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Este
río, medita Robert Louis Stevenson, estuvo a punto de tragarme
el otro día en que durante tres horas habíamos navegado
cuatro amigos y yo en una barquichuela desde Origny, proeza tan
mezquina que a decir verdad, para avanzar tan poco trecho, casi
hubiera sido mejor ir por tierra.
Pero yo le he perdonado al río su tentativa de asesinato,
pues en ella no sólo intervinieron los desgobernados vientos
que soplaron del cielo y derribaron el árbol que a su vez
derribó nuestra barquilla, sino que además intervino
mi pobre ciencia de la navegación y el hecho permanente y
comprensible de que el Oise, como todas las corrientes de agua,
sabe que su patria de origen y de destino es la mar e intenta reunírsele.
En su prisa, cómo no han de enfurecerlo tantas vueltas y
revueltas que debe hacer a través del territorio y que ni
los más expertos geógrafos han contado, pues no existe
mapa en que aparezcan las infinitas contorsiones de su curso.
Así, pues, he perdonado a este río porque es parte
del misterio sagrado del mundo y porque después de una buena
mujer, de un buen libro y de un buen tabaco, nada hay tan placentero
en la tierra como un río, no hay música ni novela
ni drama ni clase alguna de espectáculo, salvo quizá
el mar mismo o el fuego, que nos subyugue a tal modo la mirada y
el pensamiento.
Aquí estoy mirando el río como tantas veces, o no
tanto el río como los juncos de la orilla, y me pregunto:
¿Por qué tiemblan los juncos en el río?
¿Existe acaso un arcaico y potente mito que susurra cuando
el viento pasa sobre el río y entre los juncos?
No lo sé, pero siento que no hay en la naturaleza muchas
cosas que sean tan fuertes para el corazón y el pensamiento
del hombre.
El temblor de los juncos en el río es una elocuente pantomima
del terror, es para que se llenen de alarma la mirada y el pensamiento
y el corazón del hombre al ver tantos despavoridos que buscan
refugio en los remansos de la ribera y que tiemblan, ¿tal
vez de frío? No me extrañaría, metidos como
están hasta el pecho en la corriente, ¿o tal vez no
habrán podido acostumbrarse a la furiosa violencia del río,
o al milagro de su continuidad? No, no lo sé. Yo sospecho
que Pan, antes de que su muerte fuera proferida desde los cielos
del Mediterráneo, hizo flautas con los antepasados de estos
juncos, y de esas flautas hizo melodías cuyos ecos tal vez,
si hubiera suficiente silencio, si la tierra no hiciese tanto ruido
al girar y rozar con el espacio, podríamos oír en
esta mañana gris, porque algo en mí dice que todavía
hoy, con las manos del agua y el soplo del aire, la vieja divinidad
tañe para las nuevas generaciones que habitan a lo largo
de este valle.
Es la misma melopea dulce y ríspida que nos canta la belleza
y el terror del mundo. |