Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Mensual


 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Tendiendo Redes

 ABCiencia

 Ser Académico

 Quemar Las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie a Tierra


 Números Anteriores


 Créditos

 

 

Stendhal, un húsar de la libertad

Claude Roy

 

Henri Beyle, conocido igual- mente con los nombres de Luis Alejandro Bombet, Lisio Visconti, Cornichon (Pepinillo), el jefe de batallón Coste, Timoleón du Bois, William Crocodile (Cocodrilo), etc… famoso bajo el nombre de Stendhal, ha escrito dos novelas que se cuentan entre las muy raras obras absolutamente perfectas de la literatura. Yo ya sé, y no se me oculta, que este juicio, postulado del que va a deducirse todo el ensayo que sigue, reposa en parte sobre un sentimiento personal, con el cual otros pueden no estar de acuerdo. (Si el autor de este ensayo dice yo, es por razones análogas a las del autor a quien ama y estudia: “No es por egotismo por lo que digo yo, es porque no hay otra manera de relatar de prisa.”) La perfección de Rojo y Negro y de La Cartuja de Parma me parece, sin embargo, demostrable. Estas dos obras, por su fundamento, por los caracteres que en ellas se presentan, por la construcción de las intrigas que en ellas se desarrollan, por el hechizo de sus descripciones, por la curiosidad y la bondad que el autor ejercita en ellas, y la inteligencia que manifiesta, revisten ese carácter de necesidad que nos hace absolutamente dichosos, y que es propio de las verdaderas obras maestras. Es absolutamente imposible suprimir una página, una línea o una palabra de esas dos novelas sin disminuir sensiblemente el placer que nos procuran. (Es evidente que no se podría escribir esto ni de las novelas de Marivaux o de Fielding ni de Balzac, ni de Hugo, etc…) La perfección de las dos grandes novelas de Stendhal vuelve absolutamente vana e ilusoria la distinción clásica entre el fondo y la forma, distinción tan arbitraria como la que se establece entre lo físico y lo moral: “Sólo para la comodidad del lenguaje, escribe Stendhal, es por lo que decimos lo físico y lo moral. Cuando se rompe un reloj, ¿a dónde va a parar el movimiento?” La prosa de Stendhal no es jamás un ropaje puesto sobre cualquier contenido, sino que es el contenido mismo de su pensamiento, un movimiento que se nos transmite sin ninguna pérdida de energía.

Stendhal fue el hombre que, al final de su vida, era capaz de hablar en cincuenta y dos días las quinientas páginas de La Cartuja de Parma. Un secretario tomaba su desarrollo taquigráficamente, y la mayoría de esas quinientas páginas se nos ofrecen tal como fueron dictadas. Comprobamos con esto una verdad esencial: la de que la felicidad de expresión no es más que la felicidad del alma misma. Yo tengo el designio (ambicioso) de probar aquí que la felicidad de un escritor y la felicidad del hombre son de la misma naturaleza, y que no hay otra manera de hacer una obra maestra (mesa, puente, cuadro, ley matemática o libro), sino haciendo de la propia vida y de la propia existencia una obra maestra. Me propongo dejar sentado que no hay otra manera de crear una obra maestra, que la que consiste en llegar a ser uno misma una obra maestra. Que la técnica, la moral, la estética y la política son una sola y misma actividad, cuya unidad nos demuestra Stendhal de manera ejemplar. Que los principios, finalmente, que le permitieron a Stendhal ser un gran escritor son aplicables a cualquiera y a cualquier cosa, y que permiten igualmente llegar a ser un gran artesano, un gran soldado, un gran obrero, un gran militante, un gran sabio: de todas maneras, un hombre digno de este nombre.

No hay más que una manera de engañar realmente a la muerte, y es la de no engañarse. En los cincuenta y nueve años de Stendhal no hay un minuto perdido, ni un tiempo muerto. La vida de Stendhal es un progreso continuo: jamás se bate en retirada, porque jamás (o casi jamás) se extravía. El niño Henri, el adolescente Beyle, el hombre Stendhal están armados de principios, de gustos y de objetivos que no variarán más que en el detalle. El abandono, el diletantismo, el sentido del placer, sí. Pero ante todo, hay en Stendhal una clara y razonable obstinación. Considera la posibilidad de ser poeta lírico, autor dramático, prueba la crítica de arte, de música, se hace periodista; pero lo que le importa es ser escritor. En 1803: “¿Cuál es el objeto a que tiendo? A ser el poeta más grande posible. Para esto, conocer perfectamente al hombre. El estilo no es más que la segunda parte del poeta.” Desarrollará, madurará, perfeccionará sus opiniones sobre el mundo, pero jamás las cambiará, porque jamás se ha engañado. Salta de júbilo a los diez años al enterarse de la muerte del rey. En apariencia variará de opinión sobre Napoleón, a quien admirará, detestará y admirará de nuevo. Pero el regicida de diez años, el jacobino de veinte, el antibonapartista de cuarenta, el napoleoniano de cincuenta, no deben engañarnos: siempre es el mismo republicano. No es él quien cambia, es Bonaparte, o la imagen que da de él. Stendhal admira en él la Revolución calzando espuelas, detesta en él al autócrata. A los cincuenta años seguirá siendo fiel a los maestros del pensamiento que ha elegido a los quince. Son buenos maestros. Él ha experimentado su método durante toda su vida. Persigue, con el mismo odio tranquilo, al abate Raillane, que le había enseñado a los ocho años un sistema astronómico que sabe que es falso, pero que la Iglesia aprueba, y treinta años más tarde a los jesuitas que utilizan la religión “para dominar los momentos de cólera del pueblo”. Admira con el mismo entusiasmo constante, que el tiempo no debilitará, a Condillac, Hobbes, Montesquieu, Helvetius, Vauvenargues, Chamfort, Pascal, Tracy, Saint-Simon (y las espinacas, “únicos gustos duraderos”), Bentham, Adam Smith, Rousseau. Su vida entera puede aceptar el epígrafe que él imaginara para uno de sus libros: “El Anciano: - Continuemos. El joven: - Examinemos”. A la edad de cincuenta y nueve años, en 1842, murió un joven que jamás había cesado de examinar.

Y a sí mismo en primer lugar. ¿De dónde procede que ese inmenso cúmulo de cuartillas emborronadas sobre él mismo, diarios, cartas, notas marginales, noticias autonecrológicas, confesiones, recuerdos, no inspire al lector ni un instante de aburrimiento? Es porque Stendhal está absolutamente desprovisto de egotismo. Sí, ya sé: fue él quien inventó la palabra. ¿Cuándo la emplea por primera vez? En 1829.
Se trata de Chateaubriand, “hediondo de egotismo, de egoísmo, de afectación vulgar”. ¿Quién deja de ver que cuando haya de llamar a uno de sus manuscritos Recuerdos de egotismo, es precisamente por ironía, por autoburla? Stendhal experimenta el más vivo interés por sí mismo. Pero ninguna complacencia. Delécluze tiene razón cuando dice: “Jamás me he sorprendido tachándole de egoísta.” Relee su diario, y escribe al margen: “ese hombre (se trata de él), es como para arrojarlo por la ventana”. Durante la campaña de Italia, consigna: “Por la noche, estuve también un tanto ocupado en marchar con aire imponente y desdeñoso al lado de unos jóvenes oficiales de dragones que caminaban de una manera insolente. Es una gran mezquindad pero no tengo más que veintiocho años; espero que esto pasará con la edad.” Se pasó la vida aumentando o reduciendo todo aquello que tenía “de menos” o “de más”. No se trata a él mismo de manera distinta a como trata a su hermana Paulina; en la maravillosa correspondencia que le dirige, le vemos aturdir a la encantadora muchacha con exigencias apremiantes, con un plan inmenso de examen crítico de sí misma y de las demás, con lecturas comprobadas y meditadas, con trabajos prácticos (redacción de retratos, resúmenes críticos de las lecturas hechas, etc...). Y en esas cartas de un adolescente a su hermana querida, la ternura más viva, la gentileza más confiada, la espontaneidad, no dejan brotar jamás una sola necedad. Está henchido de buenos sentimientos y a veces de ingenuidad, pero nunca se halla en él una bobada. “Hago por arrancar de mi alma cuantas falsas pasiones encuentro, y llamo falsas pasiones las que nos prometen, en determinadas situaciones, una dicha que no encontramos cuando llegamos al fin de ellas.” Stendhal no practica el culto del yo, pero se ejercita en el cultivo de sí mismo. Es prodigiosamente exigente en cuanto a él. A los dieciocho años ha extirpado de su alma la gran enfermedad de la adolescencia, la que yo quería llamar el complejo de Buridán.

Buridán es (gracias a su burra) el símbolo de esa perplejidad que provoca en nosotros la profusión del mundo y nuestro recurso interior, de esa turbación que nos entrega al vértigo de los posibles. ¿Por qué ser éste y no aquel otro? ¿Por qué aprender esto e ignorar aquello? Al muy joven ser le cuesta trabajo elegirse, porque elegirse es renunciar. Es preciso un gran valor íntimo para llegar a pronunciar la frase admirable de Dupouey: “He elegido mis ignorancias.” De ese valor da pruebas el adolescente Henri Beyle, que escribe en su Diario: “Trabajemos, porque el trabajo es el padre del placer… Reflexionemos sanamente antes de adoptar un partido; una vez decidido, no cambiemos jamás. Con la terquedad, se consigue todo. Adquiramos talento; un día, lamentaré el tiempo perdido. Un gran motivo de consuelo, es que no se puede gozar de todo a la vez… Sería demasiado cruel que el mismo hombre tuviese todos los géneros de superioridad, no sé siquiera si la felicidad aparente que ello le produciría no sería pronto estropeada por el aburrimiento…”

La terquedad en la lucidez, la necesidad de la autocrítica, no las reserva Stendhal para los escritos que llama íntimos (como si todo escrito no lo fuera). En la vida de periodista, le sucede tener que reseñar sus propios trabajos. Podría creerse que se abandona a las hipócritas delicias del “se ruega la inserción”, de esos pequeños textos laudatorios que el autor actual redacta para que se envíen a los críticos, y para que éstos adquieran de su obra una idea bastante ventajosa. Sería conocer mal a Stendhal. Tiene la insolencia de hablar mal de sí mismo, cuando ello le parece merecido. Escribe en el New Monthly Magazine, al dar cuenta de su última obra: “El defecto dominante de este autor es el de que parece que no duda jamás de sus razonamientos: salta con una rapidez increíble de las premisas a la conclusión. Con la mayor frecuencia, salta con precisión, pero a veces el pie más seguro puede resbalar.” En el Paris Monthly Review, la misma severidad: “Hay algunas particularidades de la obra que impiden que el placer del lector sea completo y continuo.” No se vaya a imaginar en esto cualquier alarde de autoseveridad, un impulso de falsa modestia. Cuando anota sus manuscritos, no se muestra menos duro. Al margen de Luciano Leuwen: “Quizá el autor emplea demasiado un tono de frío filósofo que lo ve todo desde arriba, sin interesarse lo bastante en las debilidades, dichas, desgracias, etc., de los personajes.” Al margen de Rojo y Negro: “Estilo demasiado cortado, demasiado duro. El autor no piensa al discurrir más que en la idea… (lo cual le hace mostrarse) seco, cortado, violento, duro…” En otro lugar: “¿No es el tono del Rojo demasiado romano?” Stendhal al criticar sus libros no es distinto de Beyle al criticar un carácter, al proponerse unos modelos a los cuales superar, unas virtudes que adquirir, unos hábitos sensatos que conquistar. Para escribir perfectamente hay que empezar por hacerse lo más perfecto posible. La vida de Stendhal es un perfecto adiestramiento. ¿En qué? El ambicioso se adiestra en triunfar, el avaro en enriquecerse, el don Juan en seducir: Stendhal se adiestra en existir.

De ahí procede la intensidad, la plenitud de una vida que se podría contar, sin embargo, como una serie de fracasos, con los colores grises oscuros de lo fallido, de lo sombrío, de lo desesperado: una infancia ahogada, una adolescencia pobre, la guerra hecha como aficionado, las ambiciones rotas, los fiascos en amor, la viruela, la relegación a un villorrio, la gloria negada en vida, la calvicie, la gordura, la lista de los objetos que comprar cuando presenta su candidatura (no atendida) para un puesto de prefecto (“un tupé postizo, una dentadura, un paraguas…”), la enfermedad, y por último, el gran agujero negro de la muerte. Esta es la manera, digamos: existencialista (en el sentido en que los periodistas emplean la palabra), de contar la vida de Stendhal. Pero yo veo la felicidad indomable, el heroísmo, a cada minuto, de un alma que se niega a ser jamás vencida, a mentir, a mentirse. Veo un destino perfectamente logrado.

Stendhal no duda de ello ni un segundo, por lo demás. Todas las frases que se citan siempre de él, sobre los años futuros, 1880, 1935, en que será leído, comprendido, admirado, no quieren decir que tratase de buscar consuelos. Sabe que habrá muerto, no cree más en la posteridad que en la vida eterna, pero simplemente sabe que es, y que el no haber sido reconocido por completo en vida se debe únicamente a un equívoco. Hay, en una carta suya a Balzac, una frase realmente sublime: “La muerte nos hace cambiar de papel con esas gentes. Lo pueden todo respecto a nuestros cuerpos durante su vida, pero en el instante de la muerte, el olvido cae sobre ellos para siempre. ¿Quién hablará del señor de Villèle o del señor de Martignac, de aquí a cien años…?” El sentimiento de la fuerza de alma se revela en esas líneas demasiado simplemente sinceras para que se las pueda tachar ni aun de altanería. Y no es una broma la de la carta A los señores miembros de la Academia Francesa, que Stendhal escribió en 1824: “Tengo el proyecto, un tanto osado quizá, de solicitar vuestros votos para mi admisión en la Academia Francesa. Cuento con tomarme esa libertad hacia el año 1843. En esa época, tendré sesenta años, y la Academia no contará ya probablemente entre sus miembros a varios hombres muy honrados, muy estimables, muy amables, pero que, quizá equivocadamente, no me parecen jueces literarios.” No, Stendhal no apuesta sobre el futuro. Funda en el presente, en lo que se ha obligado a sí mismo a llegar a ser, la certeza de ser tarde o temprano (poco importa) reconocido al fin.

La persecución de la dicha no se separa, para Stendhal, de la ambición de lo razonable. Ser dichoso es razonar con justeza sobre un mundo que se ve con claridad. La felicidad es “un largo hábito de razonar con justeza”. “Toda desventura procede únicamente del error.” Veinte años más tarde, todavía: “Reduzco, pues, toda la filosofía a no equivocarse sobre los motivos de las acciones de los hombres, y a no engañarnos en nuestros razonamientos o en el arte de caminar hacia la dicha.” Todo esto es justo pero, aislado del contexto, de la vida de Stendhal, suena demasiado seco. El pequeño Beyle, oscilaba en entusiasmos entre Laclos y Rousseau, entre Las relaciones peligrosas y La nueva Eloísa. Literariamente, representa el punto de convergencia perfecto entre la mecánica de los sentimientos en el estratega Laclos y su brote en el llorón Rousseau, el acuerdo humano perfecto entre la voluntad de razonar con justeza y la necesidad de sentir con fuerza. Y este hombre tan apasionadamente lúcido, cuya razón cabalga sin tregua y rápidamente (“¡Qué rapidez! , escribe al margen del Rojo, para los medio tontos, ¿no será sequedad?”), es hermoso verle, concentrado todo él en la conquista de la felicidad, exigiendo, no obstante, en las obras que admira, cierta cualidad de tristeza, sin la cual se niega a dar su total adhesión. “Rossini es rara vez triste, ¿y qué es la música sino un matiz de tristeza meditativa?” Prefiere a Mozart, que fuerza al alma a “ocuparse de imágenes conmovedoras y tristes…, invadida y como inundada de repente por la melancolía (…) Mozart no divierte jamás; es como una amante seria y a menudo triste, pero a la cual se ama más precisamente a causa de su melancolía”. En Stendhal no se encuentra nada de lo que se advierte en esas mentes absolutamente terrenas, organizadas como un bello mecanismo para ser inteligente, dichoso y sin sombra. No es de la raza de los mozos alegres del intelecto, entre los cuales me dan (injustamente) deseos de colocar a Voltaire (pero su frase a veces incide, se matiza de una bella tristeza grave que le salva de ser horroroso), y mezclados, a La Rochefoucauld, Fontenelle y algunos vivos también… “Todas las páginas de la vida de un ser frío son iguales, tomadlo hoy, tomadlo ayer: es la misma mano de madera.” Stendhal sabe esto: para ser feliz con una felicidad digna de este nombre, es preciso tener un fondo de tristeza verdadera.

Todo Stendhal en una idea (la consigna en 1821): “Nada será tan hermoso, justo y dichoso, como la Francia moral hacia 1900.” Creo firmemente que una de las condiciones necesarias (pero no suficiente) para hacer de la propia vida una obra maestra, es ser progresista. Stendhal está fundamentalmente, tenazmente apegado a la certidumbre de que existe un progreso en la moral, en la política y hasta en la estética. No temo aventurar que no hay verdadera obra maestra en toda la historia del espíritu humano que no esté regida por la confianza feroz de su autor en la posibilidad del progreso, por la fe en la perfectibilidad del espíritu humano, el de las sociedades humanas y de la felicidad humana. Porque si se me contesta que hay obras maestras que fueron realizadas o escritas por hombres cuyo pensamiento era reaccionario, y que se negaba a creer en un progreso posible, contesto simplemente que no es cierto, y que esos hombres no alcanzaron la perfección, que es la única medida de las obras maestras. Que todo el fárrago, el galimatías, la estupidez que subsisten en Balzac, por ejemplo, proceden de que era reaccionario; que los embrollos del estilo de Maurras, escritor dotado, proceden de que es reaccionario. “El despotismo imprime la necedad en el estilo”, dice Stendhal.

No es cierto únicamente respecto al fenómeno físico del despotismo, es cierto también respecto a la idea del despotismo. Una obra antiprogresista carece y carecerá siempre de una de las dimensiones de la belleza. Stendhal hubiese podido firmar este texto admirable en el que Benjamin Constant expone su credo: “Entre los diferentes sistemas que se han seguido, combatido y modificado, uno solo me parece explicar el enigma de nuestra existencia individual y social, uno solo me parece capaz de dar un objeto a nuestros trabajos, de motivar nuestras búsquedas, de sostenernos en nuestras incertidumbres, de levantarnos en nuestros desalientos. Este sistema es el de la perfectibilidad de la especie humana.” Y Benjamin Constant prosigue: “El perfeccionamiento progresivo de nuestra especie es lo único que establece comunicaciones seguras entre las generaciones. Éstas se enriquecen sin conocerse… El amigo de la libertad y de la justicia lega a los siglos futuros la más preciosa parte de sí mismo; la pone al abrigo de la ignorancia que la desconoce y de la opresión que la amenaza: la deposita en un santuario al cual jamás pueden acercarse las pasiones degradantes y feroces.”

Esta idea preside todas las opiniones y todos los juicios de Stendhal, su trabajo literario, su carrera, su humor y su humorismo. Escribe en función de un progreso de los lectores (“la literatura francesa puede, pues, esperar una hermosa época de energía, cuando lleguen al mundo los nietos de los enriquecidos por la Revolución”). Este progreso va unido al de las formas de la sociedad, al desarrollo de las ideas cuyo germen sembrara la Revolución. Esta energía, esta pasión que pone por encima de todo, las vincula estrechamente a la pasión del progreso y del bien moral: “Llamo mal moral a todo gobierno que no cuenta con las dos cámaras.” Bajo el despotismo, puede haber seres de excepción, enérgicos y apasionados: son siempre los oponentes, ya se trate de Ferrante Palla en medio de sus compañeros de lucha, los carbonarios, o del solitario Julián Sorel. Y en definitiva, la energía es la dote de “la clase que está en lucha con las verdaderas necesidades”. ¿Por qué la literatura de 1780 era afectada y pedestre en su conjunto? Porque “el público de 1780 era una reunión de ociosos; hoy, no sólo no hay veinte ociosos en toda la sociedad de París, sino que además, gracias a los partidos que se fortifican desde hace cuatro años, nos encontramos quizá en vísperas de volvernos apasionados: este cambio radical decide toda la cuestión”. Lo mismo ocurre en cuanto a Italia: “Italia no tendrá literatura sino después de que tenga las dos cámaras... Un hombre de genio puede abrirse paso en medio de la vulgaridad general; pero Alfieri trabaja a ciegas, y no tiene verdadero público que esperar. Todos los que odian la tiranía le ponen por las nubes; todos los que viven de la tiranía le execran y le calumnian.” Lo que es cierto para Alfieri lo es para Stendhal.

Sería error creer que las opiniones políticas de Stendhal son un accidente de su pensamiento, sin relación con el resto de su actividad creadora, y que se puede relegarlas a un capítulo aparte, entre la sección “amor”, la sección “literatura” y la sección “pintura”. Sí, ya conozco la frase célebre, pronunciada dos veces por Stendhal (En Racine y Shakespeare primero, y luego en Armancia): “Toda idea política en una obra literaria… es un pistoletazo en medio de un concierto.” Pero, precisamente, el éxito de su obra desmiente el temor que atestigua esta frase. El jacobinismo de Stendhal forma cuerpo con su estética, con su moral. Quítese la política del Rojo y Negro, de La Cartuja de Parma, de Luciano Leuwen, y todo el edificio se hunde, ya no se comprende por qué Fabricio va a Waterloo y obra durante toda la novela como obra, Julián Sorel se hace ininteligible, todos los móviles de la acción pierden de pronto su fuerza; Luciano Leuwen se reduce a cincuenta páginas, arrancadas a todo lo demás. Si la política no da jamás en Stendhal la impresión “de un pistoletazo en medio de un concierto”, es porque su visión política del mundo está unida orgánicamente a sus gustos artísticos, a sus observaciones sobre el carácter humano, a la totalidad de su ser. Es sobre todo porque su política es justa. Porque, en el texto de Racine y Shakespeare, en el que condena el “pistoletazo” político, aclara su pensamiento agregando que lo detestable son las “alusiones a los intereses pasajeros y ávidos de la política del momento”. Al margen del manuscrito de Luciano Leuwen, escribe en 1834: “Tener cuidado de que en el hombre de partido no se oculte el hombre apasionado. El hombre de partido estará bien frío dentro de cincuenta años, se necesita únicamente lo que habrá de ser interesante cuando se vea el proceso.” La política de Stendhal no es la política del momento. Es la política siempre joven de los muy grandes escritores a los que Stendhal define como “los húsares de la libertad; siempre están en fuego“.

Traducción de Aurelio Garzón del Camino