Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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De la adaptación teatral
de Réquiem por una monja

Albert Camus

 

El objetivo de este prólogo no es presentar a Faulkner ante el público francés. Malraux lo hizo con brillantez hace veinte años, y, gracias a él, Faulkner pudo conocer entre nosotros una gloria que su país todavía no le otorgaba. Tampoco se trata de ponderar el mérito de la traducción de M.-E. Coindreau. Los lectores franceses saben que la literatura estadounidense actual no tiene mejor ni más eficaz embajador entre nosotros. Imaginemos a Faulkner descubierto como Dostoievski por sus primeros adaptadores y tendremos una mejor idea del papel jugado por Coindreau. Un escritor sabe lo que debe a sus traductores cuando son de esta calidad. Dado que llevé a la escena Réquiem por una monja, sólo quiero hacer unos cuantas señalamientos a quienes se interesen en los problemas planteados por la adaptación teatral. La publicación de los dos textos permite hoy en día una comparación que quisiera facilitar.
Destacaré de entrada que la novela original, aunque haya sido dividida en actos, comporta, a la vez que escenas dialogadas, capítulos históricos y líricos sobre el origen de los edificios en que se desarrolla la acción propiamente dicha. Esos edificios son el Tribunal, el Capitolio, asiento del gobierno estatal, y la Prisión. Cada uno de ellos configura a la vez el pórtico de un acto y el lugar donde las escenas transcurren. Los diálogos del primer acto se sitúan en la sala de los jóvenes Stevens, pero se hicieron a la salida del tribunal y tienen que ver con la sentencia de muerte que ahí acaba de dictarse. La gran escena de la confesión de Temple Stevens, que constituye lo esencial del segundo acto, tiene lugar en el despacho del gobernador, en el Capitolio de Jackson. Finalmente, el encuentro entre Temple y la negra condenada, en el tercer acto, se lleva a cabo en la prisión. La intención de Faulkner es evidente: quiso que el drama de Stevens se atara y desatara en los templos por el hombre erigidos a una justicia dolorosa en cuyo origen humano Faulkner no cree. Desde ese punto de vista, el tribunal puede verse como un templo, el despacho del gobernador como un confesionario, y la prisión como un convento en el que la negra condenada a muerte se gana el perdón por su crimen y el de Temple Stevens. Para darle vida a esos edificios sagrados, Faulkner recurrió a evocaciones poéticas que hacen que los acontecimientos que abrigan hundan sus raíces en una espesura humana e histórica.
Cae de su peso que estos capítulos no podían utilizarse en el teatro, salvo en unos cuantos detalles. Renuncié a ellos, consciente de lo que perdía, pero resignado a confiar al decorador y a la puesta en escena el cuidado de hacer sentir, con discreción, el carácter religioso de los lugares donde la pieza se desarrolla. Las puras escenas dialogadas podían proporcionar, entonces, la materia para una acción dramática. El lector de este libro advertirá de inmediato que no podían retomarse tal cual; desde varios puntos de vista, siguen siendo escenas de novela. Aquí es donde se percibe, a manera de un ejemplo de primer orden, lo diferentes que pueden ser la vida dramática y la vida novelesca. La expresión concisa, la condensación, la alternancia de la tirandez y la explosión son las leyes de la primera; el libre desarrollo y cierta ensoñación son inseparables de la segunda. Había, pues, que redistribuir esos diálogos en el seno de una continuidad propiamente dramática que hiciera avanzar la acción sin dejar, en ningún momento, de suspenderla; que señalara la evolución de cada personaje y la llevara a su término; que esclareciera los móviles sin arrojarles una luz demasiado cruda, y que, en fin, congregara en la elevación final todos los temas iniciados u orquestados durante la acción. En la práctica, esto equivalía a dar cuerpo al prólogo del tribunal, a distribuir de otra manera las escenas del primer acto, a desarrollar el personaje de Gowan Stevens, a quien asigné una escena completa en casa del gobernador y a quien hice reaparecer en la última escena, y a llevar hasta el final la historia de las cartas del chantaje. Además, por razones de eficacia dramática, había que rehacer la escena del guardia de la prisión.
Levantada esta nueva estructura, quedaba por resolver el problema más difícil: el del lenguaje. No obstante todas las apariencias, el estilo de Faulkner lejos está de negarse a la transcripción dramática. Luego de haber leído su Réquiem…, yo mismo estaba seguro de que, a su manera, Faulkner había resuelto, aun sin pensar en ello, un problema muy difícil: el del lenguaje en la tragedia moderna. ¿Cómo hacer hablar a personajes que visten chaqueta un lenguaje lo suficientemente cotidiano como para hablarse en nuestros departamentos y lo suficientemente insólito como para seguir estando a la altura de un destino trágico? El estilo de Faulkner, con el aliento entrecortado, las frases interrumpidas, retomadas y prolongadas repetidamente; las incidencias, los paréntesis y las cascadas de oraciones subordinadas, nos proporciona un equivalente moderno, y en absoluto artificial, del parlamento trágico. Es un estilo que jadea, con el jadeo mismo del sufrimiento. Una espiral, interminablemente devanada, de palabras y frases, transporta a quien habla a los abismos de los sufrimientos amortajados en el pasado; a Temple Stevens, a los deliciosos infiernos del burdel de Memphis que quería olvidar, y a Nancy Mannigoe, al dolor ciego, asombrado, ignorante, que la volverá asesina y santa a la vez.
Había que conservar a cualquier costo estos efectos de estilo. Pero si este lenguaje jadeante, aglutinado, insistente, puede aportar algo nuevo al teatro sólo puedo hacerlo a través de su uso limitado. Sin ese lenguaje, seguramente la pieza sería menos trágica. Pero apostarlo todo a él llevaría a la destrucción de cualquier pieza al imprimirle el aire de monotonía que embargaría incluso al espectador mejor dispuesto, y que nos haría correr el riesgo de enviar la tragedia a los terrenos del melodrama que en todo momento bordea. Estaba obligado, entonces, a utilizar ese estilo y a neutralizarlo en el momento oportuno. No estoy seguro de haberlo logrado. En cualquier caso, lo que decidí fue que durante todas las escenas donde los personajes se negaran a soltarse, donde la acción se suspendiera en una especie de misterio evidente, durante todas las transiciones que sirvieran para llevar a un desarrollo, a exponer nuevos hechos o a cambiar el ritmo de la escena, en una palabra, en todo lo que el personaje no sufre directamente y, de esa manera, no sufre el actor, sino simplemente se pone a prueba y se actúa exteriormente, en todo ello decidí —repito— simplificar el lenguaje de Faulkner y hacerlo tan directo como pudiera, sólo agregando, en función de las necesidades de unidad y composición, unas cuantas llamadas, unos cuantos toques de estilo “jadeante”. En cambio, en todo lo concerniente al sufrimiento puro y llano, irreprimible, sobre todo en las confesiones de Temple y en las rebeliones de su marido, hice del estilo de Faulkner un pastiche en francés.
Una palabra más, que sin duda será del interés de quien, después de haber visto la última escena, en la que Nancy confiesa su fe, me ha preguntado si me convertí (adviértase que si tradujera y llevara a la escena una tragedia griega, nadie me preguntaría si creo en Zeus).1 En efecto, modifiqué considerablemente la última escena. En este libro se verá que está constituida sobre todo por grandes discursos de Nancy Mannigoe y de Gavin Stevens sobre la fe y sobre Cristo. Faulkner expone ahí su extraña religión, que desarrolló ampliamente en Una fábula, y que resulta menos extraña por su contenido que por los símbolos que propone. Nancy decide amar su sufrimiento y su propia muerte, como lo hicieron muchas grandes almas antes de ella, pero, según Faulkner, esto lo convierte en una santa, en la monja singular que repentinamente le confiere la dignidad del claustro a los burdeles y las prisiones donde vive. Había que conservar esta paradoja esencial. El resto, es decir los largos discursos edificantes, son libertades concedidas al novelista, si en verdad las tiene, pero vedadas al dramaturgo. Fue así como corté y limité esos discursos, sirviéndome de Temple, por lo contrario, para cuestionar la paradoja expuesta por Nancy y para destacarla mejor. Me acuso, pues, de haber abreviado el mensaje de Faulkner. Pero en este terreno sólo obedecí a necesidades dramáticas, y creo haber respetado la esencia del mensaje.

Traducción de José Luis Rivas y Agustín del Moral