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Ya
en aquel 1959 era Sergio Galindo el admirable autor de Polvos de
arroz y acababa de dar a conocer la dura, desgarradora La justicia
de enero en la que se había purgado de la experiencia de
haber sido agente de Gobernación, y por mi parte yo había
publicado algún cuento en La Palabra y el Hombre y tenía
un libro de relatos para la colección Ficción de la
Universidad Veracruzana, revista y colección dirigidas por
Sergio, cuando me invitó él a leer en el Paraninfo
de la Universidad Veracruzana, en Jalapa, ¿o en Xalapa?,
una conferencia a la que me atreví a titular demasiado ambiciosamente
“Novelistas Mexicanos Contemporáneos”, en cuyo
texto, por cierto, le dedicaba a Sergio un buen número de
líneas a pesar de su urgida, pudorosa recomendación
de que no lo hiciera. Como me había ofrecido albergarme en
la casa familiar, una casona con patio y corredor a la vez señoriales
y cordiales, íntimos y abiertos, dormí en una recoleta
habitación, rodeado del silencio y la oscuridad más
perfectos, aunque (y esta conjunción adversativa no quiere
decir que el hecho me contrarió, muy al contrario) a la mitad
de la primera noche me despertaría la líquida metralla,
la atronadora delicia, de un también perfecto aguacero tropical,
veracruzano, xalapeño, súbitamente desatado allá
fuera, sonando en muros, cristales, tejas y hojas, en distintas
distancias y varios ritmos, sinfonía salvaje y delicada de
la lluvia que parecía destinada a durar eternamente y de
pronto cesó de tajo, de modo tan repentino y autoritario
como había comenzado, dejando sólo un leve tintineo
de gotas en los cuencos de las tejas, en la faz de las hojas, y
delgados lloros en los cristales, pocas cosas más bellas
que una ventana llorada por la lluvia.
¡Aquella
conferencia que di en el Paraninfo en 1959! Desde antes de ver,
en la mañanera y friolenta llegada en autobús a Xalapa
que empleados municipales pegaban en las paredes de la ciudad carteles
color rosa en los que se anunciaba, aunque ellos no supieran, una
de mis primeras conferencias, yo la tomaba en serio y hasta con
solemnidad, porque no sólo iba a darse en un ámbito
universitario sino porque la sola palabra paraninfo que mi imaginación
despojaba de sus reales significados (“recinto de actos académicos”
y a la vez, increíblemente, “¡padrino de boda!”),
me evocaba un paisaje bucólico de ínsulas extrañas
y de valles nemorosos y numinosos por los que a veces cruzaban como
en la siesta del fauno que en la ocasión sería yo,
ráfagas de ninfas y de nínfulas. Y en el acto, entre
las presencias femeninas que abigarraban una buena parte de la xalapeña
alta sociedad cultural y profesoral allí presente, habría
de todo como en la de las señoras, había matronas
y matroncillas y señoritas, de no mal o regular ver, y también
maravillas ninfescas y ninfulescas particularmente una muchachita
delgada, morena, de ojos grises, de elegantes grandes pómulos
y carnosos labios a quien el fauno frustrado que siempre he sido
logró desconcertar mirándola todo el tiempo de la
lectura, sin saber seguramente ella que el tembloroso conferencista
se hallaba aún más desconcertado por el hecho de no
poder quitarle la mirada. Tan desconcertado que, recurriendo aturdidamente
a los libros que tenía a mi lado sobre la mesa, con señaladores
de papel en las entrepáginas para tener disponibles los textos
de novelas que debía citar, tomé los volúmenes
trabucados y como en estado sonámbulo leí un párrafo
de La región más transparente atribuyéndoselo
a Sergio Galindo y luego uno de La justicia de enero diciendo que
su autor era Carlos Fuentes. Este trastueque ocurrió para
gozo de mi amigo Francisco González Arámburo, profesor
universitario y traductor infatigable de todas las editoriales de
México, que se sotorreía con su extraña risa
casi afónica y luego vino a felicitarme por el interesante,
radical giro que con sólo mi tropezada conferencia acababa
yo de dar a la historia de la narrativa mexicana, de modo que se
descubría, quién lo hubiera dicho, que Carlos Fuentes
era el seudónimo de Sergio Galindo y éste el seudónimo
de aquél.
Sergio fue uno de los pocos escritores que tratados personalmente
después de leídos me han parecido semejantes a su
escritura: sencillo, delgado, a la vez distendido y tenso, con una
secreta veta oscura en la caballerosa cordialidad de la mirada y
de la voz. Eran tiempos en que los escritores hablábamos
de literatura, de libros y autores que nos entusiasmaban, no como
ahora en que parecemos más preocupados por la propia situación
en el mundo cultural, por los molestos y funestos impuestos, por
tener a mano una editorial antes de tener bajo el brazo un libro
ya escrito. Y a Sergio, hombre no demasiado parlanchín, sin
embargo le gustaba entonces explayarse hablando de páginas
amadas cuando conversábamos acerca de La regenta de Leopoldo
Alas, de Las olas de Virginia Woolf, de El poder y la gloria de
Graham Greene o de La vida breve de Juan Carlos Onetti, libro éste
que le había prestado yo, que me dijo haber leído
dos veces antes de devolvérmelo y que me glosó apasionadamente
una tarde que, en el destartalado, mañoso, peligroso automóvil
galindiano, subimos por una empinada y sinuosa carretera, entre
lluvia y nieblas y verdísima vegetación, hasta El
Bordo, donde sus suegros, me parece, asturianos, tenían un
manzanar y una casera industria de sidra y de jamones ahumados cuyos
tan diversos aromas ahora, como la humedad y el estruendo de mi
inaugural aguacero xalapeño, impregnan para siempre en mi
añoranza las páginas de esa tan querible como desgarradora
novela llamada precisamente El Bordo que estaba él precisamente
escribiendo y de la que me adelantaba como en ráfagas, alternativamente
comunicativo y reticente, esbozos de personajes y situaciones.
Creía yo que su querencia en su propia novelística
no era el lirismo impresionista e íntimo de la Woolf, ni
el lirismo desesperado y autoirónico de Onetti, ni el naturalismo
iluminado de Leopoldo Alas Clarín, por mucho que todo eso
le atrajera, sino la narración seca, delgada, ceñida
estrechamente al asunto, como en Greene; pero ahora, releídas
sus novelas de tal modo que ya no predominan en la atención
el argumento o la anécdota que ya fueron consumidos en la
primera lectura, me parece que tenía Galindo una especie
de lirismo implícito, lo que he llamado la música
callada de una escritura, que puede encontrarse en autores tan secos
o directos como Stendhal o Baroja y tal vez consista, no sólo
en la veloz anotación de paisajes, ambientes, personajes,
a veces únicamente referidos, sino en un modo de rimar, enlazarse,
contraponerse, armonizarse y combatirse las situaciones, los actos,
los diálogos, ciertos detalles circunstanciales, y aun meros
gestos aislados o recurrentes, y (como muy bien intuye Gilberto
Prado Galán en su perspicaz ensayo “Las faces de Otilia
Rauda” en el libro colectivo Sergio Galindor Narrador de la
Universidad Veracruzana, 1992) una “reasunción de frases
en la prosa” que “tiene que ver con las sutiles estratagemas
de la intriga y del suspenso”. En esto habría asumido
Galindo algunas lecciones de narradores “líricos”
como la Woolf y Onetti; lecciones ya tan traducidas y transverberadas
a su mundo, su experiencia, su obsesionario particulares que se
habrían hecho íntimas y suyas.
Por no sé cuáles motivos no leí Otilia Rauda
en el momento en que fue publicada. Lo hice a los pocos días
después de la muerte de Sergio, siguiendo mi costumbre de
rendir silencioso y solitario homenaje a los escritores estimados
que mueren: releyendo una obra suya o, como en este caso, leyéndola
por primera vez. La novela me enredó en una fascinación
que para mí es la magia de la novela: la capacidad de abstraer
al lector del ambiente concreto que lo rodea para sumergirlo en
otra realidad tejida por las palabras y en la cual éstas
suscitan hechos, personajes, voces, ámbitos, una extraña
y a la vez familiar floración humana, a la manera en que
toda una flora diversa y colorida nace de las especiales pastillas
¿chinas? que, arrojadas en el agua de una pecera, no tardan
en convertirse, abriéndose, esponjándose, en colorido
y multiforme paisaje. Y desde luego la flor principal de tal flora
es la misma protagonista, esa Otilia a la vez densa y leve, el más
angélico monstruo o monstruoso ángel que haya dado
tal vez la novelística mexicana, una intensa presencia que
desmentiría la denunciada carencia de la literatura mexicana
para crear personajes poderosos. Otilia más que una protagonista
es una especie de viviente tótem, un objeto de fascinación,
un personaje que, sospecho, Galindo venía buscando desde
los comienzos de su vocación de novelista y que rima en contrapartida
o en negativo con el de su primera novela publicada, Polvos de arroz,
de tal modo que si Camerina Rabasa, la patética, ridícula,
entrañable gorda sesentona e infantiloide, vive su novela
(su novela rosa que torna al gris y aun al negro) como un caso de
invisibilidad para sí misma del decadente cuerpo que desmiente
sus ilusiones, residiendo en tal prolongada invisibilidad la argucia
finamente melodramática del relato, en cambio, en frente,
y por lo contrario, es decir rimando en negativo, como contraparte,
la atractiva y fea y desinhibida Otilia, cuerpo de tentación
y cara de arrepentimiento, ocupa y casi hace estallar el ámbito
de la novela con la presencia alucinante de su corporeidad, esa
tangible evidencia carnal que es a la vez suntuoso regalo y arma
destructora para los hombres, un modo de explorar y colonizar el
mundo de los otros cuerpos, de devorar el paisaje novelístico
y asimilarlo como el sueño materializado o mejor dicho encarnado
de la misma Otilia, cuyo nombre, ha de tenerse esto presente durante
la lectura, es diminutivo femenino del germánico Otón,
derivado de auda, “propiedad, riqueza, señorío”,
y por extensión significa “dueña de señorío”,
según el inagotable Diccionario de nombres propios de Gutierre
Tibón. Es verdad que el personaje fue antes que nada para
su padre literario un nombre y un apellido fascinantes:
—Este personaje es como una pequeña y vieja obsesión
mía —me había dicho Sergio en los días
en que había comenzado a escribir la novela—. ¿No
te suena bien eso de Otilia Rauda?
Me sonaba bien, claro (por la dureza percusiva de la té y
lo líquido de la ele en el nombre, y por la vibración
de la erre, lo verde de la ú, el serpenteo que daba al apellido
la primera sílaba), pero no se me ocurría qué
podría hacerse con tales nombre y apellido: cada escritor
tiene su pecera y las pastillas ¿chinas? que en ella arroje,
como esas afortunadas conjunciones de sílabas, lo mismo podían
dar muy buena flora, o mala, o ninguna.
Otilia Rauda floreció espléndidamente. Es un personaje
desmesurado, bigger than life, a la vez posesora y poseída
de su cuerpo, con el cual invade los espacios de otras vidas, de
la novela toda, de nuestra lectura, y esa desmesura le da una calidad
trágica y una condición fantástica que se desbordan
desde el escenario más o menos histórico en que Galindo
la aposenta hasta una suerte de paisaje fronterizo entre la leyenda
y la opereta, entre la magia y la ironía. El rostro feo y
el cuerpo bellísimo hacen de Otilia una presencia dual, una
criatura de zoología fantástica, como una centauresa
o una dragona, un personaje que para el cine habría requerido
la puesta en escena y en imágenes de un Visconti y un Buñuel.
Su folletinesco lirismo, que corre como un río de fuego negro
a través del contexto realista de la novela, hace de Otilia
un ser de poema, la constante invitación al delirio, al amor
y al pavor, pero también a la risa de Rabelais y Quevedo.
Cómo siento que Galindo, al írsenos, no haya podido
oír mi admiración por una novela que es sobre todo
un gran personaje (y la dimensión del personaje da la dimensión
de la novela).
(Me pediste, José Luis Rivas, unas páginas sobre Sergio
para la Editorial de la Universidad Veracruzana, cuya revista La
Palabra y el Hombre, estuvo tan ligada a Galindo, a mi juventud
de escritor, como ligada a mí estuvo la paralela colección
Ficción, y si las he demorado semanas y semanas es porque
a veces ocurre que personas y obras que queremos son las más
evasivas a nuestros intentos de esclarecerlas o siquiera evocarlas
con el pobre recurso de nuestras palabras. Pero esta tarde se ha
abatido una pluvial sinfonía casi tropical, casi veracruzana,
casi xalapeña, en la Ciudad de México, un aguacero
que ha cruzado años desde aquella noche en la casa familiar
del querido amigo ahora ausente y digno para siempre de nuestro
recuerdo. Y entonces me he sentado frente a la olivetti a remedar,
aunque torpemente, la música de la lluvia, a teclear unas
cuartillas sin saber cómo terminarlas, y es que a la escritura
le puede dar el capricho de llegarnos en ráfagas, como las
lluvias tropicales tan súbitas de incipits como de finis,
esos raudos, otílicos aguaceros.)
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