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Henri
Beyle, conocido igual- mente con los nombres de Luis Alejandro Bombet,
Lisio Visconti, Cornichon (Pepinillo), el jefe de batallón
Coste, Timoleón du Bois, William Crocodile (Cocodrilo), etc…
famoso bajo el nombre de Stendhal, ha escrito dos novelas que se
cuentan entre las muy raras obras absolutamente perfectas de la
literatura. Yo ya sé, y no se me oculta, que este juicio,
postulado del que va a deducirse todo el ensayo que sigue, reposa
en parte sobre un sentimiento personal, con el cual otros pueden
no estar de acuerdo. (Si el autor de este ensayo dice yo, es por
razones análogas a las del autor a quien ama y estudia: “No
es por egotismo por lo que digo yo, es porque no hay otra manera
de relatar de prisa.”) La perfección de Rojo y Negro
y de La Cartuja de Parma me parece, sin embargo, demostrable. Estas
dos obras, por su fundamento, por los caracteres que en ellas se
presentan, por la construcción de las intrigas que en ellas
se desarrollan, por el hechizo de sus descripciones, por la curiosidad
y la bondad que el autor ejercita en ellas, y la inteligencia que
manifiesta, revisten ese carácter de necesidad que nos hace
absolutamente dichosos, y que es propio de las verdaderas obras
maestras. Es absolutamente imposible suprimir una página,
una línea o una palabra de esas dos novelas sin disminuir
sensiblemente el placer que nos procuran. (Es evidente que no se
podría escribir esto ni de las novelas de Marivaux o de Fielding
ni de Balzac, ni de Hugo, etc…) La perfección de las
dos grandes novelas de Stendhal vuelve absolutamente vana e ilusoria
la distinción clásica entre el fondo y la forma, distinción
tan arbitraria como la que se establece entre lo físico y
lo moral: “Sólo para la comodidad del lenguaje, escribe
Stendhal, es por lo que decimos lo físico y lo moral. Cuando
se rompe un reloj, ¿a dónde va a parar el movimiento?”
La prosa de Stendhal no es jamás un ropaje puesto sobre cualquier
contenido, sino que es el contenido mismo de su pensamiento, un
movimiento que se nos transmite sin ninguna pérdida de energía.
Stendhal fue el hombre que, al final de su vida, era capaz de hablar
en cincuenta y dos días las quinientas páginas de
La Cartuja de Parma. Un secretario tomaba su desarrollo taquigráficamente,
y la mayoría de esas quinientas páginas se nos ofrecen
tal como fueron dictadas. Comprobamos con esto una verdad esencial:
la de que la felicidad de expresión no es más que
la felicidad del alma misma. Yo tengo el designio (ambicioso) de
probar aquí que la felicidad de un escritor y la felicidad
del hombre son de la misma naturaleza, y que no hay otra manera
de hacer una obra maestra (mesa, puente, cuadro, ley matemática
o libro), sino haciendo de la propia vida y de la propia existencia
una obra maestra. Me propongo dejar sentado que no hay otra manera
de crear una obra maestra, que la que consiste en llegar a ser uno
misma una obra maestra. Que la técnica, la moral, la estética
y la política son una sola y misma actividad, cuya unidad
nos demuestra Stendhal de manera ejemplar. Que los principios, finalmente,
que le permitieron a Stendhal ser un gran escritor son aplicables
a cualquiera y a cualquier cosa, y que permiten igualmente llegar
a ser un gran artesano, un gran soldado, un gran obrero, un gran
militante, un gran sabio: de todas maneras, un hombre digno de este
nombre.
No
hay más que una manera de engañar realmente a la muerte,
y es la de no engañarse. En los cincuenta y nueve años
de Stendhal no hay un minuto perdido, ni un tiempo muerto. La vida
de Stendhal es un progreso continuo: jamás se bate en retirada,
porque jamás (o casi jamás) se extravía. El
niño Henri, el adolescente Beyle, el hombre Stendhal están
armados de principios, de gustos y de objetivos que no variarán
más que en el detalle. El abandono, el diletantismo, el sentido
del placer, sí. Pero ante todo, hay en Stendhal una clara
y razonable obstinación. Considera la posibilidad de ser
poeta lírico, autor dramático, prueba la crítica
de arte, de música, se hace periodista; pero lo que le importa
es ser escritor. En 1803: “¿Cuál es el objeto
a que tiendo? A ser el poeta más grande posible. Para esto,
conocer perfectamente al hombre. El estilo no es más que
la segunda parte del poeta.” Desarrollará, madurará,
perfeccionará sus opiniones sobre el mundo, pero jamás
las cambiará, porque jamás se ha engañado.
Salta de júbilo a los diez años al enterarse de la
muerte del rey. En apariencia variará de opinión sobre
Napoleón, a quien admirará, detestará y admirará
de nuevo. Pero el regicida de diez años, el jacobino de veinte,
el antibonapartista de cuarenta, el napoleoniano de cincuenta, no
deben engañarnos: siempre es el mismo republicano. No es
él quien cambia, es Bonaparte, o la imagen que da de él.
Stendhal admira en él la Revolución calzando espuelas,
detesta en él al autócrata. A los cincuenta años
seguirá siendo fiel a los maestros del pensamiento que ha
elegido a los quince. Son buenos maestros. Él ha experimentado
su método durante toda su vida. Persigue, con el mismo odio
tranquilo, al abate Raillane, que le había enseñado
a los ocho años un sistema astronómico que sabe que
es falso, pero que la Iglesia aprueba, y treinta años más
tarde a los jesuitas que utilizan la religión “para
dominar los momentos de cólera del pueblo”. Admira
con el mismo entusiasmo constante, que el tiempo no debilitará,
a Condillac, Hobbes, Montesquieu, Helvetius, Vauvenargues, Chamfort,
Pascal, Tracy, Saint-Simon (y las espinacas, “únicos
gustos duraderos”), Bentham, Adam Smith, Rousseau. Su vida
entera puede aceptar el epígrafe que él imaginara
para uno de sus libros: “El Anciano: - Continuemos. El joven:
- Examinemos”. A la edad de cincuenta y nueve años,
en 1842, murió un joven que jamás había cesado
de examinar.
Y a sí mismo en primer lugar. ¿De dónde procede
que ese inmenso cúmulo de cuartillas emborronadas sobre él
mismo, diarios, cartas, notas marginales, noticias autonecrológicas,
confesiones, recuerdos, no inspire al lector ni un instante de aburrimiento?
Es porque Stendhal está absolutamente desprovisto de egotismo.
Sí, ya sé: fue él quien inventó la palabra.
¿Cuándo la emplea por primera vez? En 1829.
Se trata de Chateaubriand, “hediondo de egotismo, de egoísmo,
de afectación vulgar”. ¿Quién deja de
ver que cuando haya de llamar a uno de sus manuscritos Recuerdos
de egotismo, es precisamente por ironía, por autoburla? Stendhal
experimenta el más vivo interés por sí mismo.
Pero ninguna complacencia. Delécluze tiene razón cuando
dice: “Jamás me he sorprendido tachándole de
egoísta.” Relee su diario, y escribe al margen: “ese
hombre (se trata de él), es como para arrojarlo por la ventana”.
Durante la campaña de Italia, consigna: “Por la noche,
estuve también un tanto ocupado en marchar con aire imponente
y desdeñoso al lado de unos jóvenes oficiales de dragones
que caminaban de una manera insolente. Es una gran mezquindad pero
no tengo más que veintiocho años; espero que esto
pasará con la edad.” Se pasó la vida aumentando
o reduciendo todo aquello que tenía “de menos”
o “de más”. No se trata a él mismo de
manera distinta a como trata a su hermana Paulina; en la maravillosa
correspondencia que le dirige, le vemos aturdir a la encantadora
muchacha con exigencias apremiantes, con un plan inmenso de examen
crítico de sí misma y de las demás, con lecturas
comprobadas y meditadas, con trabajos prácticos (redacción
de retratos, resúmenes críticos de las lecturas hechas,
etc...). Y en esas cartas de un adolescente a su hermana querida,
la ternura más viva, la gentileza más confiada, la
espontaneidad, no dejan brotar jamás una sola necedad. Está
henchido de buenos sentimientos y a veces de ingenuidad, pero nunca
se halla en él una bobada. “Hago por arrancar de mi
alma cuantas falsas pasiones encuentro, y llamo falsas pasiones
las que nos prometen, en determinadas situaciones, una dicha que
no encontramos cuando llegamos al fin de ellas.” Stendhal
no practica el culto del yo, pero se ejercita en el cultivo de sí
mismo. Es prodigiosamente exigente en cuanto a él. A los
dieciocho años ha extirpado de su alma la gran enfermedad
de la adolescencia, la que yo quería llamar el complejo de
Buridán.
Buridán es (gracias a su burra) el símbolo de esa
perplejidad que provoca en nosotros la profusión del mundo
y nuestro recurso interior, de esa turbación que nos entrega
al vértigo de los posibles. ¿Por qué ser éste
y no aquel otro? ¿Por qué aprender esto e ignorar
aquello? Al muy joven ser le cuesta trabajo elegirse, porque elegirse
es renunciar. Es preciso un gran valor íntimo para llegar
a pronunciar la frase admirable de Dupouey: “He elegido mis
ignorancias.” De ese valor da pruebas el adolescente Henri
Beyle, que escribe en su Diario: “Trabajemos, porque el trabajo
es el padre del placer… Reflexionemos sanamente antes de adoptar
un partido; una vez decidido, no cambiemos jamás. Con la
terquedad, se consigue todo. Adquiramos talento; un día,
lamentaré el tiempo perdido. Un gran motivo de consuelo,
es que no se puede gozar de todo a la vez… Sería demasiado
cruel que el mismo hombre tuviese todos los géneros de superioridad,
no sé siquiera si la felicidad aparente que ello le produciría
no sería pronto estropeada por el aburrimiento…”
La terquedad en la lucidez, la necesidad de la autocrítica,
no las reserva Stendhal para los escritos que llama íntimos
(como si todo escrito no lo fuera). En la vida de periodista, le
sucede tener que reseñar sus propios trabajos. Podría
creerse que se abandona a las hipócritas delicias del “se
ruega la inserción”, de esos pequeños textos
laudatorios que el autor actual redacta para que se envíen
a los críticos, y para que éstos adquieran de su obra
una idea bastante ventajosa. Sería conocer mal a Stendhal.
Tiene la insolencia de hablar mal de sí mismo, cuando ello
le parece merecido. Escribe en el New Monthly Magazine, al dar cuenta
de su última obra: “El defecto dominante de este autor
es el de que parece que no duda jamás de sus razonamientos:
salta con una rapidez increíble de las premisas a la conclusión.
Con la mayor frecuencia, salta con precisión, pero a veces
el pie más seguro puede resbalar.” En el Paris Monthly
Review, la misma severidad: “Hay algunas particularidades
de la obra que impiden que el placer del lector sea completo y continuo.”
No se vaya a imaginar en esto cualquier alarde de autoseveridad,
un impulso de falsa modestia. Cuando anota sus manuscritos, no se
muestra menos duro. Al margen de Luciano Leuwen: “Quizá
el autor emplea demasiado un tono de frío filósofo
que lo ve todo desde arriba, sin interesarse lo bastante en las
debilidades, dichas, desgracias, etc., de los personajes.”
Al margen de Rojo y Negro: “Estilo demasiado cortado, demasiado
duro. El autor no piensa al discurrir más que en la idea…
(lo cual le hace mostrarse) seco, cortado, violento, duro…”
En otro lugar: “¿No es el tono del Rojo demasiado romano?”
Stendhal al criticar sus libros no es distinto de Beyle al criticar
un carácter, al proponerse unos modelos a los cuales superar,
unas virtudes que adquirir, unos hábitos sensatos que conquistar.
Para escribir perfectamente hay que empezar por hacerse lo más
perfecto posible. La vida de Stendhal es un perfecto adiestramiento.
¿En qué? El ambicioso se adiestra en triunfar, el
avaro en enriquecerse, el don Juan en seducir: Stendhal se adiestra
en existir.
De ahí procede la intensidad, la plenitud de una vida que
se podría contar, sin embargo, como una serie de fracasos,
con los colores grises oscuros de lo fallido, de lo sombrío,
de lo desesperado: una infancia ahogada, una adolescencia pobre,
la guerra hecha como aficionado, las ambiciones rotas, los fiascos
en amor, la viruela, la relegación a un villorrio, la gloria
negada en vida, la calvicie, la gordura, la lista de los objetos
que comprar cuando presenta su candidatura (no atendida) para un
puesto de prefecto (“un tupé postizo, una dentadura,
un paraguas…”), la enfermedad, y por último,
el gran agujero negro de la muerte. Esta es la manera, digamos:
existencialista (en el sentido en que los periodistas emplean la
palabra), de contar la vida de Stendhal. Pero yo veo la felicidad
indomable, el heroísmo, a cada minuto, de un alma que se
niega a ser jamás vencida, a mentir, a mentirse. Veo un destino
perfectamente logrado.
Stendhal no duda de ello ni un segundo, por lo demás. Todas
las frases que se citan siempre de él, sobre los años
futuros, 1880, 1935, en que será leído, comprendido,
admirado, no quieren decir que tratase de buscar consuelos. Sabe
que habrá muerto, no cree más en la posteridad que
en la vida eterna, pero simplemente sabe que es, y que el no haber
sido reconocido por completo en vida se debe únicamente a
un equívoco. Hay, en una carta suya a Balzac, una frase realmente
sublime: “La muerte nos hace cambiar de papel con esas gentes.
Lo pueden todo respecto a nuestros cuerpos durante su vida, pero
en el instante de la muerte, el olvido cae sobre ellos para siempre.
¿Quién hablará del señor de Villèle
o del señor de Martignac, de aquí a cien años…?”
El sentimiento de la fuerza de alma se revela en esas líneas
demasiado simplemente sinceras para que se las pueda tachar ni aun
de altanería. Y no es una broma la de la carta A los señores
miembros de la Academia Francesa, que Stendhal escribió en
1824: “Tengo el proyecto, un tanto osado quizá, de
solicitar vuestros votos para mi admisión en la Academia
Francesa. Cuento con tomarme esa libertad hacia el año 1843.
En esa época, tendré sesenta años, y la Academia
no contará ya probablemente entre sus miembros a varios hombres
muy honrados, muy estimables, muy amables, pero que, quizá
equivocadamente, no me parecen jueces literarios.” No, Stendhal
no apuesta sobre el futuro. Funda en el presente, en lo que se ha
obligado a sí mismo a llegar a ser, la certeza de ser tarde
o temprano (poco importa) reconocido al fin.
La
persecución de la dicha no se separa, para Stendhal, de la
ambición de lo razonable. Ser dichoso es razonar con justeza
sobre un mundo que se ve con claridad. La felicidad es “un
largo hábito de razonar con justeza”. “Toda desventura
procede únicamente del error.” Veinte años más
tarde, todavía: “Reduzco, pues, toda la filosofía
a no equivocarse sobre los motivos de las acciones de los hombres,
y a no engañarnos en nuestros razonamientos o en el arte
de caminar hacia la dicha.” Todo esto es justo pero, aislado
del contexto, de la vida de Stendhal, suena demasiado seco. El pequeño
Beyle, oscilaba en entusiasmos entre Laclos y Rousseau, entre Las
relaciones peligrosas y La nueva Eloísa. Literariamente,
representa el punto de convergencia perfecto entre la mecánica
de los sentimientos en el estratega Laclos y su brote en el llorón
Rousseau, el acuerdo humano perfecto entre la voluntad de razonar
con justeza y la necesidad de sentir con fuerza. Y este hombre tan
apasionadamente lúcido, cuya razón cabalga sin tregua
y rápidamente (“¡Qué rapidez! , escribe
al margen del Rojo, para los medio tontos, ¿no será
sequedad?”), es hermoso verle, concentrado todo él
en la conquista de la felicidad, exigiendo, no obstante, en las
obras que admira, cierta cualidad de tristeza, sin la cual se niega
a dar su total adhesión. “Rossini es rara vez triste,
¿y qué es la música sino un matiz de tristeza
meditativa?” Prefiere a Mozart, que fuerza al alma a “ocuparse
de imágenes conmovedoras y tristes…, invadida y como
inundada de repente por la melancolía (…) Mozart no
divierte jamás; es como una amante seria y a menudo triste,
pero a la cual se ama más precisamente a causa de su melancolía”.
En Stendhal no se encuentra nada de lo que se advierte en esas mentes
absolutamente terrenas, organizadas como un bello mecanismo para
ser inteligente, dichoso y sin sombra. No es de la raza de los mozos
alegres del intelecto, entre los cuales me dan (injustamente) deseos
de colocar a Voltaire (pero su frase a veces incide, se matiza de
una bella tristeza grave que le salva de ser horroroso), y mezclados,
a La Rochefoucauld, Fontenelle y algunos vivos también…
“Todas las páginas de la vida de un ser frío
son iguales, tomadlo hoy, tomadlo ayer: es la misma mano de madera.”
Stendhal sabe esto: para ser feliz con una felicidad digna de este
nombre, es preciso tener un fondo de tristeza verdadera.
Todo
Stendhal en una idea (la consigna en 1821): “Nada será
tan hermoso, justo y dichoso, como la Francia moral hacia 1900.”
Creo firmemente que una de las condiciones necesarias (pero no suficiente)
para hacer de la propia vida una obra maestra, es ser progresista.
Stendhal está fundamentalmente, tenazmente apegado a la certidumbre
de que existe un progreso en la moral, en la política y hasta
en la estética. No temo aventurar que no hay verdadera obra
maestra en toda la historia del espíritu humano que no esté
regida por la confianza feroz de su autor en la posibilidad del
progreso, por la fe en la perfectibilidad del espíritu humano,
el de las sociedades humanas y de la felicidad humana. Porque si
se me contesta que hay obras maestras que fueron realizadas o escritas
por hombres cuyo pensamiento era reaccionario, y que se negaba a
creer en un progreso posible, contesto simplemente que no es cierto,
y que esos hombres no alcanzaron la perfección, que es la
única medida de las obras maestras. Que todo el fárrago,
el galimatías, la estupidez que subsisten en Balzac, por
ejemplo, proceden de que era reaccionario; que los embrollos del
estilo de Maurras, escritor dotado, proceden de que es reaccionario.
“El despotismo imprime la necedad en el estilo”, dice
Stendhal.
No es cierto únicamente respecto al fenómeno físico
del despotismo, es cierto también respecto a la idea del
despotismo. Una obra antiprogresista carece y carecerá siempre
de una de las dimensiones de la belleza. Stendhal hubiese podido
firmar este texto admirable en el que Benjamin Constant expone su
credo: “Entre los diferentes sistemas que se han seguido,
combatido y modificado, uno solo me parece explicar el enigma de
nuestra existencia individual y social, uno solo me parece capaz
de dar un objeto a nuestros trabajos, de motivar nuestras búsquedas,
de sostenernos en nuestras incertidumbres, de levantarnos en nuestros
desalientos. Este sistema es el de la perfectibilidad de la especie
humana.” Y Benjamin Constant prosigue: “El perfeccionamiento
progresivo de nuestra especie es lo único que establece comunicaciones
seguras entre las generaciones. Éstas se enriquecen sin conocerse…
El amigo de la libertad y de la justicia lega a los siglos futuros
la más preciosa parte de sí mismo; la pone al abrigo
de la ignorancia que la desconoce y de la opresión que la
amenaza: la deposita en un santuario al cual jamás pueden
acercarse las pasiones degradantes y feroces.”
Esta idea preside todas las opiniones y todos los juicios de Stendhal,
su trabajo literario, su carrera, su humor y su humorismo. Escribe
en función de un progreso de los lectores (“la literatura
francesa puede, pues, esperar una hermosa época de energía,
cuando lleguen al mundo los nietos de los enriquecidos por la Revolución”).
Este progreso va unido al de las formas de la sociedad, al desarrollo
de las ideas cuyo germen sembrara la Revolución. Esta energía,
esta pasión que pone por encima de todo, las vincula estrechamente
a la pasión del progreso y del bien moral: “Llamo mal
moral a todo gobierno que no cuenta con las dos cámaras.”
Bajo el despotismo, puede haber seres de excepción, enérgicos
y apasionados: son siempre los oponentes, ya se trate de Ferrante
Palla en medio de sus compañeros de lucha, los carbonarios,
o del solitario Julián Sorel. Y en definitiva, la energía
es la dote de “la clase que está en lucha con las verdaderas
necesidades”. ¿Por qué la literatura de 1780
era afectada y pedestre en su conjunto? Porque “el público
de 1780 era una reunión de ociosos; hoy, no sólo no
hay veinte ociosos en toda la sociedad de París, sino que
además, gracias a los partidos que se fortifican desde hace
cuatro años, nos encontramos quizá en vísperas
de volvernos apasionados: este cambio radical decide toda la cuestión”.
Lo mismo ocurre en cuanto a Italia: “Italia no tendrá
literatura sino después de que tenga las dos cámaras...
Un hombre de genio puede abrirse paso en medio de la vulgaridad
general; pero Alfieri trabaja a ciegas, y no tiene verdadero público
que esperar. Todos los que odian la tiranía le ponen por
las nubes; todos los que viven de la tiranía le execran y
le calumnian.” Lo que es cierto para Alfieri lo es para Stendhal.
Sería error creer que las opiniones políticas de Stendhal
son un accidente de su pensamiento, sin relación con el resto
de su actividad creadora, y que se puede relegarlas a un capítulo
aparte, entre la sección “amor”, la sección
“literatura” y la sección “pintura”.
Sí, ya conozco la frase célebre, pronunciada dos veces
por Stendhal (En Racine y Shakespeare primero, y luego en Armancia):
“Toda idea política en una obra literaria… es
un pistoletazo en medio de un concierto.” Pero, precisamente,
el éxito de su obra desmiente el temor que atestigua esta
frase. El jacobinismo de Stendhal forma cuerpo con su estética,
con su moral. Quítese la política del Rojo y Negro,
de La Cartuja de Parma, de Luciano Leuwen, y todo el edificio se
hunde, ya no se comprende por qué Fabricio va a Waterloo
y obra durante toda la novela como obra, Julián Sorel se
hace ininteligible, todos los móviles de la acción
pierden de pronto su fuerza; Luciano Leuwen se reduce a cincuenta
páginas, arrancadas a todo lo demás. Si la política
no da jamás en Stendhal la impresión “de un
pistoletazo en medio de un concierto”, es porque su visión
política del mundo está unida orgánicamente
a sus gustos artísticos, a sus observaciones sobre el carácter
humano, a la totalidad de su ser. Es sobre todo porque su política
es justa. Porque, en el texto de Racine y Shakespeare, en el que
condena el “pistoletazo” político, aclara su
pensamiento agregando que lo detestable son las “alusiones
a los intereses pasajeros y ávidos de la política
del momento”. Al margen del manuscrito de Luciano Leuwen,
escribe en 1834: “Tener cuidado de que en el hombre de partido
no se oculte el hombre apasionado. El hombre de partido estará
bien frío dentro de cincuenta años, se necesita únicamente
lo que habrá de ser interesante cuando se vea el proceso.”
La política de Stendhal no es la política del momento.
Es la política siempre joven de los muy grandes escritores
a los que Stendhal define como “los húsares de la libertad;
siempre están en fuego“.
Traducción
de Aurelio Garzón del Camino |