Abril 2002, Nueva época No. 52 Xalapa • Veracruz • México
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Camus o el combate intolerable
con las palabras* / II y última parte

Olivier Todd

 

Típico de su generación: Camus se adhirió al principio al comunismo y se vio tentado por el pacifismo. La sangre le repugnaba, mientras tantos intelectuales salivaban ante los verdugos y los carniceros. En eso Camus fue atípico, y también como libertario y social-demócrata reformista. El nacionalismo le inquietaba. En El hombre rebelde afirmaba que «la lucha de las nacionalidades se ha manifestado tan importante para explicar la historia como, por lo menos, la lucha de clases». En 1957 apostaba, con reservas, por Europa.22 «No creo en una Europa unificada bajo el peso de una ideología o de una religión técnica que olvide sus diferencias. Tampoco creo en una Europa entregada sólo a sus diferencias, es decir, entregada a una anarquía de nacionalistas enemigos. Si Europa no es destruida por el fuego, se construirá. Y Rusia se unirá a ella, con su particularismo.» ¿Quién hablaba mejor y con más lucidez en Francia? Las intuiciones de Camus resultan ahora más justas que toneladas de tratados y de discursos proféticos. En el socialismo —como George Orwell, pensaba que podría reinventarse—, Camus discernía sin duda una moral cotidiana más que una teoría. A pesar de sus fulguraciones, El hombre rebelde es, en mi opinión, una obra perspicaz y fallida, pero no por las razones escolásticas y políticas avanzadas por Les Temps modernes: sobre las revoluciones y los revolucionarios, Camus explica lo esencial en cincuenta páginas luminosas. Pero mezcla a ello demasiada literatura, filosofía y política: y en eso, es muy francés.
Ante las dudas y la modestia de Camus, no les iría mal un poco de contención y de autocrítica a los que siempre callan ante Martin Heidegger y el nazismo, o la pasión de Michel Foucault por el ayatolá Jomeini.23
Orwell fue más ensayista que novelista, Camus mejor novelista que ensayista. Tuberculosos, ambos murieron a la misma edad. Uno y otro compartimentaban su existencia, y sus círculos íntimos no se solapaban. Célebres, solitarios y solidarios, respondían con la misma asiduidad a sus corresponsales anónimos. Fueron hombres y espíritus libres que aceptaron todos los inconvenientes de una posición heterodoxa de izquierdas. Camus se impuso en París antes que Orwell en Londres. Denunciaron —no estaba de moda en la época— las atrocidades del mundo concentracionario y policiaco de izquierdas o de derechas, la forma en que los comunistas interpretaban la historia después de haberla reescrito. En un ensayo sobre Koestler en 1944, Orwell analizó el «pecado de casi todas las gentes de la izquierda a partir de 1933 [que] habían querido ser antifascistas sin ser antitotalitarios»: «Cuando se ha sido puta una vez, se sigue siéndolo». Muchas prostitutas literarias, filosóficas y políticas tuvieron retiros dignos o indignos. Con Camus y con Orwell, demasiados intelectuales fueron miopes, ciegos, sedientos de poder o de prestigio, y esos miembros de la intelligentsia eran más totalitarios que la gente sencilla. Los dos respetaban a un político, sin idolatrarlo: Orwell admiraba a Aneurin Bevan; Camus, a Pierre Mendès France. Los dos escritores distinguían patriotismo y nacionalismo. De medios diferentes, contaban con una honestidad esencial, evidente a sus ojos, la de los pobres, oprimidos y humillados. Acordándose de su madre, a Camus no le gustaba hacerse servir, pero también porque nunca se curó del sueño de una sociedad que redujese sin cesar desigualdades e injusticias a la sombra cálida de las libertades. Para Camus y Orwell, el pueblo es lo opuesto a lo que imaginaban un Montherlant o un Waugh. Antes, durante y después de la segunda guerra mundial, Camus se comprometió, sin ganas: «El hombre moderno se ve forzado a ocuparse de la política. Yo me ocupo de ella en defensa propia y porque, entre mis defectos más que entre mis cualidades, nunca he rechazado las obligaciones que encontraba». No hizo de la política una religión. Junto a Orwell, su divisa habría podido ser: ¡ay, ni Marx ni la Biblia! Limitándonos a franceses de izquierdas que teorizaron sus rechazos y sus críticas —Claude Lefort, Cornelius Castoriadis, Edgar Morin, Jean-François Revel—, Albert Camus, el más célebre de todos, salvó en Francia el honor de los intelectuales enviscados en una deriva totalitaria.24 Hombre de buena voluntad, de fuerte voluntad, Camus cometió un crimen: frente al comunismo, desartrando, descamando, como dice Jean-François Sirinelli, el clima político, tuvo razón demasiado pronto.
Camus prefirió los libros comprometidos a las literaturas comprometidas, «servicio militar obligatorio», decía. Se quería un artista capaz de adoptar una postura antes que militante que escribe.
Por tres veces subió a las almenas del periodismo. Durante dos años y medio, Camus fue el editorialista más dotado de la prensa francesa, con un estilo y unos valores seguros. Los editoriales de Combat marcan una época, a veces con el énfasis de lo efímero. Para mí, el mejor Camus periodista fue el de Alger républicain. Sabía que el periodismo pasa y la literatura queda. Por eso se alejó del periodismo, lo condenó con algunas razones sólidas y con unas obsesiones excesivas. A Jean Daniel y otros les decía con firmeza que los intelectuales parisienses eran malévolos y que había que vengarse de ellos siendo frenéticamente feliz. Los diez últimos años de su vida fue la víctima de una izquierda parisiense, sincera pero cruel, a menudo deshonesta y arisca, desinformada en el mejor de los casos. En la actualidad no podemos pretender que ese Camus anticomunista era conservador o reaccionario, o entonces, eso significa que su reacción fue justa.
En cuanto a Argelia, el problema es más complejo. Todavía se reprocha a Camus, sobre todo en Argelia, que no presentara árabes o cabilas en su obra. Como muchos de sus compatriotas de cepa europea, Camus no conocía suficientemente a los argelinos, a los musulmanes, a los «indígenas». ¿Es un crimen no escribir sobre lo que uno conoce mal? Mouloud Feraoun habla de los cabilas, no de los árabes ni de los franceses. En un libro muy crítico sobre los franceses de Argelia, Pierre Nora juzgó que Camus, «inconscientemente clavado en el inmovilismo histórico», no podía hacer frente al problema de las relaciones entre europeos y árabes. Nora descubría en El extranjero «la confesión turbadora de una culpabilidad histórica [que] adopta traza de una anticipación trágica». «Los franceses de Argelia, cuyo título ya era provocador en la época —como La guerra de Argelia, de Jules Roy—», dice hoy Nora, «quería ser a un tiempo un ensayo de psicología colectiva y un panfleto en favor de la independencia; en la actualidad sigo pensando que teníamos razón cuando militábamos por ella. En cuanto a Camus, liberal que no tenía nada de “Argelia francesa” en el sentido político y terrorista de la palabra, pero cuyo corazón y cuyas tripas no podían hacer sino revolverse ante la idea del último “abandono”, comprendo perfectamente su desgarramiento interior, y por qué no pudo, en el paroxismo de sus pasiones, hacer otra cosa que inclinarse hacia sus solidaridades fundamentales y proclamarlas. Hasta era una muestra de valor hacerlo.»25 Según Nora, que tiene un estilo claro, muchos comentaristas que se tranquilizan empleando jergas y viendo una sustancia bajo cada substantivo o neologismo, van más lejos y Camus les parece racista.
Tras las huellas de Camus en Argelia, desde Orán a Constantina, me ha parecido que sus jóvenes lectores argelinos se mostraban menos duros que sus mayores. En 1960, en Mondovi, el consejo municipal cambió el nombre de la antigua Rue de la Pépiniere por el de Albert Camus. En 1962, en ese burgo llamado ahora Drean, la arteria principal fue rebautizada como «Feddaoui-Messaoud, mártir combatiente». En Argel o Annaba —la antigua Bône— sugerí que el autor de Nupcias pertenecía al patrimonio argelino. Dentro de diez o de cien años, habrá un bulevar Albert Camus en Argel. Los miembros de la nueva generación, o más viejos, como Mahfoud Boucebci, psiquiatra y camusiano, asesinado en 1994 por los islamistas, aceptaban esa idea. Una nueva generación de críticos universitarios argelinos es más sutil que ciertos franceses. Por ejemplo, Lamria Chetouni, antes en la Universidad de Annaba, ahora en Francia, escribe tranquilamente a propósito de El extranjero, de Meursault y de Camus: «En la novela, el árabe es anónimo, despersonalizado, está aplastado, visto según unos clichés racistas. Albert Camus demostró en sus artículos que, en la vida real, ocurría lo mismo. El autor luchó durante toda su vida contra la injusticia hecha a los árabes de su tierra; emitió señales de alarma contra la lógica de la insensibilidad y de la represión, para poner fin a la exclusión colectiva y a las desigualdades sociales condenando el “loco orgullo europeo”». Lamria Chetouni añade: «Sus testimonios sobre los errores de su propia comunidad representan una denuncia de las ideas tópicas de la sociedad colonial sobre los árabes y constituyen un trabajo de demistificación en su favor». Viendo al escritor excluido y afectado al mismo tiempo, Lamria Chetouni concluye: «Lúcidamente dividido entre dos fidelidades, extranjero y solidario, Albert Camus es víctima, como persona, de las contradicciones sociales en que nació. Y tal vez por eso, tras sufrir la experiencia de ese desgarramiento, por haberlo vivido al revés, los árabes argelinos le rinden hoy el mayor homenaje».26 «Camus es un escritor argelino», afirma uno de los más grandes, Mohamed Dib.27 ¿Podemos pedir a los últimos camusófagos la misma sensibilidad?
Frente al problema argelino, Camus fue legalista y moralista. Incluso si los factores históricos y sociales difieren en profundidad, quería para Argelia lo que todos y cada uno, con Nadine Gordimer al frente, desean hoy para Sudáfrica: la coexistencia con igualdad de derechos; dos pueblos en una nación y un Estado de derecho multirracial. En 1956 era demasiado tarde para meter o reabsorber a Argelia en la República francesa. Camus sabía que sus franceses de Argelia y los de Francia, «incluso si hablaban del mismo paisaje, no siempre hablaban de la misma Argelia», como dice Jean Pélégri. El peso demográfico también llevó a Argelia hacia la independencia, con la toma de conciencia de las elites y de las masas, lo mismo que la política limitada y porfiada de los responsables de Argel o la cobardía de los gobernantes de París frente a los derechos de los árabes y de los cabilas.28
En 1996, el contencioso de Camus con ciertos representantes de la intelligentsia francesa, de derechas y de izquierdas, no ha terminado. Todavía conocen mal su vida, sus compromisos, su evolución. Quienes son hostiles a la personalidad de Camus, o alérgicos a su obra, ¿podrán suspender por fin durante un momento sus juicios perentorios, aceptar, con cierta honradez y un humor cartesiano, jugar al «escolar» antes de volverse «censores» y abandonar sus simplificaciones y prejuicios?
Francis Jeanson, de ideología tan inoxidable como cortés, piensa hoy que su segundo artículo de Les Temps modernes fue «evidentemente superfluo»,29 pero que, en el fondo, su punto de vista era el correcto debido al anticomunismo que, según él, «reinaba» en Francia a principios de los años cincuenta. Para los sartrianos de esa corriente, encerrados en un pensamiento binario, ese anticomunismo era tan condenable como la guerra que en Argelia libraba una Francia que se pretendía democrática. Así pues, Camus pasó, aquí y allá, por un colonialista, partidario del statu quo en Argelia. ¿Cómo puede darse a entender que fue solidario con el empleo del potro o de la tortura porque no firmó peticiones en favor de Maurice Audin, asesinado por los paracaidistas? Camus rechazaba la política carente de moral, que hace sonreír tanto a las derechas como a las izquierdas. Un intelectual no debe comulgar con los políticos que comen todos los días el pan mohoso de la mentira. Se puede rechazar la obra de Camus, pero nadie puede ignorar, simplificar o caricaturizar las posiciones de este hombre, ejemplar frente a demasiados escritores de cualquier orilla comprometidos y fanáticos. Recuerda a los intelectuales la diferencia, fundamental, entre su trabajo y el de los políticos: unos deben crear, comentar y criticar, los otros gobernar. No basta decir que Camus no tenía sin duda disposiciones políticas o que un escritor debe suministrar recetas gubernamentales. La apuesta camusiana afirma que, en el hombre, hay más cosas admirables que despreciables. Nada permite despreciar al hombre Camus y hay numerosas razones para admirarlo, con sus fuerzas y sus debilidades. Su atractiva y cálida bondad —sí, la palabra es obsoleta— humana o social pone en apuros a algunos teóricos. Este ensayo de biografía no es ni una desmitificación ni una hagiografía. No he hecho el catálogo de las buenas acciones de Camus. Sin embargo, son y fueron muchos los que se acuerdan de las atenciones del escritor: tal actor, al que pasaba una renta para que sobreviviese en un asilo, los húngaros que recibieron dinero con su apoyo en 1956…
Camus podía mostrarse tajante o muy desagradable, pero en él la comprensión y la amabilidad prevalecían sobre la arrogancia y la susceptibilidad: vulnerable, fue fiel en la amistad y en el amor, dejando a un lado sus caprichos. Daba más de lo que tomaba. Ardía. Un hombre es también la suma de sus actos públicos y privados, conocidos y anónimos. En última instancia, no puedo explicar por qué el hijo de un bodeguero y de una mujer analfabeta tuvo tantos talentos: el misterio de la creación se inscribe también, invisible, en la biología, en los encuentros, una suma de azares que, de pronto, parecen necesarios. La crítica de las obras no desentraña el secreto irreductible de la creación literaria. Camus definió su forma de encajar su arte, su vida y su moral. «Ninguna gran obra […] se ha fundado nunca realmente sobre el odio o el desprecio. En algún lugar de su corazón, en algún momento de su historia, el verdadero creador termina siempre por reconciliar. Entonces encuentra la común medida en la extraña frivolidad en que él se define. […] Si el artista no puede rechazar la realidad, es que su tarea consiste en darle una justificación más alta. ¿Cómo justificarla si uno decide ignorarla? Pero ¿cómo transfigurarla si uno consiente en someterse a ella?»30 Cada página escrita y conseguida fue una amarga victoria para Albert Camus. Como un eco al «demasiado joven» de Catherine Sintes-Camus, Faulkner afirmó: «Se dirá [que Camus] era demasiado joven, que no tuvo tiempo de acabar… Pero la cuestión no es cuánto tiempo ni qué cualidades sino simplemente qué». A través del lenguaje literario o político y contra él, Camus libró lo que T. S. Eliot llamó «el combate intolerable con las palabras» que «se tienden, crujen, resbalan, perecen». Y a veces quedan para varias generaciones de lectores.

Traducción
de Mauro Armiño