Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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El médico no se acostumbra
al dolor, sólo lo disimula: Ernestina Quijano

Edith Escalón

 

A principios del siglo xx, cuando doctor era un sustantivo exclusivamente masculino, cuando ser mujer era casi un impedimento para ser cualquier otra cosa que no fuera señora de la casa y cuando no había en las ciudades más de un hospital a la vez, Ernestina Quijano heredó de
su padre una vocación de servicio, el respeto y el interés por una carrera de grandes sacrificios y grandes
recompensas: la medicina.
Aunque han pasado más de 80 años desde que su familia dejó Yucatán para vivir en Xalapa, su memoria desborda recuerdos: anécdotas, nombres, fechas, detalles... desde los más sencillos hasta los más fundamentales los describe como si apenas hubieran ocurrido, como si ayer hubiera sido 1922. “Salimos de Yucatán porque a mi padre lo nombraron director del Hospital Militar de Xalapa. Antes era jefe de los Servicios Sanitarios de Yucatán y Campeche. Por eso toda mi familia se vino a esta ciudad”.
Por decisión propia escogió la profesión médica y en 1932 partió a la Ciudad de México para llevar a cabo sus estudios profesionales, los que logró culminar años más tarde gracias a su tenacidad y a los consejos de su padre, el doctor Leonardo Quijano, uno de los fundadores de la
Escuela de Enfermería de la uv.
Fue alumna de los más notables cirujanos del país, médica, catedrática, integrante de una generación brillante, fundamental para la medicina en nuestro país. Basta decir que nombres como Fernando Ocaranza, Ignacio Chávez, Gustavo Baz y Salvador Zubirán figuran en sus anécdotas de estudiante.

¿Siempre supo que se iba a dedicar a la medicina?
Pues no estaba muy decidida porque me llamaba la atención el área de leyes; en esa época había grandes jurisconsultos en México. De hecho hubo una joven, Pilar Moreno, que mató al asesino de su padre, y uno de los grandes tribunos la defendió y salió libre, ganó ese caso y muchos otros en jurado popular. Por eso me entusiasmaba tanto, porque daban todo un discurso frente a la multitud. Conocí también una gran oradora que hablaba en el parque Juárez; y en Yucatán, la hermana de Felipe Carrillo Puerto, que fue gobernador allá en 1918, también era gran lideresa, y había otras mujeres que daban discursos, que hablaban de la libertad de la mujer, porque entonces estábamos muy sojuzgadas, completamente discriminadas. Por ello me daban ganas de hablar, de pararme en una tribuna y salvar a alguna persona, pero la verdad es que me decidí por la medicina y, junto con mis mejores amigos, me fui hacia México, a la Universidad Nacional.

En ese tiempo no había muchas mujeres estudiando medicina.
¿Fue difícil ingresar?
Pues no precisamente. De hecho la preparatoria de Xalapa era, junto con el Instituto de Mérida, una institución de prestigio nacional; incluso a los egresados no nos hicieron examen de admisión, sólo tuvimos que llevar papeles y ya. El ingreso no fue complicado, y menos porque mis amigas también se fueron a Medicina, como Lucila Sánchez Rebolledo y Aurora Rubín, aunque no todos terminaron. Lo complicado vino después, cuando nos enfrentamos a situaciones difíciles precisamente porque éramos de las primeras mujeres que se atrevían a estudiar una carrera profesional.

¿Cuántas mujeres entraron en su generación?
Eran poquísimas en comparación con los hombres. Cuando yo entré a la facultad se decía que habíamos ingresado muchísimas mujeres y en realidad no llegábamos a 25, y sobre los hombres se dijo también que fue un número impresionante que nunca se había registrado:
“¡Cuatrocientos!”, decían todos asombrados. En realidad, de las muchachas terminamos pocas, a pesar de todo. Recuerdo mucho que en ese año (1932) eran tantos los solicitantes que hubo un grupo de muchachos ricos que se tuvieron que pagar sus propios maestros, porque como ya se habían llenado los cinco grupos que tenía la Universidad y no había más recursos, no tuvieron otra alternativa. Así eran las ganas que tenían de estudiar.

Entonces, ¿cuáles fueron esas complicaciones de las que habla?
Los maestros. Había algunos que no soportaban a las mujeres en la escuela. Entre ellos un maestro de Microbiología cuyo hijo era nuestro compañero de generación. Durante tres meses, por más que levantábamos la mano en su clase y por más que pedíamos atención, para él no existíamos; a pesar de que nos sentábamos en primera fila y en medio para que nos viera, no nos hacía caso, hasta que un día mi padre nos aconsejó que le preguntáramos por qué no nos tomaba en cuenta y eso hicimos.
Era tan puntual que llegaba antes de la hora, por lo que al dar la primera campanada en la iglesia de Santo Domingo (que estaba junto a la facultad) él ya estaba sentado esperando a que entráramos nosotros. En uno de esos momentos nos acercamos y le dijimos: “Maestro, hemos notado que a ninguna de las mujeres nos quiere preguntar. Estudiamos al igual que los muchachos, nos encanta la carrera y por eso estamos aquí. Nosotros desearíamos que usted nos tomara en cuenta para que vea que sí estudiamos”. Él no contestó nada, pero a los 20 días nos empezó a preguntar y por fortuna las cuatro estudiamos; así lo hizo durante 15 clases, preguntándonos día con día. Después de eso nos dejó en paz. De todas maneras no le gustaban las mujeres en la escuela.
En cambio, don Fernando Ocaranza, que fue mi maestro de fisiología en segundo año y en quinto año de la especialidad de corazón, sí nos trataba muy bien, como la mayoría de los profesores. De hecho, a los que no les gustaba tenernos ahí lo único que hacían era ignorarnos, pero ante nuestra insistencia trataban de ver si efectivamente estudiábamos. Creo que no era una situación generalizada, lo que pasa es que como eran los primeros años en que las mujeres estudiaban, no sé, todo era diferente, y apenas se empezaba a ver a la mujer como parte activa en los ámbitos profesionales.

Además de un buen consejero, su padre fue un gran maestro...
Sí, la verdad es que adoraba su profesión. Él era un magnífico médico y quería que alguno de mis hermanos lo fuera, pero el mayor desde el principio se negó y mi hermano Carlos, a pesar de que ingresó en la Escuela Médico Militar y posteriormente entró a la nacional, dijo que no quería seguir y lo dejó. Por eso, cuando yo comenté que quería estudiar Medicina, mi padre –después de la experiencia con mi hermano– pensaba: “Cómo va a estudiar, ella es una muchacha”. Además, eso no era común.
En aquel entonces se tenía la idea de que las mujeres debíamos estar en nuestra casa, además de que la separación familiar era algo inusual. Por ello, para poder irme a México, mis padres convinieron que mi madre se fuera conmigo los seis años. Ella me acompañó durante la carrera, a pesar de que mis padres nunca en la vida se habían separado, nunca. Claro que veníamos de vacaciones, pero fue duro para la familia separarse por mi causa, con tal de que yo pudiera estudiar. Yo sé que valió la pena. Mi padre murió en un accidente unos días antes de mi examen profesional,
pero sí alcanzó a ver mi
última calificación y supo que lo logré, que terminé la carrera. Por eso sé que para él también valió la pena.

Y después de egresar. ¿En dónde inició su trabajo?
Pues me comisionaron en Salubridad. Allí ofrecí mis seis meses de servicio social, pero como mi padre tenía una sala en el Hospital Civil –donde fue director en dos ocasiones–, me nombraron encargada de la Sala de Medicina de Mujeres, a pesar de que yo era pasante. Claro que contaba con la asesoría del doctor Antonio Sánchez Rebolledo, un gran amigo de la familia, pero a los seis meses de que me recibí me nombraron jefa de sala.
¿Cómo era la relación con los pacientes? ¿Cómo actuaban al ver a una mujer ejerciendo la medicina?
Era difícil porque no estaban acostumbrados. Recuerdo una vez que llegó una persona a consulta y cuando abrí la puerta me dijo: “¿Dónde está el doctor?”, “Soy yo” le dije. Y me contestó indignada: “¡Ay no!, está usted muy joven”. Se dio la media vuelta y se fue. Sí, fue difícil abrirse paso.

Pero usted era ginecóloga,
¿no ha sido siempre preferible una doctora, especialmente
en esa área?
Bueno, en ese entonces todavía no hacía la especialidad. Y claro, ahora las mujeres prefieren ir con una doctora, pero en aquel entonces no, porque no estaban acostumbradas. La gente de Xalapa es tan noble, tan generosa, que poco a poco empezaron a aceptarme. Ya después, a partir de 1940, empecé también a dar clases de Anatomía, Fisiología e Higiene.

En ese entonces no existía la Universidad Veracruzana como tal.
No, aún no. Sólo estaban la Escuela de Leyes y la Escuela de Enfermería (que existía desde 1929), de la que mi padre fue fundador. Mis clases las empecé en la preparatoria donde estudié, en la Juárez. Ya después tuve un cargo honorario en la Escuela de Enfermería y posteriormente me dieron nombramiento de una clase. En 1960 me nombraron directora de la escuela, que ya para entonces pertenecía a la uv. Ahí fue donde valoré la calidad humana de las enfermeras.

Y de los médicos... porque serlo implica también un profundo compromiso ético y moral.
¿No es así?
Bueno, yo considero que la carrera de Enfermería, en el sentido humanitario, es mucho más importante que la de médico. Nosotros los médicos, sobre todo los que hemos estado en hospitales, vemos a nuestros pacientes, tratamos de consolar a los que sufren, de atender lo mejor que podemos según nuestros conocimientos, nuestra capacidad y los elementos que tenemos para trabajar. Pero la enfermera es la que está junto al enfermo constantemente, es la que alisa la sábana para que no lastime el cuerpo herido, la que toma la temperatura, la presión, la que checa las reacciones, la que se ocupa realmente de cuidar al paciente. Puede parecer simple, pero no lo es para quien ha padecido el dolor alguna vez; bien lo sabe cada una de las muchachitas que ha pasado horas en vela al cuidado de alguien más. Para mí, el papel de la enfermera es el más valioso que hay en todas las profesiones, por su enorme sentido humanitario.

¿Pero todo médico o enfermera experimenta ese sentimiento alguna vez? ¿Es indispensable ese valor para ejercer la medicina?
Yo creo que sí. El sentido de afecto, de compasión, de cariño, de servicio es fundamental. Considero que el papel del médico, como el de la enfermera, es ayudar a sanar, pero cuando no se puede, uno debe tratar de dar consuelo al paciente, de que tenga una esperanza, de hacer que pueda sostenerse de alguien cuando sufre, y para eso sí es indispensable tener calidad humana. Eso me lo enseñó mi padre.
Además de los consejos y la enseñanza de grandes médicos, ¿qué la motivó para sobresalir en una época en que ser mujer era casi un impedimento para desarrollarse profesionalmente?
Es difícil saber. Si te refieres a un acontecimiento en particular... hubo una circunstancia en mi vida que me ayudó mucho y por la que creo que empecé a ganarme la confianza y el respeto de los colegas y de la gente. Como dije antes, fui amiga de las Sánchez Rebolledo, cuyo padre, Antonio Sánchez Rebolledo, médico y maestro en la Escuela de Enfermería, enfermó de una pulmonía gravísima. A pesar de que fue atendido por dos prestigiados médicos, Carlos Aceves y Manuel Lajud, sus hijas me llamaron,
pues para entonces el doctor ya estaba inconsciente y con un hipo constante.
Afortunadamente yo sabía que acababan de salvarle la vida al ministro Churchill, después de una pulmonía gravísima, con una nueva medicina que estaba en estudio, por lo que solicité a la familia que la consiguieran, aunque aún no estaba en venta. Inmediatamente, los doctores que lo atendían me dijeron que ellos no se hacían responsables y que no estaban de acuerdo en experimentar, pero estaba decidido y yo me quedé en su lugar. En ese momento pensé que estaba jugando mi posición en Xalapa, porque si el doctor Sánchez Rebolledo se hubiera muerto después de mi tratamiento, la gente hubiera pensado que yo lo había matado y, por tanto, me hubieran cerrado las puertas en mi propia ciudad.
Finalmente enviaron un frasquito de 300 000 unidades de la nueva medicina: la penicilina. Claro, ahora es muy común, pero en esos años experimentar con ella era muy arriesgado y además estaba muy controlada; de hecho, de Salubridad nos pidieron que mandáramos informes detallados de cada uno de los signos vitales del paciente minuto por minuto y una serie de formularios que teníamos que enviar a México todos los días. Luego de suministrarle la famosa penicilina, don Antonio empezó a recobrar el conocimiento y afortunadamente se salvó.
Después de eso me gané el reconocimiento de los doctores, quienes además de decirme personalmente cuán importante había sido mi trabajo para que se recuperara el doctor, hablaban en público sobre el valor que había tenido en ese caso. También los pacientes empezaron a tener más confianza en mí. Eso me motivó mucho para seguir adelante y
me ayudó para que la gente
confiara en mí.

Dijo antes que había mujeres hablando de la opresión femenina desde que usted era muy joven. ¿Alguna vez experimentó
discriminación sexual?
En la Escuela de Enfermería, a pesar de que ya era 1960. Fue cuando Gonzalo Aguirre Beltrán era rector y me nombraron directora de la escuela. Un día, mi secretaria, que conocía todos los manejos de mis documentos, me preguntó por qué me pagaban 500 pesos si el director anterior ganaba mil. Entonces fui a ver al rector, le pregunté la razón y me dijo que no me preocupara, que pronto mi salario se iba a igualar al anterior. Así esperé y a los nueve meses me subieron el salario.
También tuve otras dificultades ya como docente. Por ejemplo, en un momento yo propuse que se actualizara el programa de estudios de la Facultad de Enfermería, porque era muy antiguo para la década de los sesenta, pues estaba vigente desde 1929. Para entonces los avances en la medicina y en el campo de la enfermería eran muchos, y yo que estaba enterada porque constantemente asistía a congresos y viajaba a la Ciudad de México, propuse un nuevo plan que entendiera el papel de la enfermera no como un elemento accesorio, sino como un profesionista fundamental en la ciencia médica, pero no pude. Para buscar apoyo hasta le llamé al director de la Facultad de Medicina de Veracruz y nada, no conseguí nada; la mayoría de los maestros se opusieron rotundamente.
Tiempo después volví a intentarlo y, con muchos argumentos y una gran labor de convencimiento, lo logré, no por unanimidad pero la mayoría sí me apoyó. Como entonces era rector el doctor Fernando Salmerón Roiz y yo lo conocía bien, le escribí para decirle que ya se había aprobado mi propuesta y él me felicitó por mi empeño; en cuatro renglones, pero me contestó.
Quiero decir que, lejos de cualquier conflicto, yo valoro enormemente a la Escuela de Enfermería, porque ahí trabajó mi padre, porque ahí trabajé yo también, porque ahí enseñé y aprendí la importancia de servir, de ayudar. De ella tengo grandes recuerdos, por ejemplo de la primera generación de enfermeras, cuyas alumnas eran casi todas madres solteras, viudas o abandonadas; no obstante, terminaron sus estudios y empezaron su labor en diferentes lugares. Creo que ahí inició un gran legado, porque la actual Facultad de Enfermería guarda esos principios, y cada muchachita que entra y se prepara para ayudar al médico agudiza su sentido de la humanidad, sus valores éticos y su afán de servicio, además de aprender los conocimientos de la profesión.

¿Es mentira que los médicos se acostumbran al dolor?
Por supuesto. Yo vi a mi padre ejercer la medicina y verdaderamente les tomaba cariño a sus pacientes, y como antes durante años los mismos médicos trataban a toda la familia crecía un cariño mutuo. Eso de que uno se acostumbre al dolor es la más grande de las mentiras en esta profesión; al contrario, se agudizan los sentimientos, desde la alegría de salvar a un moribundo hasta el dolor y la impotencia de verlo morir. Lo único que uno aprende es a disimular, porque como doctores tenemos que tratar de consolar a la familia. Por esa razón el dolor y la impotencia se manifiestan después, a solas, cuando ya no tienes quse parecer fuerte, sino ser como eres y
desahogarte... El médico sufre también el dolor de sus pacientes.

¿Quiénes fueron sus maestros fundamentales?
Creo que todos en algún momento son fundamentales. Los míos fueron muchos y algunos de ellos muy famosos. En México, los hospitales, sanatorios, escuelas y salas tienen sus nombres. Recuerdo mucho a don Fernando Ocaranza, José Gómez Robleda, Tomás F. Iglesias, Dolores Rivero, Darío Fernández, Julián González Méndez, quienes nos despertaban el gusto por la cirugía; también pienso en Francisco Cuevas, Gustavo Baz, el doctor Zubirán, es decir, los que ahora se reconocen como los pioneros de la medicina en México.
Pero creo que entre todos, el que más me enseñó fue mi padre. Hay varias cosas que aún recuerdo vívidamente, como cuando me decía que el dinero que gana el médico es medio sangriento. La primera vez que lo dijo no lo tomé en cuenta, pero la segunda o tercera vez le pedí que me explicara a qué se refería y me contestó que desgraciadamente los médicos ganamos el dinero por el dolor ajeno, incluso a veces ni siquiera sabemos lo que un paciente tiene que hacer para pagar. Creo que mi padre fue el más fundamental de mis maestros. Tuve la fortuna de escucharlo y de aprender de él como médico, pero ante todo, como ser humano. Eso hace a esta profesión hermosa, que puedas estudiar toda una vida para poder, en el momento necesario, ayudar a los demás. Eso es lo que más valoro de mi profesión.