Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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El desierto
Albert Camus

 

A Jean Grenier

Vivir, claro está, es un poco lo contrario de expresar. Si he de creer a los grandes maestros toscanos, es testimoniar tres veces: en el silencio, la llama y la inmovilidad.
Se necesita mucho tiempo para reconocer que a los personajes de sus cuadros se los encuentra uno todos los días en las calles de Florencia o de Pisa. Pero, del mismo modo, tampoco sabemos ver los auténticos rostros de quienes nos rodean. No miramos ya a nuestros contemporáneos, ávidos solamente de lo que en ellos sirve a nuestra orientación y norma nuestra conducta. Preferimos al rostro su poesía más vulgar. Pero Giotto o Piero della Francesca saben muy bien que la sensibilidad de un hombre no es nada. Y corazón, a decir verdad, tiene todo el mundo. Pero los grandes sentimientos simples y eternos en torno a los cuales gravita el amor de vivir: odio, amor, lágrimas y alegrías, crecen en la profundidad del hombre y modelan el rostro de su destino —como en el entierro del Giottino, el dolor en los dientes trabados de María—. En las inmensas maestà de las iglesias toscanas, veo muy claro una muchedumbre de ángeles con rostros calcados indefinidamente, pero en cada una de esas faces mudas y apasionadas, reconozco una soledad.
Se trata, en realidad, de lo pintoresco y lo episódico, de matices o de estar conmovido. Se trata, en verdad, de poesía. Lo que cuenta es la verdad. Y llamo verdad a todo lo que continúa. Hay una sutil enseñanza en pensar que, a este respecto, sólo los pintores pueden apaciguar nuestra hambre. Es que tienen el privilegio de hacerse los novelistas del cuerpo. Es que trabajan en esa materia magnífica y fútil que es el presente. Y el presente se representa siempre en un gesto. No pintan una sonrisa o un fugitivo pudor, nostalgia o espera, sino un rostro en su relieve de huesos y su calor de sangre. De esos rostros inmovilizados en líneas eternas desterraron para siempre la maldición del espíritu, a costa de la esperanza. Pues el cuerpo ignora la esperanza. Sólo conoce los latidos de su sangre. La eternidad que le es propia está hecha de indiferencia. Como esa Flagelación de Piero della Francesca, en la que, en un patio recién lavado, el Cristo martirizado y el verdugo de gruesos miembros dejan entrever en sus actitudes el mismo desprendimiento. Es que este suplicio tampoco tiene una continuación. Su lección se detiene en el marco de la tela. ¿Qué razón tendría para conmoverse quien no espera un mañana? Esta impasibilidad y grandeza del hombre sin esperanza, este eternal presente, es precisamente lo que avisados teólogos han llamado infierno. Y el infierno, como nadie lo ignora, es también la carne que sufre. En esta carne, y no en su destino, se detienen los toscanos. No hay pinturas proféticas. Y no es en el museo donde deben buscarse razones para esperar.
La inmortalidad del alma, es verdad, preocupa a muchos buenos espíritus. Pero es porque rechazan, antes de haber agotado su savia, la única verdad que les sea dada y que es el cuerpo. Pues el cuerpo no les plantea problemas o, al menos, conocen la única solución que propone: es una verdad que debe podrirse y que reviste por ello mismo una amargura y una nobleza que ellos no se atreven a mirar de frente. Los buenos espíritus prefieren la poesía, pues ésta es cosa del alma. Bien se entiende que juego con las palabras. Pero se comprenderá también que por verdad solamente quiero consagrar una poesía más alta: la llama negra que de Cimabue a Francesca elevaran los pintores italianos entre las montañas toscanas como la lúcida protesta del hombre arrojado a una tierra cuyo esplendor y luz le hablan sin tregua de un Dios que no existe.
A fuerza de indiferencia e insensibilidad, sucede que un rostro alcance la grandeza minera de un paisaje. Como ciertos campesinos españoles llegan a parecerse a los olivos de sus tierras, así los rostros de Giotto, despojados de las sombras irrisorias en que el alma se manifiesta, acaban por alcanzar a la misma Toscana en la única lección en que sea pródiga: un ejercicio de la pasión en detrimento de la emoción, una mezcla de ascesis y de goces, una resonancia común a la tierra y al hombre, mediante la cual el hombre —como la tierra— se define a medio camino entre la miseria y el amor. No hay muchas verdades de las que el corazón esté seguro. Y yo sabía la evidencia de ésta cierta tarde en que la sombra comenzaba a ahogar los viñedos y olivares de la campiña florentina en una gran tristeza muda. Pero en este país, la tristeza es siempre un comentario a la belleza. Y en el tren que huía a través de la noche, algo sentía desatarse en mí. ¿Puedo dudar ahora de que, con el rostro de la tristeza, aquello se llamaba, no obstante, felicidad?
Sí, la lección ilustrada por sus hombres, la prodiga también Italia con sus paisajes. Pero es fácil perder la felicidad, por ser siempre inmerecida. Lo mismo pasa con Italia. Y su gracia, con ser repentina, no siempre es inmediata. Mejor que país alguno, invita a profundizar una experiencia que, sin embargo, parece entregar toda entera a la primera vez. Es que primero es pródiga de poesía para mejor esconder su verdad. Sus primeros sortilegios son ritos de olvido: los laureles rosa de Mónaco, Génova plena de flores y olores de pescado y las noches azules sobre las costas ligures. Luego, Pisa por fin y con ella una Italia que perdió el encanto un poco canallesco de la Riviera. Pero es todavía fácil y, ¿por qué no prestarse por algún tiempo a su gracia sensual? Para mí, a quien nada fuerza cuando estoy aquí —y privado de las alegrías del viajero acosado, ya que un billete de precio reducido me obliga a permanecer cierto tiempo en la ciudad “de mi elección”—, mi paciencia en amar y comprender me parece ilimitada esta primera noche en que, fatigado y hambriento, entro en Pisa, acogido en la avenida de la estación por dieciocho altoparlantes atronadores que vierten una oleada de romance sobre una muchedumbre en la que casi todo el mundo es joven. Yo sé ya lo que espero. Tras de este asalto de vida, el singular momento en que —cerrados los cafés y repentinamente re-creado el silencio— iré por calles cortas y oscuras hacia el centro de la ciudad. El Arno negro y dorado, los monumentos amarillos y verdes, la ciudad desierta, ¿cómo describir ese subterfugio tan repentino y tan hábil mediante el cual, a las diez de la noche, se convierte Pisa en una extraña decoración de silencio, agua y piedras? “¡Fue en una noche semejante, Jéssica!” He aquí que sobre este escenario único, se presentan los dioses con la voz de los amantes de Shakespeare... Es preciso saber prestarse al sueño cuando el sueño se nos presta. En el fondo de esta noche italiana siento ya los primeros acordes del más íntimo canto que se viene a buscar aquí. Mañana, solamente mañana, el campo se redondeará en la mañana. Pero esta noche estoy entre los dioses, y ante Jéssica que se fuga “con los arrebatados pasos del amor”, mezclo mi voz a la de Lorenzo. Pero Jéssica es sólo un pretexto, y este amoroso impulso la rebasa. Sí, creo que Lorenzo no la ama tanto como le agradece el permitirle amar. Pero, ¿por qué pensar esta noche en los Amantes de Venecia y olvidar a Verona? Es que nada invita aquí a mimar amantes desventurados. Nada más vano que morir por un amor. Vivir sería preciso. Lorenzo vivo vale más que Romeo en tierra, a pesar de su rosal. ¿Cómo no danzar entonces en estas fiestas del amor vivo, dormir la siesta sobre las cortas hierbas de la Piazza del Duomo, en medio de monumentos que siempre habrá tiempo de visitar, beber en las fuentes de la ciudad cuya agua es un poco tibia, pero tan fluida, ver de nuevo ese rostro de mujer que reía, de larga nariz y boca altiva? Sólo hay que comprender que esta iniciación prepara para más altas iluminaciones. Son los resplandecientes cortejos que llevan a los mystes dionisíacos a Eleusis. El hombre prepara sus lecciones en la alegría y, llegado a su más alto grado de embriaguez, la carne se hace consciente y consagra su comunión con un misterio sacro cuyo símbolo es la sangre negra. He aquí que el olvido de sí mismo, bebido en el ardor de esta primera Italia, nos prepara para esta primera lección que nos desvincula de la esperanza y nos desprende de nuestra historia. Doble verdad del cuerpo y del instante, ¿cómo no aferrarse al espectáculo de la belleza del mismo modo que nos asimos a la única dicha esperada: aquella que debe encantarnos en el momento de su perecimiento?
El materialismo más repugnante no es el que se cree, sino el que quiere darnos ideas muertas por realidades vivas y atraer hacia mitos estériles la atención obstinada y lúcida que ponemos en lo que en nosotros debe perecer para siempre. Recuerdo que en Florencia, en el claustro de los muertos de la Santissima Annunziata, me transportó algo que pude tomar por angustia y que sólo era cólera. Llovía. Leía yo las inscripciones en las losas funerarias y en los exvotos. Éste había sido padre afectuoso y marido fiel; aquel otro, a la par que el mejor de los esposos, avisado comerciante. Una muchacha, modelo de todas las virtudes, hablaba el francés “si come il nativo”. Otra, era la esperanza de todos los suyos, “ma la gioia e pellegrina sulla terra”. Pero nada de esto me conmovía. Casi todos, según las inscripciones, se habían resignado a morir. No cabía duda de ello, pues habían aceptado sus otras obligaciones. Aquel día, los niños habían invadido el claustro y jugaban al salto de carnero sobre las losas que pretendían perpetuar las virtudes. Caía la noche. Yo me había sentado en el suelo, contra una columna. Al pasar, me había sonreído un sacerdote. El órgano tocaba sordamente y el cálido color de su dibujo reaparecía a veces tras de los gritos infantiles. Solo contra la columna, era yo como alguien a quien estrangulan mientras grita su fe como una palabra postrera. Todo en mí protestaba contra semejante resignación. “Se debe”, decían las inscripciones. ¡Pero no!, y mi rebelión estaba en lo justo. Necesitaba seguro, paso a paso, esa alegría que andaba indiferente y absorta como un peregrino sobre la tierra. A todo lo demás, decía no. Lo decía con todas mis fuerzas. Las lápidas me enseñaban que era inútil y que la vida es “con sol levante con sol cadente”. Pero todavía hoy, no veo lo que la inutilidad hurta a mi rebelión y sé muy bien lo que le agrega. Por lo demás, no era esto lo que quería decir. Desearía decir un poco mejor una verdad que entonces experimentaba en el seno mismo de mi rebelión y de la que ésta era apenas una prolongación, una verdad que iba de las pequeñas rosas tardías del claustro de Santa María Novella a las mujeres de aquella mañana dominical de Florencia, libres los senos bajo los ligeros vestidos y los labios húmedos. Aquel domingo, en el pórtico de cada iglesia se levantaban tenderetes de flores, gordas y brillantes, perladas de agua. En todo encontraba entonces una especie de “ingenuidad” al mismo tiempo que una recompensa. En esas flores, como en esas mujeres, había una generosa opulencia y yo no veía que desear las unas difiriese mucho de codiciar las otras. El mismo corazón puro bastaba a ello. Y no a menudo se siente el hombre puro de corazón. Pero, el menos, su deber en ese momento es llamar verdad a lo que tan singularmente lo ha purificado, aunque esta verdad pueda parecer a otros una blasfemia, como es el caso de lo que pensaba yo aquel día: había pasado la mañana en un convento de franciscanos, en Fiésole, lleno de olor de los laureles. Había permanecido largos instantes en un patiecillo henchido de flores rojas, de sol, de negras y amarillas abejas. En un rincón había una regadera verde. Antes de ir allí, había visitado las celdas de los monjes y visto sus mesillas adornadas con una calavera. Ahora este jardín testimoniaba sus inspiraciones. Había regresado hacia Florencia a lo largo de la colina que descendía en dirección a la ciudad que se ofrecía con todos sus cipreses. Ese esplendor del mundo, esas mujeres y esas flores, me parecían ser la justificación de esos hombres. No estaba seguro de que no fuese también la de todos los hombres que saben que un grado extremo de pobreza lleva siempre de nuevo al lujo y la riqueza del mundo. Sentía una común resonancia en la vida de esos franciscanos, encerrados entre columnas y flores, y la de los mozos de la playa Padovani de Argel, que pasan todo el año al sol. Si se despojan, es para una vida más grande, y no para otra vida. Es éste, al menos, el único sentido válido de la palabra “desnudez”. Estar desnudo guarda siempre un sentido de libertad física y a ese acuerdo entre la mano y las flores —ese amoroso entendimiento de la tierra y el hombre liberado de lo humano—, ¡ah!, a ese acuerdo me convertiría, si no fuese ya mi religión. No, esto no puede ser una blasfemia y, tampoco lo es si digo que la sonrisa interior de los San Francisco de Giotto justifican a quienes tienen el gusto de la felicidad. Pues los mitos son a la religión lo que la poesía a la verdad: ridículas máscaras puestas a la pasión de vivir.
¿Iré más lejos? Los mismos hombres que en Fiésole viven ante las flores rojas, tienen en su celda un cráneo que alimenta sus meditaciones. Florencia en sus ventanas y la muerte sobre su mesa. Una cierta continuidad en la desesperación puede engendrar la alegría. Y a cierta temperatura de vida, el alma y la sangre mezcladas viven a sus anchas en la contradicción, tan indiferentes al deber como a la fe. Ya no me asombro de que una mano alegre resumiera con estas palabras, escritas sobre un muro de Pisa, su singular noción del honor: “Alberto fa l’amore con la mia sorella.” Ya no me asombro de que Italia sea la tierra de los incestos o, al menos, de los incestos confesados, lo que es todavía más significativo. Pues el camino que lleva de la belleza a la inmoralidad es tortuoso pero seguro. Sumergida en la belleza, la inteligencia hace su comida de nada. Ante estos paisajes cuya grandeza aprieta la garganta, cada uno de sus pensamientos es una tachadura sobre el hombre. Y pronto, negado, cubierto, recubierto y oscurecido por tantas convicciones abrumadoras, no es ya nada ante el mundo más que una mancha informe que sólo conoce la verdad pasiva, o su color o su sol. Paisajes tan puros resecan el alma y su belleza es insoportable. En estos evangelios de piedra, cielo y agua, está dicho que nada resucita. De ahora en más, desde el fondo de este desierto magnífico al corazón, la tentación comienza para el hombre de estos países. ¿De qué sorprenderse si espíritus criados ante el espectáculo de la nobleza, en el aire rarificado de la belleza, no acaban de persuadirse de que la grandeza pueda unirse a la bondad? Una inteligencia sin dios que la concluya busca un dios en lo que la niega. Al llegar al Vaticano, Borgia exclama: “Ahora que Dios nos ha dado el papado debemos apresurarnos a gozarlo.” Y hace lo que dice. Apresurarse está bien dicho. Y se siente ya ahí la desesperación de los seres colmados.
Acaso me engañe. Pues en suma, fui feliz en Florencia y tantos otros lo fueron antes que yo. Pero, ¿qué es la felicidad, sino el simple acuerdo entre un ser y la existencia que lleva? ¿Y qué acuerdo más legítimo puede unir el hombre a la vida, sino la doble conciencia de su deseo de durar y de su destino mortal? Al menos así se aprende a no contar con nada y a considerar el presente como la única cosa que nos sea dada por “añadidura”. Bien sé que se me dice: Italia, el Mediterráneo, tierras ¡dónde, pues, y que me muestren la vía! Dejadme abrir los ojos para buscar mi medida y mi contentamiento. O, mejor aún, sí, veo: Fiésole, Djémila y los puertos al sol. ¿La medida del hombre? El silencio y las piedras muertas. Todo el resto pertenece a la historia.
Y, sin embargo, no es aquí donde deberíamos detenernos. Pues no se ha dicho que la felicidad sea forzosamente inseparable del optimismo. Está ligada al amor, lo que no es lo mismo. Y conozco horas y lugares en que la felicidad puede parecer tan amarga que es preferible su sola promesa. Pero es que en esas horas y lugares no tenía bastante corazón para amar; es decir, para no renunciar. Lo que aquí debe decirse es esa entrada del hombre en las fiestas de la tierra y de la belleza. Pues en ese minuto, como el neófito sus últimos velos, abandona ante su dios la calderilla de su personalidad. Sí, hay una más alta dicha en que la felicidad parece fútil. En Florencia trepaba yo hasta la cima del jardín Bóboli, una terraza desde la cual se descubría el monte Oliveto y las colinas de la ciudad hasta el horizonte. Sobre cada una de ellas, los olivares eran pálidos como breves humos y en la ligera neblina que formaban, se destacaban los surtidores más duros de los cipreses, verdes los más cercanos y negros los de lontananza. En el cielo de un azul profundo, grandes nubes ponían su mancha. Con el fin de la tarde, caía una luz argentada bajo la cual todo se tornaba silencioso. La cima de los alcores aparecía primero entre las nubes. Pero se había levantado una brisa cuyo soplo sentía en mi rostro. Con ella, tras de las colinas, las nubes se separaron como un telón que se corre. Al mismo tiempo, los cipreses de la cúspide parecieron de un solo impulso en el azul repentinamente descubierto. Con ellos, toda la colina y el paisaje de olivares y de piedra subieron lentamente. Otras nubes vinieron. Y la colina volvió a bajar con sus cipreses y sus casas. Luego, de nuevo —y en lontananza sobre otros alcores cada vez más borrosos—, la misma brisa que abría aquí los gruesos pliegues de las nubes, las cerraba allá. En esta gran respiración del mundo, el mismo soplo se exhalaba a unos segundos de distancia y repetía, de tiempo en tiempo, el tema en piedra y aire de una fuga a la escalera del mundo. Cada vez el tema disminuía en un tono, siguiéndolo un poco más lejos, me calmaba un poco más. Y llegado al término de esa perspectiva sensible al corazón abrazaba de una ojeada la evasión de colinas respirando al unísono y con ella algo como el canto de la tierra entera.
Yo sabía que millones de ojos habían contemplado este paisaje, que para mí era como la primera sonrisa del cielo. Me sacaba fuera de mí, en el sentido profundo del término. Me aseguraba que sin mi amor y ese hermoso grito de piedra, todo era inútil. El mundo es bello y fuera de él no hay salvación. La gran verdad que pacientemente me enseñaba, es que el espíritu nada es, ni nada siquiera el corazón. Y que la piedra calentada por el sol, o el ciprés que el descubierto cielo engrandece, limitan el único universo en que “tener razón” cobra un sentido: la naturaleza sin hombres. Y este mundo me anula. Me lleva hasta el extremo. Me niega sin cólera. En la noche que caía sobre la campiña florentina, me encaminaba hacia una sabiduría en la que ya todo estaba conquistado, si no me hubiesen venido las lágrimas a los ojos y el largo sollozo de poesía que me henchía no me hubiese hecho olvidar la verdad del mundo.
En este balanceo debiera detenerme: singular instante en que la espiritualidad repudia a la moral, en que la felicidad nace de la ausencia de esperanza, en que el espíritu encuentra su razón en el cuerpo. Si es cierto que toda verdad lleva consigo su amargura, lo es también que toda negación contiene una floración de “sí”. Y este canto de amor sin esperanza que nace de la contemplación, puede figurar también la más eficaz de las reglas de acción. Al salir del sepulcro, el Cristo resurrecto de Piero della Francesca no tiene mirada de hombre. En su rostro no se pinta nada dichoso, sino solamente una grandeza huraña y sin alma que no puedo dejar de tomar por una resolución de vivir. Pues el sabio, como el idiota, expresa poco. Este retorno me encanta.
Pero, ¿le debo esta lección a Italia o la extraje de mi corazón? Sin duda fue allí donde se me apareció. Pero es que Italia, como otros lugares privilegiados, me ofrece el espectáculo de una belleza en la que, sin embargo, mueren los hombres. También aquí la verdad debe podrirse. ¿Y qué cosa más exaltante? Aunque la desee, ¿qué tengo yo que hacer con una verdad que no haya de podrirse? No está hecha a mi medida. Y amarla sería una falsa apariencia. Rara vez se comprende que jamás es por desesperación que un hombre abandona lo que constituía su vida. Las calaveradas y las desesperaciones conducen hacia otras vidas y sólo indican un tembloroso apego a las lecciones de la tierra. Pero puede suceder que en cierto grado de lucidez, un hombre sienta su corazón cerrado y, sin rebelión ni reivindicación, vuelva la espalda a lo que hasta entonces tomara por su vida, quiero decir, su agitación. Si Rimbaud termina en Abisinia sin haber escrito una línea siquiera, no es por gusto de la aventura ni por renunciamiento de escritor. Es “porque así es” y porque en determinado punto de la conciencia se acaba de admitir que todos nosotros nos esforzamos por no comprender, según nuestra vocación. Bien se entiende que aquí se trata de emprender la geografía de cierto desierto. Pero este singular desierto sólo es sensible a quienes son capaces de vivir en él, sin engañar jamás su sed. Es entonces y sólo entonces, cuando se puebla con las aguas vivas de la felicidad.
Al alcance de mi mano, en el jardín Bóboli, pendían enormes hicacos dorados cuya entreabierta carne dejaba escurrir un espeso almíbar. De la leve colina a los jugosos frutos, de la secreta fraternidad que concertaba el mundo al hambre que me movía hacia la anaranjada carne pendiente sobre mi mano, deduje el balanceo que lleva a ciertos hombres de la ascesis al goce, y del despojo a la profusión en la voluptuosidad. Admiraba, admiro este vínculo que une el hombre al mundo, ese doble reflejo en el que mi corazón puede intervenir y dictar su dicha hasta un límite preciso en que el mundo puede entonces completarla o destruirla, ¡Florencia!, uno de los pocos lugares de Europa en que comprendí que en el seno de mi rebeldía dormía un consentimiento. En su cielo mezclado de lágrimas y sol, aprendí a consentir a la tierra y a arder en la llama sombría de sus fiestas. Experimentaba... ¿pero qué palabra?, ¿qué desmesura?, ¿cómo consagrar el acuerdo del amor y la rebeldía? ¡La tierra! En este gran templo desertado por los dioses, todos mis ídolos tienen los pies de barro.

Traducción
de Alberto Luis Bixio