Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Mensual


 

 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Palabras y Hechos


 Tendiendo Redes

 Ser Académico

 Quemar las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie a tierra


 Números Anteriores


 Créditos

 

 

 

El verano en Argel
Albert Camus

 

A Jacques Heurgon

Los amores que se comparten con una ciudad son, a menudo, amores secretos. Ciudades como París, Praga y aun Florencia, están cerradas sobre sí mismas y limitan de este modo el mundo que les es propio. Pero Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el mar, se abre en el cielo como una boca o una herida. Lo que en Argel se puede amar es aquello de que todo el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto peso del sol, la belleza de la raza. Y, como siempre, en este impudor y en esta ofrenda se reconoce un perfume más secreto. En París se puede sentir la nostalgia de espacio y batir de alas. Aquí, al menos, el hombre está colmado y, seguro de sus deseos, puede medir entonces sus riquezas.
Sin duda se precisa largo tiempo en Argel para comprender lo que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales. Nada hay aquí para quien quisiese aprender, educarse o mejorarse. Este país no tiene lección que dar. Ni promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente. Se entrega del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanza sus alegrías. Lo que exige son almas clarividentes, es decir, inconsolables. Pide que se haga un acto de lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular país que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor y su miseria! No es sorprendente que la riqueza sensual de que está provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con la más extrema desnudez. No hay verdad alguna que no lleve consigo su amargura. ¿Cómo asombrarse entonces de que no ame yo tanto el rostro de este país cuanto lo amo en medio de sus hombres más pobres?
Durante toda su juventud, los hombres encuentran aquí una vida a la medida de su belleza. Después, vienen la caída y el olvido. Apostaron a la carne, pero sabiendo que debían perder. Para quien es joven y vivaz, todo en Argel es refugio y pretexto de triunfos: la bahía, el sol, los juegos en rojo y blanco de las terrazas hacia el mar, las flores y los estadios, las mozas de frescas piernas. Pero para quien ha perdido su juventud, nada a qué acogerse y lugar alguno en que la melancolía pueda salvarse a sí misma. En otras partes, las terrazas de Italia, los claustros de Europa o el dibujo de los alcores provenzales son otros tantos sitios en que el hombre puede huir de su humanidad y liberarse dulcemente de sí mismo. Pero aquí, todo exige la soledad y la sangre de los jóvenes. Al morir, Goethe llama a la luz y sus palabras son históricas. En Belcourt y en Bab-el-Qued, los ancianos sentados al fondo de los cafés, escuchan las baladronadas de los mozos de pegados cabellos.
Estos comienzos y estos fines es lo que el verano nos entrega en Argel. Durante esos meses, la ciudad es desterrada. Pero restan los pobres y el cielo. Con los primeros, descendemos juntos hacia el puerto y los tesoros del hombre: tibieza del agua y los cuerpos morenos de las mujeres. A la noche, henchidos de esas riquezas, vuelven a la tela encerada y a la lámpara de petróleo que forman todo el decorado de su vida.

En Argel no se dice “tomar un baño”, sino “zurrarse un baño”. No insistamos. Se baña uno en el puerto y se va luego a reposarse sobre las boyas. Cuando se pasa cerca de una boya, en la que se ha instalado ya una linda chica, se grita a los camaradas: “¡Os digo que es una gaviota!” Son sanas alegrías. Es preciso creer que constituyen el ideal de esos mozos, ya que la mayoría continúa la misma vida durante el invierno y diariamente, al mediodía, se desnuda bajo el sol para un frugal almuerzo. No es que hayan leído las tediosas prédicas de los naturalistas, esos protestantes de la carne —hay una sistemática del cuerpo que es tan exasperante como la del espíritu—. Es que se hallan “bien al sol”. Jamás se medirá suficientemente la importancia que tiene esta costumbre para nuestra época. Por primera vez después de dos mil años, el cuerpo se ha desnudado totalmente sobre las playas. Desde hace veinte siglos, los hombres se han propuesto tornar decentes la insolencia y la ingenuidad griegas disminuyendo la carne y complicando el vestido. Hoy, por encima de esta historia, la carrera de los mozos por las playas del Mediterráneo renueva los gestos magníficos de los atletas de Delos. Y viviendo así, cerca de los cuerpos y para el cuerpo, se percata uno de que la vida corporal tiene sus matices y, aventurando un contrasentido, una psicología que le es propia. La evolución del cuerpo, como la del espíritu, tiene su historia, sus retrocesos, sus progresos y su déficit. Solamente un matiz: el color. Cuando se va en el verano a los baños del puerto, se adquiere conciencia del paso simultáneo de todas las pieles del blanco al dorado, luego al moreno y finalmente a un color tabaco que es el extremo límite de que es capaz el cuerpo en su esfuerzo de transformación. El puerto está dominado por el juego de blancos dados de la Kasbah. Cuando se está al nivel del agua, sobre el fondo blanco crudo de la ciudad árabe, los cuerpos forman un friso cobrizo. Y, a medida que avanza agosto y crece el sol, el blanco de las casas se hace más enceguecedor y adquieren las pieles un color más oscuro. ¿Cómo no identificarse entonces con ese diálogo de la piedra y la carne a la medida del sol y las estaciones? Toda la mañana se ha pasado en zambullidas, en floraciones de risas entre haces de agua, en largos golpes de pagaya en torno de los barcos rojos y negros —los que vienen de Noruega y traen todos los perfumes del bosque; los que llegan de Alemania, llenos de olor de los aceites; los que hacen el cabotaje y huelen a vino y a tonel viejo—. A la hora en que el sol desborda por todas las esquinas del cielo, la canoa color naranja, cargada de cuerpos morenos, nos trae de regreso en una loca carrera. Y cuando, suspendiendo bruscamente el cadencioso batir de la doble papagaya de alas color de fruto, nos deslizamos largamente por las aguas tranquilas de la dársena, ¿cómo no estar seguro de que conduzco a través de las aguas lisas un leonado cargamento de dioses en quienes reconozco a mis hermanos?
Pero al otro extremo de la ciudad, el verano nos tiende ya, en contraste, sus otras riquezas; quiero decir, sus silencios y su tedio. Esos silencios no tienen todos la misma calidad, según nazcan de la sombra o del sol. Hay silencio de mediodía en la plaza de Gobierno. A la sombra de los árboles que la bordean, los árboles venden por veinticinco céntimos vasos de limonada helada y perfumada con azahar. Su pregón: “¡Fresca!, ¡fresca!”, atraviesa la plaza desierta. Después de su grito, vuelve a caer el silencio bajo el sol: en la cántara del vendedor se voltea el hielo y yo oigo su breve ruido. Hay el silencio de la siesta. En las calles de la Marina, ante las grasientas tiendas de los peluqueros, se le puede medir en el armonioso bordoneo de las moscas tras las cortinas de huecos juncos. En otros lugares, en los cafés moros de Kasbah, el silencioso es el cuerpo, que no puede arrancarse de aquellos lugares, dejar el vaso de té y retornar al tiempo con los ruidos de su sangre. Pero hay, sobre todo, el silencio de las tardes estivales.
¿Es menester que esos cortos instantes en que el día se mece en la noche estén poblados de signos y secretas llamadas para que en mí les esté Argel tan ligado? Cuando permanezco algún tiempo ausente de este país, imagino sus crepúsculos como promesas de felicidad. Sobre los alcores que dominan la ciudad, hay caminos por entre los lentiscos y los olivos. Hacia ellos se vuelve entonces mi corazón. Veo subir gavillas de pájaros negros sobre el verde horizonte. En el cielo, vaciado repentinamente de su sol, algo se distiende. Todo un pequeño pueblo de nubes rojas se adelgaza para reabsorberse en el aire. Casi inmediatamente después, aparece la primera estrella que ya veíamos formarse y endurecerse en el espesor del cielo. Y luego, de un solo golpe, devoradora, la noche. Fugitivas tardes de Argel: ¿qué tienen, pues, de inigualable para desatar en mí tantas cosas? Sin dar tiempo al hastío, la dulzura que en los labios me ponen desaparece ya en la noche. ¿Es el secreto de su persistencia? La ternura de este país es turbadora y furtiva. Pero cuando está ahí, el corazón al menos se abandona totalmente. En la playa Padovani, el dancing está abierto todo el día. Y en esa inmensa caja rectangular abierta sobre el mar a todo lo largo, la juventud pobre del barrio baila hasta la noche. A menudo esperaba yo allí un singular momento. Durante el día, la sala está protegida por colgadizos de madera que se levantan cuando el sol se pone. Entonces la sala se llena de una extraña luz verde nacida de la doble concha del cielo y del mar. Cuando se está sentado lejos de las ventanas, solamente se ve el cielo y, en sombras chinescas, los rostros de los bailarines que pasan sucesivamente. A veces tocan un vals, y, sobre el fondo verde, los negros perfiles giran entonces obstinadamente, a la manera de esas siluetas recortadas que se pegan al platillo de un fonógrafo. La noche viene luego, y, con ella, las luces. Pero no sabré decir lo que encuentro de exaltante y secreto en ese sutil instante. Recuerdo, al menos, a una magnífica muchacha que había bailado toda la noche. Llevaba un collar de jazmín sobre su ceñido traje azul, mojado por el sudor desde los riñones hasta las piernas. Reía al bailar y echaba atrás la cabeza. Cuando pasaba cerca de las mesas, dejaba tras de sí un mezclado olor de flores y carne. Cuando vino la noche, ya no vi su cuerpo pegado al de su pareja, pero sobre el cielo giraban las manchas alternas del jazmín blanco y de los negros cabellos, y cuando echaba hacia atrás su henchida garganta, oía su risa y veía el perfil de su danzarín inclinarse súbitamente. A tardes semejantes debo la idea que tengo de la inocencia. Y aprendo a no separar ya a estos seres cargados de violencia del cielo en que giran sus deseos.

En los cines de barrio de Argel se venden algunas veces pastillas de menta que llevan, grabado en rojo, cuanto se necesita en el nacimiento del amor: 1) preguntas: “¿Cuándo te casarás conmigo?”; “¿me quieres?” 2) respuestas: “Con locura”, “en la primavera”. Después de preparar el terreno, se las pasa a la vecina que responde de la misma manera o se limita a hacerse la tonta. En Belcourt se han visto matrimonios concertados de este modo y vidas enteras comprometidas con un intercambio de bombones. Y esto pinta bien al pueblo infantil de este país.
Acaso el signo de la juventud sea una vocación magnífica para las dichas fáciles. Pero, sobre todo, es una precipitación en vivir que linda con el despilfarro. En Belcourt, como en Bab-el-Qued, la gente se casa joven. Se comienza a trabajar pronto y en diez años se agota la experiencia de una vida de hombre. Un obrero de treinta años ha jugado ya todas sus cartas. Espera el fin entre su mujer y sus hijos. Sus dichas han sido cortas e inmisericordes. Lo mismo que su vida. Y se comprende entonces que haya nacido de este país en el que todo se da para ser quitado. En esta abundancia y profusión, la vida adopta la curva de las grandes pasiones, repentinas, exigentes, generosas. No se trata de construirla, sino de quemarla. Ni de reflexionar y mejorarse. La noción de infierno, por ejemplo, no pasa de ser aquí una amable broma. Sólo a los muy virtuosos se les permiten tales imaginaciones. Y creo que la virtud es una palabra sin significación en toda Argelia. No es que estos hombres carezcan de principios. Se tiene una moral, y muy particular. A la madre no se le “falta”. Se hace respetar a la esposa en las calles. Se guardan consideraciones a la mujer encinta. No se ataca en pareja a un adversario, pues “sería feo”. Quien no observa estos mandamientos elementales, “no es un hombre”, y la cuestión queda arreglada. Esto me parece justo y fuerte. Todavía somos muchos los que observamos este código de la calle, que es el único desinteresado que yo conozca. Pero, al mismo tiempo, se ignora la moral del tendero. Siempre vi en torno a mí compadecerse los rostros cuando pasaba un hombre entre policías. Y antes de saber si se trataba de un ratero, de un parricida o simplemente de un inconforme, las gentes suspiraban: “¡Pobre!” O, con un dejo de admiración, exclamaban: “¡Ése es un pirata!”
Hay pueblos nacidos para el orgullo y la vida. Son los mismos que nutren la más singular vocación para el tedio. Y son también los pueblos para quienes resulta más repugnante el sentimiento de la muerte. Puesto a un lado el goce de los sentidos, las diversiones de este pueblo son ineptas. Un club de fanáticos del bolo y los banquetes de las “amigables”, el cine de tres francos y las festividades comunales, bastan desde hace tiempo a la recreación de los mayores de treinta años. ¿Cómo podría, pues, este pueblo sin espíritu revestir de mitos el profundo horror de su vida? Todo lo que toca a la muerte es aquí ridículo u odioso. Este pueblo sin religión y sin ídolos, muere a solas después de vivir en masa. No conozco lugar más horrendo que el cementerio del bulevar Bru, frente a uno de los más bellos paisajes del mundo. Un amontonamiento de mal gusto entre los cercos negros, deja escapar una horrible tristeza de esos lugares en que la muerte descubre su rostro verdadero. “Todo pasa —dicen los exvotos en forma de corazón— menos el recuerdo.” Y todos insisten en esta eternidad irrisoria que nos suministra a bajo precio el corazón de quienes nos amaron. Son las mismas frases al servicio de todas las desesperanzas. Se dirigen al muerto y le hablan en segunda persona: “Nuestro recuerdo no te abandonará”, simulación siniestra que presta un cuerpo y unos deseos a lo que, en el mejor de los casos, no es más que un negro líquido. En otro sitio, en medio de una embrutecedora profusión de flores y pájaros de mármol, este voto temerario: “Jamás faltarán flores en tu tumba”. Pero no tardamos en tranquilizarnos; la inscripción rodea un ramo de estuco dorado harto económico para el tiempo de los vivos —como esas inmortales que deben su pomposo nombre a los que todavía toman su tranvía en marcha—. Como es preciso ir con el siglo, a veces se reemplaza la clásica lechuza por un estupefaciente avión de perlas, piloteado por un ángel bobo al que, con todo desprecio por la lógica, se ha provisto de un magnífico par de alas.
¿Cómo hacer comprender, no obstante, que estas imágenes de la muerte jamás se separan de la vida? Los valores están aquí estrechamente ligados. La broma favorita de los enterradores argelinos que regresan con sus coches funerarios vacíos, es gritar a las lindas chicas que encuentran en su camino: “¿Quieres subir?” Nada impide ver un símbolo en ello, aunque sea impertinente. También puede parecer blasfemo responder al anuncio de una defunción, guiñando el ojo izquierdo: “El pobre no cantará más”, o, como aquella oranesa que jamás quiso a su marido: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”. Pero, en fin de cuentas, no veo lo que pueda tener la muerte de sagrado y siento, por el contrario, la distancia que aquí separa al miedo del respeto. Todo respira el horror a morir en un país que invita a la vida. Y, sin embargo, los mozos de Belcourt hacen sus citas bajo los propios muros del cementerio y es allí donde las muchachas se ofrecen a los besos y a las caricias.
Comprendo muy bien que no todos pueden aceptar a un pueblo semejante. Aquí, la inteligencia no tiene sitio, como lo tiene en Italia. Esta raza es indiferente al espíritu. Tiene el culto y la admiración del cuerpo. De él extrae su fuerza, su ingenuo cinismo, y una vanidad pueril que le acarrea el ser juzgado con severidad. Comúnmente se le reprocha su “mentalidad”; es decir, una manera de ver y de vivir. Y es verdad que cierta intensidad de vida no es posible sin injusticia. He aquí un pueblo que, careciendo de pasado, de tradición, no carece sin embargo de poesía; pero de una poesía cuya calidad conozco bien: dura, carnal, ajena a la ternura; la misma de su cielo, la única que me conmueve y me retrata. Tengo la insensata esperanza de que, acaso, sin saberlo, estos bárbaros que se pavonean en las playas, estén en trance de modelar el rostro de una cultura en que la grandeza del hombre encuentre por fin su efigie verdadera. Este pueblo totalmente entregado al presente, vive sin mitos, sin consuelo. Ha puesto todos sus bienes en la tierra y ha quedado indefenso contra la muerte. Los dones de la belleza física le han sido prodigados. Y con ellos, la singular avidez que acompaña siempre a esa riqueza sin porvenir. Todo lo que aquí se hace revela repugnancia por la estabilidad e indiferencia por el futuro. Se apresuran a vivir y si aquí debiera nacer un arte, obedecería a ese odio de la duración que movió a los dorios a tallar en madera su primera columna. Y, no obstante, sí, puede encontrarse una medida al mismo tiempo que un rebasamiento en el rostro violento y encarnizado de este pueblo, en su cielo de estío, vacío de ternura y ante el cual pueden decirse todas las verdades y sobre el cual ninguna engañosa divinidad trazó los signos de la esperanza o de la redención. Entre ese cielo y esos rostros vueltos hacia él, nada de donde guindar una mitología, una literatura, una ética o una religión; sino piedras, la carne, estrellas y esas verdades que la mano puede tocar.
Sentir sus vínculos con una tierra, su amor por algunos hombres, saber que hay siempre un lugar en que el corazón encontrará su acorde, he aquí ya muchas certidumbres para una sola vida de hombre. Sin duda, no puede bastar esto. Pero en ciertos instantes todo aspira a esa patria del alma. “Sí, tenemos que regresar allá.” ¿Por qué extrañarnos de encontrar sobre la tierra esa unión que deseaba Plotino? La Unidad se expresa aquí en términos de sol y de mar. Es sensible al corazón por cierto gusto de carne que hace su amargura y su grandeza. Aprendo que no hay felicidad sobrehumana, ni eternidad fuera de la curva de los días. Estos bienes irrisorios y esenciales, estas verdades relativas, son los únicos que me conmueven. No tengo bastante alma para comprender los otros, los “ideales”. No es que hayamos de hacer la bestia, pero no le encuentro sentido a la felicidad de los ángeles. Sólo sé que el cielo permanecerá después de mí. ¿Y a qué llamar eternidad, sino a lo que continuará tras de mi muerte? No expreso una complacencia de la criatura en su condición. Es algo muy distinto. No siempre es fácil ser un hombre, mucho menos un hombre puro. Pero ser puro es encontrar de nuevo esa patria del alma en que se hace sensible el parentesco del mundo, en que los latidos de la sangre se unen a las pulsaciones violentas del sol de las dos de la tarde. Es bien sabido que la patria se reconoce siempre en el momento de perderla. Para quienes están demasiado atormentados consigo mismos, el país natal es el que los niega. No quisiera ser brutal ni parecer exagerado. Pero, en fin, lo que me niega en esta vida, es lo que primero me mata. Todo lo que exalta la vida, acrecienta al mismo tiempo su absurdidad. En el verano argelino, aprendo que sólo una cosa es más trágica que el sufrimiento: la vida de un hombre feliz. Pero puede ser también el camino hacia una vida más grande, ya que lleva a no hacer trampas.
Muchos, en efecto, afectan el amor de vivir para eludir el amor mismo. Se ensaya gozar y “hacer experiencias”. Pero es una opinión del espíritu. Se necesita una rara vocación para ser un gozador. La vida de un hombre se cumple sin la ayuda de su espíritu, con sus retrocesos y sus avances, con su soledad y sus preferencias simultáneas. Viendo a estos hombres de Belcourt que trabajan, defienden a sus mujeres y a sus hijos y, a menudo, sin un reproche, creo que puede sentirse una oculta vergüenza. Sin duda, no me hago ilusiones. No hay mucho amor en las vidas de que hablo. Debería decir que ya no hay mucho. Pero, al menos, no han eludido nada. Hay palabras que jamás he entendido bien, como la de pecado. No obstante, creo saber que estos hombres no han pecado contra la vida. Pues si hay un pecado contra la vida, acaso no sea tanto desesperar de ella como esperar otra distinta y esquivarse a la implacable grandeza de ésta. Estos hombres no han hecho trampas. Dioses estivales, lo fueron a los veinte años por su ardor de vivir y lo son todavía, privados de toda esperanza. He visto morir a dos de ellos. Estaban llenos de horror, pero silenciosos. Más vale así. De la caja de Pandora en que bullían los males de la humanidad, los griegos hicieron salir en último término a la esperanza, como el más terrible de todos. No conozco símbolo más conmovedor. Pues la esperanza, contra lo que se cree, equivale a la resignación. Y vivir no es resignarse.
He aquí, al menos, la áspera lección de los veranos argelinos. Pero ya la estación vacila y el estío baja. Las primeras lluvias de septiembre, tras de tantas violencias y rigideces, son como las primeras lágrimas de la tierra liberada, como si por unos días la ternura se mezclase a estas comarcas. Por la misma época, los algarrobos ponen un olor de amor sobre toda Argelia. De noche, o después de la lluvia, la tierra entera, mojado el vientre por un semen con perfume de almendra amarga, reposa de haberse dado todo el verano al sol. Y he aquí que de nuevo este olor consagra las bodas del hombre con la tierra, y hace surgir en nosotros el único amor verdaderamente viril de este mundo: perecedero y generoso.

Nota
A título de ilustración, este relato de alboroto oído en Bab-el-Qued y reproducido palabra por palabra. (El narrador no habla siempre como el Cagayous de Musette. Lo que no debe sorprender. El lenguaje de Cagayous es, a menudo, un lenguaje literario; quiero decir, una reconstrucción. Las gentes del “milieu” no siempre hablan en argot. Emplean palabras de argot, que es diferente. El argelino usa un vocabulario típico y una sintaxis especial. Pero es su traducción a otro idioma lo que da sabor a sus creaciones.)
Entonces Cocó avanza y dice: “Espera un poco, espera”. El otro dice: “¿Qué hay?” Entonces Cocó le dice: “Voy a darte golpes”. “¿A mí me vas a dar tú golpes?” Entonces se pone la mano atrás, pero era finta. Entonces Cocó le dice: “No eches la mano atrás, porque después te birlo el 6-35 y comerás golpes de yapa”
El otro no ha puesto la mano. Y Cocó nada más que uno le ha dado —no dos, uno—. El otro andaba por tierra. “¡Ua! ¡Ua!”, hacía. Entonces la gente vino. El alboroto comenzó. Hay uno que se le adelantó a Cocó, dos, tres. Yo dije: “Dí, ¿vas a tocar a mi hermano?” “¿Qué, tu hermano?” “Si no es mi hermano, es como mi hermano”. Entonces di un redoble. Cocó cacheteaba, yo cacheteaba, Luciano cacheteaba. Yo tenía a uno en un rincón y con la cabeza: “Bum, bum”. Entonces llegaron los agentes. Nos pusieron cadenas, ¿oyes? La vergüenza en la cara tenía, de atravesar todo Bab-el-Qued. Delante del Gentleman’s Bar había compinches y las pequeñas, ¿oyes? La vergüenza en la cara. Pero después, el padre de Luciano nos dijo: “Tenéis razón”.

Traducción
de Alberto Luis Bixio