Octubre-Diciembre 2005 , Nueva época No. 94-96
Xalapa • Veracruz • México
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Miseria e ignorancia impiden la construcción de la democracia

Fernando Savater

Palabras pronunciadas en la ceremonia en que la Universidad Veracruzana le otorgó el doctorado Honoris Causa, el 7 de diciembre de 2005
Realmente es un tópico, pero en esta ocasión se confirma que para mí es un momento de emoción y de gratitud el dirigirme a ustedes por un reconocimiento que, afortunadamente, he tenido otras veces en diversos países donde he recibido doctorados. Pero recibirlo en México es algo muy particular. Como ha contado Héctor (Subirats), hace casi ya 30 años que me afilié a México; desde entonces he venido, he estado con sus gentes, he compartido momentos en muchos centros de estudio, he hablado mucho, he bebido mucho, he amado algo y he tenido muy buenos amigos a los cuales les he traído mala suerte, como contó Héctor, o como José Luis Rivas, con quienes hemos compartido tantas cosas juntos.

Flor de otoño, 2000.
De todas maneras, para mí han sido épocas extraordinarias. Ya no podría imaginar mi vida sin México desde hace muchos años, de modo que este honor que me hacen ustedes, sepan, en cualquier caso lo hacen a uno de los suyos. Yo me siento como parte de México desde hace mucho, y ahora, en concreto, parte del claustro de esta digna casa de estudios, de esta Universidad Veracruzana.

Me he dedicado a bastantes cosas en la vida, porque uno tiene que tantear mucho hasta encontrar las que hace menos mal para seguir haciéndolas. Y creo que, fundamentalmente, lo que hago menos mal es servir de maestro, no en el sentido honorífico, como cuando llama uno a alguien “maestro”, sino de maestro de pueblo, maestro en el sentido más sencillo del término. Y considero que puedo ser o que soy un maestro aceptable, porque entiendo muy bien la ignorancia, pues la tengo en gran medida, es decir, creo que los grandes sabios son muy malos profesores, dado que no entienden que los demás no sepan y consideran que la ignorancia de los otros es una provocación, una postura de mala fe, un insulto y, entonces, no sirven como maestros, se impacientan antes de empezar a dar clase.
Yo, en cambio, entiendo muy bien que la gente no sepa, porque yo no sé la mayoría de las cosas, y las que sé, por tanto, creo que encuentro el camino para acercarlas a las personas. Ésa, me parece, es la única función o la función que principalmente he hecho, por escrito y también en persona, durante muchos años.

Y en América, en concreto, creo que he encontrado el público natural de un profesor español, es decir, hispanoamericano, porque creo que los españoles también somos hispanoamericanos y, por lo tanto, creo que mi lugar natural es haber prolongado mi trabajo en España, haberlo prolongado en los países de América que he recorrido (casi todos) y conozco bastante bien, aunque no a todos tanto como México.

En efecto, el señor rector Raúl Arias ha centrado con acierto su amable intervención en el tema de la democracia. Yo he vivido durante casi 30 años de mi vida bajo una dictadura; por lo tanto, conozco la importancia de la democracia. Naturalmente que la democracia tiene defectos, porque depende de las personas que la llevan a la práctica; está tan llena de defectos como los demócratas.
Cuando se habla de los males de la democracia, habría que hablar de los males de los demócratas. Nosotros somos los que debemos utilizar ese instrumento.

En una democracia, todos somos políticos. Cuando se habla de los políticos como de una casta, una raza exterior que desciende desde los cielos para torturar a la humanidad, se olvida que esos políticos mandan porque nosotros les hemos mandado mandar; son nuestros mandados y, por lo tanto, si ellos son malos, peores seremos nosotros que les hemos elegido, porque no les revocamos, no les sustituimos por personas mejores o no nos proponemos nosotros mismos frente a ellos, si creemos que podemos ser una buena alternativa. La democracia está hecha de la política que hacemos todos, y cargar sobre los elegidos en un momento determinado la carga de los males de la democracia, evita pensar en nuestra propia responsabilidad como políticos.

Creo que en muchos de nuestros países, por lo que yo he visto, cunden dos formas de pereza política y ésta es lo peor en el ámbito de la democracia, porque en el momento en que los demócratas son perezosos, otros les sustituirán en tomar decisiones. Si ustedes no toman las decisiones que les competen como ciudadanos demócratas, otros las tomarán en su nombre; de eso no quepa duda, las decisiones se tomarán. Si ustedes simplemente se acogen a viajar como polizontes en la sociedad, buscando sus pequeñas compensaciones y sin preocuparse de quién dirige la nave y hacia dónde va, otros se encargarán de esa dirección, pero ya no estaremos verdaderamente en el terreno de la democracia.
Y digo que la reflexión sobre nuestros deberes muchas veces está cortocircuitada por dos formas de pereza: la de los optimistas que suponen que todo se va a resolver solo y, por lo tanto, no hay más que dejar que el tiempo pase y las cosas se arreglarán, el tiempo las irá arreglando y el tiempo nos llevará hacia el paraíso.
Naturalmente, pueden ustedes comprender que el tiempo resuelve tan pocas cosas, como el espacio. El hecho de que pase el tiempo nunca ha resuelto nada, y la prueba de ello es nuestras vidas, que no son propiamente beneficiadas por el paso del tiempo. De modo que éste no resuelve; en todo caso, pudre los problemas. Los optimistas, por lo tanto, son unos perezosos que se acogen al optimismo o a la esperanza.

Hay una milonga argentina que dice: «Muchas veces la esperanza son ganas de descansar» y, efectivamente, hay gente que está esperanzada, pero lo que tienen son ganas de descansar y de pensar que las cosas se van a resolver solas.
También está otra forma de pereza, que es la pereza del pesimista, de los desesperados; y ésta, además, goza de más prestigio, porque el pesimista siempre tiene un aire más lúcido, un aire de persona enterada, es el que dice “no hay nada que hacer”. Para él, las multinacionales, la historia, el sistema, el capitalismo, el presidente Bush… todos están conspirando y no puede hacerse, cualquier cosa que se intente está condenada al fracaso. La democracia, en consecuencia, es una trampa y entonces no hay nada que hacer.

Cuando uno oye ese discurso, naturalmente espera que la persona que acaba de pronunciarlo abra la ventana y, si está en un octavo piso, se arroje al vacío, pues ha llegado a la conclusión de que no hay nada que hacer.

Anhelo de estrellas, 2000.
Pero para mi asombro, normalmente la gente que tiene este discurso, acto seguido se va a cenar tranquilamente como si no pasara nada y sigue viviendo una vida completamente normal en esa desesperación. Entonces, uno se convence de que esas personas son también perezosas y como tal llegan a la conclusión de que no hay nada que hacer: es una forma más de no hacer nada.

Yo he luchado toda mi vida contra el optimismo irracional de los unos y contra el pesimismo no menos irracional de los otros. Me considero un pesimista activo, y les explico. En España, al menos cada vez que alguien dice que se debe hacer cosas, le dicen: “¡Qué optimista es usted!”. Y yo lo que digo es que hay que hacerlas porque no se van a hacer solas; creo que si no las hacemos vamos a estar mucho peor cada día, y eso no es optimismo.

Imaginen ustedes que están en su casa cómodamente viendo la televisión; de pronto empiezan a aparecer unas llamas tremendas por la puerta. El optimista es el que dice: “No será nada, es que estarán friendo algo en la cocina y se ha levantado un poco de humo”, o el que dice: “Ya vendrán los bomberos, para eso están, para apagarlo, ya vendrán a apagar el incendio”. En cambio, el pesimista es el que piensa que aquello es verdaderamente un incendio, que los bomberos, como no se les avisa, no van a llegar a tiempo; entonces se levanta, va a buscarlos, va a buscar agua, da gritos por la ventana, etcétera. Sería absurdo decirle a esa persona: “Hombre ¡pero qué optimista es usted que cree que van a venir los bomberos!”.

Bosque de sueños, 2000.
Pues sí, hay que hacerlo o someterse a arder sin presentar resistencia. Yo soy de los pesimistas que se levantan del sofá y llaman a los bomberos, y si acaso en ese momento los bomberos están ocupados con otra cosa y no pueden venir, van a buscar agua o intentan que otras personas busquen agua para ayudarlos también.

Eso es lo que he intentado inculcar también en la gente:
que hay que moverse y luchar si uno quiere tomar en serio sus propias protestas. Alguien que protesta y no se mueve, alguien que condena el mundo desde la pereza, no puede ser tomado en serio.

Hay una expresión en el Poema del Mío Cid que dice: “Boca sin manos, no es de fiar”. Yo he intentado ser toda mi vida una boca con manos, una boca que habla y también hace cosas. Es importante transmitir a las generaciones que vienen, a los jóvenes, el deseo de que se puede hacer cosas utilizando los mecanismos democráticos. Hay que hacer cosas comprendiendo el sentido de la democracia, el sentido de la legalidad democrática, y utilizándola para transformar la realidad, no simplemente para acatarla. La democracia no es algo en lo que uno se puede sentar y echarse a dormir.

Napoleón decía que con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse encima. Yo creo que la democracia es igual: no puede uno quedarse sentado encima de ella pensando que ya están arregladas las cosas. La democracia es útil, una herramienta que se debe utilizar primero, que hay que conocer para transformar la realidad.

Naturalmente, la realidad en la que nosotros vivimos está marcada por dos realidades que persiguen la conciencia de cualquier demócrata, porque van en contra del sentido de la democracia misma: la miseria y la ignorancia. Donde hay miseria e ignorancia no puede decirse que realmente hay democracia. La miseria bloquea las posibilidades de las personas para dedicarse a la construcción de los asuntos comunes. Incluso, en la Grecia clásica, que no era precisamente un lugar de muchas preocupaciones sociales como hoy las entendemos, a los pobres de Atenas –pobres muy relativos, porque probablemente el ateniense más rico estaba en una proporción quizá de 25 a uno, respecto al más pobre, nada que ver con las desproporciones que ahora hay entre las personas y los países–, se les daba un subsidio para que pudieran ir a la asamblea a participar en los asuntos públicos, porque se suponía que si alguien estaba tan agobiado con su situación personal y no podía dejar de buscar el sustento, no tendría tiempo para ir a la asamblea a discutir con los demás, y para que la democracia fuera real era necesario que todas las personas estuvieran ahí discutiendo y siendo escuchadas.

Pienso que si nosotros aplicamos ese mismo principio –debemos pensar que la pobreza excluye de la democracia a muchas personas en nuestros países–, la pobreza debería ser declarada ilegal, lo mismo que fue ilegal la esclavitud. Sobre ésta se decía que los esclavos lo eran porque habían nacido así, porque había gente que nacía libre y gente que nacía esclava. Siempre se creyó, como dijo Thomas Jefferson en una ocasión, que hay gente que cree que otros nacen con una silla de montar en el lomo y ellos, con espuelas para montarse. Siempre ha habido gente que ha pensado que el mundo naturalmente está dispuesto con gente que nace con la silla de montar en la espalda y los que nacen con espuelas para subirse. Pero eso no es así, y los demócratas debemos saber que no es así.
Entonces, la lucha contra la pobreza es un movimiento básico, porque necesitamos que no haya pobres, necesitamos que esas personas trabajen con nosotros en el establecimiento de una verdadera democracia. De modo que luchar contra la pobreza, contra la miseria, no es una muestra de altruismo o de generosidad, sino una muestra de comprensión de lo que significa la palabra democracia y, al mismo tiempo, una lucha por la democracia, dado que la ignorancia bloquea la posibilidad de utilizar la democracia.

Sobre los ignorantes hay una expresión que utiliza John Kenneth Galbraith en uno de sus últimos libros: “Todas las democracias contemporáneas viven bajo el temor permanente a la influencia de los ignorantes”. Porque si los ignorantes son más, como también tienen voto, van a influir, y lo van a hacer en apoyo de la demagogia, en apoyo de las medidas que resuelven menos cosas, es decir, van a bloquear las medidas que implican cierto sacrificio y que sí resuelven cosas.

La ignorancia a la que se refiere Galbraith, y refiero yo aquí, no es la de quien no sabe de física nuclear o no sabe citar en el mapa Tegucigalpa, porque todos somos más ignorantes en ese sentido que conocedores –y para eso están Internet y Google, que tienen todos los datos que queremos sobre todas las cosas–; la ignorancia a la que nos referimos es la de quien no sabe expresar de manera inteligible sus demandas sociales a los demás; la de quien no puede comprender las demandas sociales que le hacen otros; la de quien no puede entender un texto que vaya más allá de la página deportiva del periódico; la de quien no es capaz de comprender la argumentación que se le está exponiendo, la de quien es incapaz de persuadir y de ser persuadido.

En un mundo en el que hay ignorantes que no pueden persuadir y no pueden ser persuadidos porque están bloqueados por su ignorancia, la democracia no puede funcionar. De ahí la importancia de la educación. Yo no digo que la educación resuelva todos los problemas; evidentemente hay asuntos de otras dimensiones, sociales, etcétera. Pero creo que la educación es parte de la solución de todos los problemas. No hay problema que se pueda solucionar en el cual no haya una parte de educación, una parte de la necesidad de educar, y de ahí el hecho de que algunos que no podemos apoyar en otras medidas porque no sabemos, intentemos ayudar con la educación. Yo he intentado eso en España. Desde luego he intentado eso en mi tierra, en el País Vasco, a veces con ciertas incomodidades. He intentado eso también en España desde la época juvenil.
Por cierto, en este periodo tuve la suerte de recibir, después de publicar el segundo de mis libros, La filosofía tachada –escrito todavía en la época del franquismo, cuando tenía la increíble edad de 26 años, increíble para mí que me parece imposible–, una carta de Octavio Paz. Yo mencionaba en mi libro El arco y la lira, que es un libro que siempre me ha gustado mucho –elaboré algunas reflexiones sobre El arco y la lira–, y alguien se lo había hecho llegar a Octavio Paz que, como todos sabemos, era omnívoro en cuanto a la lectura; lo había leído y tuvo la generosidad de escribirme a mí, un perfecto desconocido de 26 años, una carta cordial, inteligente, estimulante, etcétera.

Sin título, 2000.
No se imaginan ustedes lo que significó para mí esa carta, fue como si el Espíritu Santo me hubiera mandado un mail o algo por el estilo. De modo que realmente significó un estímulo, un apoyo extraordinario y el comienzo de lo que me atrevo a llamar una amistad de muchos años, por mi parte, por supuesto, llena de admiración y de agradecimiento, así como de conocimientos que me transmitió Octavio.

Pero decía que a partir de ahí, aparte de intentarlo en España, lo que he hecho en muchos países de América, y especialmente en México, ha sido transmitir este apoyo, al menos educativo, a la extensión de la democracia. Creo que América Latina necesita buenos líderes democráticos, no necesita caudillos. Éstos están bien para los lugares donde predomina la miseria y la ignorancia, pero hay que salir de la miseria y la ignorancia para merecer líderes políticos responsables, atentos a la legalidad, capaces de una responsabilidad social, y no simplemente caudillos que fastidien y que no resuelvan los problemas, como tantos que ha habido a lo largo del tiempo.

De éste al próximo diciembre, es decir, de aquí a un año, creo que 11 países de América van a elegir otros dirigentes, a cambiar de gobierno, y todas esas elecciones son importantes y van a poner sobre la mesa muchos temas.
Naturalmente, una elección política no resuelve los problemas de un país, pero es un primer paso. Creo que es muy importante que todos los demócratas de cada uno de esas naciones sean conscientes de su responsabilidad, de la importancia de cada una de las decisiones, de la necesidad de examinar y hacer también propuestas a los candidatos, porque estamos demasiado acostumbrados a que sean ellos los que proponen cosas a la población. Debería ser la población la que propusiera las cosas que quiere y necesita a los candidatos, en vez de pensar en que unos somos de este candidato y otros de otro. Vamos a hacer nuestras propuestas y hacer que aquél se comprometa de una manera más efectiva con las propuestas que nosotros consideremos importantes y necesarias.
 


Sin título, 2000.

En fin, creo que la reflexión, la educación y eso que llaman Filosofía –que no es más que el intentar darnos cuenta y dar cuenta a los demás de lo que significa la vida– tiene que ver con el desarrollo de los países y de la democracia; no solamente la productividad o la maximización de beneficios. A eso me he dedicado en muchos países, particularmente en México, y quizá de esa forma he logrado devolver un poco de lo mucho y de lo muy entrañable que este país me ha dado. En cualquier caso, ahora debo agradecer un nuevo servicio que México me hace, una nueva distinción, un nuevo honor, una nueva muestra de generosidad, y lo único que puedo hacer es prometer que intentaré seguir siendo digno de ella, a su lado y con ustedes.

Muchas gracias.