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Al
margen de Fritz Lang
-De
modo que para eso acudiste a la cita, para
decirme que por fin te casas con él.
—Sí. Lo siento.
—No lo sientas. En realidad, no hay nada que sentir, nada
que lamentar. Todo está bien. ¿Y cuándo te
casas?
—A comienzos de julio.
—Perfectamente. Que sean muy felices. Creo que harás
una magnífica ama de casa.
—Por Dios, no son de tu estilo esos sarcasmos.
—Si crees que a esto se le puede llamar un sarcasmo, estás
muy equivocada. Puro y simple rencor, puras y simples ganas de mandarte
a la chingada, ¿qué te parece?
—Que no lo tomas con mucha elegancia que digamos.
—¿Y qué me dices de la elegancia con que vienes
aquí, después de llevar yo una hora esperándote,
y me dices así, tranquilamente, que es la última vez
que nos vemos? ¿Qué me dices de eso?
—Pensé que no te tomaría de sorpresa. Ya habíamos
hablado de ello. En realidad, desde que iniciamos nuestra relación
estaba claro que seríamos libres y que no habría ningún
sentimentalismo entre nosotros. Tú estuviste de acuerdo.
—Sí, es verdad, no me toma de sorpresa. Y confieso
que estuve de acuerdo. Pero creí que habías olvidado
ya el pacto. Creí que sería tan hombre, que serías
tan mujer y que habría tanto amor entre nosotros, que el
pacto quedaría olvidado.
—Sabes que te quiero. No soy una ramera. Imposible haber tenido
una relación así contigo y no quererte. Pero…
—Pero no me amas, eso es todo.
—No sé si te amo. Sé que te quiero. Y que agradezco
profundamente haberte conocido.
—No es nada, el agradecido soy yo.
—Por Dios, no hables así.
—¿Y cómo no he de estar agradecido? Imagínate,
haber podido acostarme contigo, haber tenido el honor de que tú
te permitieras gozar conmigo. Mucho más de lo que podía
soñar, ¿no es cierto?
—Hablas como un perfecto cínico.
—Hablo como un perfecto cínico. Exacto. Como un perfecto
cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida?
¿No hablas como una perfecta cínica? ¿No es
cinismo eso de “no mezclaremos el amor en nuestras relaciones”?
¿No es cinismo acostarse con un hombre y no amarlo?
—Estás haciendo todo esto muy desagradable.
—¿Cómo dices? ¿Muy desagradable? O sea:
que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?
—Oh, por favor, querido. Tú sabías que no iba
a durar, que eso no dura, que lo mejor es vivir ese maravilloso
instante y no intentar desesperadamente alargarlo toda una vida.
—Sigue, sigue hablando.
—¿Crees que no voy a recordarte? Claro que voy a recordarte.
Y a desearte. Pero ¿no es mejor quedar con el recuerdo que
llegar a cansarse uno de otro, llegar a conocerse tanto que ya no
hay misterio ni nada?
—Hablas muy bien, amor mío, sigue, sigue hablando,
me encanta oírte.
—Oh, ya sé, ya sé que tienes razón y
que merezco tus reproches y tus injurias, merezco que me mates,
pero… trata de comprender… trata de…
—Habla, ¿por qué callas?
—No sé, yo quería tanto que nos separáramos
como amigos.
—¡Ja!
—Si al menos no me guardaras rencor, si no me odiaras.
—¿Rencor? ¿Odio? ¿De qué hablas?
Todo eso son tonterías, amor mío. Ven. Vamos. Vamos
al departamento y olvidemos estas tonterías. Te amo y te
deseo. Y luego me dirás si aún quieres casarte con
ese animal. Ven, vamos al departamento. Vamos.
—No, querido, sabes que no iré. No terminemos mal esto.
—Sí, sé que no irás. No irás.
Porque esta vez sería por amor, y no hay que mezclar en esto
eso que llaman amor, ¿verdad? Pero no puedo prometerte que
no voy a guardarte rencor, que no voy a odiarte. Porque quiero odiarte.
Eso será lo que me quede de ti. Tu odiado nombre, tu odiado
rostro, tus odiados labios. Y vete mucho al demonio, puta.
Hubo un pequeño silencio entre ellos, y luego ella se levantó
y se fue, y él se quedó oyendo el jazz estúpido
y diciendo puta por lo bajo, hasta que la palabra perdió
todo sentido.
Había
una vez un maharajá en Eschnapur que amaba con locura a una
bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejanas
tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron,
y el corazón del maharajá albergó tanto odio
como había albergado amor, y entonces persiguió a
los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los
hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas, de
los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas,
y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró
matarlos, porque ellos lo habían traicionado dos veces, en
su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar al constructor
y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de
Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él
había amado…
Vio
su propio rostro en las losetas negras de la pared, un rostro oscurecido
y borroso, irreal como una imagen cinematográfica mal proyectada,
y luego el rostro de ella, tan oscurecido, borroso e irreal, y se
dijo todo esto es una historia de fantasmas, una historia de amor
y separación entre fantasmas, y miró un momento en
torno y distinguió las otras mesas, los rostros de hombres
y mujeres suavemente iluminados por las lámparas, hablando
en murmullo, oyendo distraídos la dulzona caricatura de jazz
que el pianista extraía del piano, y después miró
el rostro de ella, no el irreal reflejo en las losetas negras, sino
el pálido y bello rostro real de ojos verdes, frente alta
y abombada y cabello peinado en corto, cuyos mechones castaños
rodeaban la frente y los ojos, y el fino vello sobre los labios
humedecidos por el minyulep. Voy a darle una bofetada, pensó.
—De modo que para eso acudiste a la cita, como venías
antes, como viniste la segunda vez que nos vimos: traías
el traje sastre y el cabello rociado de pequeñas gotas titilantes,
y frías las manos, y tomaste un minyulep que yo te sugerí,
y hablamos de tonterías hasta que de pronto me dijiste que
querías conocer mi departamento y que así añorarías
tus días de estudiante, para decirme que por fin te casas
con él, con el idiota ese que no tardará en ser el
mejor médico de la ciudad, porque, como él nos decía,
“el consultorio hace al médico”, y su papi va
a ponerle el mejor consultorio de la ciudad.
—Sí —dijo ella—. Lo siento.
—Lo siente, la maldita puta. No lo sientas. En realidad, ¿en
cuál realidad?, ¿en la de esos rostros fantasmales
y borrosos que gesticulan en esas losetas oscuras, recordando que
fueron nosotros?, no hay nada que sentir, nada que lamentar, salvo
lo ya perdido: las tardes caminadas por el Paseo de la Reforma,
el ocaso desde el alto edificio de la Latinoamericana y la ciudad
vasta y minúscula a nuestros pies, y los juegos en el lecho,
y el sabor de tu vientre en mi lengua, y las citas en el pequeño
café estilo suizo donde comías aquellos pasteles cuyo
hojaldre deliciosamente crujía en tus dientes, y la insistencia
del piano y el contrabajo y los tambores en los discos de Brubeck,
y tu manera de acariciarme la espalda casi rasguñándomela
cuando llegabas al placer. Todo está bien. ¿Y cuándo
te casas? ¿Cuándo te tiendes bocarriba y le abres
los muslos, puta?
—A comienzos de julio —dijo ella.
—Perfectamente, perfectamente perfectamente perfectamente.
Que sean muy felices. Creo que harás una magnífica
ama de casa, una especie de barredora eléctrica o lavadora
automática dotada de sexo, lista y eficiente para barrer,
lavar y fornicar en cuanto el amo oprima el botón, aunque
por supuesto, como eres una señora, o vas a serlo, delegarás
en un simple ser humano las dos primeras funciones para limitarte
a la tercera, que es muy de señora, y de puta, y de perra.
—Por Dios, no son de tu estilo esos sarcasmos —dijo
ella.
—Si crees que a esto se le puede llamar un sarcasmo, estás
muy equivocada. Puro y simple rencor, puras y simples ganas de mandarte
a la chingada, pero decirte ven conmigo, ven, vamos al departamento,
pondré el disco de Brubeck que te gusta y lo oiremos mientras
te desnudo dulcemente, y besaré tus pechos y seré
más impetuoso y tierno y salvaje y delicado que nunca en
el acto de amor, ¿qué te parece?
—Que no lo tomas con mucha elegancia que digamos —dijo
ella.
—¿Y qué me dices de la elegancia con que me
has envenenado, víbora, viborita fatal moviendo el culo como
un cascabel? ¿Y qué me dices de la elegancia con que
vienes aquí, después de llevar yo una hora esperándote,
y me dices, así, tranquilamente, que es la última
vez que nos vemos? ¿Qué me dices de eso? Dime, arrastrada,
perra vendida al mejor postor.
—Pensé que no te tomaría de sorpresa —dijo
ella—. Ya habíamos hablado de ello. En realidad, desde
que iniciamos nuestra relación estaba claro que seríamos
libres y que no habría ningún sentimentalismo entre
nosotros. Tú estuviste de acuerdo.
—Sí, es verdad, no me toma de sorpresa. Fue esa segunda
vez que nos vimos, y tú estabas vistiéndote, estirando
cuidadosamente la media sobre una pierna y sacando la lengua entre
los labios, con esa repentina indiferencia hacia todo que no sea
presente que hay en la mujer poco después de haberse entregado,
como si con ello recuperase un tiempo propio y nada más que
suyo, y me dijiste: “Esto tiene que ser así siempre,
una relación entre dos que se gustan y se entienden sexualmente,
no hay que mezclar en esto eso que llaman amor”. Y confieso
que estuve de acuerdo, que te dije, viéndote desde la cama
donde yacía, “perfectamente”, y sin saber por
qué eché a reír y tú también
reíste, y de repente te echaste sobre mí y empezaste
a hacerme cosquillas y caricias luego, de modo que tuvimos que empezar
de nuevo, a pesar de que yo estaba un poco cansado, pero creí
que habías olvidado ya el pacto. Creí que sería
tan hombre, que serías tan mujer y que habría tanto
amor en nosotros, que el pacto quedaría olvidado.
—Sabes que te quiero —dijo ella, mirándolo con
una tierna sonrisa, como a un niño—. No soy una ramera.
Imposible haber tenido una relación así contigo y
no quererte. Pero…
—Pero no me amas, eso es todo. ¿Y cómo te atreves
a decirlo, cómo te atreves, cómo te atreves si nos
hemos acostado juntos, si conozco cada curva, cada rincón
y cada lunar de tu cuerpo, si conozco tu piel, tu calor, tu sabor,
tu aroma, si he visto la frialdad fundirse en tus ojos verdes, si
te he oído pedir más, gimiendo de placer, si conoces
mi cuerpo y lo has besado sin pudores, si conoces el sabor de mi
lengua, si me has dicho durante el acto que la gloria sería
morir así, cómo te atreves, dí, cómo
te atreves a decir que todo ese placer será entregado al
olvido, que todo ese placer fue sin amor?
—No sé si te amo —dijo ella—. Sé
que te quiero. Y que agradezco profundamente haberte conocido.
—Ten cuidado con eso que dices, maldita puta víbora
venenosa, ten cuidado con eso que dices, porque ardo en deseos de
abofetearte. No es nada, el agradecido soy yo.
—Por Dios —dijo ella—, no hables así.
—¿Y cómo no he de estar agradecido? Imagínate,
haber podido acostarme contigo, un futuro medicucho como yo, alguien
que probablemente seguirá el camino del fracaso, a menos
de que me saque la lotería o consiga una viuda millonaria,
cosas para las cuales no tengo suerte o estoy dotado, un joven que
tiene lo más que se puede tener y que no tiene nada, porque
esa riqueza que es juventud se pierde día con día,
y por tanto habría que gozarla día con día,
alegre, frenéticamente, para sólo dejarle a la muerte
un cuerpo enteramente gastado, vacío, sin una gota de vida
por vivir, pero el placer es sólo un instante, poco más
que un abrir y cerrar de ojos, que un fuerte latido, y el amor está
solitario, aullando en el vacío, mientras las mujeres de
la tierra, las bellas, espléndidas, terribles mujeres de
la tierra, pasan a nuestro lado, se quedan unas noches con nosotros
y luego parten para convertirse en recuerdo, para olvidarnos, para
hacerse eternamente ajenas, haber tenido el honor de que tú
te permitieras gozar y bien gozaste conmigo. Mucho más de
lo que podía soñar, ¿no es cierto?
—Hablas como un perfecto cínico —dijo ella.
—Hablo como un perfecto cínico. Exacto. Como un perfecto
cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida?
¿No hablas como una perfecta cínica, como una perfecta
puta cínica? ¿No es cinismo eso de “no mezclaremos
el amor en nuestras relaciones”? ¿No es cinismo acostarse
con un hombre y no amarlo? ¿No es cinismo acostarse con un
hombre, abrirle las piernas, dejarlo penetrar en tu cuerpo y no
ponerlo como un sello sobre el corazón, como una marca sobre
tu brazo?
—Estás haciendo todo esto muy desagradable —dijo
ella.
—¿Cómo dices? Sí, muy desagradable. O
sea: que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?
—Oh, por favor, querido —dijo ella—. Tú
sabías que no iba a durar, que eso no dura, que lo mejor
es vivir ese maravilloso instante y no intentar desesperadamente
alargarlo toda una vida.
—Sigue, sigue hablando, pero cállate, maldita puta
de muslos abiertos, cállate y mira que muero de sed junto
a la fuente, mira que muero de sed y la serpiente del olvido anida
en mi corazón, se retuerce, muerde y devora muerde y devora
mi corazón.
—¿Crees que no voy a recordarte? —dijo ella—.
Claro que voy a recordarte. Y a desearte. Pero ¿no es mejor
quedar con el recuerdo que llegar a cansarse uno de otro, llegar
a conocerse tanto que ya no hay misterio ni nada?
—Hablas muy bien, amor mío, sigue, sigue hablando y
di todo eso del recuerdo, dilo, como si yo no supiera que la mente
recuerda pero la carne olvida, di que vas a preferir un cuerpo recordado,
un cuerpo oscurecido y borroso, cada vez más humo, cada vez
más nada en tus manos, a mi cuerpo real, tangible, carnal,
hecho para que lo toquen tus dedos, tus labios, tu lengua, anda,
di, dile a mi pobre cuerpo desesperado, a mi loco sexo disparado
hacia ti, que ya nunca tendrán tu cuerpo y tu sexo, diles
que van a buscar inútilmente, que van a buscar con el grito
feroz del que muere porque lo ha mordido la serpiente que anidaba
en su corazón, que mis dedos van a rozar sólo el recuerdo
de tu cuerpo, sólo el recuerdo, que es el primer tiempo del
olvido, nada más que un fantasma oscurecido y borroso, cada
vez más humo, cada vez más nada, sigue hablando, miente
que la carne recuerda lo que la mente no olvida, sigue hablando,
me encanta oírte.
—Oh —dijo ella—, ya sé, ya sé que
tienes razón y que merezco tus reproches y tus injurias,
merezco que me mates, pero… trata de comprender… trata
de…
—Tú lo has dicho, mereces que te mate, y eso es lo
que voy a hacer, amor mío, putita mía, viborita venenosa,
eso es lo que voy a hacer, lo que hago, lo que estoy haciendo: matarte,
matarte lentamente, con estas manos, estas manos, las mismas del
amor, míralas curvar poco a poco los dedos y avanzar hacia
tu garganta, crispadas como garras, siéntelas acariciar primero
y desgarrar después, siente el loco saltar y tamborilear
de esa vena tuya, mira brotar la sangre, asume tu muerte, amor,
esta dulce cruel muerte que te doy con toda mi dulzura toda mi crueldad.
Habla, ¿por qué callas?
—No sé —dijo ella—, yo quería tanto
que nos separáramos como amigos.
—¡Ja! O quizá sea mejor, amada putita mía,
matarte con el puñal, desnudarte y meter el puñal
en tu sexo clavándolo bien hondo y luego dar un tirón
hacia arriba desgarrándote abriéndote en canal de
modo que se vean al aire tus vísceras palpitantes y tus venas
y tus huesos y quede apaciguada la serpiente que muerde mi corazón,
que muerde y devora mi corazón.
—Si al menos no me guardaras rencor, si no me odiaras —dijo
ella.
—¿Rencor? ¿Odio? Hay tres cosas en mi corazón:
todas las cobras amarillas de Birmania, todos los hongos mortíferos
de Bengala, todas las flores venenosas del Nepal. ¿De qué
hablas? Todo esto son tonterías, amor mío. Ven. Vamos.
Vamos al departamento y olvidemos estas tonterías. Te amo
y te deseo. Y luego me dirás si aún quieres casarte
con ese animal.
—No, querido —dijo ella—, sabes que no iré.
No terminemos mal
—Sí, sé que no irás. No irás,
no irás no irás no irás. Porque esta vez sería
por amor, y no hay que mezclar en esto eso que llaman amor, ¿verdad?
Te pierdo, la carne te pierde y te olvida, empiezas a no ser más
que recuerdo, y giro en la oscuridad para abrazarte y mis dedos
se hunden en humo, en nada, en recuerdo, mientras la carne olvida,
inexorablemente olvida. Pero no puedo prometerte que no voy a guardarte
rencor, que no voy a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será
lo que me quede de ti, el odio que te recordará viva, de
carne y no de humo. Tu odiado nombre, tu odiado rostro, tus odiados
labios. Las muchas aguas no podrán apagar el rencor, ni lo
ahogarán los ríos. Y vete mucho al demonio, puta,
pero quédate, pero vete, pero quédate.
Y cuando ella se fue, después del silencio que hubo entre
ellos, silencio que inútilmente trató de llenar la
música del piano, él se quedó llamándola
puta por lo bajo y sintiendo que la palabra iba perdiendo todo sentido.
Y
entonces el constructor dijo: “Señor, siento que la
mujer que amáis haya muerto”, pero el maharajá
preguntó: “¿Quién dice que ha muerto?
¿Quién dice que la amo?”, y el constructor se
turbó y dijo: “Señor, creí que la tumba
sería un monumento a un gran amor”, y entonces le contestó
el maharajá “No te equivocas: la tumba la construye
ahora mi odio. Pero cuando pasen muchos años, tantos años
que esta historia será olvidada, y mi nombre, y el de ella,
la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre
mandó construir en memoria de un gran amor”.
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