El
gran gesto
Llegué a gozar de cierta fama como médico entre
los aparceros de la granja; hasta de Limoru o de Kijabe acudían
los pacientes a mi consulta. Al comienzo de mi carrera había
practicado algunas curas con una suerte prodigiosa, y esto había
hecho que mi nombre se extendiera por las manyattas. Posteriormente
llegué a cometer grandes errores, que me afligen cada vez
que los recuerdo, pero mi prestigio no pareció salir menoscabado
e incluso a veces llegué a pensar que la gente me tenía
ley precisamente por no ser yo infalible. Este rasgo es también
característico de los africanos en otras de sus relaciones
con los europeos.
Mi hora de consulta oscilaba aproximadamente entre las nueve y
las diez y tenía lugar en la terraza empedrada al este
de mi casa.
La mayor parte de los días mis actividades se reducían
a llevar en el coche a los enfermos al hospital de Nairobi o al
de la Misión escocesa en el territorio kikuyu, ambos buenos.
Siempre había algún caso de peste en un lugar u
otro del distrito; entonces debíamos llevar a los pacientes
al hospital de lucha contra la peste, en Nairobi, de lo contrario
la granja era puesta en cuarentena. A mí la peste no me
daba miedo, pues sabía que de esa enfermedad lo mismo puede
uno morirse que levantarse tan sano como antes y porque, además,
consideraba noble morir de una enfermedad a la que papas y reinas
habían sucumbido. También se daban casos de viruela
casi constantemente, y al mirar aquellas caras jóvenes
y viejas en torno mío marcadas de agujeritos, como dedales,
para el resto de sus vidas, no podía menos de sentir escalofríos;
pero las disposiciones del Gobierno nos tenían sometidos
a frecuentes inoculaciones antivariólicas. En cuanto a
otras enfermedades como la meningitis o las fiebres tifoideas,
jamás me pasó por la cabeza el más leve temor
de contagio, por mucho que llevara a los enfermos a Nairobi en
el coche o tratara de curarlos en la granja: puede que a mí
la fe obedeciera a un instinto, puede que fuera ya en sí
una especie de protección. El primer sais que tuve en la
granja, Malindi gran hombre con caballos, por más
que fuera enano, llegó a morir de meningitis prácticamente
en mis brazos.
La mayoría de los casos que se me presentaban consistían
en accidentes de importancia secundaria acaecidos en la exploración:
huesos rotos, cortes, magullamientos, quemaduras, o bien enfriamientos,
enfermedades de los niños y afecciones a la vista. Al principio
apenas si sabía lo más elemental de lo que se suele
enseñar en un curso de enfermeras. La destreza que fui
adquiriendo se debió sobre todo a experiencias hechas con
mis pacientes, pues la vocación de médico es desmoralizadora.
Llegué incluso a entablillar un brazo fracturado o un tobillo
sin otra guía en toda la operación que el propio
paciente, que pudiendo probablemente hacerse la cura él
mismo, se complacía en hacérmela hacer a mí.
Varias veces me incitó la ambición a acometer empresas
de las que luego debía desistir. Siempre deseaba administrar
Salvarsán a mis pacientes, pues en aquellos días
esta medicina era relativamente reciente y se administraba en
grandes dosis, pero aunque siempre tuve el pulso firme para las
armas de fuego, me ponía a temblar en presencia de la jeringa
para inyecciones intravenosas. A la disentería la podía
mantener, por lo común, a raya con pequeñas y frecuentes
dosis de sal de la Higuera, y al paludismo con quinina. Sin embargo,
en un caso de paludismo estuve a punto de cometer un asesinato.
Un día, a comienzos de las grandes lluvias, Berkeley Cole,
que venía del interior del país, pasó por
la granja camino de Nairobi. Unos minutos más tarde apareció
Juma para decir que fuera aguardaba un viejo jefe masai con su
séquito, el cual venía a pedir algún medicamento
para un hijo suyo que había caído enfermo de paludismo,
a juzgar por los síntomas que describía.
Los masais eran vecinos míos: sólo tenía
que cruzar el río que formaba la linde de mi granja para
encontrarme en la Reserva. Pero no siempre permanecían
allá los masais. Solían viajar con sus grandes rebaños
de ganado vacuno de una a otra parte de la zona herbosa de una
extensión aproximada a la de Irlanda, según las
lluvias y el estado de pastos. Cada vez que volvían a las
proximidades de mis posesiones y plantaban sus tiendas de cuero
de vaca para quedarse algún tiempo, me notificaban y yo
iba entonces a hacerles una visita.
De haberme encontrado sola aquella tarde, habría salido
para hablar del caso con el viejo jefe, darle la quinina y pedirle
noticias de los masais. Pero Berkeley, que con uno o dos tragos
se había repuesto de su viaje abrasador, estaba tan delicioso
y deslumbrante haciéndome el relato de sus viejos recuerdos
irlandeses, que decidí continuar a su lado y no interrumpirle.
Le di las llaves del botiquín a Kamante, que en su calidad
de diestro enfermero a mis órdenes había administrado
quinina cien veces a nuestros pacientes, y le dije que le entregara
las tabletas al padre del enfermo y le explicara que debía
darle al muchacho dos por la noche y seis en el transcurso del
siguiente día. Pero después de cenar, estando sentada
con Berkeley junto a la chimenea escuchando los discos de Petruchka
que me acababan de llegar de Europa, volvió Juma a hacer
su aparición en la puerta con su largo kansu blanco como
un espectro ominoso para comunicarme que el viejo masai había
vuelto, acompañado de algunos de sus hombres. Por lo visto,
su hijo, una vez tomada la medicina, se había puesto malísimo
con terribles dolores de estómago. Hice entrar al jefe
masai y vi que se trataba de un viejo conocido. También
conocía a su hijo, por supuesto; éste se llamaba
Sandoa, como el gran jefe masai. Dos años atrás
habían sido Morani y él quienes me enseñaron
el manejo del arco y las flechas. Cayendo en la cuenta de que
ni el más inteligente de los indígenas se halla
completamente a salvo de los más inexplicables accesos
de idiotez, hice despertar a Kamante y le mandé que me
enseñara la caja de donde había sacado la quinina.
Era lisol.
Berkeley dijo: «Vamos para allá en seguida».
Pero estaba lloviendo a cántaros; la carretera del puente
de Mbagathi estaba intransitable, por lo que era inútil
intentar ir en coche; no quedaba sino atajar a pie por el río.
Cogí el bicarbonato y el aceite que siempre usaba para
los casos de envenenamiento por substancias corrosivas y nos hicimos
acompañar de dos muchachos con linternas de temporal. Los
masais también traían linternas. La bajada hacia
el río por los altos matorrales y las largas hierbas mojadas
era pendiente y pedregosa, pero los masais sabían de un
camino mejor que el que yo utilizaba con el caballo, y así
que llegamos al río, que venía muy crecido con la
lluvia, me pasaron en sus brazos.
Nadie había hablado por el camino. Así que, ya al
otro lado del río, subiendo por la larga ladera de la Reserva
masai, le dije a Berkeley: «si Sandoa ha muerto ya cuando
lleguemos allá, no pienso regresar a la granja. Me quedaré
con los masais, suponiendo que ellos quieran». Berkeley
no respondió una palabra, pero al cabo de unos instantes
me soltó inopinadamente una palabrota de lo más
violento. En ese momento acababa de poner el pie encima de la
larga columna de una formacion de siafu, las temidísimas
hormigas carnívoras del África, capaces de devorar
a un hombre vivo. En la perrera, por la noche, mis perros, al
sentirse atacados por las siafu, se ponían a aullar lastimosamente
en su agonía hasta que alguien acudía en su auxilio.
A mi amiga Ingrid Lindstrom, de Njoro, estas asesinas le devoraron
una vez toda su manada de pavos. Salen sobre todo por la noche
y en la estación de las lluvias. Si uno se ve atacado por
las siafu, no queda otro recurso que despojarse de las ropas y
hacer que la persona más próxima le arranque los
insectos de la carne. Al volverme para ver qué le pasaba
a Berkeley, lo vi en medio de la infinita noche negra del África
y de la llanura masai, con los calzones caídos, dando pisotones
como si estuviera chapoteando, mientras que un toto le alumbraba
con una linterna de temporal y otro le iba quitando las voraces
y feroces bestezuelas de aquellas piernas de extraña blancura.
Cuando llegamos a la manyatta de los masais hallamos a Sandoa
todavía con vida. Por un golpe de suerte, o acaso por una
especie de intuición, no había tomado más
que una tableta del medicamento de Kamante
También
cabía dentro de lo posible que los intestinos de los morani
masais fueran más duros que los del resto de los humanos.
Le administré el bicarbonato y el aceite, convencida de
que debería arrodillarme en acción de gracias, y
pude comprobar que mejoraba a ojos vistas antes de que Berkeley
y yo emprendiéramos el regreso con las luces grises del
alba.
Las picaduras de serpiente eran frecuentes, pero aunque se me
murieron por ello bueyes y perros, jamas se me murió un
ser humano. La cobra escupidora causaba dolor y grandes molestias.
No puedo borrar de mis ojos la imagen de la vieja mujer de un
aparcero que se acercaba a tropezones a la casa, quejándose
y ciega porque una bicha le había escupido en la cara,
estando ella cortando leña en la selva; la debía
de haber sorprendido con la boca abierta, porque la lengua y las
encías se le habían hinchado horriblemente y aparecían
ahora de un violáceo mortecino. Pero el efecto del veneno
pudo ser contrarrestado con aceite y bicarbonato y desapareció
al cabo de un tiempo.
La moda el afán de ser comme il faut se hizo
sentir en las enfermedades de la granja igual que en otros aspectos
de la vida de los indígenas. Hubo una época en que
lo chic era venir a casa en busca de medicina contra las lombrices.
Nunca llegué a probar el brebaje, que ya en la botella
tenía un repelente aspecto de cieno verde, pero viejos
y jóvenes tenían a gala el beberlo. Por fin hube
de advertir a mis pacientes de mi falta de fe en su necesidad
de tomar medicamento contra las lombrices y que si pretendían
seguir tomándolo como aperitivo iban a tener que comprárselo
de entonces en adelante; de esta manera puse fin a tan curiosa
especie de dandismo. Dos años más tarde se me presentó
en la casa un aparcero viejísimo y me pidió que
le diera «la medicina verde». Su mujer, según
me dijo, tenía una nyoka palabra que en realidad
significa serpiente en el estómago, y por las noches
se ponía la bicha a bramar de tal modo que no los dejaba
dormir a ninguno de los dos. Tal como estaba en el umbral presentaba
un aspecto démodé, de póstumo seguidor de
una moda del pasado.
Mis pacientes y yo colaborábamos y nos entendíamos
perfectamente. Denys mantenía que el talento de mi vida
consistia en tener un «salón» como los de Madame
du Deffand o Mademoiselle de Lespinasse, y que no de otro modo
podía calificarse mi trato con los nativos. No digo que
se equivocara; es más, diré que el lugar ideal de
reunión de dos razas distintas es el «salón»
y que su espíritu debe inspirar nuestras mutuas relaciones.
Sólo una sombra se cernía sobre la terraza: la del
hospital. En el curso de mis primeros años en África,
hasta el final de la primera Guerra Mundial, la sombra fue leve
como la de los árboles en primavera; después se
hizo más grande y oscura.
Durante algunos de los años que pasé en la granja
ostenté el cargo de fermier général en el
territorio; es decir: con objeto de ahorrar dificultades al Gobierno,
yo me encargaba de recaudar los impuestos de mis aparceros, enviando
luego a Nairobi la suma total. En este cometido tuve que escuchar
muchas veces a los kikuyus quejarse de que se les hiciera soltar
dinero para cosas que no les hacían la menor falta, tales
como carreteras, ferrocarriles, alumbrado público, policía
y hospitales.
Yo quería comprenderlos y saber hasta dónde llegaba
su oposición contra el hospital y a qué era debida,
pero no era esto cosa fácil: no me decían una palabra,
no contestaban a mis preguntas, como si estuvieran muertos ante
mis ojos, según la costumbre africana. Hay que esperar
y tener paciencia hasta que se presenta el momento propicio de
capturar a estos tímidos pájaros oscuros.
Fue a Sirunga al que le tocó darme alguna información
con uno de sus leves movimientos de azogue.
Sirunga era uno de los numerosos nietos de Kaninu, mi gran aparcero,
pero su padre era masai. Su madre había sido una de las
lindas muchachas que Kaninu vendió al otro lado del río,
pero que había vuelto al fin con su hijo a la tierra de
su padre. Era una criatura pequeña y frágil con
una gracia pronta, salvaje y fugitiva en todos sus movimientos
y una imaginación del mismo estilo, loca e inconsciente,
tal como no había visto en otro niño indígena
y que acaso se debiera a la mezcla de sangres. Los demás
muchachos se apartaban de Sirunga, le llamaban «Sheitani»
el Diablo, cosa que al principío me daba risa
pues por mucha maldad que tuviera, Sirunga no podía
ser más que un diablo pequeño, hasta que me
fui dando cuenta de que, a los ojos de los muchachos, estaba poseído
por el diablo, circunstancia que su misma pequeñez hacía
aún más trágica. Sirunga padecía de
epilepsia. No lo sabía yo hasta que tuve ocasión
de verlo en un ataque. Estaba echada en el césped delante
de la casa charlando con él y con otros totos cuando se
levantó de súbito y anunció: «Na taka
kufa» «Me estoy muriendo», o literalmente
«Quiero morir», que es como se dice en suahili.
El rostro se le quedó inmóvil, la boca con un rictus
de dolor. Los muchachos que lo rodeaban salieron de estampía
en todas direcciones. Cuando por fin le vino el ataque, fue algo
horrible: se puso rígido y comenzó a echar espuma
por la boca. Lo sujeté con mis brazos; nunca había
presenciado un ataque epiléptico y no sabía qué
hacer. El asombro de Sirunga al volver en sí y verse en
mis brazos fue profundísimo; estaba acostumbrado a ver
cómo todo el mundo echaba a correr cada vez que le daba
el ataque y sus oscuros ojos me miraban con una expresión
casi hostil. No obstante, no consintió desde entonces en
apartarse de mi lado: ya en otro lugar he escrito que Sirunga
ostentaba un cargo de bufón ingenioso y que me seguía
a todas partes como una pequeña y revoltosa sombra negra.
Sus caprichos y fantasías, absolutamente sin pies ni cabeza,
formaban una gran confusión y confundían al que
le prestaba oídos. En una época de epidemia en la
granja, me explicó Sirunga que una vez, hacía mucho,
mucho, mucho tiempo, todo el mundo había estado muy enfermo.
«Eso fue, Msabu, cuando el Sol estaba preñado de
la Luna iba por ahí con la Luna en el estómago,
pero así que la Luna le saltó fuera y nació,
todos volvieron a ponerse buenos.» Yo no podía hallar
la relacion entre su fantasía y los hospitales, en los
que no se conseguía este tipo de curación universal.
Fueron las palabras «hacía mucho, mucho, mucho tiempo»
las que me dieron la clave.
En los tiempos en que los indígenas de las tierras altas
tenían libertad de morir como les viniera en gana, seguían
los usos habituales de sus padres y madres. Cuando un kikuyu caía
enfermo, su gente lo sacaba al exterior en su camastro hecho de
palos y pieles, ya que si moría dentro de la choza, ésta
no podría volver a ser habitada y había que quemarla.
Fuera, bajo los altos flecos de los árboles, la familia
se sentaba alrededor suyo y le daba compañía, acudían
los aparceros amigos con noticias y murmuraciones de la granja
y al llegar la noche rodeaban el lecho de pequeñas hogueras.
Si el enfermo mejoraba lo volvían a meter en la choza;
si moría lo llevaban a la llanura, al otro lado del río,
y allí lo abandonaban para que los buitres, los chacales
y los leones de las colinas le sacaran brillo a los huesos.
A mí personalmente me parecía muy bien esta práctica
indígena y di órdenes a Farah que mostraba
por ella gran aversión, ya que los mahometanos tapian las
tumbas de sus muertos y les tributan solemnes funerales
que si yo moría en la granja, me hiciera pasar el río
igual que mis viejos aparceros. Se ponían de manifiesto
tantas cualidades auténticas de las tierras altas en aquel
castrum doloris bajo el inmenso firmamento, con sus salvajes,
libre y voraces enterradores: drama silencioso, una especie de
silenciosa diversión, cuyo personaje principal sería
al cabo de uno o dos días una nobleza sonriente y silenciosa.
Un silencioso y universal espíritu de consentimiento.
El Gobierno prohibió y puso fin a las prácticas
funearias de los viejos tiempos y los nativos hubieron de someterse
de mala gana. El gobierno y las misiones emprendieron entonces
la construcción de hospitales y, en vista de la resistencia
de los nativos a entrar en ellos, expresaron su sorpresa y su
indignación y tacharon a éstos de ingratos, supersticiosos
y cobardes.
A pesar de todo, los africanos les tenían al dolor y a
la muerte menos miedo del que nosotros les tenemos, la vida les
había enseñado la incertidumbre de todas las cosas;
estaban siempre dispuestos a correr el riesgo que fuera. Un viejo
con dolor de cabeza me preguntó una vez si no podría
cortársela, extraerle el mal que había dentro y
volverla a colocar en su sitio, y si yo hubise dicho que sí,
con seguridad que me hubiera permitido hacer con él el
experimento. Eran otras cosas nuestras las que causaban su irritación.
Nuestra civilización se les presentaba a trozos, como piezas
incoherentes de un mecanismo que jamás habían visto
actuar y cuyo funcionamiento eran incapaces de imaginarse. Para
ellos no habíamos hecho sino transformar el rito en ruina.
Lo que más habían llegado a temer en nosotros era
el aburrimiento; por eso al ser llevados a un hospital sentían,
por supuesto, que se les internaba allí para que se murieran
de aburrimiento.
Estaban además muy arraigados en su naturaleza, sus raíces
ahondaban en la tierra, se alargaban hasta el pasado y, como todas
las raíces, pedían oscuridad. Cuando, con su mente
pequeña y confusa de kikuyu-masai, Sirunga me diera una
pequeña clave deformada, la referencia a un pasado «hacía
mucho, mucho, mucho tiempo», un milenario pasado africano,
la apliqué a mi sistema de ideas. Hube de reflexionar entonces
que nosotros los blancos sufríamos un error cuando en nuestro
trato con los pueblos del viejo continente olvidábamos
o ignorábamos su pasado o renunciábamos a admitir
su existencia anteriormente a nuestra llegada. Con toda idea habíamos
despojado de dimensión la imagen que de ellos teníamos,
con lo cual la dejábamos deformarse a nuestros ojos y perder
sus contornos naturales de dignidad y armonía; de este
error visual derivaban hondas y tristes discrepancias recíprocas.
Vi esta opinión confirmada posteriormente al observar el
hecho de que los blancos para quienes el pasado era aún
una realidad viva gentes en cuya memoria todavía
alentaba el pasado de su país, su nombre y su sangre,
se llevaban mucho mejor con los africanos y convivían con
ellos más de cerca, que otros para quienes el mundo había
sido creado la víspera o el día en que tuvieron
por primera vez un coche.
Los seres de piel oscura, pues, al advertir la proximidad del
listo médico de Volaia experimentaban la misma clase de
angustia que es de imaginar experimente un árbol al advertir
la proximidad de un celoso guardabosque que viene a sacarle las
raíces para examinárselas. Les producían
unas náuseas mortales e instintivas los reconocimientos
médicos en los hospitales, y lo mismo les pasaba con el
kipanda, el pasaporte con el nombre y datos del titular que años
más tarde hizo obligatorio el Gobierno para todos los indígenas
de las tierras altas.
«Nosotras, las naciones de Europa pensaba yo,
que no tememos iluminar nuestros más recónditos
mecanismos, estamos deslumbrando aquí con los focos de
nuestra civilización estos ojos oscuros, bien puestos como
los ojos de las palomas junto a las aguas (Salomón, V,
12) y esencialmente distintos de los nuestros. Si continuamos
por mucho tiempo deslumbrando y cegando de este modo a los africanos,
puede que al final suscitemos en ellos una añoranza por
las tinieblas, que los arrastrará a los desfiladeros de
sus propias montañas desconocidas y de sus propias mentes
ignotas.
»Podemos, si así lo preferimos, desear la llegada
del día en que los hayamos convencido de que es una empresa
grata y meritoria el arrojar luz sobre todo un continente. Mas
para ello les serán precisos otros ojos, los mismos que
ya poseen los inteligentes, prácticos y viles suahilis
del litoral.»
Todas estas circunstancias daban ocasión a que me viera
de vez en cuando sin trabajo como médico y a que mi consulta
permaneciera vacía.
Esto solía suceder después de haber llevado a un
paciente al hospital. Pero también podía ser originado,
de modo imprevisto, por razones desconocidas para mí e
imposibles de conocer en absoluto, lo mismo que los descansos
repentinos que de pronto se toman los trabajadores en el campo.
Luego, al cabo de una semana, me traían a lo mejor un paciente
o dos con fiebre alta o con un miembro roto, demasiado enfermos
ya para un tratamiento eficaz. Tenía la impresión
de que me estaban tomando el pelo y perdía la paciencia
con ellos. Les hablaba entonces sin piedad:
«¿Por qué tenéis que esperar a venir
a mí con vuestros brazos y piernas rotos hasta que estén
gangrenados? Luego, al llevaros a Nairobi, el hedor me da náuseas
¿O con un ojo ulcerado hasta que el globo se haya encogido
y consumido para que no pueda curarlo ni el médico más
listo de todo Volaia? La vieja gorda Msabu, enfermera del hospital
de Nairobi, se pondrá otra vez furiosa conmigo y me dirá
que me da igual que se muera o no la gente de mi granja
Ahora, que en lo sucesivo va a tener razón. Sois más
testarudos que vuestras cabras y vuestras borregas, y estoy harta
de trabajar para vosotros y desde ahora en adelante les pondré
vendajes y les daré medicamentos a vuestras cabras y a
vuestras borregas y os dejaré que seáis cojos y
tuertos, que es lo que os gusta.»
Después de esto se quedaban un rato sin pronunciar palabra,
y por fin, con voz dolida, me hacían saber que en lo sucesivo
vendrían a mí con sus lesiones a tiempo, si, por
mi parte, les prometía no llevarlos al hospital.
En los últimos meses que pasé en la granja, cuando
ya se me iba dando poco a poco a entender que mi batalla de tantos
años estaba perdida y que habría de renunciar a
mi vida en África y regresar a Europa, vino a mi consulta
un niñito de seis o siete años llamado Wawerru con
graves quemaduras en ambas piernas. Las quemaduras eran cosa frecuente
entre los kikuyus, ya que ponían un montón de brasas
en medio de la choza, se echaban a dormir alrededor y solía
ocurrir que en el transcurso de la noche las brasas resbalaran
y fueran a parar sobre los durmientes.
En medio de una existencia extraña e irreal, desconectada
del pasado y del futuro, los instantes que pasé asistiendo
a Wawerru fueron gratos para mí como la brisa sobre una
llanura abrasada. Los Padres franceses me habían regalado
un nuevo tipo de ungüento para las quemaduras, recién
llegado de Francia. Wawerru era un muchacho endeble, de ojos rasgados,
hijo menor y mimado de su familia hasta el punto de creer que
todos le tenían que dar gusto; bien él o sus hermanos
mayores que lo habían traído a casa se las habían
arreglado para que les entrara en la cabeza que el tratamiento
tenía que ser cada tres días, con lo que las llagas
se le iban sanando. Kamante sabía muy bien, como practicante
mío que era, cuánta satisfacción me proporcionaba
aquella tarea; cada tres días buscaba con sus ojos de lince
al pequeño grupo entre los pacientes de la terraza, y una
vez que dejaron de venir, se tomó la molestia de bajar
a la manyatta de Wawerru para recordar a la familia sus deberes.
De pronto, Wawerru dejó de aparecer, se esfumó de
mi existencia. Pregunté por él a otro toto. «Sejui»
no sé, me respondió. Días más
tarde bajé a la manyatta seguida de mis perros.
La manyatta estaba situada al pie de una extensa ladera cubierta
de césped y se componía de gran número de
chozas, pues el padre de Wawerru tenía varias mujeres,
cada una de las cuales vivía en su choza respectiva, en
tanto que él al modo de los kikuyus más ricos
tenía su propia choza en el centro, a la cual podía
retirarse del mundo femenino para meditar en paz; completaba el
poblado un suburbio irregular de grandes y pequeños graneros.
Al bajar la ladera pude ver al propio Wawerru sentado en la hierba,
jugando con otros totos. Uno de sus compañeros de juego
se dio cuenta de mí y se lo advirtió, y él,
sin pensarlo dos veces ni mirar siquiera salió corriendo
hacia el laberinto de chozas y desapareció ante mis ojos.
Como tenía aún muy débiles las piernas para
sostenerse, salió gateando a cuatro patas como un ratón,
con prodigiosa velocidad. Tanta ingratitud provocó en mí
un violento acceso de rabia. Puse a Rouge al galope corto para
darle alcance y en el preciso momento en que yo saltaba de la
silla y corría tras él, se escabulló dentro
de una choza, exactamente como un ratón en su agujero.
Rouge era un caballo juicioso, y si yo lo dejaba con las riendas
sueltas sobre el pescuezo, se quedaría quieto y me aguardaría.
En la mano tenía yo el latigo de montar.
Al pasar de la luz del Sol al interior de la choza, me hallé
casi a oscuras; dentro había unas cuantas figuras imprecisas,
hombres o mujeres. Wawerru, al darse cuenta de que estaba cazado,
se echó boca abajo sin decir una palabra. Entonces pude
ver que se había quitado los largos vendajes que tan cuidadosamente
le pusiera yo y que tenía todas las piernas untadas de
arriba abajo con una espesa capa de boñiga. En realidad
la boñiga no es un mal remedio contra las quemaduras, pues
se seca rápidamente y aísla del aire. Pero en aquel
momento, ver y oler aquello me produjo náuseas mortales
y por una especie de instinto de conservación empuñé
con fuerza el látigo.
Nunca hasta entonces se me había ocurrido establecer una
asociación mental entre mi éxito o mi fracaso en
la cura de las piernas de Wawerru y mi propio destino, o el destino
de la granja. Mientras estaba allí en la choza, acostumbrando
mis ojos a la penumbra, vi que ambos eran uno solo y que el mundo
en torno mío se entristecía infinitamente hasta
convertirse en un lugar sin esperanza. Me había aventurado
a creer que los esfuerzos míos lograrían derrotar
al destino, y ahora me daba cuenta de mi gran equivocación.
Me acababan de presentar un balance que probaba que todo lo que
yo emprendiera estaba destinado a fracasar. Mi cosecha iba a ser
boñiga. Recordé la vieja canción jacobita:
Se ha hecho ya lo que hacerse podía.
Y todo ha resultado en vano.
No dije una palabra ni pude emitir sonido alguno. Pero bajo mis
párpados se acumularon las lágrimas y no pude contenerlas.
En unos instantes sentí mi rostro bañado en llanto.
Es posible que permaneciera allí de pie mucho tiempo, en
el hondo silencio de la choza. Como había que poner fin
de algún modo a aquella situación di media vuelta
y salí, y era mi llanto tan copioso que por dos veces equivoqué
la salida. Fuera de la choza, hallé a Rouge aguardándome;
subí a la silla y me puse lentamente en camino. Apenas
había cabalgado unos diez metros, cuando me volví
para ver si mis perros me seguían. Vi entonces que un grupo
de gente había salido de la choza y me miraba. Otros diez
o veinte metros más adelante volví a pensar en la
cosa y no dejó de chocarme conducta tan poco corriente
por parte de mis aparceros. En general, a no ser que quisieran
algo y me lo pidieran a gritos como cuando los totos, surgiendo
de las altas hierbas, berreaban pidiendo azúcar o
que salieran a despedirme exclamando cordialmente: «¡Jambu,
Msabu!», me veían pasar sin hacerme demasiado caso.
Me volví para mirarlos de nuevo. Esta vez había
aún más gente en el césped, todos inmóviles,
siguiéndome con los ojos. Desde luego, toda la población
de la manyatta había salido para vernos a Rouge y a mí
desaparecer en la llanura. Entonces pensé: «Nunca
hasta ahora me habían visto llorar. Acaso nunca creyeron
que pudiera llorar un blanco. No debí haberlo hecho».
Los perros venían detrás de mí, una vez terminada
su investigación de los diversos olores de la manyatta
y de perseguir a las gallinas. Volvimos juntos a casa.
A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que Juma
entrara a correr las cortinas de mis ventanas, la intensidad del
silencio en torno mío me hizo notar que no lejos se había
agrupado una multitud. Ya anteriormente había pasado por
una experiencia semejante, de la que ya he escrito algo. Es una
cualidad de los africanos: dan a conocer su presencia por medios
que no son ni la vista ni el oído ni el olfato, de modo
que no puede uno decirse: «Los veo», «los oigo»
o «los huelo», sino: «Ahí están».
Los animales salvajes poseen esa misma cualidad, pero los domésticos
la han perdido. «Han llegado hasta aquí, entonces
reflexioné. ¿Qué me traerán?»
Me levanté y salí.
En la terraza había, en efecto, muchísima gente.
Yo los miraba en silencio y ellos, en silencio también,
me rodeaban. Estaba claro que si hubiera querido irme no me habrían
dejado. Había allí viejos hombres y mujeres, madres
con sus bebés a la espalda, moranis insolentes, recatadas
nditos y bulliciosos totos de ojos vivarachos.
Pasé la mirada de una a otra cara y me di cuenta de algo
en lo que nunca había pensado durante nuestra convivencia
cotidiana: que eran muy morenos, mucho más morenos que
yo. Poco a poco se fue estrechando el cerco.
Al verse frente a esta especie de muda y mortal decisión
por parte del africano, un europeo trata de hallar palabras con
que concretarla y darle expresión, de la misma manera que
en los cuentos de hadas el hombre que opone sus fuerzas al gigante
ha de averiguar el nombre de su adversario y encadenarlo a una
palabra para no verse perdido de una manera oscura y fabulosa.
Hubo un segundo en que mi mente enloquecida respondió a
la situación con una pregunta incongruente: «¿Tienen
intención de matarme?» Pero al instante di con la
fórmula adecuada. Las gentes de mi granja habían
venido para decirme: «Ha llegado la hora». «En
efecto, ha llegado asentí mentalmente. ¿Pero
la hora de qué?» Una vieja mujer fue la primera en
abrir la boca.
Todas las viejas de la granja eran buenas amigas mías.
Yo las veía con menos frecuencia que a los pequeños
e inquietos totos, que siempre estaban rondando por la casa, pero
ellas habían convenido en dar por supuesta la existencia
de una intimidad y una armonía especiales entre ellas y
yo, como si todas hubieran sido tías mías. Con los
años, las mujeres kikuyus se encogen y ennegrecen aún
más, y si se las compara con las nditos color canela, llenas
de savia, tersas lianas de la selva, ellas parecen trozos de cisco,
sin peso, disecadas del todo, con una especie de hosca jocosidad
en el fondo, productos refinados del hábil horno de carbón
de la existencia.
La vieja mujer de la terraza me presentaba su mano derecha cogiéndosela
con la izquierda, como si la fuera a regalar. Una quemadura escarlata
le cruzaba la muñeca. «Msabu sollozó
en mi cara, tengo la mano mala, mala. Necesita medicina.»
La quemadura era superficial.
Luego vino un viejo que se había dado con el hacha un corte
en la pierna; luego dos madres con niños calenturientos;
luego un morani con el labio partido y otro con un tobillo dislocado,
y una ndito con una contusión en el redondo seno. Ninguna
de las heridas era grave. Tuve incluso que examinar una colección
de astillas en la palma de la mano de uno que había trepado
a un árbol en busca de miel.
Poco a poco me fui haciendo cargo de la situación. Me di
cuenta de que la gente de mi granja, en un gran gesto colectivo,
había acordado traerme aquel día aquello que siempre
quise de ellos contra toda razón y contra la inclinación
de su naturaleza. Seguro que habrían estado buscando una
solución, aleccionándose mutuamente, discutiendo
la cosa: «La hemos estado tratando con demasiada dureza.
Está claro que no puede aguantar más. Ha llegado
la hora de ser indulgentes con ella».
No había manera de descartar con explicaciones el hecho
de habérseme puesto en ridículo. De todos modos,
se me ponía en ridículo con mucha generosidad.
Al cabo de uno o dos minutos no pude contener la risa. Ellos,
que espiaban mi rostro, al notar el cambio me imitaron. Una tras
otra, todas las caras a mi alrededor se animaban y rompían
a reír. En las caras desdentadas de las mujeres viejas
cien arrugas delicadas trocaban mejillas y mentón en una
radiante máscara barroca, pues ya no eran las cicatrices
de la guerra de la vida, sino las huellas de muchas risas.
El júbilo recorrió la terraza y se extendió
hasta sus bordes como las ondas de una mar rizada. Pocas cosas
en la vida hay tan gratas como sentirse rodeado de esta repentina
y clara pleamar de risas africanas.
Cuenta la leyenda que un galo
viendo el fiero y fogoso valor de su
[pueblo
abatido en su torno por la rígida
disciplina de las legiones romanas,
al cielo disparó su última
flecha altiva,
al dios que había adorado,
al dios que lo había traicionado.
Luego cayó con la frente hendida.
Con los huesos de los galos caídos
los campesinos alzan empalizadas
en torno de sus viñas hermosas
[y fructíferas.
Nadie tuvo tan noble enterramiento.
Traducción de Aquilino Duque