Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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El primer hombre
Albert Camus

 

I
Búsqueda del padre

Intercesora Vda. Camus

A ti, que nunca podrás leer este libroa

En lo alto, sobre la carreta que rodaba por un camino pedregoso, unas nubes grandes y espesas corrían hacia el este, en el crepúsculo. Tres días antes, se habían hinchado sobre el Atlántico, habían esperado el viento del oeste y se habían puesto en marcha, primero lentamente y después cada vez más rápido, habían sobrevolado las aguas fosforescentes del otoño encaminándose directamente hacia el continente, deshilachándoseb en las crestas marroquíes, rehaciendo sus rebaños en las altas mesetas de Argelia, y ahora, al acercarse a la frontera tunecina, trataban de llegar al mar Tirreno para perderse en él. Después de una carrera de miles de kilómetros por encima de esta suerte de isla inmensa, defendida al norte por el mar moviente y, al sur, por las olas inmovilizadas de las arenas, pasando por encima de esos países sin nombre apenas más rápido de lo que durante milenios habían pasado los imperios y los pueblos, su impulso se extenuaba y algunas se fundían ya en grandes y escasas gotas de lluvia que empezaban a resonar en la capota de lona que cubría a los cuatro pasajeros.
La carreta chirriaba en el camino bien trazado pero apenas apisonado. De vez en cuando, saltaba una chispa de la llanta de hierro o del casco de un caballo y un sílex golpeaba la madera de la carreta cuando no se hundía, con un ruido afelpado, en la tierra blanda de la cuneta. Sin embargo, los dos caballitos avanzaban regularmente, tropezando de tarde en tarde, echando el pecho hacia adelante para tirar de la pesada carreta cargada de muebles, dejando atrás incesantemente el camino con sus dos trotes diferentes. A veces uno de ellos expulsaba ruidosamente el aire por las narices y perdía el trote. Entonces el árabe que los guiaba hacía restallar de plano sobre el lomo las riendas gastadas,* y el animal retomaba valientemente su ritmo.
El hombre que viajaba junto al conductor en la banqueta delantera, un francés de unos treinta años, de expresión cerrada, miraba las dos grupas que se agitaban delante. De buena estatura, achaparrado, la cara alargada, con una frente alta y cuadrada, la mandíbula enérgica, los ojos claros, llevaba, pese a lo avanzado de la estación, una chaqueta de dril con tres botones, cerrada hasta el cuello, como se usaba en aquel tiempo, y una gorrac ligera sobre el pelo corto.d En el momento en que la lluvia empezó a deslizarse sobre la capota, se volvió hacia el interior del vehículo:
—¿Todo bien? —gritó.
En una segunda banqueta, encajada entre la primera y un amontonamiento de muebles y baúles viejos, una mujer pobremente vestida pero envuelta en un gran chal de lana gruesa, le sonrió débilmente.
—Sí, sí —dijo con un leve gesto de disculpa.
Un niño de cuatro años dormía apoyado en ella. La mujer tenía una cara suave y regular, un pelo de española bien ondulado y negro, la nariz pequeña, una bella y cálida mirada color castaño. Pero había algo llamativo en esa cara. No era sólo una suerte de máscara que el cansancio o cualquier cosa por el estilo grabara en ese momento en sus rasgos, no, era más bien un aire de ausencia y de dulce distracción, como el que muestran perpetuamente algunos inocentes, pero que aquí asomaba fugazmente en la belleza de sus facciones. A la bondad tan evidente de la mirada se unía también a veces un destello de temor irracional que se apagaba de inmediato. Con la palma de la mano estropeada ya por el trabajo y un poco nudosa en las articulaciones, daba unos golpecitos ligeros en la espalda de su marido:
—Todo bien, todo bien —decía. Y en seguida dejaba de sonreír para mirar, por debajo de la capota, el camino en el que ya empezaban a brillar los charcos.
El hombre se volvió hacia el árabe plácido con su turbante de cordones amarillos, el cuerpo abultado por unos grandes calzones de fundillos amplios, ajustados por encima de la pantorrilla.
—¿Estamos muy lejos todavía?
El árabe sonrió bajo sus grandes bigotes blancos.
—Ocho kilómetros más y llegamos.
El hombre se volvió, miró a su mujer sin sonreír pero atentamente. La mujer no había apartado la mirada del camino.
—Dame las riendas —dijo el hombre.
—Como quieras—dijo el árabe.
Le tendió las riendas, el hombre pasó por encima del árabe que se deslizó hacia el lugar que el primero acababa de dejar. Con dos golpes de riendas, el hombre se adueñó de los caballos, que rectificaron el trote y de pronto avanzaron en línea más recta.
—Conoces a los caballos —dijo el árabe.
La respuesta llegó, breve, y sin que el hombre sonriera:
—Sí —dijo.
La luz había disminuido y de pronto se instaló la noche. El árabe descolgó del gancho la linterna cuadrada que tenía a su derecha y volviéndose hacia el fondo utilizó varios fósforos rudimentarios para encender la vela. Después volvió a colgar la linterna. La lluvia caía ahora suave y regularmente, brillando a la débil luz de la lámpara, y poblaba con un rumor leve la oscuridad total. De vez en cuando la carreta pasaba cerca de unos arbustos espinosos o de unos árboles bajos, débilmente iluminados durante unos segundos. Pero el resto del tiempo, rodaba por un espacio vacío que las tinieblas hacían aún más vasto. Sólo los olores a hierbas quemadas o, de pronto, un fuerte olor a abono, hacían pensar que recorrían por momentos tierras cultivadas. La mujer habló detrás del conductor, que retuvo un poco los caballos y se echó hacia atrás.
—No hay nadie —dijo la mujer.
—¿Tienes miedo?
—¿Cómo? —El hombre repitió su frase, pero esta vez gritando.
—No, contigo no. —Pero parecía inquieta.
—¿Te duele? —dijo el hombre.
—Un poco.
Azuzó a los caballos, y sólo el fuerte ruido de las ruedas aplastando las roderas y de los ocho cascos herrados que golpeaban el camino, llenó de nuevo la noche. Era una noche del otoño de 1913. Los viajeros habían partido dos horas antes de la estación de Bone, adonde habían llegado de Argel después de una noche y un día de viaje en las duras banquetas de tercera clase. Encontraron en la estación el vehículo y el árabe que los esperaba para llevarlos a la propiedad situada en un pueblo pequeño, a unos veinte kilómetros tierra adentro, y cuya gerencia asumiría el hombre. Hizo falta tiempo para cargar los baúles y algunos enseres y después el camino en mal estado los retrasó aún más. El árabe, como si sintiera la inquietud de su compañero, le dijo:
—No tengáis miedo. Aquí no hay bandidos.
—Los hay en todas partes —dijo el hombre—. Pero tengo lo necesario. —Y dio unos golpecitos en el bolsillo estrecho.
—Tienes razón —dijo el árabe—. Siempre hay algún loco.
En ese momento la mujer llamó a su marido.
—Henri —dijo—, me duele.
El hombre blasfemó y azuzó un poco más a sus caballos.e
—Ya llegamos —dijo.
Al cabo de un rato volvió a mirar a su mujer.
—¿Todavía te duele?
Ella le sonrió con una extraña discreción y como si no sufriera.
—Sí, mucho.
Él la miraba con la misma seriedad. Y la mujer se disculpó de nuevo.
—No es nada. Tal vez haya sido el tren.
—Mira —dijo el árabe—, el pueblo.
En efecto, a la izquierda del camino y un poco en la lejanía se veían las luces de Solferino enturbiadas por la lluvia.
—Pero tú sigue el camino de la derecha —dijo el árabe.
El hombre vaciló, se volvió hacia su mujer.
—¿Vamos a la casa o al pueblo? —preguntó.
—¡Oh!, a la casa, es mejor.
Un poco más lejos la carreta dobló a la derecha en dirección a la casa desconocida que los aguardaba.
—Un kilómetro más —dijo el árabe.
—Ya llegamos —dijo el hombre dirigiéndose a su mujer.
La mujer estaba doblada en dos, la cara entre los brazos.
—Lucie —dijo el hombre.
La mujer no se movía. El hombre la tocó con la mano. Ella lloraba en silencio. Él gritó, separando las sílabas y mimando sus palabras:
—Ahora mismo vas a acostarte. Yo iré a buscar al doctor.
—Sí. Ve a buscar al doctor. Creo que es lo mejor.
El árabe los miraba, sorprendido.
—Va a tener un niño —dijo el hombre—. ¿El doctor está en el pueblo?
—Sí, voy a buscarlo si quieres.
—No, tú te quedas en la casa. Estáte atento. Yo iré más rápido. ¿Tiene un coche o un caballo?
—Tiene un coche. —Después el árabe dijo a la mujer—. Será un varón, y guapo.
La mujer le sonrió como si no entendiera.
—No oye —dijo el hombre—. En la casa grita fuerte y haz gestos.
El vehículo rodó de pronto casi sin ruido. El camino, más estrecho ahora y cubierto de toba, corría a lo largo de pequeños depósitos detrás de cuyos tejados se veían las primeras filas de viñedos. Un fuerte olor de mosto les salía al encuentro. Dejaron atrás grandes construcciones de tejados sobreelevados, y las ruedas aplastaron la turba de una especie de patio sin árboles. Sin hablar, el árabe se apoderó de las riendas para tirar de ellas. Los caballos se detuvieron y uno de ellos resopló.f El árabe señaló con la mano una casita blanqueada de cal. Una parra trepaba alrededor de la puerta baja con su contorno azul de sulfato. El hombre saltó a tierra y corrió bajo la lluvia hasta la casa. Abrió. La puerta daba a una habitación oscura que olía a fuego apagado. El árabe, que lo seguía, caminó en la oscuridad hacia la chimenea, sacudió un tizón y encendió una lámpara de petróleo que colgaba en el centro de la pieza, encima de una mesa redonda. El hombre apenas tuvo tiempo de reconocer una cocina encalada con un fregadero de baldosas rojas, un viejo aparador y un calendario desteñido en la pared. Una escalera revestida con las mismas baldosas rojas subía al piso alto.
—Enciende el fuego —dijo, y volvió a la carreta. (¿Se llevó consigo al niño?)
La mujer esperaba sin decir nada. El hombre la tomó en sus brazos para depositarla en el suelo, y reteniéndola un momento contra sí, le hizo echar atrás la cabeza.
—¿Puedes caminar?
—Sí —dijo ella y le acarició el brazo con su mano nudosa.
El hombre la llevó a la casa.
—Espera —dijo.
El árabe ya había encendido el fuego y con gestos precisos y diestros, lo alimentaba con sarmientos. La mujer estaba cerca de la mesa, las manos sobre el vientre, y por su bello rostro vuelto hacia la luz de la lámpara corrían breves ondas de dolor. No parecía advertir ni la humedad ni olor de abandono y miseria. El hombre se agitaba en las habitaciones del piso superior. Después apareció en lo alto de la escalera.
—¿No hay chimenea en el dormitorio?
—No —dijo el árabe—. En la otra habitación tampoco.
—Ven —dijo el hombre.
El árabe subió. Después reapareció, de espaldas, cargando un colchón que el hombre sujetaba por la otra punta. Lo pusieron delante de la chimenea. El hombre corrió la mesa a un rincón mientras el árabe volvía a subir y bajaba en el acto con una almohada y unas mantas.
—Tiéndete ahí —dijo el hombre a su mujer, y la llevó hasta el colchón.
Ella vacilaba. Se notaba ahora el olor de crin húmeda que subía del colchón.
—No puedo desvestirme —dijo mirando en torno con temor, como si por fin descubriera el lugar...
—Quítate lo que llevas debajo —ordenó el hombre. Y repitió—: Quítate la ropa interior. —Y después, al árabe—: Gracias. Desengancha un caballo. Lo montaré hasta el pueblo.
El árabe salió. La mujer se desvestía, de espaldas al marido, que también se giró. Después se tendió y en cuanto estuvo acostada, subió las mantas, gritó una sola vez, un largo grito, con la boca abierta, como si hubiera querido librarse de una vez de todos los gritos que el dolor había acumulado en ella. El hombre, de pie junto al colchón, la dejó gritar, y en cuanto calló, se quitó la gorra, apoyó una rodilla en tierra y besó la bella frente sobre los ojos cerrados. Volvió a ponerse la gorra y salió a la lluvia. El caballo desenganchado daba vueltas sobre sí mismo, las patas delanteras clavadas en la turba.
—Voy a buscar una silla de montar —dijo el árabe.
—No, déjale las riendas. Lo montaré así. Guarda los baúles y los enseres en la cocina. ¿Tienes mujer?
—Ha muerto. Era vieja.
—¿Tienes una hija?
—No, gracias a Dios. Pero está la mujer de mi hijo.
—Dile que venga.
—Se lo diré. Ve con Dios.
El hombre miró al viejo árabe inmóvil bajo la lluvia fina sonriéndole bajo los bigotes mojados. Él seguía serio, pero lo miraba con sus ojos claros y atentos. Después le tendió la mano, que el otro cogió, a la manera árabe, con las puntas de los dedos que después se llevó a la boca. El hombre se volvió haciendo crujir la turba, se acercó al caballo, lo montó a pelo y se alejó con un trote pesado.
Al salir de la finca, tomó la dirección de la encrucijada desde donde habían visto por primera vez las luces del pueblo. Brillaban ahora con un resplandor más vivo, la lluvia había cesado y el camino que, a la derecha, conducía hacia allí, cruzaba recto unos viñedos cuyas alambradas brillaban en algunos puntos. Aproximadamente a medio camino, el caballo redujo el trote y siguió al paso. Se acercaban a una especie de cabaña rectangular con una parte en forma de habitación, de mampostería, y la otra, más grande, hecha de tablas, con un gran alero que bajaba sobre una suerte de mostrador saliente. En la parte hecha de mampostería había una puerta sobre la cual se leía: CANTINA AGRICOLA MME. JACQUES. Por debajo de la puerta se filtraba la luz. El hombre detuvo su caballo muy cerca de la puerta y, sin bajarse, llamó. Una voz sonora y resuelta inquirió al momento desde dentro:
—¿Qué pasa?
—Soy el nuevo gerente de la finca de Saint-Apôtre. Mi mujer está a punto de dar a luz. Necesito ayuda.
Nadie contestó. Al cabo de un momento se descorrieron los cerrojos, se deslizaron la barras de hierro empujadas por alguien y se entreabrió la puerta. Apareció la cabeza negra y rizada de una europea de mejillas redondas y nariz un poco chata sobre unos labios gruesos.
—Me llamo Henri Cormery. ¿Puede usted atender a mi mujer? Yo voy a buscar al médico.
La mujer lo miraba fijamente con ojos acostumbrados a sopesar a los hombres y la adversidad. Él sostuvo la mirada con firmeza, pero sin añadir una palabra de explicación.
—Allá voy —dijo ella—. Dése prisa.
El hombre dio las gracias y espoleó al caballo con talones. Instantes después, llegaba al pueblo pasando entre una suerte de fortificaciones de tierra seca. Una calle al parecer única se extendía ante él, flanqueada de casitas bajas, todas iguales, y la siguió hasta una pequeña plaza cubierta de toba donde se alzaba, inesperadamente, un quiosco de música de estructura metálica. La plaza, como la calle, estaba desierta. Cormery se encaminaba ya hacia una de las casas cuando el caballo se hizo a un lado. Un árabe surgió de la sombra con un albornoz oscuro y roto, se le acercó.
—¿La casa del médico? —preguntó inmediatamente Cormery.
El otro observó al jinete.
—Venga —dijo después de examinarlo.
Reanudaron el camino en dirección opuesta. En uno los edificios de planta baja sobreelevada a la que se subía por una escalera encalada, se leía: «Libertad, Igualdad, Fraternidad». Lindaba con un jardincito rodeado de paredes revocadas, en el fondo del cual había una casa que el árabe señaló:
—Es ahí —dijo.
Cormery saltó del caballo y, con un paso que no denotaba ningún cansancio, cruzó el jardín del que sólo vio, justo en el centro, una palmera enana de palmas secas y tronco podrido. Llamó a la puerta. Nadie contestó.g Se volvió. El árabe esperaba en silencio. El hombre llamó de nuevo. Se oyó del otro lado un paso que se detuvo detrás de la puerta. Pero ésta no se abrió. Cormery llamó una vez más y dijo:
—Busco al doctor.
En seguida se descorrieron los cerrojos y la puerta se abrió. Apareció un hombre de cara joven, como de mueca, pero de pelo casi blanco, alto y robusto, las piernas ceñidas por polainas, poniéndose una especie de cazadora.
—Vaya, ¿de dónde sale usted? —dijo sonriendo—. No le he visto nunca.
El hombre se explicó.
—Ah, sí, el alcalde me avisó. Pero oiga, a quién se le ocurre venir a dar a luz a un lugar perdido como éste.
El otro dijo que esperaba la cosa para más adelante y que seguramente se había equivocado.
—Bueno, le ocurre a todo el mundo. Vamos, ensillo a Matador y lo sigo.
En mitad del camino de regreso, bajo la lluvia que volvía a caer, el médico, montado en un caballo gris tordillo, alcanzó a Cormery, que estaba ya empapado pero siempre erguido en su pesado caballo de granja.
—Curiosa llegada —gritó el médico—. Pero ya verá, el país no está mal, salvo los mosquitos y los bandidos de la zona. —Se mantenía a la altura de su compañero—. Claro que, en cuanto a los mosquitos, estará tranquilo hasta la primavera. Pero en lo que se refiere a los bandidos...
Se reía, pero el otro seguía avanzando sin decir palabra. El médico lo miró con curiosidad:
—No tema —dijo—, todo irá bien.
Cormery volvió hacia el doctor sus ojos claros, lo miró tranquilamente y dijo con un matiz de cordialidad:
—No tengo miedo. Estoy acostumbrado a los golpes duros.
—¿Es el primero?
—No, he dejado a un pequeño de cuatro años en Argel, con mi suegra.1
Llegaron a la encrucijada y tomaron el camino que conducía a la finca. La turba no tardó en volar bajo los cascos de los caballos. Cuando éstos se detuvieron y volvió a reinar el silencio, se oyó salir de la casa un grito. Los dos hombres echaron pie en tierra. Una sombra los esperaba, protegida bajo la parra, que chorreaba agua. Al acercarse reconocieron al viejo árabe encapuchado con una bolsa.
—Buenos días, Kaddour —dijo el médico—. ¿Cómo anda eso?
—No sé, yo nunca entro donde están las mujeres —respondió el viejo.
—Buen criterio —dijo el médico—. Sobre todo si las mujeres gritan.
Pero ya no salían gritos de adentro. El médico abrió y entró, Cormery lo siguió.
Un gran fuego de sarmientos ardía ante ellos en la chimenea, iluminando la pieza más que la lámpara de petróleo que, con su cerco de cobre y cuentas de vidrio, colgaba en mitad del techo. A la derecha del fregadero se había llenado rápidamente de jarros de metal y toallas. A la izquierda, delante de un pequeño aparador bamboleante, de madera sin pintar, estaba la mesa desplazada del centro. Un viejo bolso de viaje, una caja de sombreros, algunos bultos la cubrían. En todos los rincones de la habitación, viejas maletas, entre ellas un gran baúl de mimbre, apenas dejaban un espacio vacío en el centro, no lejos del fuego. En ese espacio, sobre el colchón perpendicular a la chimenea, estaba tendida la mujer, la cara un poco volcada hacia atrás sobre una almohada sin funda, el pelo ahora suelto. Las mantas sólo cubrían la mitad del colchón. A la izquierda, la patrona de la cantina, de rodillas, ocultaba la parte descubierta del colchón. Sobre una palangana retorcía una servilleta de la que goteaba un agua rosada. A la derecha, sentada con las piernas cruzadas, una mujer árabe sin velo sostenía en sus manos, en actitud de ofrenda, una segunda palangana esmaltada, un poco desportillada, donde humeaba el agua caliente. Las dos mujeres estaban instaladas en los dos extremos de una sábana doblada que pasaba por debajo de la enferma. Las sombras y las llamas de la chimenea subían y bajaban por las paredes encaladas, por los bultos que llenaban la habitación y, más cerca, arrebolaban las caras de las dos enfermeras y el cuerpo de la parturienta, hundido bajo las mantas.
Cuando los dos hombres entraron, la mujer árabe los miró rápidamente con una risita y se volvió después hacia el fuego, ofreciendo siempre la palangana con sus brazos flacos y morenos. La patrona de la cantina los miró y exclamó alegremente:
—Ya no lo necesitamos, doctor. Vino solo.
Se puso de pie y los dos hombres vieron, cerca de la enferma, algo informe y ensangrentado, animado por una suerte de movimiento inmóvil, del que salía un ruido continuo, semejante a un chirrido subterráneo casi imperceptible.h
—Es fácil decirlo. Espero que no hayan tocado el cordón umbilical.
—No —dijo la mujer riendo—. Teníamos que dejarle algo a usted.
Se puso de pie y cedió su lugar al médico, ocultando nuevamente al recién nacido a los ojos de Cormery, que se había quedado en la puerta con la gorra en sus manos. El médico se puso en cuclillas, abrió su maletín, después tomó la palangana de manos de la mujer árabe, que se retiró inmediatamente fuera del campo luminoso y se refugió en el rincón oscuro de la chimenea. El médico se lavó las manos, siempre de espaldas a la puerta, después se las frotó con un alcohol que olía un poco a aguardiente, olor que en seguida invadió la habitación. En ese momento la enferma alzó la cabeza y vio a su marido. Una sonrisa maravillosa transfiguró el bello rostro fatigado. Cormery se acercó al colchón.
—Llegó —le dijo ella con un hilo de voz y señaló al niño.
—Sí —dijo el médico—. Pero descanse.
La mujer lo miró con expresión interrogante. Cormery, parado al pie del colchón, le hizo un gesto tranquilizador.
—Acuéstate.
La mujer se dejó caer hacia atrás. En ese momento la lluvia redobló sobre el viejo tejado. El médico intervino debajo de la manta. Después se incorporó y sacudió algo. Se oyó un gritito.
—Es un varón —dijo el médico—. Y un buen ejemplar.
—Este empieza bien —dijo la patrona de la cantina—. Con una mudanza.
En el rincón la mujer árabe se rió y batió palmas dos veces. Cormery la miró y ella se apartó, confundida.
—Bueno —dijo el médico—. Ahora déjennos un momento.
Cormery miró a su mujer. Pero ella seguía con la cabeza echada hacia atrás. Sólo las manos, extendidas sobre la burda manta, recordaban todavía la sonrisa que instantes antes había llenado y transfigurado la miserable habitación. El hombre se puso la gorra y se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué nombre le va a poner? —gritó la dueña de la cantina.
—No sé, no lo hemos pensado. —Lo miraba—. Le llamaremos Jacques, ya que usted estaba presente.
La mujer lanzó una carcajada y Cormery salió. Debajo de la parra, el árabe, siempre cubierto con la bolsa, esperaba. Miró a Cormery, que no le dijo nada.
—Ten —dijo el árabe, y le ofreció una punta de la bolsa.
Cormery se cubrió. Sentía el hombro del viejo árabe y el olor de humo que desprendía su ropa, y la lluvia que caía en la bolsa por encima de sus dos cabezas.
—Es un niño —dijo sin mirar a su compañero.
—Alabado sea Dios —respondió el árabe—. Eres un artista.
El agua llegada desde miles de kilómetros de distancia caía sin cesar sobre la turba, cavaba numerosos charcos, en los viñedos, más lejos, y los hilos de la alambrada seguían brillando bajo las gotas. No llegaría al mar por el este, y ahora inundaría todo el país, las tierras pantanosas cerca del río y las montañas circundantes, la inmensa tierra casi desierta cuyo olor poderoso llegaba hasta los dos hombres apretados bajo la misma bolsa, mientras un grito débil se repetía regularmente a sus espaldas.
Por la noche, tarde, Cormery, en calzoncillos largos y camiseta, tendido en un segundo colchón junto a su mujer, contemplaba la danza de las llamas en el techo. La habitación estaba ya bastante ordenada. Del otro lado de su mujer, en una cesta de ropa, el niño descansaba en silencio, con un débil gorgoteo. Su mujer también dormía, la cara vuelta hacia él, la boca un poco abierta. La lluvia se había interrumpido. Al día siguiente habría que empezar el trabajo. Cerca de él la mano ya gastada, casi leñosa de su mujer, le hablaba también de ese trabajo. Tendió la suya, la apoyó suavemente sobre la mano de la enferma y, poniéndose boca arriba, cerró los ojos.

Traducción
de Aurora Bernárdez