Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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El extranjero
Albert Camus

 

Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: «Madre fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame.» Nada quiere decir. Tal vez fue ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús de las dos y llegaré por la tarde, así podré velarla y regresaré mañana por la noche. He pedido a mi patrón dos días de permiso que no me podía negar con una excusa semejante. Pero no tenía un aire satisfecho. Llegué incluso a decirle: «No es culpa mía». No respondió. Pensé entonces que no debía habérselo dicho. Por supuesto, no tenía por qué disculparme. Era a él más bien a quien correspondía darme el pésame. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por el momento, es un poco como si mamá no hubiese muerto. Después del entierro, por el contrario, será un asunto resuelto y todo habrá revestido un aire más oficial.
Salí en el autobús de las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste, como de costumbre. Todos estaban muy apenados por mí, y Celeste me dijo: «Sólo hay una madre». Cuando salí me acompañaron hasta la puerta. Yo estaba un poco aturdido, porque fue necesario que subiera a casa de Emmanuel para que me prestase una corbata negra y un brazalete. Perdió a su tío hace algunos meses.
Hube de correr para no perder el autobús. Esa prisa, esa carrera, todo ello sin duda, añadido al traqueteo, al olor de la gasolina, a la reverberación de la carretera y del cielo, hizo que me adormeciera. Dormí durante casi todo el trayecto. Cuando desperté, estaba echado contra un militar, que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Contesté «sí» para no hablar más.
El asilo está a dos kilómetros de la aldea. Hice el camino a pie. Yo quería ver a mamá inmediatamente. Pero el conserje me dijo que era necesario hablar antes con el director. Como éste estaba ocupado, esperé un poco. Durante todo ese tiempo, el conserje me habló, después vi al director: me recibió en su despacho. Era un viejecito, con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía demasiado cómo retirarla. Consultó un expediente, y me dijo: «La señora Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba algo y empecé a darle explicaciones. Pero él me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el expediente de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Necesitaba una enfermera. Sus ingresos son modestos. Y, a fin de cuentas, ella era más feliz aquí.» Yo dije: «Sí, señor director». Él añadió: «Sabe, ella tenía amigos, gentes de su edad. Podía compartir con ellos intereses de otro tiempo. Usted es joven y debía de aburrirse con usted.»
Era cierto. Cuando mamá estaba en casa, pasaba su tiempo siguiéndome con los ojos en silencio. Los primeros días de su estancia en el asilo, lloraba con frecuencia. Pero tal era su costumbre. Al cabo de algunos meses, hubiera llorado si la hubiese retirado del asilo. Siempre a causa de la costumbre. Un poco por eso, durante el último año apenas vine aquí. Y también porque venir anulaba mi domingo, sin contar el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de hacer dos horas de viaje.
El director me siguió hablando, pero apenas lo escuchaba. Después me dijo: «Supongo que desea ver a su madre». Me levanté sin decir nada y él me precedió hacia la puerta. En la escalera me explicó: «La hemos transportado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los demás. Cada vez que un pensionista muere, los demás están nerviosos durante dos o tres días. Y se hace así difícil el servicio.» Atravesamos un patio donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Se callaban cuando pasábamos. A nuestra espalda, las conversaciones recomenzaban. Un sordo parloteo de cotorras, diríase. El director me dejó ante la puerta de un pequeño edificio: «Lo dejo, señor Meursault. Quedo a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro se ha previsto para las diez de la mañana. Hemos pensado que podría usted así velar a la desaparecida. Una última cosa: su madre parece que había manifestado con frecuencia a sus compañeros el deseo de tener un entierro religioso. He asumido la responsabilidad de hacer lo necesario. Pero quería ponerlo en su conocimiento.» Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión cuando vivía.
Entré. Era una sala muy clara, caleada y techada de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. Dos de entre ellos, en el centro, sostenían el féretro cubierto con su tapa. Se veían solamente los tornillos brillantes, apenas hundidos, que destacaban sobre la madera pintada con nogalina. Cerca del ataúd, con una bata blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza, estaba una enfermera árabe.
En ese momento el conserje entró detrás de mí. Había debido de correr. Tartamudeó un poco: «La hemos cubierto. Pero desatornillaré el féretro para que pueda usted verla.» Cuando se aproximaba al ataúd lo detuve. Me dijo: «¿No quiere?» Respondí: «No». Se detuvo y me sentí molesto porque comprendía que no habría debido decir aquello. Al cabo de un momento, me miró y me preguntó: «¿Por qué?» Pero sin reproche, como si se informase. Dije: «No sé». Entonces, retorciéndose el bigote blanco, declaró sin mirarme: «Comprendo». Tenía unos hermosos ojos azul claro y la piel un poco rojiza. Me ofreció una silla y él mismo se sentó un poco detrás de mí. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. En ese momento, el conserje me dijo: «Tiene un chancro». Como yo no entendía, miré a la enfermera y vi que llevaba sobre los ojos una venda que daba la vuelta a su cabeza. A la altura de la nariz, la venda estaba plana. Sólo se veía la blancura de la venda en su rostro.
Cuando salió, el conserje dijo: «Voy a dejarle solo». Ignoro qué gesto hice, pero él se quedó de pie detrás de mí. Esa presencia a mi espalda me molestaba. La habitación estaba inundada por la bella luz del final de la tarde. Dos abejorros bordoneaban contra el vidrio del techo. Sentía que el sueño me ganaba. Sin volverme hacia él, dije al conserje: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Respondió inmediatamente: «Cinco años», como si hubiera estado esperando desde siempre mi pregunta.
Después, charló sin tregua. Se habría asombrado mucho si le hubieran dicho que terminaría de conserje en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años, y era parisiense. En ese momento lo interrumpí: «Ah, ¿usted no es de aquí?» Recordé después que antes de llevarme a ver al director, me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla muy rápidamente, porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Fue entonces cuando me dijo que había vivido en París y que le costaba olvidarlo. En París, se puede estar con el muerto tres o cuatro días a veces. Aquí no hay tiempo. Apenas se ha hecho uno a la idea y ya hay que salir corriendo detrás del coche funerario. Su mujer le había dicho entonces: «Calla, no son esas cosas para contar al señor». El viejo había enrojecido y se había disculpado. Yo intervine para decir: «Pero no. Pero no.» Me parecía que lo que contaba venía al caso y era interesante.
En el pequeño depósito, me explicó que había entrado en el asilo como indigente. Como se sentía capaz, se ofreció para ocupar este puesto de conserje. Le hice notar que, a fin de cuentas, era un pensionista. Me dijo que no. Ya me había sorprendido la manera que tenía de decir: «Ellos», «los otros», y más raramente, «los viejos», cuando hablaba de los pensionistas algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero naturalmente no era lo mismo. Él era el conserje y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. Con rapidez, la noche se había espesado sobre el techo de vidrio. El conserje giró el conmutador y quedé cegado por la repentina luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero yo no tenía hambre. Me ofreció entonces traer una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y, al cabo de un momento, volvió con una bandeja. Bebí. Tuve entonces deseos de fumar. Pero dudé porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné; la cosa no tenía importancia. Ofrecí un cigarrillo al conserje y ambos fumamos.
En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su madre van a venir a velarla también. Es la costumbre. Debo ir a buscar sillas y café solo.» Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El reflejo de la luz sobre las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La instalación se había hecho así: O todo o nada. Dejé de prestarle atención. Salió, volvió y colocó las sillas. En una de ellas, apiló las tazas en torno a una cafetera. Después se sentó frente a mí, del otro lado de mamá. La enfermera estaba también al fondo, vuelta de espalda. No veía lo que hacía. Pero por el movimiento de sus brazos, podía deducir que hacía punto. La temperatura era suave. El café me había calentado y por la puerta abierta entraba un olor de noche y flores. Creo que dormité un poco.
Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció todavía más resplandeciente de blancura. No había ante mí ni una sola sombra y cada objeto, cada ángulo y todas las curvas se dibujaban con una pureza que hería la mirada. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran en total una decena y se deslizaban silenciosos en esta luz cegadora. Se sentaron sin que ninguna silla chirriase. Los veía como nunca he visto a nadie y ni un solo detalle de sus rostros o de sus trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y apenas podía creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban un delantal y el cordón que les ceñía la cintura hacía que resaltase todavía más el vientre abombado. Yo no había advertido nunca hasta qué punto las ancianas podían tener vientre. Los hombres eran casi todos delgados y llevaban bastón. Me sorprendía en sus rostros no ver sus ojos, sino tan sólo una luz sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se sentaron, la mayoría me miró e inclinó la cabeza con embarazo, con los labios subsumidos en la boca sin dientes, sin que pudiese yo saber si me saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Percibí en ese momento que estaban todos sentados frente a mí cabeceando, en torno al conserje. Por un momento tuve la impresión ridícula de que estaban allí para juzgarme.
Poco después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en la segunda fila, ocultada por una de sus compañeras, y la veía mal. Lloraba con pequeños gemidos regulares. Parecía que no iba a detenerse jamás. Los otros permanecían como si no la oyesen. Estaban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o su bastón o no importa qué, pero eso era lo único que miraban. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no oírla. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El conserje se inclinó hacia ella, le habló, pero la mujer sacudió la cabeza, musitó algo y siguió llorando con la misma regularidad. El conserje vino entonces a mi lado. Al cabo de un rato bastante largo, me comunicó sin mirarme: «Estaba muy unida a su madre. Dice que era aquí su única amiga y que ahora ya no tiene a nadie.»
Permanecimos un prolongado momento así. Los suspiros y gemidos de la mujer se iban haciendo más raros. Aspiraba fuertemente por la nariz. Finalmente se calló. Yo ya no tenía sueño, pero estaba fatigado y me dolían los riñones. Era ahora el silencio de todas estas gentes lo que me resultaba penoso. De vez en cuando solamente, oía un ruido singular y no podía comprender de qué se trataba. A la larga, terminé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de sus mejillas y dejaban escapar extraños chasquidos. No se daban cuenta, absorbidos como estaban por sus propios pensamientos. Tuve incluso la impresión de que esta muerta, tendida en medio de ellos, nada significaba a sus ojos. Creo ahora, sin embargo, que era una impresión falsa.
Todos tomamos café, servido por el conserje. Después ya no sé. Pasó la noche. Recuerdo que en un momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían encogidos sobre sí mismos. Con la excepción de uno solo que, con la barbilla en el dorso de sus manos aferradas al bastón, me miraba fijamente como si sólo esperase mi despertar. Volví a dormirme. Desperté porque me dolían cada vez más los riñones. Resbalaba el día en la cristalera. Poco después, uno de los ancianos despertó y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo de cuadros y cada uno de sus esputos era como un desgarrón. Despertó a los otros y el conserje dijo que tenían que salir. Se levantaron. El incómodo velatorio les había dejado los rostros cenicientos. Al salir, para mi gran asombro, todos me tendieron la mano, como si esa noche en la que no habíamos cambiado una sola palabra hubiese aumentado nuestra intimidad.
Estaba cansado. El conserje me llevó a su habitación y pude arreglarme un poco. Volví a tomar café con leche, que era muy bueno. Al salir era ya pleno día. Por encima de las colinas que separan Marengo del mar, se extendía un cielo enrojecido. El viento que pasaba sobre las colinas traía hasta aquí un olor de sal. Se anunciaba un hermoso día. Hacía tiempo que no había ido al campo y pensaba cuánto me habría gustado pasearme de no haber sido por mamá.
Esperé en el patio, bajo un plátano. Respiraba el olor de la tierra fresca y había dejado de tener sueño. Pensé en los compañeros de la oficina. A esta hora se estaban levantando para ir al trabajo. Para mí era siempre la hora más difícil. Todavía seguí pensando un poco en estas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo indistintos ruidos detrás de las ventanas y después todo se calmó. El sol había subido un poco más en el cielo: empezaba a calentar mis pies. El conserje atravesó el patio y me dijo que el director quería verme. Fui a su despacho. Me hizo firmar bastantes papeles. Advertí que iba vestido de negro con un pantalón a rayas. Con el teléfono en la mano me dijo: «Los empleados de pompas fúnebres ya esperan hace un momento. Voy a pedirles que vengan para cerrar el féretro. ¿Quiere antes ver usted a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga a los hombres que pueden ir».
Me dijo luego que asistiría al entierro y se lo agradecí. Se sentó detrás de su mesa y cruzó sus pequeñas piernas. Me advirtió que estaríamos él y yo solos, con la enfermera de servicio. En principio, los pensionistas no debían asistir a los entierros. Solamente se les permitía el velatorio: «Es una cuestión de humanidad», añadió el director. Pero en esta ocasión había autorizado a seguir la comitiva a un viejo amigo de mamá: «Thomas Pérez». El director sonrió. Me dijo: «Usted comprenderá, es un sentimiento un poco pueril, pero él y su madre no se separaban. En el asilo bromeaban con ellos, y decían a Pérez: Es su prometida. Y él reía. Esa broma les gustaba. Y la verdad es que la muerte de la señora Meursault lo ha afectado mucho, pensé que no debía negarle la autorización. Pero, por consejo del médico visitante, le prohibí velarla ayer.»
Permanecimos silenciosos largo rato. El director se levantó y miró por la ventana de su despacho. En un momento observó: «Ya está el cura de Marengo. Llega antes de la hora.» Me advirtió que necesitaríamos por lo menos tres cuartos de hora de marcha para llegar a la iglesia que está en el pueblo mismo. Descendimos. Delante del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de ellos tenía un incensario y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular la longitud de la cadena de plata. Cuando llegamos, el cura se incorporó. Me llamó «hijo mío» y me dijo unas pocas palabras. Entró; le seguí.
Vi inmediatamente que los tornillos del féretro estaban completamente enroscados y que había cuatro hombres negros en la sala. Oí al propio tiempo cómo el director me decía que el coche esperaba en la carretera y cómo el sacerdote empezaba sus oraciones. A partir de ese momento, todo sucedió con extremada rapidez. Los hombres se adelantaron hacia el ataúd con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo mismo salimos. Delante de la puerta, había una señora que yo no conocía: «El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí tan sólo que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa su rostro huesudo y largo. Nos pusimos en fila para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los que lo llevaban y salimos del asilo. El coche estaba delante de la puerta. Reluciente, oblongo y brillante, recordaba a un portalápices. Al lado estaba el director del sepelio, bajito, con un traje ridículo, y un anciano con aire embarazado. Comprendí que era el señor Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y ala ancha (se destocó cuando el ataúd pasó delante de la puerta), un traje cuyo pantalón caía enroscado sobre los zapatos y un lazo de tela negra demasiado pequeño para el gran cuello blanco de su camisa. Sus labios temblaban bajo una nariz mechada de puntos negros. Sus cabellos blancos, bastante finos, dejaban pasar unas extrañas orejas colgantes y mal terminadas, cuyo rojo color de sangre en aquel rostro macilento me sorprendió. El director de ceremonias nos asignó nuestros lugares. El cura iba delante, seguido del coche. Alrededor de éste, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y el señor Pérez.
El cielo estaba ya invadido de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba con rapidez. No sé por qué hemos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Me daba calor el traje oscuro. El viejecito, que se había vuelto a cubrir la cabeza, retiró de nuevo su sombrero. Yo me había vuelto un poco hacia su lado y lo miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que con frecuencia mi madre y el señor Pérez paseaban juntos por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una enfermera. Miré el campo alrededor de mí. Las líneas de cipreses que subían a las colinas cerca del cielo, esta tierra rojiza y verde, las casas extrañas y bien dibujadas, me hicieron comprender a mamá. La tarde, en esta región, debía ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante estremecía el paisaje y lo hacía inhumano y deprimente.
Nos pusimos en marcha. Percibí entonces que Pérez renqueaba ligeramente. El coche, poco a poco, ganaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rodeaban el coche se dejó sobrepasar también y caminaba ahora a mi altura. Me sorprendió la rapidez con la que el sol ascendía en el cielo. Me di cuenta que, desde hacía largo rato, el campo resonaba con el canto de los insectos y los crujidos de la hierba. El sudor corría por mis mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de las pompas fúnebres me dijo entonces algo que no entendí. Al mismo tiempo, se enjugaba el cráneo con un pañuelo que tenía en su mano izquierda, mientras levantaba con la derecha el borde de su gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Pega fuerte». Contesté: «Sí». Poco después, me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Repetí: «Sí». «¿Era vieja?» Contesté: «Más o menos», porque no sabía la edad exacta. Después se calló. Me volví y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba balanceando su sombrero con el ritmo del brazo. Miré también al director. Caminaba con mucha dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor perlaban su frente, pero no las enjugaba.
Me pareció que el grupo caminaba un poco más deprisa. Alrededor de mí siempre el mismo campo luminoso ahíto de sol. El brillo del cielo era insoportable. En un momento determinado, pasamos por una parte de la carretera que había sido reparada recientemente. El sol había hecho estallar el asfalto. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su pulpa brillante. En lo alto del coche, el sombrero del cochero, de cuero endurecido, parecía haberse formado en este fango negro. Me sentía un poco perdido entre el cielo azul y blanco, y la monotonía de estos colores, viscoso negro del alquitrán abierto, deslucido negro de las ropas, negro brillante del coche. Todo ello, el sol, el olor de cuero y de los excrementos de los caballos del coche, el del barniz y el del incienso, la fatiga de la noche de insomnio, me enturbiaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más. Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de calor, después dejé de verlo. Lo busqué con la mirada y vi que había abandonado la carretera y tomado campo a través. Comprobé también que ante mí la ruta giraba. Comprendí que Pérez, que conocía la región, tomaba un atajo para alcanzarnos. En la curva se reunió con nosotros. Después lo perdimos. Marchó de nuevo campo a través varias veces. Yo sentía el latido de la sangre en las sienes.
Todo pasó después con tanta precipitación, exactitud y naturalidad, que no me acuerdo de nada. De una cosa solamente: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz extraña que no correspondía a su rostro, una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si vamos despacio, nos exponemos a una insolación, pero si vamos demasiado deprisa, se transpira y en la iglesia uno agarra un catarro.» Tenía razón. No había solución. Guardé otras imágenes de esa jornada: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando, por última vez, nos alcanzó cerca del pueblo. Gruesas lágrimas de nerviosismo y dolor corrían por sus mejillas, pero las arrugas las retenían, se estancaban, se reunían y formaban un barniz de agua en aquel rostro destruido. Hubo todavía la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos sobre las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (un muñeco dislocado, se habría dicho), la tierra color de sangre que rodaba sobre el ataúd de mamá, la blanca carne de las raíces con ella mezcladas, todavía la gente, las voces, el pueblo, la espera ante un café, el ronquido incesante del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que me iba a acostar y dormir durante doce horas.

Traducción
de José Ángel Valente