Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
Xalapa • Veracruz • México
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La palpitación del lenguaje: entrevista a José Kozer

Edgar Aguilar

José Kozer (La Habana, 1940) es hoy en día uno de los máximos exponentes de la lírica castellana dentro del llamado neobarroco. Con motivo de la reedición de El carillón de los muertos, publicada por la Editorial de la Universidad Veracruzana (UV) (versión definitiva), y la visita que hiciera el poeta cubano a nuestra casa de estudios para presentar dicha obra en el marco de la Feria Internacional del Libro Universitario (FILU) 2006, tuvimos la oportunidad de conversar con él y conocer más de cerca las motivaciones de su quehacer poético: la gestación de El carillón, el mecanismo que “actúa” en el proceso creativo, la “necesidad de expresar la búsqueda de una espiritualidad” a través de la poesía, las tendencias poéticas que conforman el mapa de la poesía actual, así como la vitalidad que representa el acto de escribir, donde su trabajo es muestra de una obra cargada de reminiscencias, conjuraciones y conjugaciones poéticas, y, a su vez, muestra implacable e impecable de un profundo y depurado sentido del lenguaje.

Tengo entendido que El carillón de los muertos apareció publicado por vez primera en Estados Unidos… No. Éste es un libro que se editó por primera vez en Buenos Aires en una editorial llamada Último Reino, que casi ha desaparecido, a pesar de que era excelente porque acogía a la nueva poesía hispanoamericana.

Salió allá, creo que en 1983, realmente no estoy seguro de la fecha ni tiene mayor trascendencia. Entonces yo, que tengo en este momento 66 años, me jubilé del sistema universitario estadounidense –donde trabajé 32 años– en 1997 y me fui a vivir a España con mi esposa, con Guadalupe, y ahí decidí hacer una cosa fundamental para mí: corregir todos mis poemas, porque los fui escribiendo un tanto precipitadamente, dadas mis circunstancias económica, cultural, política, social, etcétera. Los poemas se habían acumulado y era fundamental corregirlos. Lo hice sistemáticamente, pues soy una persona muy organizada, quizá un poco neurótica en ese sentido, me gustan mis cosas en orden.

¿Metódica?
Muy metódica, hasta el extremo de que mi método es escribir un poema todos los días; hoy he escrito uno aquí en Xalapa.

Entonces decidí corregir cinco poemas diarios más el que escribiese empezando de atrás hacia delante, lo cual hice durante varios años. En aquel entonces corregí cuatro mil y tantos poemas que tenía acumulados (hoy tengo seis mil quinientos, más o menos).
Al hacer eso, también me vi precisado –digamos– a republicar mis libros. De hecho, la primera versión del Carillón… –para darle un ejemplo– no es igual a la publicada por la Editorial de la Universidad Veracruzana, pues esta segunda versión, que aquí aparece como primera versión mexicana, contiene los mismos poemas que el original, pero corregidos en lo que yo considero su versión definitiva.
La corrección suele ser a veces no de carácter estructural, sino de la inteligencia del poema, de quitar o poner una palabra, de anular algo que me parecía un estropicio poético; pero nunca de carácter emocional ni del tono poético. Éste ha permanecido en ambas versiones, al igual que la estructura; sin embargo, si se me pregunta cuál de las dos versiones es para mí la fundamental y la definitiva, diría que ésta, la de la Veracruzana, porque es la que quiero que rija si es que hay una posteridad.
Creo que es importante tomar en cuenta esta afirmación.
Claro. Y ésa es la génesis o, mejor dicho, ésa es la situación de este libro. Su génesis es un poco curiosa. Yo soy judío de origen, cubano de nacimiento, y “mucho muy” –como dicen ustedes– ambas cosas, y para mí el Carillón... es una especie de evocación de mis antepasados judíos que son de origen checo. Este Carillón… se refiere al bellísimo carillón de Praga –el cual está ubicado en una plaza– que da las horas y salen unos santos, del santoral cristiano por supuesto, que dan la vuelta. Para mí esa vuelta es una especie de noria donde los judíos ancestrales están siempre dando vueltas alrededor de Dios, cantando alrededor de Dios, y los cubanos, en nuestra diáspora del siglo anterior y de la centuria que corre, también estamos dándole lo que en Cuba llamamos “la vuelta al cuadro”, que es un término beisbolístico que simplemente implica estar siempre en
las mismas.

Esa confluencia me llevó a este título, donde la evocación del carillón de Praga y la idea de todos mis muertos que son de familia ancestral judía, mis muertos que emigraron a Cuba, casi todos a edades muy tempranas (mi padre llegó a la isla a los 20 años, mi madre, a los 11 años, y se integraron bien; yo, ni qué decir), constituyen como esta doble vertiente de mortandad recogida en la circularidad del carillón que aparece en este título.
Tengo 66 años, y para mí es fundamental estar en contacto con la poesía joven, sobre todo en nuestro idioma, porque es lo que me ayuda a no anquilosarme, porque los jóvenes son los que llevan la batuta, la rienda, y ven las cosas de otra manera, tienen otros registros, otros módulos de escritura, y por allí es por donde puedo aprender y crecer, si es que soy capaz todavía de seguir creciendo.

¿A qué edad publicó su primer libro?
Tardíamente para un poeta. Yo salí de Cuba ya habiendo publicado
–esto me lo dijo luego Cabrera Infante, quien me había publicado en Lunas de Revolución– y habiendo escrito mis primeros pinitos, poemas torpes, tontísimos. Salí de la isla en 1960 con 20 años de edad y una necesidad atroz, diría, de escribir y de leer. Me encontraba, claro, en una situación económica deplorable. Tenía que ganarme la vida en una forma inmediata y dejé de escribir durante diez años. Incluso, perdí el idioma castellano, sólo utilizaba la lengua inglesa que la aprendí muy rápidamente, y el inglés sustituyó al castellano. Por ello, cuando quise tratar de escribir en español no pude, porque ya el lenguaje se me había deteriorado muchísimo: no tenía vocabulario, no leía en español, no lo hablaba, no tenía amistades que hablaran el idioma (mi primera mujer era norteamericana y yo vivía en Nueva York, ciudad en la que no había inmigrantes hispanohablantes en aquel entonces). En esa situación, a mis 30 años, después de una serie de desastres matrimoniales, emocionales, económicos, etcétera, y dada mi voracidad y mi capacidad de estar generando palabras constantemente, volví a la escritura en lengua castellana.

¿Cómo se reintegró al castellano?
A través del alcoholismo (ríe). Parece que todo estaba embotado en mi sistema circulatorio y el alcohol hizo que volviera a brotar. Pero no fue sólo eso, sino que también empecé a acceder al sistema universitario, a dar clases en español, y eso me obligó a leer en español, a leer en bibliotecas porque no se conseguían libros en las librerías. Entonces fui recuperando el castellano con una cierta inmediatez porque es mi idioma natural y, con ello, volví a la escritura en español. Escribía mucho y vinieron las primeras oportunidades de publicar, repito, ya algo tardíamente.

Mi primer libro, que se llama Padres y otras profesiones, fue un libro casero, hecho a mano por una editora de Argentina que estaba radicada en Nueva York (ahí publicó Paz, por ejemplo, y también Nicanor Parra, curiosamente; son libros que hoy tienen un valor crematístico, yo diría importante). Ahí publiqué mi primera cosilla que, incluso, me la tuve que costear yo; creo que tenía 31 o 32 años de edad, que para un poeta es una edad tardía. Y es que los poetas suelen hacer escritura desde muy jóvenes, casi adolescentes. Yo me alegro de haber publicado tardíamente. No me hizo ningún daño, creo que más bien me hizo mucho bien. De allí en adelante las cosas se fueron precipitando a mi favor.

En 1983, en este país, empecé a publicar y, curiosamente, para mi poesía México se volvió mi país, porque yo no tenía dónde publicar, sólo en México; le agradezco mucho a este país la acogida que le ha dado a mi poesía. En realidad, siendo la mía una poesía tan distinta a la que se hace en México, nunca he entendido muy bien por qué aquí se me ha recibido con un cierto interés. Éste ha sido el país que me ha servido de cauce para ir dando a conocer poco a poco mi trabajo.

Retomando la publicación del Carillón de los muertos, me llama mucho la atención la rapidez con que narra, digamos, las imágenes poéticas. ¿Hay alguna sensación al escribir un poema, hay un pensamiento en particular o son muchas cosas a la vez?
Me llama la atención que lo diga porque tiene usted toda la razón. Es algo que rige en mi sistema poético: esta inmediatez. Por ejemplo, escribí un poema esta mañana. Lo escribí (es uno complicadísimo, en el cual un caballo y yo estamos orinando en un baldío) cuando inmediatamente surgió ese verso que fue el que me vino con toda naturalidad. Lo apunté y luego surgió un segundo verso interminable, muy largo, donde el caballo y yo estamos en una especie de competencia a ver quién orina más fuerte, quién orina más (todo esto está implícito y dicho explícito en el texto). El poema se va bifurcando donde el caballo y yo vamos siendo unidades separadas que van convergiendo hasta convertirse al final del poema en una sola unidad, donde el caballo no reencarna, pero yo sí reencarno en muchas cosas y al final reencarno en caballo.

Todo aquello sucedió, le aseguro a usted, en menos de 15 minutos. ¿Por qué, cómo? Para mí es un misterio, es decir, un señor que ha escrito seis mil 500 poemas todavía no sabe ni por qué escribe ni por qué ha escrito esta mañana ni por qué le ha sucedido esta experiencia emocional, de imágenes, que se han sucedido, que se han bifurcado, que se han golpeado entre sí y han tomado caminos distintos, pero al mismo tiempo lo han hecho dentro de una gran armonía, dentro de un límite sistematizado por algo misterioso que desemboca en un final y allí termina todo.

El poema se escribió en 15 minutos. Mañana, si yo estuviera en mi casa, lo corregiría en mi computadora, labor que me llevaría quizá una hora, una hora y media, o sea, para corregir cuadriplicaría o quintuplicaría el tiempo que tardé en gestar el poema. Punto en el cual lo archivo en una carpeta y lo olvido por completo, es decir, hay una tabula rasa de olvido, que es lo que yo creo que emocionalmente me permite escribir otro poema al día siguiente.
Una vez, estaba con un amigo, un crítico español que se llama Jorge Rodríguez Padrón, entrando a Barcelona. Teníamos que pagar un peaje y había siete casillas por las que podíamos pasar. Estábamos hablando. Él me preguntaba como crítico sobre mi poesía y le dije: “mi poesía es una cosa que la puedes entender perfectamente bien. Mira estas siete casillas. Vamos ahora a entrar por una de ellas. Mi poesía entra por las siete al mismo tiempo, es decir, hay una simultaneidad que, desde el punto de vista de la secuencia de la escritura, es imposible que suceda como cosa única, porque la escritura es secuencial, uno tiene que escribir palabra tras palabra. Pero desde el punto de vista emocional, la totalidad del poema es sólo una cosa, bifurcada y ramificada, pero sólo una unidad”.

¿Se refiere a una idea?
Yo diría que se refiere a una multiplicidad de cosas. Es decir, sí, hay una idea, hay una sensación, hay una música, hay un oído, hay una tonalidad, hay una estructura. Todos estos fundamentos están mágicamente redondeándose en el poema. Es como un “arroz con mango”, que decimos los cubanos, donde las cosas están visiblemente reunidas; uno mira el plato y dice: "ah, mira, arroz con frijoles", y ve el plato de arroz con frijoles, pero debajo de aquello hay especias, condimentos, sales, miles de asuntos. Y ese frijol que llegó a mi mesa lo ha cultivado un campesino –el cual puede estar en México– y me lo han traído a mí, a mi casa de la Florida, y yo lo he comprado en un supermercado de la Florida, etcétera. Es decir, esa multiplicidad de registros es lo que mi poesía abarca, porque creo que lo que está acogiendo es, por un lado, el espíritu humano y, por otro lado, la necesidad de vivir espiritualmente. Y la poesía es eso: una necesidad de expresar la búsqueda de una espiritualidad.
Los poetas neobarrocos contamos con pocos lectores, pero muy buenos lectores. Y es que es una poesía que no se presta para el mundo actual, porque necesita una devoción y una paciencia que este mundo no nos facilita. Esto requiere algo que se acerca a lo sagrado, es decir, a lo atónito, a lo visionario, a lo profético.
De sus poemas, llama mucho la atención algunas frases. Por ejemplo: “estamos, absortos” e inmediatamente después vienen frases más largas. ¿Hay alguna intencionalidad?
No hay intencionalidad. Hay necesidad oscura, última, que me hace expresarme de esta manera. Si yo digo “estamos, absortos, y en ese “estamos” hay un “yo”, lo que estoy simplemente diciendo es que estoy atónito ante todo: ¿Dios?, ¿muerte?, ¿trascendencia?, ¿resurrección de la carne?, ¿escritura?, ¿yo voy a escribir un poema?, ¿quién soy yo para escribir un poema?, ¿por qué escribo un poema?, ¿por qué empiezo este poema diciendo “estamos, absortos”?, ¿qué me hizo escribir esas palabras? Yo no lo sé. Vivo en un estado de absorción y de reabsorción continua, estado que en el momento poético se recrudece. Escribo sin darme cuenta, como un poco vivo sin darme cuenta. Estoy abstraído. Mi poesía puede permanecer sí o no, nunca lo sabré, qué más me da. Lo que sí quisiera es que fuera una poesía amorosa que le diese a los demás, que tuviese una utilidad para nuestra sociedad, para nuestro futuro, y que fuera útil para seres humanos lectores, más allá de mi vida y más allá de mi presencia o de mi muerte.

¿Qué piensa de la poesía joven?
Tengo 66 años, o sea que tengo ya una cierta edad, y para mí es fundamental estar en contacto con la poesía joven, sobre todo en nuestro idioma, porque es lo que me ayuda a no anquilosarme o a no anquilosarme demasiado, porque ustedes los jóvenes son los que, claro, llevan la batuta, la rienda, y ven las cosas de otra manera, tienen otros registros, otros módulos de escritura, y por allí es por donde puedo aprender y crecer, si es que soy capaz todavía de seguir creciendo.


¿Cuáles son las corrientes poéticas en la actualidad?

Es fascinante lo que está sucediendo, porque hay dos grandes corrientes: la más conversacional y lineal, que es por donde yo empecé, y otra que es mucho más tensa, más compleja, que es la neobarroca. Hay, incluso, la idea de que nosotros los llamados poetas neobarrocos somos como una mafia, porque no tenemos poder, pero tenemos prestigio. Somos pobres, pero somos riquísimos por el tipo de trabajo que hacemos. Creo que hasta se nos tiene un poco de miedo. Sin embargo, le aseguro a usted que no somos una mafia, pues ni siquiera estamos en contacto cotidiano. Para ser una mafia uno tiene que reunirse a ejercer de mafioso.

Nosotros vivimos en países distintos, tenemos circunstancias distintas, pero conformamos un mapa, si no una familia íntima, por lo menos una familia de amigos que tienen mucho en común. Todos somos traductores. Yo he traducido mucha literatura japonesa al castellano. Todos tenemos una relación, por ejemplo, con el budismo zen, y si no todos, muchos de nosotros; también con el barroco español, Góngora, el Siglo de Oro, Quevedo, etcétera. Éstas son las dos grandes vertientes dentro del mapa de nuestra poesía en este momento. No tenemos que ser excluyentes los unos de los otros. Yo respeto mucho la poesía conversacional.
Deberíamos, simplemente, estrechar lazos y abrir puentes de auténtica comunicación entre los poetas lineales y los poetas neobarrocos por el bien de la poesía, que después de todo es la que importa.
¿Considera que esta tendencia del neobarroco tenga que ver con la interpretación que del lenguaje hace cada escritor, cada poeta?
Sí, sin duda. Es puro lenguaje. Es cómo uno trabaja el lenguaje, es decir, yo miro una silla y puedo percibir la silla sólo de dos maneras: en cuanto “silla”, o sea, en cuanto a totalidad o en cuanto a elementos que componen y conforman la figura de la silla. Entonces, si yo miro este objeto desde la segunda perspectiva, tengo que ver que ahí hay un travesaño, un asiento, un respaldo, un brazo, que el material del que está compuesto puede ser abc, que puede ser una silla de rejilla, de respaldo alto, de respaldo bajo… Hay miles de formas de silla. Yo debo tener un conocimiento del concepto “silla” muy complejo, muy arduo, y que a veces va más allá del diccionario. Eso me lleva a una proliferación del lenguaje, la cual se va incrustando en la poesía que nosotros hacemos. Por eso, claro, es mucho más difícil de leer, mucho más ardua.

En efecto, contamos con pocos lectores, pero muy buenos lectores. Y es que es una poesía que no se presta para el mundo actual, porque necesita una devoción y una paciencia que este mundo no nos facilita. Esto requiere algo que se acerca a lo sagrado, es decir, a lo atónito, a lo visionario, a lo profético; se acerca al sentarse (hoy corremos, hoy no nos sentamos), al meditar (hoy no meditamos, hoy malamente pensamos), al saber qué es conocimiento y sabiduría (que son dos cosas distintas). Esa búsqueda es la que el autor tiene que exigirle al lector. Yo soy responsable de lo que escribo, no soy responsable de que se me lea o no se me lea.
Vivo de palabras, segrego palabras, y las segrego de un modo muy peculiar, por eso es poesía y no es habla cotidiana. Me refiero al momento poético. Esa conjuración me lleva a decir que también es una conjugación, no sólo gramatical, sino también espiritual. Y en el espacio de la página en blanco, que diría Mallarmé, se conjugan y conjuran situaciones que van de lo evocativo a lo inventivo.

En una nota periodística que leí sobre su poesía, hay una frase que me llamó la atención: “Conjuro de palabras”. ¿Define esta expresión su trabajo poético, por lo menos el del Carillón de los muertos?
Sí, sí la define. Es una buena síntesis de lo que yo hago. La única salvedad que yo haría es la siguiente: si es conjuro, yo no soy el conjurador, es decir, yo soy el conjurado. Y sí, de palabras, sin duda. Yo vivo de palabras, segrego palabras, y las segrego de un modo muy peculiar, por eso es poesía y no es habla cotidiana. Me refiero al momento poético.

Esa conjuración me lleva a decir que también es una conjugación, no sólo gramatical, sino también espiritual. Y en el espacio de la página en blanco, que diría Mallarmé, se conjugan y conjuran situaciones que van de lo evocativo a lo inventivo. Y si se analiza mi poesía con cuidado, y la de todos los amigos del neobarroco, se verá que hay mucha linearidad en esa poesía, lo que pasa es que es una linearidad que está constantemente fracturada, fraccionada, y es la diferencia.

Yo creo que es un problema de necesidad. Es un problema de cómo funciona la cabeza, la interioridad de un ser humano. La mía funciona parentéticamente, a nivel de bifurcaciones continuas. Vea usted la rapidez con que hablo. Una de mis luchas interiores es tratar de meditar y esto exige una detención en un “algo” que puede ser palabra o imagen. A mí eso se me dificulta mucho, porque cuando en mí surge una imagen, ya están surgiendo diez, o cuando en mí surge una palabra ya están surgiendo veinte.

Esa proliferación es fuente de amistad en el momento de expresarme y es fuente de enemistad porque tengo que estar siempre controlando el exceso. Yo, como le pasaba a Lezama Lima, estoy en el exceso. Y en la poesía neobarroca y en la barroca también todo es excesivo, pero dentro de ese exceso hay austeridad, hay algo parco, hay algo también detenido en ese exceso, dado que somos poetas contemplativos, somos poetas meditativos. Quizá esas numerosas confluencias son las que hacen de este tipo de poesía una riqueza dentro de nuestro idioma.
¿Qué es lo que más disfruta al escribir un poema?
En efecto, me divierto mucho. Por ejemplo, hago una serie que se llama “Divertimento”, que son poemas musicales. El divertimento en música es una cosa muy menor, yo la he convertido para mí en una cosa muy mayor. Son poemas donde toda mi cubanidad, de relajo, de divertirme, de pasarla bien, de emborracharme, de estar con los amigos, de ser un canalla, de ser un pícaro, aparece allí, pero al mismo tiempo contrapunteado con la dificultad que es tener que morir.
Y son poemas muy desgarradores, donde la osamenta, el polvo, la ceniza, la cosa quevediana… están siempre presentes. Son como danzas macabras, danzas medievales, y a la vez son como risotadas, carcajadas rabelesianas, que constantemente se suceden en el texto. En esos poemas la paso muy bien.

¿Se siente, entonces, mejor cuando escribe un poema?
Sin duda, para mí escribir es un alivio, es mi salud. Soy un hombre muy frágil de salud y hoy tengo 66 años, pero estoy “cañón”, de lo mejor. Esto se debe, en parte, a que llevo una vida muy frugal y, en parte, a la escritura. A mí la escritura me da vida, me da longevidad, me acelera, pero me desacelera. Si tuviese tendencia al colesterol, creo que la escritura me bajaría los niveles de colesterol, o si tuviese tendencia a la presión arterial alta, me la nivelaría. Es salud para mí.

Yo hago una defensa de la poesía contra el romanticismo, contra el decadentismo, dado que la poesía es salud y no autodestrucción, ni suicidio, ni alcoholismo, ni droga, ni nada de eso. Sin salud no hay proliferación de escritura. Por ejemplo, Nerval, Rimbaud, Baudelaire… fueron grandes poetas, enormes, pero no fueron creadores prolíficos porque no tenían la salud de cuerpo para poder sostener esa continuidad. Se puede ser un gran poeta sin ser un romántico loco. No hay que morir joven, como Rimbaud, con el cuerpo descomponiéndose en un hospital de mala muerte en Marsella; se puede morir en la cama, tranquilamente, como un TS.
Eliot, sí, y también hacer una gran poesía. Creo que la modernidad ha roto con el mito de la perversión, ha roto con el mito de lo orgiástico.

Vivo en un estado de absorción y de reabsorción continua, estado que en el momento poético se recrudece. Escribo sin darme cuenta. Estoy abstraído. Mi poesía puede permanecer sí o no, nunca lo sabré. Lo que sí quisiera es que fuera una poesía amorosa que tuviese una utilidad para nuestra sociedad, para nuestro futuro, para seres humanos lectores, más allá de mi vida y más allá de mi muerte.