Octubre-Diciembre 2005 , Nueva época No. 94-96
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Los novelistas cuentan esa verdad escondida debajo de cada mentira: Calvino

Damien Pettigrew

 

Los poetas de excelente factura establecen un compromiso firme para fundar la Damien Pettigrew. ¿Qué lugar, si es que tiene alguno, ocupa el delirio en su vida de trabajo?

Italo Calvino. ¿El delirio?… Supongamos que contesto: “Siempre soy racional. Sea lo que fuere que diga o escribo, todo está sujeto a la razón, la claridad y la lógica”.
¿Qué pensaría de mí? Pensaría que soy completamente ciego cuando de mí se trata, una especie de paranoico. Si por otro lado respondiera: “Oh, sí, soy verdaderamente delirante, siempre escribo como si estuviera en trance, no sé cómo escribo cosas tan locas”, usted me creería un farsante, que desempeña un rol no demasiado creíble. Tal vez deberíamos partir de esta pregunta: ¿Qué es lo que pongo de mí mismo en lo que escribo? Mi respuesta: pongo mi razón, mi voluntad, mi gusto. La cultura a la que pertenezco, pero al mismo tiempo no puedo controlar, digamos, mi neurosis, o lo que podríamos llamar delirio.

¿De qué naturaleza son sus sueños? ¿Está más interesado en Jung que en Freud?
Una vez, después de leer La interpretación de los sueños, de Freud, me fui a la cama. Soñé. A la mañana siguiente recordaba perfectamente mi sueño, de modo que pude aplicar el método de Freud a ese sueño, y explicarlo hasta los últimos detalles. En ese momento, creí que estaba por empezar para mí una nueva era, a partir de ese momento mis sueños ya no tendrían ningún secreto para mí. Pero no ocurrió así. Esa fue la única vez en que Freud iluminó la oscuridad de mi subconsciente. Desde entonces he seguido soñando como lo hacía antes. Pero olvido los sueños, o cuando soy capaz de recordarlos, no comprendo absolutamente nada de ellos. Explicar la naturaleza de mis sueños no sería satisfactorio ni para un analista freudiano ni para un jungiano. Leo a Freud porque me parece un excelente escritor… un escritor del género policial que puede ser seguido con gran pasión. También leo a Jung, que está interesado en cosas de gran interés también para un escritor, cosas como los símbolos y mitos. Jung no es tan buen escritor como Freud. Pero de todos modos, estoy interesado en los dos.

Las imágenes de la fortuna y el azar recurren con frecuencia en su ficción, desde las tiradas de las cartas del tarot hasta la azarosa distribución de manuscritos. ¿La idea del azar desempeña algún papel en la composición de sus obras?
Mi libro sobre el tarot, El castillo de los destinos cruzados, es el más calculado de todos los que he escrito. Nada en él quedó librado al azar. No creo que el azar desempeñe ningún rol en mi literatura.

¿Cómo escribe? ¿Cómo lleva a cabo la acción física de escribir?
Escribo a mano, y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una caligrafía diminuta. Llega un momento en el que ni siquiera yo mismo puedo descifrar mi letra, así que uso una lupa para ver lo que he escrito. Tengo dos caligrafías diferentes. Una es de buen tamaño, con letras bastante grandes: las o y las a tienen un gran agujero en el medio. Esa es la caligrafía que uso cuando estoy copiando o cuando estoy bastante seguro de lo que estoy escribiendo. Mi otra caligrafía corresponde a un estado mental menos seguro y es muy pequeña: las o son como puntos. Es muy difícil descifrarla, incluso para mí mismo.

Mis páginas están siempre cubiertas de tachaduras y revisiones. En una época hacía una cantidad de versiones manuscritas. Ahora, después de la primera versión, manuscrita y llena de tachaduras y agregados, empiezo a mecanografiar, descifrándola sobre la marcha. Cuando finalmente releo la versión mecanografiada, descubro un texto absolutamente distinto, al que con frecuencia vuelvo a revisar. Después hago más correcciones. En cada página intento primero hacer las correcciones a máquina, después corrijo un poco más a mano. Con frecuencia la página se vuelve tan ilegible que tengo que volver a mecanografiarla. Envidio a esos escritores que pueden seguir adelante sin corregir.

¿Trabaja todos los días o tan sólo ciertos días a determinadas horas?
En teoría, me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo.

¿Siempre tiene una tarea establecida, algo específico en lo que decide trabajar? ¿O tiene varias cosas en marcha al mismo tiempo?
Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro. Sólo soy un novelista ocasional. Muchos de mis libros se forman a partir de la reunión de textos breves, relatos; o si no son libros que tienen una estructura general pero que están compuestos por diversos textos. Para mí es muy importante construir un libro alrededor de una idea. Demoro mucho tiempo en la construcción de un libro, haciendo bosquejos que finalmente resultan no tener ninguna utilidad para mí. Los tiro. Lo que determina el libro es la escritura, el material que está verdaderamente sobre la página.

Soy muy lento para arrancar. Si tengo una idea para una novela, encuentro todos los pretextos concebibles para no trabajar en ella. Si estoy abocado a un libro de relatos o de textos breves, me lleva un tiempo empezar cada uno de ellos. Hasta en el caso de los artículos soy lento para empezar. Hasta con los artículos para los periódicos siempre tengo el mismo problema para encaminarlos. Una vez que empecé, puedo ser muy rápido. En otras palabras, escribo rápido, pero tengo largos periodos vacíos. Es un poco como la historia del gran artista chino: el emperador le pidió que dibujara un cangrejo, y el artista respondió: “Necesito diez años, una gran casa y veinte criados”. Pasaron los diez años, y el emperador le pidió el dibujo del cangrejo. “Necesito otros dos años”, respondió el artista. Después pidió una semana más. Y finalmente tomó su lápiz y dibujó el cangrejo en un momento, con un solo gesto rápido.

¿Empieza con un pequeño grupo de ideas no asociadas, o con una concepción más amplia que va llenando gradualmente?
Empiezo con una pequeña imagen única, y después la amplío.

Turgenev dice: “Prefiero una arquitectura demasiado pequeña y no demasiado grande porque eso podría interferir con la verdad de lo que digo”. ¿Podría comentar esto con respecto a su propia escritura?

Es cierto que en el pasado, digamos durante los últimos diez años, la arquitectura de mis libros ha ocupado un lugar muy importante, tal vez demasiado importante. Pero sólo cuando siento que he logrado una estructura figurosa creo tener algo que se sostiene, una obra completa. Por ejemplo, cuando empecé a escribir Las ciudades invisibles sólo tenía una idea vaga de cuál sería la estructura, la arquitectura del libro. Pero después, poco a poco, el diseño cobró tanta importancia que se transformó en el sostén de todo el libro: se convirtió en el argumento de un libro que carecía de argumento. En el caso de El castillo de los destinos cruzados podemos decir lo mismo… que la arquitectura es el libro mismo.
Para entonces yo había llegado a un nivel de obsesión por la estructura que por poco me volví loco. Con respecto a Si una noche de invierno un viajero, podría decirse que no hubiera podido existir sin una estructura muy precisa, muy articulada. Creo que he logrado construirla, y eso me produce una gran satisfacción. Por supuesto, todos estos esfuerzos no tienen nada que ver con el lector. Lo importante es que se disfrute de la lectura del libro, independientemente de todo el trabajo que yo haya puesto en él.

Usted vive en varias ciudades, desplazándose con bastante frecuencia entre Roma, París y Turín, y también a esta casa cerca del mar. ¿El lugar ejerce alguna influencia sobre lo que está escribiendo?
No lo creo. La experiencia de la vida cotidiana en un determinado lugar puede influir sobre lo que uno está escribiendo, pero no el hecho de que se esté escribiendo aquí o allá. En este momento estoy escribiendo un libro que en cierta medida está relacionado con esta casa de Toscana donde he estado pasando los veranos durante varios años. Pero podría seguir adelante con lo que estoy escribiendo en alguna otra parte.

¿Podría escribir en un cuarto de hotel?
Yo solía decir que un cuarto de hotel era el espacio ideal: vacío, anónimo. No hay allí ninguna pila de cartas para responder (ni tampoco el remordimiento que implica no responderlas), y tampoco tengo que cumplir con un montón de tareas más. En ese sentido, un cuarto de hotel es verdaderamente ideal. Pero he descubierto que necesito un espacio propio, una madriguera, aunque supongo que si tengo algo verdaderamente claro en la mente, podría escribir hasta en un cuarto de hotel.

¿Viaja con anotaciones y papeles?
Sí, con frecuencia llevo anotaciones y bosquejos. Durante los últimos diez años, más o menos, los bosquejos se han convertido para mí en algo semejante a una obsesión.

Sus padres eran científicos, los dos. ¿No quisieron que usted también fuera científico?
Mi padre era agrónomo, y mi madre, botánica. Estaban profundamente relacionados con el mundo vegetal, con la naturaleza, con las ciencias naturales. Pero muy tempranamente advirtieron que yo no tenía ninguna inclinación en ese sentido… La reacción usual de los hijos con respecto a los padres. Ahora lamento no haber asimilado tanto de sus conocimientos como hubiera podido. Mi reacción también puede haberse debido en parte al hecho de que mis padres eran muy mayores. Nací cuando mi madre tenía cuarenta años y mi padre casi cincuenta, así que había una enorme distancia entre nosotros.

¿Cuándo empezó a escribir?
Cuando era adolescente no tenía idea de qué quería ser. Empecé a escribir bastante temprano. Pero antes de escribir algo, mi pasión era dibujar: dibujaba caricaturas de mis compañeros de clase, de mis profesores. Dibujos imaginativos, pero sin formación. Cuando era pequeño, mi madre me inscribió en un curso de dibujo por correspondencia; la primera cosa mía que se publicó —no tengo un ejemplar ahora y me resultó imposible encontrar alguno— fue un dibujo. Yo tenía once años. El dibujo apareció en una revista publicada por esa escuela por correspondencia, y yo era el alumno más joven. Cuando era muy joven escribía poemas. Alrededor de los dieciséis años intenté escribir obras de teatro: era mi primera pasión, tal vez porque durante ese periodo uno de mis vínculos con el mundo exterior era la radio, y solía escuchar muchas obras radiales. Así que empecé escribiendo —o tratando de escribir— obras teatrales. En realidad, en el caso de esas obras y también de algunos cuentos, yo era el ilustrador además del autor. Pero cuando empecé a escribir en serio, sentí que mis dibujos carecían de cualquier clase de estilo; no había logrado desarrollar ninguno. Así que abandoné el dibujo. Algunas personas —durante una reunión, por ejemplo— se distraen haciendo dibujitos en un papel. Yo me he acostumbrado a no hacer siquiera eso.

¿Por qué abandonó el teatro?
Después de la guerra, en Italia el teatro no ofrecía ningún modelo. La narrativa italiana florecía, y entonces yo empecé a escribir ficción. Conocí a una cantidad de escritores. Después empecé a escribir novelas. Es una cuestión de mecanismos mentales. Si uno se acostumbra a traducir en una novela las propias experiencias, las propias ideas, lo que uno tiene para decir se convierte en una novela; a uno no le queda ninguna materia prima para otra forma de expresión literaria. Mi manera de escribir prosa está bastante próxima a la manera en que un poeta compone un poema. No soy un novelista que escribe novelas largas.

Concentro una idea o una experiencia en un breve texto sintético que se relaciona estrechamente con otros textos para formar una serie. Presto particular atención a las expresiones y a las palabras, tanto con respecto al ritmo como a los sonidos y las imágenes que evocan. Creo, por ejemplo, que Las ciudades invisibles es un libro que ocupa un lugar situado entre la poesía y la novela. Si lo escribiera completamente en verso, sería un tipo de poesía prosaica, narrativa… o tal vez sería poesía lírica, porque la poesía lírica es la que más amo y la que leo en los grandes poetas.

¿Cómo entró en el mundo literario de Turín, en el grupo que se concentraba alrededor de la editorial de Giulio Einaudi y de autores como Cesare Pavese y Natalia Ginzburg? Usted era muy joven entonces.
Fui a Turín casi por casualidad. En realidad, mi vida empezó después de la guerra. Antes, vivía en San Remo, que es un sitio muy alejado de los círculos culturales y literarios. Cuando decidí mudarme, vacilaba entre Turín y Milán; los dos escritores —ambos una década mayores que yo— que leyeron primero mis cosas fueron Pavese, que vivía en Turín, y Elio Vittorini, que vivía en Milán. Durante mucho tiempo no podía decidirme entre las dos ciudades. Tal vez si hubiera elegido Milán, que es una ciudad más viva y activa, las cosas hubieran sido diferentes.

Turín es un lugar más serio, más austero. Mi elección de Turín fue, en cierto grado, de naturaleza ética: me identificaba con su tradición cultural y política. Turín había sido la ciudad de los intelectuales antifascistas, y eso seducía esa parte de mí fascinada por una suerte de severidad protestante. Es la ciudad más protestante de Italia, una Boston italiana. Tal vez a causa de mi apellido (Calvino), y tal vez porque procedo de una familia muy austera, estaba predestinado a hacer elecciones moralistas. Cuando tenía seis años, en San Remo, la primera escuela elemental a la que asistí era una institución protestante privada. Los maestros me atiborraron con las Escrituras. Así que tengo una especie de conflicto interno: siento una suerte de oposición hacia la Italia más suelta y laxa, lo que me ha llevado a identificarme con esos pensadores italianos que creen que las desgracias del país se originan en el rechazo de la reforma protestante. Por otro lado, no tengo alma de puritano. Mi apellido es Calvino, pero mi nombre, después de todo, es Italo.

¿Cree que los jóvenes actuales tienen características diferentes de las de los jóvenes de su época? A medida que envejece, ¿cree que tiende más a sentir disgusto por lo que hacen los jóvenes?
De tanto en tanto me enfurezco con los jóvenes; pienso en largos sermones que después nunca pronuncio, en primer lugar porque no me gusta predicar, y en segundo lugar porque nadie me escucharía. Entonces lo único que me queda es seguir reflexionando sobre las dificultades de comunicarse con la gente joven. Algo ocurrió entre mi generación y la de ellos. Se ha interrumpido cierta continuidad de la experiencia, tal vez carecemos de puntos de referencia comunes. Pero si pienso retrospectivamente en mi juventud, la verdad del asunto es que yo no le prestaba ninguna atención a las críticas, ni tampoco a los reproches o a las sugerencias. Así que hoy no tengo autoridad para hablar.

Usted finalmente eligió Turín y se mudó allí. ¿Empezó inmediatamente a trabajar para Einaudi, la casa editora?
Bastante pronto. Después de que Pavese me presentó a Giulio Einaudi y le pidió que me contratara, me pusieron en el departamento de publicidad. Einaudi había sido un centro de oposición al fascismo. Tenía una historia de la que yo estaba dispuesto a apropiarme, aunque en realidad no la había experimentado. Es difícil para un extranjero comprender la manera en que Italia está constituida por una cantidad de centros diferentes, cada uno con diferentes tradiciones en su historia cultural. Yo venía de una región cercana, Liguria, que casi no tenía tradición literaria; no había allí ningún centro literario. El escritor que no tiene detrás de él ninguna tradición literaria local se siente un poco un extraño. Durante la primera parte del siglo, los grandes centros literarios de Italia fueron especialmente Florencia, Roma y Milán. El ambiente intelectual de Turín, particularmente en Einaudi, estaba más centrado en la historia y en los problemas sociales que en la literatura. Pero todas estas cosas sólo tienen importancia en Italia. En los años siguientes, un entorno internacional siempre me ha importado más… el hecho de ser italiano dentro del contexto de una literatura internacional. Hasta en mis gustos como lector, antes de convertirme en escritor, siempre me interesó la literatura dentro de un encuadre mundial.

¿Cuáles fueron los escritores a los que leyó con mayor placer, y los que le causaron la mayor impresión?
De tanto en tanto, cuando releo libros de mi adolescencia y de mi primera juventud, me sorprende redescubrir una parte de mí que aparentemente he olvidado, a pesar de que ha seguido actuando en mi interior. Hace un tiempo, por ejemplo, releí San Julián el Hospitalario, y recordé hasta qué punto ese libro —con su visión del mundo de los animales como si fuera un tapiz gótico— influyó en mi primera ficción.

Ciertos escritores a los que leí de muchacho, como Stevenson, han seguido siendo para mí modelos de estilo, de levedad, de ímpetu y de energía narrativa. Los autores de mis lecturas infantiles, como Kipling y Stevenson, siguen siendo mis modelos. Junto a ellos situaría al Stendhal de La cartuja de Parma.

Con Pavese y los otros escritores de la editorial Einaudi usted tenía también camaradería literaria, ¿no es cierto? Les daba sus manuscritos para que los leyeran y le hicieran comentarios.

Sí. En ese momento yo estaba escribiendo muchos cuentos, se los mostraba a Pavese, a Natalia Ginzburg, que era una joven escritora que también trabajaba allí. O si no se los llevaba a Vittorini a Milán, que está sólo a dos horas de Turín. Yo prestaba atención a esas opiniones. En cierto momento, Pavese me dijo: “Ahora ya sabemos que puedes escribir cuentos; tienes que dar el salto y escribir una novela”. No sé si fue un consejo o no, porque yo era un escritor de cuentos… si hubiera dicho todo lo que tenía para decir en forma de cuentos, habría escrito una cantidad de cuentos que nunca escribí. De todos modos, se publicó mi primera novela, y fue un éxito. Durante varios años traté de escribir otra. Pero el clima literario ya había empezado a definirse como neorrealismo, y eso no era para mí.

Finalmente volví a lo fantastico, y conseguí escribir El vizconde demediado, que era realmente una expresión de mí mismo. Digo que “volví” porque probablemente ésa fuera mi verdadera naturaleza. Sólo fue a causa de haber experimentado la guerra y las vicisitudes de la Italia de esos años lo que me había permitido, durante un tiempo, trabajar felizmente en otra dirección hasta que “volví” y encontré un tipo de invención que me pertenecía.

¿Los novelistas son mentirosos? Y si no lo son, ¿qué clase de verdad cuentan?
Los novelistas cuentan esa verdad escondida por debajo de cada mentira. Para un psicoanalista no es importante que uno diga la verdad o una mentira, porque las mentiras son tan interesantes, elocuentes y reveladoras como cualquier supuesta verdad.

Sospecho de los escritores que alegan decir toda la verdad sobre ellos mismos, sobre la vida o sobre el mundo. Prefiero quedarme con las verdades que encuentro en los escritores que se presentan a sí mismos como mentirosos sin freno. Mi propósito cuando escribí Si una noche de invierno un viajero, una novela absolutamente basada en la fantasía, era encontrar de esa manera una verdad que no hubiera podido descubrir de otro modo.

¿Usted cree que los escritores escriben lo que pueden o lo que deben?
Los escritores escriben lo que pueden. El acto de escribir es una función que se torna efectiva solamente si permite al escritor expresar su propio yo interior. Un escritor siente varias clases de limitaciones… Limitaciones literarias tales como el número de versos en un soneto, o las leyes de la tragedia clásica. Estas limitaciones son parte de la estructura de la obra, y dentro de ella la personalidad del escritor tiene libertad para expresarse. Pero después hay limitaciones sociales, tales como los deberes religiosos, éticos, filosóficos y políticos. Estas limitaciones no pueden imponerse directamente a la obra, sino que deben ser filtradas a través del yo interior del escritor. Sólo cuando forman parte de la verdadera personalidad del escritor pueden encontrar su lugar en la obra sin asfixiarla.

En una oportunidad usted dijo que le gustaría haber escrito un relato de Henry James. ¿Hay alguna otra obra que le gustaría reclamar como propia?
Sí, en una oportunidad mencioné “La alegre esquina”. ¿Y qué diría ahora? Daré una respuesta diferente. Me gustaría haber escrito Peter Schlemil, de Adalbert von Chamisso.

¿Fue influido por Joyce o por alguno de los modernistas?
Mi autor es Kafka, y mi novela favorita es América.

Usted parece estar más próximo a escritores de lengua inglesa —Conrad, James, hasta Stevenson— que a cualquier otro de la tradición prosística italiana. ¿Es verdad eso?
Siempre me he sentido muy próximo a Giacomo Leopardi. Además de ser un maravilloso poeta, también fue un extraordinario escritor de prosa de gran estilo, humor, imaginación y profundidad.

Usted ha hablado de la diferencia de status social entre los escritores norteamericanos e italianos: los escritores italianos están más estrechamente relacionados con la industria editorial, en tanto los norteamericanos suelen estar ligados a las instituciones académicas.
Como escenario para una novela, la universidad —tan frecuente en las novelas norteamericanas— es muy aburrida (Nabokov es la única gran excepción), aún más aburrida que la editorial que emplean como escenario algunas novelas italianas.

¿Y su trabajo en Einaudi? ¿No interfirió con su actividad creativa?
Einaudi es una editorial especializada en historia, ciencia, arte, sociología, filosofía y los clásicos. La ficción ocupa el último lugar. Trabajar allí es como vivir en un mundo enciclopédico.

La lucha del hombre que intenta ser organizado en medio de la arbitrariedad del azar parece ser el tema que predomina en gran parte de su obra. Estoy pensando especialmente en Si una noche de invierno un viajero y en el Lector que no ceja en su intento de encontrar el capítulo siguiente del libro que está leyendo.

El conflicto entre las elecciones del mundo y la obsesión del hombre de atribuirles sentido es un tema recurrente en lo que he escrito.

En su escritura usted ha alternado entre modos de escribir realistas y fantásticos. ¿Disfruta de ambos de la misma manera?
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.

¿Cómo les ha ido a sus novelas en Estados Unidos?
Las ciudades invisibles es la que ha ganado más admiradores en Estados Unidos… algo sorprendente, ya que sin duda no es uno de mis libros más fáciles. No es una novela sino más bien una colección de poemas en prosa. Los Cuentos italianos fueron otro éxito… una vez que el libro apareció en su traducción completa, veinticinco años después de haber sido publicado por primera vez en Italia.
Mientras Las ciudades invisibles tuvo mayor éxito entre connaisseurs, hombres de letras, gente cultivada, los Cuentos tuvieron lo que podríamos definir como un éxito de público. En Estados Unidos mi imagen es la de un escritor fantástico, un escritor de cuentos.

¿Cree que Europa está avasallada por la cultura inglesa y norteamericana?
No. No comparto las reacciones chauvinistas. El conocimiento de las culturas extranjeras es un elemento vital de cualquier cultura; no creo que nunca tengamos bastante de eso. Una cultura debe abrirse a las influencias externas si quiere conservar vivo su propio poder creativo. En Italia, el componente cultural más importante ha sido siempre la literatura francesa. También la literatura norteamericana me dejó, sin duda, una marca de por vida. Poe fue uno de mis primeros intereses; él me enseñó lo que era una novela. Más tarde, descubrí que Hawthorne era a veces más grande que Poe. A veces, no siempre. Melville. Una novela perfecta, Benito Cereno, era todavía más valiosa que Moby Dick. Después de todo, hice mi primer aprendizaje a la sombra de Cesare Pavese, el primer italiano que tradujo a Melville. Además, entre mis primeros modelos literarios se contaron algunos escritores norteamericanos menores de fines del siglo XIX, como Stephen Crane y Ambrose Bierce. Los años de mi desarrollo literario, a principios de la década de 1940, estaban dominados especialmente por Hemingway, Faulkner y Fitzgerald. En esa época, aquí en Italia experimentábamos una suerte de infatuación por la literatura norteamericana. Hasta autores menores como Saroyan, Caldwell y Cain eran considerados modelos de estilo. Después vino Nabokov, de quien he sido y todavía soy, un gran admirador. Debo admitir que mi interés por la literatura norteamericana está impulsado por el deseo de seguir lo que ocurre en una sociedad que, de alguna manera, anticipa lo que ocurrirá en Europa pocos años más tarde. En este sentido, escritores como Saul Bellow, Mary McCarthy, Gore Vidal, son importantes a causa de su contacto con la sociedad, que se expresa en la producción de ensayos de calidad.

Al mismo tiempo siempre estoy buscando nuevas voces literarias… como en el caso del descubrimiento de las novelas de John Updike a mediados de la década de 1950.

Durante los primeros y cruciales años de la posguerra, usted vivió casi continuamente en Italia. Y sin embargo, con la excepción de su novela breve El observador, sus historias reflejan muy poco de la situación política del país en ese momento, aunque personalmente usted estaba muy involucrado en política.

Esa novela debía formar parte de una trilogía, nunca terminada, titulada Una crónica de la década de 1950. Mis años formativos coincidieron con la Segunda Guerra Mundial: en los años que siguieron traté de captar el significado de los terribles traumas que había vivido, especialmente durante la ocupación alemana. Así que la política tuvo gran importancia durante la primera fase de mi vida adulta. En realidad, me uní al partido comunista, aunque en Italia el partido era muy diferente de los partidos comunistas de otros países. Todavía me sentía obligado a aceptar muchas cosas que estaban muy alejadas de mi manera de pensar y de sentir. Más tarde, empecé a sentir cada vez con más intensidad que la idea de construir una verdadera democracia en Italia empleando el modelo —o el mito— de Rusia me resultaba difícil de aceptar. La contradicción cobró tal magnitud que me sentí totalmente distanciado del mundo comunista y, finalmente, de la política. Eso fue afortunado. La idea de poner a la literatura en segundo lugar, después de la política, es un enorme error, porque la política casi nunca logra concretar sus ideales. La literatura, por otra parte, puede lograr algo en su propio campo y además, a la larga, puede ejercer también algún efecto práctico. Ahora he llegado a creer que las cosas importantes sólo se logran por medio de procesos muy lentos.

En un país donde casi todos los escritores importantes han escrito para el cine o incluso han dirigido películas, usted parece haberse resistido a la seducción del cine. ¿Por qué y cómo?
Cuando era joven, era un gran fanático del cine, un gran espectador. Pero siempre fui un espectador. La idea de pasarme al otro lado de la pantalla nunca me ha atraído. Saber cómo se hace elimina un poco de la fascinación que el cine ejerce sobre mí. Me gustan las películas japonesas y suecas precisamente porque son tan remotas.

¿Alguna vez se ha aburrido?
Sí, en la infancia. Pero hay que señalar que el aburrimiento de la infancia es una clase especial de aburrimiento. Es un aburrimiento lleno de sueños, como de proyecciones hacia otro lugar, hacia otra realidad. En la adultez, el aburrimiento está formado por la repetición, es la continuación de algo de lo que ya no esperamos ninguna sorpresa. Y… ¡ojalá tuviera tiempo de aburrirme hoy! Lo que sí siento es el miedo de repetirme en la obra literaria. Por eso cada vez debo tener que enfrentar un nuevo desafío. Debo encontrar algo que hacer que parezca una novedad, algo que está un poco más allá de mis capacidades.