Octubre-Diciembre 2005 , Nueva época No. 94-96
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Debemos permitir que el invento sea perfeccionado
Hay que tenerle cierta consideración a la democracia: Federico Reyes Heroles

Edgar Onofre

En las páginas siguientes, el periodista, escritor y comentarista político, Federico Reyes Heroles –quien fundó Transparencia Mexicana, el capítulo nacional de una organización internacional que realiza múltiples acciones contra la corrupción–, discurre entre muchas de las facetas de la vida democrática, sin perder por un solo momento una postura que ha ratificado en cualquier cantidad de foros: que la democracia no es un ejercicio electoral, sino una forma de vida y de organización social.
Desde su nacimiento en la Grecia antigua, la democracia se ha enfrentado con duras críticas; sin embargo, no sólo ha perdurado hasta nuestros días, sino que incluso se le reconoce como el parangón para la vida social armoniosa y justa, tanto entre los individuos como entre las naciones. Ya desde sus albores, el filósofo griego Aristóteles la recibió con un comentario no exento de crítica: “La democracia ha surgido de la idea de que si los hombres son iguales en cualquier respecto, lo son en todos”.
Capullos, 2000.
  A lo largo de su historia, la escolta de la democracia ha sido su crítica. En todas las épocas, escritores, pensadores y demás hombres de ideas han manifestado su escepticismo, por usar un término amable, respecto tanto de su naturaleza como de sus aplicaciones. El escritor norteamericano Charles Bukowski aseguraba, a finales del siglo XX, que “la diferencia entre una democracia y una dictadura consiste en que en la democracia puedes votar antes de obedecer las órdenes”, mientras que el irlandés George Bernard Shaw –con quien Bukowski rara vez tuvo coincidencias e incluso lo incluyó en su lista de autores que no deben ser leídos– señalaba a principios del mismo siglo que “la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos”.

La crítica a la democracia también sirvió para hacer coincidir a franceses e ingleses, dos pueblos históricamente antagonistas, aunque con dos siglos de diferencia: por un lado, el filósofo Voltaire afirmaba en el siglo XIX que “la democracia sólo parece adecuada para un país muy pequeño”; por otro, en el siglo XVII, su colega británico Thomas Hobbes aseveraba que “una democracia no es en realidad más que una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador”.

El norteamericano Ambrose Bierce criticó, en su momento, la aplicación de la democracia, cuando explicó que “el elector goza del sagrado privilegio de votar por un candidato que eligieron otros”; en tanto, el pensador francés Pierre Joseph Proudhon decía que “la democracia no es más que un poder arbitrario constitucional que ha sustituido a otro poder arbitrario constitucional”. Incluso, el escritor inglés Gilbert Keith Chesterton –de quien el escritor mexicano Alfonso Reyes dijo que se trataba de un conservador más bien provocador– manifestó que “democracia significa gobierno por los que no tienen educación, y aristocracia significa gobierno por los mal educados”; por su parte, uno de sus lectores y traductores más famosos, Jorge Luis Borges, puntualizó que “democracia es una superstición muy difundida, un abuso de la Estadística”.

Asimismo, como podía esperarse, el revolucionario y escritor ruso Mijail Aleksandrovich Bakunin tuvo un trato poco amable con la democracia y declaró que “hasta en las democracias más puras, como los Estados Unidos y Suiza, una minoría privilegiada detenta el poder contra la mayoría esclavizada”, y el filósofo español José Ortega y Gasset advirtió: “Cuidado de la democracia. Como norma política parece cosa buena. Pero la democracia del pensamiento y del gesto, la democracia del corazón y la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad”.
 
Hay muchas definiciones de democracia que han venido a agregar algo al concepto. Esto no quiere decir que las otras dejen de tener sentido. La idea de que la democracia es una forma de vida es, quizá, la que más indica el ámbito aspiracional, la deontología, el deber ser, el rumbo hacia donde deberíamos caminar, y me parece que ésa es de las más afortunadas, porque se trata de tener democracia no sólo en las urnas, sino en las fuentes de empleo, en los medios, en la familia…
 

En la siguiente entrevista, el escritor mexicano Federico Reyes Heroles, autor de numerosos títulos dedicados al análisis político y, sin duda, uno de los principales promotores y críticos al mismo tiempo de la democracia en nuestro país, aborda algunas de las críticas hechas a la democracia tanto desde la perspectiva global como de la estrictamente mexicana.

Además de la definición que parte de las raíces etimológicas griegas demos y kratos, ¿cuál de las otras 200 definiciones de democracia que existen le parece precisa?
Hay muchas definiciones que han venido a agregar algo al concepto y esto no quiere decir que las otras dejen de tener algún sentido. Las raíces etimológicas son bastante limitadas como fuente de conocimiento. Yo diría que la idea de que la democracia es una forma de vida es quizá la que más indica el ámbito aspiracional, la deontología, el deber ser, el rumbo hacia donde deberíamos caminar, y me parece que ésa es de las más afortunadas, porque se trata de tener democracia no sólo en las urnas, sino en las fuentes de empleo, en los medios, en la familia, en todas partes. La democracia es una forma de vida en la cual las decisiones son mediadas, estudiadas, analizadas por todos y no por un grupo reducido.

Evidentemente, el concepto de democracia está más relacionado con procesos electorales y la política en general. Si su definición supone el mandato del pueblo, de las mayorías, ¿los gobernantes realmente le han pedido su opinión al pueblo?
En muchas ocasiones sí. Todo este ejercicio plebiscitario de la Unión Europea –en Francia y Holanda el más reciente– es un ejercicio de consulta. Pero si vamos hacia atrás en la historia o hacia Estados Unidos, encontramos que en cada elección también hay consultas adicionales al aspecto central que se está decidiendo. Permanentemente se hace este tipo de consultas.

¿Y qué tanto peso ha tenido la opinión del pueblo en las decisiones de los gobernantes?
Yo creo que la pregunta es ¿cuáles son los límites, las ventajas y desventajas de los ejercicios plebiscitarios? ¿Por qué? Porque las decisiones plebiscitarias y lo que ocurrió en Europa recientemente son una muestra de ello; están muy impactadas por impresiones o percepciones de corto plazo. Si Carlos Salinas hubiese deseado la reelección en su quinto año de gobierno y hubiera preguntado a la gente “¿están de acuerdo en que me quede seis años más?”, la mayoría de los mexicanos hubiera dicho que sí. Por eso también hay que ponerle límites a los ejercicios plebiscitarios y esos límites los conforma la doctrina que frena nuestras actitudes y el estado de ánimo. No todo se trata simplemente de preguntar sí o no, porque, por ejemplo, después de una serie de actos violentos, una sociedad se puede inclinar hacia la pena de muerte, pero ¿ya nos pusimos a pensar de verdad en las consecuencias de ésta?, ¿ya reflexionamos sobre el hecho de que la pena de muerte no permite vuelta atrás?, ¿ya recordamos los casos en que la pena de muerte ha estado basada en una decisión errónea del juzgador? Ésos son los efectos de largo plazo.

Claro, las sociedades por momentos se irritan, se desesperan y pueden tomar ese tipo de decisiones. Pero las democracias plebiscitarias tienen límites y deben tenerlos muy concretos. Los alemanes, habitantes de uno de los países más educados de la Europa de la primera mitad del siglo XX, fueron a un plebiscito para discutir su propia Constitución y esto facilitó el fascismo. Entonces, hay que ser sumamente cuidadosos con los procesos plebiscitarios.

Ambas preguntas vienen a colación porque hay escritores que han sido muy duros con la democracia –Bukowski y Ambrose Bierce, entre ellos–, y otros como Baudrillard y Houellebecq aseguran que vivimos en una cultura de apariencia. ¿La democracia no es también una apariencia, un acto de simulación?

La pregunta parte de cierto escepticismo frente a la democracia, que es válido. La pregunta sería, entonces, ¿qué hacemos? Sí, la democracia puede estar sujeta a ese tipo de influencias. Tenemos, por ejemplo, la crítica a la imagen: la democracia se ha convertido en un circo de imágenes y el que logre generar mejor imagen, el que le meta más dinero a la televisión, será quien mejor pase por las elecciones.

Sin embargo, creo que hay que ver las cosas con perspectiva. Es cierto, la imagen ha frivolizado la política, el concepto ha sido arrinconado, pero también es cierto que hay muchas más personas que hoy participan en la política, que están informadas sobre ella, gracias a los medios de comunicación. Es decir, si nos quedamos con la democracia pura del siglo XIX, donde votaban nada más quienes leían periódicos, en México sólo votaría el cinco por ciento de la población. Pero ahora resulta que tenemos debates televisivos que son vistos por 40 millones de seres humanos, y por poco que digan los debates, dicen mucho más a las personas que los instrumentos del siglo XIX.

Ahora, es innegable que la democracia ha ido avanzando. Entiendo la actitud escéptica, pero hace un siglo había alrededor de 60 estados-nación, de los cuales se calculaba que 12 eran democráticos (entre ellos los que ya podemos imaginar: Estados Unidos, Francia, Inglaterra, etcétera). Si pasáramos la lista de verificación democrática que aplicamos hoy a esos 12 países que se ufanaban al principio del siglo XX de ser democráticos, ninguno pasaba el examen, porque en esos países no votaban los jóvenes ni las mujeres. En el caso de Inglaterra no votaban los no propietarios; en Estados Unidos no votaban los afroamericanos ni otras minorías. Entonces, por supuesto, ha habido un avance en la democracia.

Sin caer en la tentación de las olas, el registro final del siglo XX era bastante alentador, en el sentido de que había un poco más del 60 por ciento de la población del mundo viviendo bajo regímenes democráticos, lo que implica la existencia de partidos políticos, competencia electoral y otros requisitos. En contraste, sólo 30 por ciento de la población vivía en un país donde se podía considerar que la libertad de prensa era total. Entonces, es evidente que tenemos que ir amalgamando los pasos de la democracia.

Estas preguntas parten del hecho de que poner en tela de juicio la democracia no implica, necesariamente, recibir aplausos. ¿La democracia se ha convertido en una especie de santón, en una religión, y sus críticos en herejes?
Es importante tener críticos de la democracia. He sido uno de ellos. No hay que caer en el banal ensueño de que expresar una inclinación en una urna es suficiente para que la democracia se consolide en México. Creo que hay que llevarla a otros territorios. ¿Cómo es posible que en México participe tan poca población en organizaciones ciudadanas? Me parece atroz que el 85 por ciento de la población en México nunca ha participado en un trabajo comunitario.

 
Capullos, 2000.
Entonces, ¿de qué nos sirve tener una democracia electoral, en apariencia funcional, si en el fondo tenemos esas debilidades estructurales que son brutales?
  Una sociedad que sólo participa cada tres años y después se desentiende de lo que ocurre todos los días en su medio, es una sociedad bastante irresponsable, por más que haya llenado las urnas el día de la elección. La democracia supone varias cuestiones. Por ejemplo, ¿cómo pensar que una democracia se ha consolidado cuando un alto porcentaje de la población considera que sólo se debe obedecer las normas con las cuales está de acuerdo? Ésta es una democracia muy frágil. Creo que tenemos que seguir avanzando, sobre todo en la parte educativa, axiológica, lo cual es incómodo porque es muy fácil criticar la Ley Federal Electoral y el COFIPE (Código Federal de Procedimientos Electorales), pero es más difícil cuando en el centro tiene que estar el ciudadano, cuando se parte de que la responsabilidad de que las cosas no funcionen bien radica en el propio ciudadano y no nada más en las autoridades.
 

Sin título, 2000.
La crítica viene a colación porque los diputados, por ejemplo, traen siempre en la boca la democracia, el Estado de derecho y toda esta cosa buena que debe tener una sociedad; sin embargo, al momento de, por ejemplo, votar por el desafuero de López Obrador, ninguno fue a su distrito a preguntar a los ciudadanos su opinión. ¿No es esto una especie de engañifa para ocultar que únicamente están metidos en la disputa frenética del poder?

Estoy absolutamente de acuerdo. Nuestros legisladores son, en buena medida, una facha de legisladores, que por el simple hecho de no poder pensar seriamente en una carrera legislativa, por saberse de paso en la Cámara, se convierten en aventureros del trabajo legislativo. Por eso es tan importante que pase la reforma que permitiría la reelección de diputados, senadores y presidentes municipales, porque en ese momento tendríamos legisladores con mucho más compromiso o compromisos más claros con la ciudadanía.

Estoy de acuerdo, las críticas que se le puede hacer al Legislativo mexicano son infinitas. Hay problemas estructurales. Hay mucho arribismo. Perdón, pero cuando ve uno las gráficas de reconocimiento institucional, la policía y los diputados se disputan los últimos lugares; a veces, los diputados están hasta abajo y la policía hasta arriba o viceversa, lo cual nos da una idea de que está muy mal esta carrera nariz con nariz entre la policía y los diputados, que gozan de gran descrédito.

Hay quienes aseguran que la democracia es el mejor de los sistemas. ¿Por qué es mala la monarquía o cualquier otro sistema que no sea democrático, qué es lo que no ofrecen a sus pueblos?
Precisamente, he publicado libros donde digo que me parece que el fenómeno de las monarquías debe ser revisado con mucho cuidado, porque no sólo se trata de hablar de viejas monarquías que gozan de cabal salud. Estoy pensando en la monarquía sueca, de la que hablamos muy poco porque funciona; estoy pensando en la monarquía de Marruecos, donde Mohammed VI llega a inyectar a esa nación una vitalidad fantástica que, de alguna manera, está conduciendo a ese país islámico hacia una modernidad que no conocen sus vecinos. Son monarquías viejas, pero también son nuevas.
  El caso español es el más significativo: si uno se pone a analizar el surgimiento de la monarquía española, se encuentra con un rompimiento en el linaje, derivado de un acuerdo político establecido por Franco que los españoles respetaron. Pero también en Brasil ha habido movimientos monárquicos que quieren restaurar la vieja monarquía, y por ahí andan esos monarcas destronados con la idea de darle mayor estabilidad al régimen brasileño. La monarquía tiene sus encantos.
Entiendo la actitud escéptica, pero es innegable que la democracia ha ido avanzando. El registro final del siglo XX era bastante alentador, en el sentido de que había más del 60 por ciento de la población del mundo viviendo bajo regímenes democráticos, lo que implica la existencia de partidos políticos, competencia electoral y otros requisitos. En contraste, sólo 30 por ciento de la población vivía en un país donde se podía considerar que la libertad de prensa era total. Entonces, es evidente que tenemos que ir amalgamando los pasos de la democracia.
  Ahora bien, no deja de ser un anacronismo pensar que una familia, que un linaje sanguíneo, es el eje de un Estado. Con todo y que las monarquías constitucionales hoy son muy diferentes a las de hace tres décadas, que estamos lejos del absolutismo –muy lejos– y que los monarcas hoy tienen muchas limitaciones, no deja de ser un anacronismo que estemos observando si la princesa Letizia tuvo o no bebé, o quién va a ser el sucesor de la corona británica. Sin embargo, no deja de ser interesante ver el caso del príncipe de Asturias, el heredero de la Corona española, que es un individuo que ha recibido una formación académica y política notable. Tengo el gusto de conocerlo, lo he tratado en muchas ocasiones, y es un individuo muy astuto, muy inteligente, con una visión del mundo que ha sido fomentada por la Corona para que sea un digno sucesor de Juan Carlos I.

¿Funciona o no funciona formar a alguien para que gobierne un país?
Hay veces que uno cuestiona el hecho de que también las democracias llevan al poder a personas que no parecieran las más idóneas por su equilibrio personal, por su vocación de servicio, por la ignorancia supina que a veces vemos desfilar por las oficinas públicas. La monarquía tiene eso: es un acto de selección de los mejores cuadros y esto a la larga también le da estabilidad a un país.
 

¿No resulta un poco antidemocrático que los países que se presumen democráticos –Estados Unidos, por ejemplo– quieran imponer la democracia a fuerza de guerra a los países que no lo son? ¿No deberían pedirles su opinión?
Ahí hay una discusión interesantísima: ¿deben los derechos humanos ser o no nuevos caballeros del intervencionismo? ¿Hasta dónde estamos obligados, a partir de que asumimos el código mínimo de los derechos humanos, a intervenir en naciones que cruzan por periodos críticos? Porque la otra posición es muy fácil: que cada Estado-nación se gobierne a sí mismo. Suena muy bien, pero ¿y Ruanda? Cuando el mundo se enteró del horror que estaba ocurriendo en Ruanda, lo que hicimos fue voltear la cara, dejar que eso siguiera adelante y la masacre en ese país fue verdaderamente una vergüenza de la humanidad. ¿Y Camboya? Estoy pensando en este dictador sin parangón que acabó con el 10 por ciento de la población de su país en un año. ¿Qué es esto? ¿Hasta dónde tenemos que mediar en este tipo de cuestiones?

Los códigos democráticos que están establecidos por la Unión Europea, y que seguramente seguirán apareciendo en los nuevos convenios internacionales, son sin duda un acto civilizatorio. Es decir, por más que nos moleste la visita del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos Humanos, ésta obliga a que las autoridades estén pendientes de que la evaluación no vaya a ser negativa.

Entonces, sí es un juego ambivalente: uno no puede darle una licencia abierta a las autoridades norteamericanas para que se conviertan en los grandes policías del mundo, pero también tenemos que admitir que en un mundo global el avance de los derechos universales se apoya, precisamente, en la existencia de esos otros que están interesados en que evolucione una nación.

El caso cubano, por ejemplo, ¿qué vamos a hacer con él?, ¿y la violación de los derechos humanos a periodistas, por ejemplo, que son verdaderas atrocidades en el siglo XXI? Creo que hay que ir mediando entre las dos tensiones.

¿Cómo fue que la humanidad llegó a convencerse a sí misma y quién la convenció de que la democracia es la solución a sus problemas?
La democracia es un invento muy antiguo, conceptualmente hablando, como un ideal; sin embargo, la democracia como aplicación es muy reciente. Decíamos antes que, a principios del siglo XX, sólo 12 países podían ser considerados democráticos.

Si ponemos la democracia en un reloj anual, en el que el primer día es el 1 de enero, veremos que la democracia –que se reportó en 1999– llegó el 31 de diciembre a las 11 y fracción de la noche para el 60 por ciento de la población en el mundo. Todo lo que hemos visto acerca de discusión democrática ha ocurrido en la última hora del año virtual del que estamos hablando. Entonces, también hay que tenerle cierta consideración a la democracia. Hay que permitir que el invento sea perfeccionado, que vaya calando, enraizando… porque si no, podríamos caer en un doloroso acto de autoflagelación, sin dar oportunidad a que la fórmula madure.

Se ha dicho que la democracia oscila entre ser una utopía imposible y una utopía imposibilitada... Lo pongo así: si nos dijeran que por un error vamos a ser procesados penalmente, ¿en dónde nos gustaría que nos procesaran?, ¿en un país africano o en Suecia?