarda en notar cierto aire de satisfacción de sí mismo y de suficiencia, unido a un no sé qué de limitado y de falta de inventiva. Se sabe, en fin, que el talento de este hombre no pasa de hacer que le paguen con gran puntualidad lo que le deben y de pagar lo más tarde posible lo que debe él.

Tal es el alcalde de Verrières, monsieur de Rênal. Atraviesa la calle con aire grave, entra en la alcaldía y desaparece de la vista del viajero. Pero si éste continúa su paseo, cien pasos más arriba descubre una casa de aspecto bastante hermoso y, a través de una verja cercana al edificio, unos magníficos jardines. Más allá, una línea del horizonte formada por las colinas de Borgoña parece hecha de encargo para recreo de los ojos. Esta vista hace olvidar al viajero la pestilente atmósfera de los pequeños intereses de dinero que ya comienza a asfixiarle.

Le informan de que esta casa pertenece a monsieur de Rênal. La hermosa morada de piedra sillería que está acabando en estos momentos se la debe el alcalde de Verrières a los beneficios obtenidos de su gran fábrica de clavos. Dicen que monsieur de Rênal desciende de una antigua familia española establecida en el país mucho antes de la conquista de Luis XIV.

Desde 1815 se avergüenza de ser industrial: 1815 le hizo alcalde de Verrières. Los muros en terraplén que sostienen las diversas parcelas del magnífico jardín que de bancal en bancal desciende hasta el Doubs, son también la recompensa a la ciencia del señor de Rênal en el comercio del hierro.

No esperéis hallar en Francia esos pintorescos jardines que rodean las ciudades industriales de Alemania: Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el Franco Condado, cuantos más muros se levantan, cuanto más se eriza la propiedad de piedras colocadas unas encima de otras, más derechos se adquieren al respeto de sus vecinos. Los jardines del señor de Rênal, con muchísimos muros, son admirados además porque algunas de las parcelas que ocupan las ha comprado a peso de oro.

Por ejemplo, aquel aserradero cuya singular situación a la orilla del Doubs os llamó la atención al entrar en Verrières y en la que habéis leído el nombre de Sorel escrito en caracteres gigantescos sobre una tabla que domina el tejado, ocupaba hace seis años el lugar en que actualmente se levanta el muro del cuarto terraplén de los jardines del señor de Rênal.

A pesar de su orgullo, el señor alcalde tuvo que dar muchos pasos cerca del viejo Sorel, campesino duro y tenaz; debió de costarle hermosos luises de oro conseguir que trasladara su fábrica a otro sitio. En cuanto al riachuelo público que movía la sierra, monsieur de Rênal, gracias a la influencia de que goza en París, consiguió que fuese desviado. Esta gracia la obtuvo después de las elecciones de 182…
Dio a Sorel cuatro arpentas por una, quinientos pasos más abajo, a la orilla del Doubs. Y aunque esta situación era mucho más ventajosa para su comercio de tablas de pino, el viejo Sorel, como le llaman desde que es rico, tuvo el secreto de obtener de la impaciencia y de la manía de propietario que animaba a su vecino una suma de seis mil francos.

Verdad es que este trato ha sido criticado por las buenas cabezas del lugar. Una vez —era un domingo, hace de esto cuatro años—, al volver de la iglesia monsieur de Rênal, en atuendo de alcalde, vio de lejos que el viejo Sorel, rodeado de sus tres hijos, se sonreía mirándole. Aquella sonrisa iluminó con una claridad fatal el alma del señor alcalde; desde entonces cree que habría podido obtener el cambio con mayor ventaja.

Para ganar en Verrières la consideración pública, lo esencial es no adoptar —sin dejar por eso de construir muchos muros— algún plano traído de Italia por esos albañiles que cada primavera atraviesan los puertos del Jura camino de París. Semejante innovación echaría sobre el imprudente constructor una eterna fama de fantasioso, y perdería para siempre la estimación de las personas sensatas y moderadas que distribuyen las consideraciones en el Franco Condado.

De hecho, esas gentes sensatas ejercen el más molesto despotismo; y a causa precisamente de esta fea palabra resulta insoportable la estancia en las ciudades pequeñas para quien ha vivido en esa gran república que se llama París. La tiranía de la opinión —¡y qué opinión!— es tan estúpida en las ciudades pequeñas de Francia como en los Estados Unidos.


Capítulo II
Un alcalde

Y la importancia, señor, ¿no es nada?
El respeto de los tontos, el pasmo de los niños,
la envidia de los ricos, el desprecio del discreto.

Barnave

Por fortuna para la fama de monsieur de Rênal como administrador, en el paseo público que bordea la colina a cien pies sobre el curso del Doubs hacía falta un inmenso muro de contención. Este paseo debe a tan admirable situación una de las vistas más pintorescas de Francia. Pero, todas las primaveras, las lluvias abren surcos en la calzada, ahondan precipicios y lo hacen impracticable. Este inconveniente, sentido por todos, puso a monsieur de Rênal en la venturosa necesidad de inmortalizar su administración con un muro de veinte pies de alto y de treinta o cuarenta de largo.

El parapeto de este muro obligó a monsieur de Rênal a hacer tres viajes a París, pues el penúltimo ministro del Interior se había declarado enemigo mortal del paseo de Verrières; el parapeto de este muro levanta ahora cuatro pies por encima del suelo. Y, como para desafiar a todos los ministros presentes y pasados, en este momento lo están ornando con unas losas de piedra sillería.

¡Cuántas veces, pensando en los bailes de París dejados la víspera y con el pecho apoyado en estos grandes bloques de piedra de un hermoso gris tirando a azul, he sumergido la mirada en el valle del Doubs! Allá lejos, a la orilla izquierda, serpentean cinco o seis valles en el fondo de los cuales la vista alcanza a distinguir muy bien pequeños riachuelos. Se les ve perderse en el Doubs después de correr de cascada en cascada. El sol calienta mucho en estas montañas; cuando cae a plomo, unos magníficos plátanos protegen en esta terraza la abstraída contemplación del viajero. Su rápido crecimiento y su hermoso verde tirando a azul se le deben a esa tierra removida que el señor alcalde ha hecho poner detrás de su inmenso muro de contención, pues a pesar de la oposición del consejo municipal, ha ensanchado el paseo en más de seis pies (aunque él sea ultra y yo liberal, me merece alabanza; en su opinión y en la de monsieur Valenod, el venturoso director del refugio de mendigos de Verrières, gracias a su ensanchamiento, puede esta terraza sostener la comparación con la de Saint-Germain-en-Lave).

En cuanto a mí, sólo una objeción tengo que hacer al Paseo de la Fidelidad; se lee este nombre oficial en quince o veinte lugares, sobre placas de mármol que han valido una cruz más a monsieur de Rênal; lo que yo reprocharía al Paseo de la Fidelidad es la manera bárbara con que la autoridad hace podar y rapar hasta lo vivo estos recios plátanos. En vez de parecerse, con sus cabezas bajas, redondas y chaparras, a la más vulgar de las plantas hortícolas, no desearían otra cosa que exhibir esas formas magníficas que tienen en Inglaterra. Pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y dos veces al año todos los árboles pertenecientes al municipio son despiadadamente amputados. Los liberales del lugar pretenden, pero exageran, que la mano del jardinero oficial es mucho más severa desde que el señor vicario Meslon ha tomado la costumbre de apropiarse los productos de la poda.

Este joven eclesiástico fue enviado a Besançon hace unos años para vigilar al abate Chêlan y a otros curas de los alrededores. Un viejo cirujano castrense del ejército de Italia, retirado en Verrières y que en vida era a la vez, según el señor alcalde, jacobino y bonapartista, se atrevió un día a ir a quejársele de la mutilación periódica de estos hermosos árboles.

—A mí me gusta la sombra —contestó monsieur de Rênal con el matiz de altivez que conviene cuando se habla a un cirujano miembro de la Legión de Honor—; a mí me gusta la sombra; mando podar mis árboles para que me den sombra, y no comprendo cómo un árbol puede existir para otra cosa a no ser que rente, como el útil nogal.

Esta es la gran palabra que lo decide todo en Verrières: rentar, ella sola representa el pensamiento habitual de más de las tres cuartas partes de la población.
Rentar es la razón que todo lo decide en esta pequeña ciudad que os parece tan bonita.

En el primer momento, el viajero que llega, seducido por la belleza de los valles lozanos y profundos que la rodean, se figura que sus habitantes son sensibles a lo bello, como hablan hasta demasiado de la belleza de su país, no se puede negar que cuenta mucho para ellos; pero es porque atrae a algunos forasteros cuyo dinero enriquece a los fondistas, lo cual, gracias al mecanismo del impuesto de consumos, constituye una renta para la ciudad.

En un hermoso día de otoño, paseaba el señor de Rênal por el Paseo de la Fidelidad dando el brazo a su esposa. Sin dejar de escuchar a su marido, que hablaba con un aire solemne, los ojos de madame de Rênal seguían con inquietud los movimientos de tres niños. El mayor, que tendría unos once años, insistía demasiado en acercarse al parapeto con visible intención de encaramarse a él. Una voz dulce pronunciaba el nombre de Adolfo, y el niño renunciaba a su ambicioso proyecto.
Madame de Rênal parecía una mujer de treinta años, pero bastante bonita todavía.

—Pudiera muy bien ocurrir que tenga que arrepentirse ese caballerito de París— decía monsieur de Rênal en un tono ofendido y con las mejillas más pálidas aún que de costumbre—. No me faltan algunos amigos en Palacio…

Mas aunque me proponga dedicar doscientas páginas a hablaros de la provincia, no llegaré al bárbaro extremo de haceros soportar en toda su extensión y con todos sus sapientísimos rodeos un diálogo provinciano.

El tal caballerete de París, tan odioso para el alcalde de Verrières, no era otro que monsieur Appert, que dos días antes se las había arreglado para introducirse no sólo en la cárcel y en el refugio de mendigos de Verrières, sino también en el hospital administrado gratuitamente por el alcalde y los principales propietarios de la localidad.

—Pero —dijo con timidez madame de Rênal—, ¿qué daño puede haceros ese señor de París, puesto que administráis los bienes de los pobres con la más escrupulosa probidad?

—No viene más que a suscitar las críticas, y luego hará insertar artículos en los periódicos del liberalismo.

—Nunca los leéis, querido.

—Pero nos hablan de esos artículos jacobinos; todo eso nos entretiene y nos impide hacer el bien1. Yo no perdonaré nunca al cura.


Capítulo III
Los intereses de los pobres

Un cura virtuoso y ajeno a la intriga
es una providencia para la localidad.

Fleury

Conviene saber que el cura de Verrières, anciano de ochenta años que debía al aire de estas montañas una salud y un carácter de hierro, tenía derecho a visitar a cualquier hora la cárcel, el hospital y el refugio de mendigos. Monsieur Appert, que venía recomendado al cura desde París, había tenido la prudencia de llegar a esta ciudad pequeña y, por tanto, curiosa a las seis en punto de la mañana. Inmediatamente se había dirigido al presbiterio.

Leída la carta que le escribía el señor marqués de La Mole, par de Francia y el propietario más rico de la provincia, el cura Chêlan se quedó pensativo.
“Soy viejo y aquí me quieren —se dijo al fin a media voz—. ¡No se atreverán!” Y mirando luego al señor de París con unos ojos en que, a pesar de la avanzada edad, brillaba ese fuego sagrado que revela el placer de acometer una bella acción un poco peligrosa:

—Venid conmigo, caballero, y hacedme la merced de no emitir, delante del carcelero y sobre todo de los vigilantes del refugio de mendigos, ninguna opinión sobre las cosas que vamos a ver.

Monsieur Appert comprendió que estaba ante un hombre de corazón; siguió al venerable cura, visitó la cárcel, el hospicio, el refugio, hizo muchas preguntas y, a pesar de las poco satisfactorias respuestas, no se permitió el menor gesto de censura.

La visita duró varias horas. El cura invitó a comer a monsieur Appert, pero éste se excusó diciendo que tenía que escribir unas cartas: no quería comprometer más a su generoso compañero. A eso de las tres los dos señores fueron a terminar la inspección del refugio de mendigos y, luego, tornaron a la cárcel. A la puerta de ésta encontraron al carcelero, una especie de gigante de seis pies de estatura y con las piernas en paréntesis, el terror hacía aún más horrendo su innoble rostro.

—¡Oh, señor! —dijo al cura en cuanto le vio—, ¿no es monsieur Appert ese caballero que viene con vos?

—¿Por qué? —repuso el cura.

—Es que desde ayer tengo orden muy precisa del señor prefecto, enviada por un gendarme que ha debido de galopar toda la noche, de no permitir que monsieur Appert entre en la cárcel.

—Pongo en vuestro conocimiento, maese Noiroud —dijo el cura— que este viajero que viene conmigo es monsieur Appert. ¿Reconocéis que tengo derecho a entrar en la cárcel a cualquier hora del día o de la noche, y acompañado por quien me plazca?

—Sí, señor cura —musitó el carcelero bajando la cabeza como un bulldog que obedece a regañadientes por miedo al palo—. Pero tengo mujer e hijos, señor cura, y si me denuncian seré destituido; vivo solamente de mi empleo.

—También a mí me contrariaría mucho perder el mío —repuso el buen cura con la voz cada vez más conmovida.

—¡Buena diferencia va! —replicó con viveza el carcelero—. Ya sabemos que vos, señor cura, tenéis ochocientas libras de renta, una buena hacienda al sol…
Tales son los hechos que, comentados y exagerados de veinte diversos modos, agitaban desde hacía dos días las pasiones malévolas de la pequeña ciudad de Verrières. En aquel mismo momento eran tema de la leve discusión que monsieur de Rênal sostenía con su mujer. Por la mañana, acompañado de monsieur Valenod, director del refugio de mendigos, se había apersonado en casa del cura con el fin de testimoniarle su más vivo descontento. A monsieur Chêlan no le protegía nadie, y se daba cuenta de todo el alcance de sus palabras.

—Pues bien, señores: con mis ochenta años seré el tercer cura destituido en estas cercanías. Hace cincuenta y seis años que estoy aquí; he bautizado a casi todos los habitantes de la ciudad, que no era más que un poblacho cuando yo llegué.
Todos los días caso a muchachos a cuyos abuelos casé también antaño. Verrières es mi familia, pero cuando vi llegar al forastero, me dije para mí: “Este hombre, que viene de París, puede muy bien ser un liberal, pues es planta que abunda; pero, ¿qué mal puede hacer a nuestros pobres y a nuestros presos?”

Y ante los reproches, cada vez más vivos, de monsieur de Rênal y, sobre todo, de monsieur de Valenod, el director del refugio de mendigos:

—Pues bien, señores, haced que me destituyan —exclamó el anciano cura con temblorosa voz—. No por eso dejaré de habitar en la comarca. Todo el mundo sabe que hace cuarenta y ocho años heredé una tierra que renta ochocientas libras, viviré de esta renta. Yo no hago economías en mi empleo, señores, y acaso por eso no me produce gran susto oír que me lo van a quitar.

Monsieur de Rênal se llevaba muy bien con su mujer, mas no sabía qué contestar a aquella idea que ella le repetía tímidamente: “¿Qué daño puede hacer a los presos ese señor de París?”, y estaba a punto de enfadarse del todo, cuando su esposa lanzó un grito. El segundo de sus hijos acababa de subir el parapeto del muro y ya corría por él, sin reparar en que este muro se elevaba más de veinte pies sobre la viña que hay al lado opuesto. Por temor de asustar a su hijo y de que se cayera, madame de Rênal no se atrevía a dirigirle la palabra. Por fin, el niño, que reía muy satisfecho su proeza, al mirar a su madre y ver su palidez, saltó al paseo y corrió hacia ella. Se ganó una buena reprimenda.

Este pequeño incidente cambió el curso de la conversación.

—Estoy completamente decidido a traer a mi casa a Sorel, el hijo del aserrador de tablas —manifestó monsieur de Rênal—; se cuidará de los niños, que comienzan a ser demasiado malos para nosotros. Es un joven sacerdote, o como si lo fuera, buen latinista y hará adelantar a los niños, pues, según dice el cura, tiene mucho carácter. Le daré trescientos francos y la comida. Tenía yo algunas dudas sobre su moralidad, pues era el benjamín de ese viejo cirujano, miembro de la Legión de Honor, que con el pretexto de ser su primo, vino a vivir como huésped a casa de los Sorel. En el fondo este hombre podía muy bien no ser sino un agente secreto de los liberales; decía que el aire de nuestras montañas le iba muy bien para su asma, pero eso no es cosa probada. Hizo todas las campañas de Bonaparte en Italia, y hasta, según se dice, había firmado el no por el imperio, en tiempos. Ese liberal enseñaba latín al hijo de Sorel y le ha dejado cierta cantidad de libros que había traído consigo. Debido a esto, jamás se me hubiera ocurrido poner al hijo del carpintero al lado de nuestros hijos; mas el cura, justamente la víspera de la escena que acaba de indisponernos para siempre, me dijo que ese Sorel lleva tres años estudiando Teología, con el propósito de entrar en el seminario; de modo que no es liberal, es latinista. Esta solución nos conviene por más de un concepto —continuó monsieur de Rênal mirando a su mujer con aire diplomático—; el Valenod está muy orgulloso de los dos magníficos normandos que acaba de adquirir para su calesa. Pero no tiene preceptor para sus hijos.

—Bien pudiera ser que nos quitara éste.

—¿Entonces apruebas mi proyecto? —dijo monsieur de Rênal, agradeciendo a su mujer con una sonrisa la excelente idea que acababa de sugerirle—. Pues es cosa decidida.

—¡Dios mío, con qué rapidez decides las cosas, querido!

—Porque yo soy un hombre de carácter, y bien que lo ha visto el cura. Digamos las cosas claras: aquí estamos rodeados de liberales. Todos esos comerciantes de tejidos me tienen envidia, estoy seguro; dos o tres de ellos se están haciendo ricos. ¡Pues bien! Me place que vean a los hijos de monsieur de Rênal ir de paseo acompañados de su preceptor. Es cosa que impondrá respeto. Mi abuelo nos contaba a menudo que en su niñez había tenido un preceptor. Podrá costarme cien escudos, pero es un gasto que debe ser clasificado como necesario para sostener nuestro rango.

Esta súbita resolución dejó a madame de Rênal muy pensativa.

Era una mujer alta, bien formada, que había sido la belleza de la comarca, como se dice en estas montañas. Los ojos de un parisiense descubrirían en ella un cierto aire de simplicidad y de juventud en su modo de andar, una gracia ingenua, llena de inocencia y de vida, que podría llegar a despertar ideas de una placentera voluptuosidad. De haberse reconocido esta clase de éxito, habríase sentido muy avergonzada. Ni la afectación ni la coquetería rozaron jamás su corazón. Se decía que monsieur Valenod, el opulento director del refugio, le había hecho la corte pero sin resultado, y esto había dado a su virtud una singular aureola, pues monsieur Valenod, joven y de estatura aventajada, musculoso, colorado de rostro y con unas soberbias patillas negras, era uno de esos seres ordinarios, insolentes y estrepitosos que en provincias se llama un hombre guapo.

A madame de Rênal, muy tímida y de un carácter muy desigual en apariencia, le resultaban particularmente desagradables el movimiento continuo y las voces de monsieur Valenod. Su alejamiento de lo que en Verrières se llama alegría le había valido la fama de ser una gran orgullosa por naturaleza. Sin habérselo propuesto, le causó gran contento comprobar que los habitantes de la ciudad frecuentaban menos su casa. No ocultaremos que pasaba por tonta a los ojos de las damas de Verrières, porque, sin ningún designio político con relación a su marido, dejaba escapar las mejores ocasiones de que le compraran preciosos sombreros de París o de Besançon. Con tal de que la dejaran errar sola por su hermoso jardín, no se quejaba jamás.

Era un alma ingenua, que no se había permitido nunca ni siquiera juzgar a su marido y confesarse que la aburría. Daba por supuesto, sin decírselo a sí misma explícitamente, que entre marido y mujer no existían relaciones más dulces. Amaba especialmente a su marido cuando le hablaba él de sus proyectos sobre los hijos, que destinaba el uno a la espada, el segundo a la magistratura y el tercero a la iglesia. En último término, le parecía monsieur de Rênal mucho menos aburrido que todos los hombres que conocía.

Este juicio conyugal era razonable. El alcalde de Verrières debía su reputación de talento y sobre todo de buen tono a media docena de frases ingeniosas que había heredado de un tío. El viejo capitán de Rênal servía antes de la revolución en el regimiento de Infantería del duque de Orleáns y, cuando iba a París, era recibido en los salones del príncipe. Allí había conocido a madame de Montesson, a la famosa madame de Genlis, a Ducret, el inventor del Palais-Royal. Estos personajes figuraban a cada paso en las anécdotas de monsieur de Rênal. Mas, poco a poco, recordar aquellas cosas tan delicadas de contar había llegado a constituir un trabajo para él y desde hacía algún tiempo, sólo en las grandes ocasiones repetía sus anécdotas relativas a la casa de Orléans. Como además era muy fino, excepto cuando se hablaba de dinero, se le consideraba, con razón, como el personaje más aristocrático de Verrières.


Capítulo IV
Padre e hijo

E sara mia colpa,
Se cosi è?

Machiavelli

“¡Realmente mi mujer tiene una gran cabeza! —se decía el alcalde de Verrières al bajar a las seis de la mañana del día siguiente al aserradero Sorel—. Aunque no se lo haya dicho, por conservar la superioridad que me corresponde, no se me había ocurrido que si no tomo yo a ese curita Sorel, que, según dicen, domina el latín como un ángel, el director del refugio, esa alma en pena, podría muy bien tener la misma idea que yo y birlármelo. ¡Con qué tono de suficiencia hablaría del preceptor de sus hijos!… ¿Y este preceptor llevará sotana cuando esté en mi casa?”
Absorto estaba en esta duda monsieur de Rênal, cuando vio de lejos a un campesino, de cerca de seis pies de estatura, que, desde el amanecer, parecía muy atareado en medir piezas de madera amontonadas a la orilla del Doubs, en el camino de sirga. El aldeano no parecía muy satisfecho de ver acercarse al señor alcalde, pues aquellas traviesas obstruían el camino y estaban colocadas contra las ordenanzas.

Sorel, pues no era otro, quedó muy sorprendido y muy contento de la singular proposición que con respecto a su hijo Julián le hacía monsieur de Rênal. Pero le escuchó sin que en él se alterara ese aire de tristeza y de indiferencia con que tan hábilmente saben disfrazar su zorrería los habitantes de esas montañas. Esclavos en tiempos de la dominación española, conservan todavía ese gesto especial de la fisonomía del fel-lah de Egipto.

Al principio, la respuesta de Sorel no fue sino una larga retahila de todas las fórmulas de respeto que sabía de carretilla. Mientras recitaba estas vanas palabras, con una torpe sonrisa que acentuaba el aire de falsedad y casi de bribonería natural en su rostro, la mente activa del viejo lugareño trataba de descubrir la razón que pudiera tener un hombre tan distinguido para llevarse a su casa al bergante de su hijo. Estaba muy descontento de Julián, y precisamente, por este hijo le ofrecía monsieur de Rênal los insólitos gajes de trescientos francos al año, comida y hasta ropa. Esta última condición, que Sorel había tenido la súbita y genial idea de proponer, fue aceptada asimismo por monsieur de Rênal.

Semejantes pretensiones intrigaron al alcalde. “Desde el momento en que Sorel no se muestra entusiasmado y favorecido en grado sumo por mi proposición, como naturalmente debiera estarlo, resulta claro —se dijo— que ha recibido otras de distinto origen; ¿y de quién podrían ser sino de Valenod?” Monsieur de Rênal apremió a Sorel para concluir inmediatamente el trato, pero fue en vano: la astucia del viejo campesino se resistió tenazmente; deseaba, según decía, consultar a su hijo. ¡Como si en provincias un padre rico consultara a un hijo que nada posee, a no ser por pura fórmula!…

Un aserradero se compone de un cobertizo al borde de un riachuelo. El tejado se apoya en una armazón de madera que, a su vez, está sostenida por cuatro pilares de madera también. A ocho o diez pies de altura, en medio del cobertizo, baja y sube una sierra, contra la cual un mecanismo muy sencillo empuja una pieza de madera. Una rueda movida por el riachuelo pone en marcha este doble mecanismo: el de la sierra que sube y baja y el que va impulsando la pieza de madera hacia la sierra, la que la convierte en tablas.

Cerca ya de su fábrica, el viejo Sorel llamó a Julián con su voz estentórea. Nadie respondió. Sólo vio a sus hijos mayores, especie de gigantes que, armados de pesadas hachas, escuadraban los troncos de pino para luego llevarlos a la sierra.

Cuidando de seguir exactamente la señal negra previamente trazada sobre el tronco, a cada hachazo se desprendían enormes trozos. No oyeron la voz del padre. Este se encaminó al cobertizo, penetró en el mismo y buscó en vano a Julián en el lugar en que debiera hallarse, cerca de la sierra. Lo divisó a una altura de cinco o seis pies, montado en una de las vigas del techo. En vez de atender con el mayor cuidado a la marcha de todo el mecanismo, Julián estaba leyendo. Nada más irritante para el viejo Sorel; habría perdonado a Julián su endeblez corporal, tan poco a propósito para trabajos fuertes y tan distinta de la reciedumbre de sus hermanos; pero esta manía de la lectura le resultaba odiosa: él no sabía leer.

Fue inútil que llamara a Julián dos o tres veces. Mucho más que el ruido de la sierra, la atención que el muchacho consagraba a su libro le impedía oír la voz terrible de su padre. Cansado de gritar, y a pesar de sus años, éste saltó con agilidad sobre el árbol sometido a la acción de la sierra y de allí a la viga transversal que sostenía el tejado. Un violento manotazo echó a volar hasta al arroyo el libro que Julián tenía en sus manos; un segundo golpe no menos violento sobre la cabeza del muchacho le hizo perder el equilibrio. Estuvo a punto de caer de doce a quince pies, en mitad de las palancas de la máquina en acción, que le hubiese triturado, pero su padre lo sostuvo con la mano izquierda.

—¿De manera, holgazán, que te vas a poner a leer todos los días tus malditos libros mientras estás al cuidado de la sierra? ¡Léelos, si te da la gana, por la noche, cuando vas a perder el tiempo a casa del cura!

Julián, aunque aturdido por el golpe y ensangrentado, fue a ocupar su puesto oficial, junto a la sierra. Se le saltaban las lágrimas, no tanto por el dolor físico como por la pérdida de su adorado libro.

—Baja, animal, que tengo que hablar contigo.

También ahora el ruido de la máquina impidió a Julián oír esta orden. Su padre, que había bajado ya, no quiso tomarse el trabajo de volver a subir sobre el mecanismo, fue a buscar un largo palo de varear nueces y le tocó en el hombro. Apenas llegó al suelo el muchacho, el viejo Sorel le echó con rudeza por delante, camino de la casa.

“¡Sabe Dios lo que me va a hacer!”, se decía el mozuelo.

Al pasar, echó una triste mirada al arroyo en que había caído su libro; era el que más quería de todos, el Memorial de Santa Elena.

Iba con las mejillas encarnadas y los ojos bajos. Era un muchachuelo de dieciocho a diecinueve años, débil en apariencia, facciones irregulares, pero delicadas, nariz aquilina. Sus grandes ojos negros, que en los momentos tranquilos trasuntaban reflexión y apasionamiento, estaban animados ahora por la expresión del odio más feroz. Como los cabellos, de un castaño oscuro, partían de muy abajo, enmarcaban una frente pequeña y, en los momentos de cólera, le daban un aspecto malévolo.

Entre las innúmeras variedades de la fisonomía humana, no puede existir una caracterizada por una singularidad más impresionante. Su cuerpo esbelto y firme revelaba más ligereza que vigor. Desde la primera infancia, su aire en extremo reflexivo y su gran palidez habían hecho pensar a su padre que el chico no iba a vivir, o que, si vivía, sería una carga para la familia. Objeto del desprecio de todos en la casa, él por su parte, odiaba a sus hermanos y a su padre. En los juegos domingueros de la plaza pública, resultaba siempre vencido.

Desde hacía escasamente un año su linda cara comenzaba a valerle algunos votos favorables entre las muchachas. Despreciado de todos como un ser débil, Julián había adorado a aquel viejo cirujano castrense que un día tuvo el valor de hablar de los plátanos al alcalde.

Este hombre pagaba algunas veces al padre el jornal de su hijo y le enseñaba latín e historia, es decir, lo que sabía de historia: la campaña de 1796 en Italia. Al morir, le había legado su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su medio sueldo y treinta o cuarenta volúmenes, el más precioso de los cuales acababa de saltar al arroyo público, desviado por influencia del señor alcalde.

Apenas dentro de la casa, sintió Julián que le agarraba por el hombro la poderosa mano de su padre; se echó a temblar a la espera de unos cuantos mamporros.
—Contéstame sin mentir —le gritó al oído la voz dura del viejo campesino, en tanto que su mano le hizo girar como maneja la de un niño un soldado de plomo.
Los grandes ojos negros y llenos de lágrimas de Julián se cruzaron con los ojillos grises del viejo carpintero, que parecía querer leer hasta el fondo de su alma.

Traducción de Consuelo Berges