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Una
tarde de los años setenta un amigo y yo hablábamos
por encima de los cafés express ya no humeantes, sonriendo
vagamente por alguna súbita anécdota, dejando él
o yo disolverse breves silencios en el blando, indistinto rumor
de conversaciones que flotaban entre el archipiélago de mesas
en el cual ya rara vez puede encontrarse a siquiera uno de los exiliados
que hacía veinte años formaban la mayoría de
la clientela del café entre cuyas paredes y ventanales y
hasta unos pasos más allá de la puerta habían
resonado sus voces, y las densas cés y las silbadas eses,
discutiendo los incidentes, las razones, la exposición, el
nudo y el desenlace de la epopeya o tragedia o tragicomedia, o como
quiera llamársele, en la que habían sido más
o menos actores, personajes de un trozo de historia contada y recontada
y discutida por ellos mismos y luego por libros de historia que
tampoco se ponían de acuerdo, porque cada uno de ellos, hombres
o libros, era su propia historia, de modo que sólo se podía,
acaso, coincidir en el título: España, 1936-1939.
¿Estamos en los años setenta? Nos habíamos
encontrado casualmente (él porque esperaba allí a
su mujer para ir al cine, y yo, después de salir del periódico
Excélsior, para tomar un verdadero café express),
pero también se podría sospechar que en esta incipiente
tarde veraniega nos había reunido un no reconocido impulso
de agridulce nostalgia, quizá el masoquista deseo de comprobar
cómo aquellas generaciones de nuestros mayores (los que jóvenes
o maduros habían llegado a México, junto con nosotros
todavía niños) están desapareciendo a la manera
lenta y pesada de los elefantes que al sentirse morir, al menos
eso se veía en alguna película de Tarzán, se
van en busca de su cementerio, del osario de los elefantes. (Una
mayoría de aquellos refugiados había muerto, efectivamente,
otros encanecían y se arrugaban en algún sitio de
esta ciudad cada vez más dificultosa para sus últimos
bríos ambulatorios, otros apuraban sus días terminales
en algún sanatorio, e incluso había los que, farfullando
o no justificaciones de cualquier clase y por nadie solicitadas,
habían vuelto allá para fantasmarse en un autoclemente
olvido, y de éstos algunos, sintiéndose ahora más
extranjeros en su tierra original que en la de su exilio, habían
retornado a México.)
Nos hablábamos con nuestros apellidos, porque ninguno estaba
seguro de conocer el nombre de pila de su interlocutor, pero sabíamos
los dos, como perros que se descubren un leve pedigree (que Otaola
llamaba perrigrí), que habíamos sido condiscípulos
en el Colegio Madrid y también que habíamos vivido
o frecuentado aquella zona, Prolongación de Vizcaínas,
calles de López, Ayuntamiento y aláteres, en la cual
como atraídas por un imán se habían concentrado
las familias de la emigración republicana española,
y los dos intentábamos establecer, sobre la base de un pasado
que se nos iba de las manos como monedas de humo, un previo, mínimo
lazo digamos sentimental, intuyendo, sin embargo, que cuando se
encuentran dos viejos conocidos de la infancia o la adolescencia
no suele quedarles siquiera un rescoldo de lo que muchos años
atrás fue tal vez una amistad muy estrecha, porque el pormenorizado
y profuso tiempo cotidiano ha ido cubriendo aquello y haciendo que
cada uno siga un rumbo muy distinto, de modo que el fugaz encuentro
décadas después resulta como el de dos viajeros que,
desde trenes que en vías paralelas pero en direcciones contrarias,
detenidos por un momento en una estación, intercambian de
una ventanilla a otra una mirada de curiosidad y una leve sonrisa
de reconocimiento, unos segundos antes de que el movimiento de cualquiera
de los trenes los separe.
—¿Te acuerdas de Floreal? —me preguntó.
(Dijo en realidad Florial, como todos decíamos entonces.)
—Sí… ¿Qué se ha hecho?
—Podrido el hombre, pudrit, como él decía. Hace
poco me lo encontré en la calle. Cambiamos unas palabras
y luego se me escurrió, quizá porque no quería
dejar ver que sus rachas de mala suerte se han convertido ahora
en mala suerte de toda la vida, ya casi en una profesión.
Esta vez nuestro silencio era común, cargado de un tono cómplice,
y yo esperaba que él fuese el primero en sonreír largamente
para devolverle la sonrisa como si la suya no me dejara otra alternativa
(acaso el truco de dos viajeros que asomados a las ventanas de dos
trenes detenidos, y minutos antes de nuevamente partir…).
Ahora me preguntaba:
—¿Te acuerdas de lo bien que estaba la madre, la catalana?
Me acordé de la catalana, es decir: de la Catalana: el paso
a la vez solemne y rápido, el majestuoso cimbrarse del cuerpo
sobre los tacones altos, el busto alto y firme, el espeso y refulgente
moño de cabello castaño semirubio, la mirada azulgris
en el rostro no pintado pero de encendidos labios, ¿pero
cuál era el nombre?, ay, lento instrumento de la desmemoria,
¿cómo se llamaba aquella espléndida mujer que
nos quitaba el aliento y nos poblaba los sueños deseosos
a los chicos de la Prolongación de Vizcaínas?
—¿Cómo se llamaba? —pregunto.
—No me acuerdo. A saber ahora si entonces lo supimos. Le decíamos
la Catalana, o la Madre de Floreal. Qué cacho increíble
de mujer. Nos tenía encandilados a todos, hasta a los más
chicos, a los que se supone que no estábamos en edad de ocuparnos
de esas cosas. Cuando cruzaba Prolongación de Vizcaínas,
nos la comíamos con los ojos.
—Y Floreal se cabreaba.
—A ver quién no se cabrea viendo que le miran a la
madre así. A lo mejor pensaba que era mala suerte que su
madre fuera una señora que estaba cojonuda.
—Y viuda.
—Viudísima. Una viuda de rechupete. Que trabajaba yendo
de puerta en puerta vendiendo productos de belleza a las señoras.
Y que además, para empeorar las cosas, vivían en Vizcaínas,
o sea delante de nosotros, y ojeadores que éramos. Porque…
¿tú también vivías en Vizcaínas?,
me parece.
—No —digo—, no vivía en Prolongación
de Vizcaínas, pero sí cerca, en José María
Izazaga, del otro lado de San Juan de Letrán, y en cuanto
mis padres se resignaron a que saliera yo solo a la calle, a que
cruzara la ancha avenida, iba muy frecuentemente por Vizcaínas.
—Sí, yo te recuerdo entre los chicos de Vizcaínas.
Se te veía mucho por allí. Dime una cosa, ¿a
qué ibas? Porque tú no jugabas futbol ni a la guerra
de España, ni eras de la pandilla, tú ya tirabas a
literato, ¿verdad?, hasta gafas gastabas ya por entonces.
Ya entonces tenías fama de pedante. Imagínate.
—Me imagino.
—Era raro que fueses por Prolongación de Vizcaínas,
que era nuestro territorio bravo.
No hacía falta precisamente vivir en Prolongación
de Vizcaínas para considerarse, aunque fuese lateralmente,
miembro de aquella comunidad o grupo o pandilla de los chicos de
Vizcaínas, los que en las tardes de los días de escuela,
y casi todo el día los sábados y domingos, nos reuníamos
en aquel espacio que para el resto de los ciudadanos sería
una corta e ininteresante calle del centro de la ciudad, espacio
encuadrado entre las calles paralelas de San Juan de Letrán
y López que para nosotros era lugar de encuentro de chicos
refugiados españoles, campo de futbol y otros deportes y
juegos y campo de combate en que se dirimían otra vez las
grandes batallas de la Guerra Civil española, de modo que
cuando estábamos reunidos allí los automóviles
tenían que transitar lenta y meticulosamente, dando bocinazos
y mentadas de madre, zigzagueando por entre una nube de cuerpos
enredados en torno a una pelota de futbol o en medio de dos batallones
enemigos enzarzados en una trifulca por defender o derrotar el Alcázar
de Toledo o conquistar Teruel o resistir en ella. Aquella era nuestra
Vizcaínas, hasta nos llamaban los vizcaínos, pese
a que en realidad allí había chicos de todas partes
de España y los de Vizcaya eran pocos, se les podía
contar con los dedos y sobrarían dedos. Y los chicos también
refugachos de la calle de López, llamados los lópeces
en una especie de geopolítica maniquea, disputando el terreno,
se enzarzaban con los vizcaínos en batallas campales con
piedras, ligazos, puñetazos, corretizas y emboscadas.
Eran dos las autonombradas pandillas, reunida cada una en torno
a alguno de los grandes. Ser grande confería la autoridad
de jefe, que se debía sostener con “guapeza”,
es decir, con un aire macho que no debía ser demasiado evidente
y hasta debía caracterizarse por una prepotencia bonachona
y protectora de los chicos. El signo vestimentario de los grandes
era llevar los pantalones largos, derecho que a veces ellos debían
arrancar a las madres, tan españolamente tercas en prolongar
en los hijos el uso de los pantalones cortos que los mantuviera
en una continua infancia, sin comprender las buenas señoras
que a nosotros nos sofocaban las burlas de los mexicanos por nuestros
muslos desnudos, dizque de jotos, y las miradas ofensivamente deseosas
de los, esos sí, solapados y tenebrosos jotos verdaderos
que nunca faltan en ninguna ciudad. Aun envidiábamos los
chicos a los grandes algo más y era que, por razón
misma de la edad, ellos habían vivido un mayor tiempo la
guerra de España, pudiendo así ufanarse de haber compartido
con sus padres, y con sus hermanos a su vez mayores aquella fabulosa
epopeya de la cual nos hablaban en algún portal o alguna
azotea, entre el humo de los cigarrillos furtivos y casi siempre
al anochecer, agrandando e inventando detalles dentro de una sabia
distribución de hechos comprobados o verosímiles y
a lo largo de relatos repetidos y enriquecidos cada vez. Relatos
que eran como la premonición y el bosquejo de las batallas
que entablaríamos el día que, llegados a la edad de
hombre, volveríamos allá, a la tierra española,
a exigirle a la historia cuentas de la deuda que tenía contraída
con nuestros padres. Los chicos por nuestra parte sólo teníamos,
para enfrentar a aquella infatigable y fanfarrona leyenda áurea
de los grandes, los hechos guerreros que nuestros padres habían
vivido o les adjudicábamos, y si Floreal, que era de los
chicos, podía en eso gallear ante los grandes, era porque
incluso entre nuestros padres tenía el suyo una bien cimentada
fama heroica. Herido varias veces en combate y capturado y finalmente
fusilado por los franquistas, aquel anarquista barcelonés,
el padre de Floreal, tenía además un prestigio anterior
a la guerra, una aureola de pólvora y de acción, de
feroz y ascética doctrina bakuniniana que surgía de
su evocada imagen como en súbitos lampos novelescos: una
gesta heroica por entre los albariales y los techos de Barcelona
y de Valencia, vivida por el mítico padre con la pistola
en la mano, la quijada firme, los ojos tan duros como soñadores:
la romántica y dura mirada anarquista. No a todos les caía
bien aquel prestigio vicario de Floreal, sobre todo entre los grandes,
sin duda envidiosos de tal mito paterno, y además codiciosos,
aunque no filialmente, de una madre tan bien plantada. Ramón
Palencia, que era apenas por tres años mayor que Floreal,
pero ya un grande, una vez había puesto en duda el heroísmo
del glorioso libertario, motivando una pelea que se haría
célebre en la pequeña crónica hablada de Vizcaínas.
Palencia de hecho no peleó, sino que alargando el brazo se
limitó, desdeñoso y sonriente, a mantener a distancia
al rijoso adversario, pero Floreal sí cumplió con
su parte y conquistó una cierta gloria, de la que era como
un banderín el hilo de sangre producido por un mero restregón
del brazo de Palencia y que le fluía de la nariz y enrojeció
el agua de la palangana sobre la cual la madre le lavaba las huellas
de la pelea. Desde la puerta del cuarto de baño, unos cuantos
chicos, que habíamos acompañado a Floreal hasta su
casa, explicábamos a la Catalana la razón y el desarrollo
del pleito. Ella nos escuchaba atentamente mientras hacía
de enfermera del hijo, y, algo despeinada y enrojecida del disgusto,
y toda su indignación apenas reprimida en el acto de curar
a su afrentado cachorro, le abrazaba a veces la cabeza contra los
soberbios pechos, mientras Floreal trataba un poco de desasirse
de aquella maternal prisión, humillado por aquel exceso de
cariño materno que lo devolvía a su condición
de chico, aunque él apenas hacía unos minutos que
se había hombreado. Entonces, para nuestra sorpresa, Palencia
entró tranquilamente por la puerta abierta del departamento,
se detuvo ante el cuarto de baño, y, observando por encima
de nuestras cabezas la ablución de Floreal, explicaba que
él no había querido hacer daño al chaval, que
lo que había dicho del padre no era más que broma,
tonterías sin mala intención, hasta que la Catalana
se volvió, bárbaramente hermosa con una refulgente
mecha sobre la frente y caída hacia un ojo, y respondió:
Mira, grandulón, tú serás muy valiente con
un chiquillo, porque puedes, pero la próxima vez que toques
a mi hijo, te la vas a ver conmigo, y te aseguro que puedo contigo
y hasta con algo más que tú, que pegar a uno más
chico es de abusones y maricas, y qué tienes tú qué
decir de mi marido, vamos a ver, tú eres Palencia, ¿verdad?,
¿tu padre es comunista? Sí, senora. Pues los comunistas,
alzó la voz la Catalana, los comunistas, no los franquistas,
son los que me mataron al padre de éste, ¿te enteras?,
y me lo mataron en la toma de la Telefónica, ¿sabes
lo que fue eso?, así que si tienes un padre comunista nada
tienes que decir del padre de mi hijo. Y Palencia, que sin duda
era de los más enamorados de la Catalana, palideció
visiblemente, tartamudeaba: Oiga, señora, que mi padre no
es ningún asesino, mi padre también peleó contra
Franco y como el que más. Y la Catalana: Ya, ¡de culo
habrá peleado tu padre, cagado debía ser como todos
los comunistas!
De modo que Palencia, gracias al latigazo verbal de la espléndida
Catalana, se convirtió en el Cagado Palencia y a poco tiempo
habría de tener su canción calcada sobre la música
del cuplé Valencia:
¡Palencia,
no te bajes los calzones,
que nos das la pestilencia!,
Lo
cual al principio le había molestado, pero luego, de tanto
oírlo, no le importó, hasta llegó a complacerle,
y cuando le coreábamos la canción, por ejemplo durante
un partido de futbol, se bajaba efectivamente los pantalones y con
el trasero y todo el aparato sexual al aire, corriendo torpe y burlescamente
sobre las perneras caídas que le estorbaban los pies, recorría
el lugar de juego como un torero que da la vuelta al redondel.
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