Revista de Investigación Educativa 11
julio-diciembre, 2010
ISSN 1870-5308, Xalapa, Ver
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana
       
     
“Se levanta en el mástil mi bandera…”
Reflexiones en torno al nacionalismo mexicano
       
 

Salvador Sigüenza Orozco

Profesor-Investigador
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)
Unidad Pacífico Sur, Oaxaca

Recibido: 21 de abril de 2010
Aceptado: 14 de junio de 2010

Introducción

Durante el año 2009 impartí el curso Sociedad y Estado en México a alumnos del primer semestre de la licenciatura en Relaciones Internacionales, estudiantes de entre 18 y 20 años de edad en la ciudad de Oaxaca; en el contexto de las fiestas patrias les pregunté qué entendían por nacionalismo e identidad nacional. Algunas de sus respuestas fueron:

  1. El nacionalismo es un sentir de los mexicanos, esforzarse por hacer una mejor nación, y la identidad nacional, sentirse identificado con la nación, ser parte de ella.
  2. Por nacionalismo e identidad nacional yo entiendo que es el amor a nuestro México, que es sabernos mexicanos y lo que nos distingue como tales. Nacionalismo es ser capaces de “luchar” por un país más justo, de querer a México y a los mexicanos, de apoyarnos mutuamente. Identidad nacional es saber que por ser mexicanos, podemos. Es conocer nuestras raíces, nuestra historia, el pasado, el presente y el futuro; es saber por qué somos mexicanos y demostrar que los mexicanos somos los mejores.
  3. El nacionalismo es un sentimiento patriótico que se inculca desde chico, y este nacionalismo te orilla a lo que se entiende por “identidad nacional”, que se puede entender como unidad nacional, esto es, que todos los ciudadanos se sientan “hijos de una patria madre que es el país”.
  4. El nacionalismo es cuando se sienten parte de, o sea, que dan todo por defender su patria. Identidad nacional en México son las costumbres que tiene México, las que lo diferencian de los demás países, pero también son las fiestas o sea sus celebraciones.

El mismo grupo de alumnos aplicó un sencillo cuestionario para tratar de medir los conocimientos cívicos de la gente en la misma ciudad, el cual se empleó en personas con diferente grado de escolaridad (de primaria a universidad) y de prácticamente todas las edades.

Entre las preguntas había dos relacionadas con el inicio y la conclusión de la Independencia. A la interrogación “¿Cuál es la fecha de inicio de la Independencia de México?”, prácticamente todas las respuestas fueron que el 15 o el 16 de septiembre de 1810. Sin embargo, a la cuestión “¿Cuál es la fecha de conclusión de la Independencia de México?”, pocas fueron correctas (la mayoría sólo el año), muchos no contestaron y hubo varias respuestas totalmente erradas. En años se señalaron: 1814, 1817, 1818, 1822, 1823, 1832, 1835, 1848, 1890, 1910, 1911, 1920; en fechas: 16 de septiembre de 1810, 27 de septiembre de 1810, 17 de mayo de 1821, 21 de mayo de 1821, 21 de octubre de 1821, 26 de septiembre de 1910, 27 de septiembre de 1910 con la entrada del ejército trigarante, 10 de febrero de 1920.

Asimismo, se presentó una lista de diez personajes de la historia nacional para identificar a los que habían participado en la Independencia y en la Revolución. Los personajes fueron: Benito Juárez, Miguel Hidalgo, Emiliano Zapata, José María Morelos, Vicente Guerrero, Ignacio Allende, Josefa Ortiz de Domínguez, Porfirio Díaz, Melchor Ocampo y Sor Juana Inés de la Cruz. La mitad de los encuestados ubicó adecuadamente a 5-7 personajes, únicamente el diez por ciento lo hizo con todos y hubo uno que no situó a ninguno. Ante estos resultados, el grupo realizó una reflexión sobre el proceso de aprendizaje de la historia nacional y concluyó que la clave se encuentra en la difusión de la educación básica.

Nación, nacionalismo e identidad nacional

Comprender el proceso de construcción de la identidad nacional y su significado implica acercarse a los conceptos de nación y nacionalismo. La nación puede definirse como una construcción mental colectiva elaborada a partir de elementos subjetivos y objetivos que una comunidad comparte: territorio, historia, cultura, costumbres, lengua. Sin la noción de pueblo la nación no se explica, requiere el soporte de conjunto que le otorga la colectividad. Al ser un fenómeno ligado a una creencia colectiva, para ella es fundamental que todos y cada uno de sus integrantes participen de dichos elementos, apropiándoselos.

El concepto de nación suele asociarse al de Estado, pero son diferentes. El Estado moderno es una entidad política soberana sobre un territorio definido, que ejerce el poder a través de un conjunto de instituciones. Entre las funciones del Estado se encuentran: mantener relaciones con otros Estados, reconocer derechos de ciudadanía a sus habitantes y brindar integración económica; si dichas funciones se complementan con el sentimiento endogrupal de la nación, se aproxima a la actual concepción teórica del Estado-nación. Éste favorece la homogeneidad cultural y política de la población, así como la coincidencia de las fronteras territoriales del Estado y la nación, que se requieren recíprocamente: el Estado precisa de la nación para utilizar sus elementos culturales en la formación de una cultura única (que se llama nacional), tutelada desde aquél a través de políticas públicas; la nación necesita la estructura estatal para reivindicarse a sí misma, frente a otras naciones, por medio de su manifestación política y oficial (Smith, 1976: 266).

La nación, fenómeno social colectivo construido, elabora y recurre a una ideología moderna –el nacionalismo– que suele cimentarse en referentes no modernos; los elementos compartidos por la colectividad –su identidad nacional, alusión constante del nacionalismo– generalmente aluden al pasado (Recalde, 1994: 62-67; Gellner, 1998: 165). La nación no es una realidad natural sino una representación simbólica de carácter ideológico y con aceptación social, la cual requiere del nacionalismo como proyecto cultural y político, compacto y homogéneo, que interviene en la legitimación del Estado.

Habitualmente los movimientos nacionales se originan y reproducen a partir de centros urbanos, en los que se encuentran mayores oportunidades educativas y las diferencias socioeconómicas se hacen más notables que en el campo. Sin embargo, muchas imágenes y referencias de tales movimientos proceden precisamente de las sociedades a las que se pretende nacionalizar: iconografía nostálgica e idealizada de virtudes de campesinos y de grupos populares.[1]

Por lo que toca al concepto de identidad, se refiere al proceso de identificación y formación de la personalidad en relación con otros individuos, mediante el cual nos apreciamos diferentes de determinados grupos con los que nos relacionamos. Y la identidad nacional es la validez que la comunidad de un Estado-nación concede a ciertos elementos (recuerdos, símbolos, valores, mitos), aceptándolos como supuestos universales en situaciones determinadas, representándolos y reinterpretándolos. El concepto de identidad nacional se entiende a partir del tejido histórico que vincula nación y Estado; en la construcción de cada identidad nacional se hallan dos elementos fundamentales: los mitos y recuerdos compartidos –pasado común– y el sentido histórico de la tierra de origen ocupada por la nación (Smith, 1998: 62).

Ciertos análisis acerca de la nación y el nacionalismo admiten las dimensiones, más sociológicas que históricas, de sociedad premoderna y sociedad moderna: esta última crea la identidad nacional acorde con el fenómeno de Estado-nación, mientras que la sociedad premoderna o étnica posee una identidad étnica o tradicional. Existen determinados rasgos que caracterizan a la etnia y al Estado-nación. Ambos grupos son comunidades culturales con un sentimiento endogrupal, tienen características culturales comunes, compartidas y distintivas –lengua, mitos de origen, pasado histórico– y se relacionan con un territorio específico. Pero la nación cuenta con leyes que definen derechos y obligaciones ciudadanos, está integrada económicamente y tiene una relación concreta con el territorio; mientras el vínculo de la etnia con el territorio es bien histórico. La categoría etnia se aplica para identificar unidades socioculturales específicas; es un grupo interrelacionado que ha construido una identidad social a partir de componentes étnicos (conducta, lengua, tradición, formas de organización, costumbres y normas, sistemas de organización). Dicha identidad es la que permite al grupo diferenciarse de otras colectividades (Díaz-Polanco, 1988; Dietz, 1999).

Adicionalmente, se puede considerar que la nación posee ciertas características que las etnias suelen no tener: cultura pública y generalizada, economía unificada y prácticas liberales –en tanto formas democráticas de participación pública. Considerando lo anterior, es posible señalar que la identidad nacional se define a partir de un amplio grupo social ciudadano establecido a partir de una idea general y conjunta de destino, con nexos políticos (igualdad de derechos y obligaciones) y una misma lengua. En dicha sociedad, nacional, existen grupos económicos y culturales que realizan tareas de dirección. La identidad nacional es una construcción que el estado nacional emprende, con el fin de homogeneizar a toda la población de un territorio determinado, brindando preferencia a contenidos lingüísticos e históricos cuya estandarización plantea el desuso de las lenguas y costumbres que no se consideran “nacionales”. Es decir, las étnicas.

Cuando los miembros de una comunidad se identifican y se movilizan con base en elementos “comunes” establecidos desde las elites, nos encontramos ante una nación como comunidad sociológica real y ante una identidad nacional como fuerza social verdadera. No hay nación sin conciencia nacional –representación colectiva creada por las elites– que se actualiza continuamente y confiere una disposición a comportarse tal como se espera de un elemento del colectivo nacional. Con ello se reafirma el carácter popular de la identidad nacional y la nación; es decir, son viables como fenómeno social colectivo.

El nacionalismo, ideología moderna responsable de la construcción del Estado nacional, es un fenómeno social en el que va implícita la incorporación masiva del pueblo a la política mediante diferentes mecanismos y procesos; esto conlleva la difusión de una lengua como modo generalizado de comunicación, así como los aspectos sociológicos e ideológicos de lealtad hacia la comunidad. Así, se puede afirmar que, como se concibe en la actualidad, el nacionalismo es exclusivo porque no acepta la lealtad a otro igual. Suele ser compatible con otras lealtades siempre y cuando se le reconozca carácter supremo, tarea desarrollada por el Estado nacional por medio del sistema de administración pública; entonces es posible albergar identidades múltiples y mantener lealtad a las mismas a partir de situaciones y contextos específicos: conmemoraciones cívicas, rituales locales, viajes al extranjero.

El nacionalismo es versátil y tiene usos variados. El concepto se ha estudiado desde diferentes disciplinas, lo que ha arrojado diferentes interpretaciones y explicaciones: se le ha calificado como proyecto político para legitimar el poder (Recalde, 1994: 62-67) y como ideología de masas fundamentada en un discurso (Juaristi, 1997: 2-9); también como nostalgia imaginada, invención proyectada hacia el pasado (Aguado, 1997: 18-21); incluso se explica como un estado de conciencia colectiva en el que se reiteran singularidades, privilegios y derechos de un pueblo (Guibernau, 1996: 2). Además de moderno, el concepto de nacionalismo es voluble. Por su adaptabilidad Aguado (1997) lo llama “patología rigurosamente moderna” y Lafaye “forma patológica del sentimiento nacional” (Milenio Diario, 31 de julio de 2002: 26). Tal vez la patología justamente consista en la pretensión de someter en exclusiva la conciencia de los ciudadanos, sin admitir otras lealtades simultáneas. Lo que diferencia a los “nacionalistas”, a la “ideología nacionalista” de quienes no lo son pero comparten una identidad y un sentimiento nacional, es esta reivindicación de exclusividad.

La naturaleza del nacionalismo para retornar al pasado le brinda carácter peculiar como fenómeno actual: buscar en lo antiguo, rastrear las raíces, determinar elementos que permitan nacionalizar a un grupo étnico utilizando componentes del mismo. La desarticulación de las etnias en algunos de sus contenidos, para incorporarlos a la nación, funciona como mecanismo de persuasión que facilita la incorporación.

El nacionalismo adquiere significado político en tanto se presenta como discurso colectivo que moviliza a la gente. Al ser consecuencia de una práctica estatal, la gente, más que pensar a la nación, actúa como tal. Así, por ejemplo, se van constituyendo rasgos de personalidad colectiva que conforman un sentido de identidad por medio de valores que se aceptan como propios y auténticos –es decir, heredados–; entre ellos se encuentran el folklore, los ritos, los mitos, las costumbres, las canciones populares y la lengua. Todos forman parte del conjunto de la identidad nacional y se repiten preferentemente de manera colectiva, ya en instituciones como la escuela o por medio de actos públicos y masivos.

El origen clasista de los sentimientos nacionales y sus formas narrativas, que requieren de un lenguaje específico, implica que haya personas que pueden no interiorizar dichas narrativas tal como se propagan: la exposición a discursos nacionalistas no implica forzosamente su aceptación. Por eso son importantes las formas visuales de los nacionalismos, que se integran en una esfera pública nacional con dimensiones narrativas y materiales que avalan las filiaciones de lugar. “El Estado y los medios de comunicación pueden intentar reducir y rearticular selectivamente formas de cultura popular a través del folklore y las culturas de masas, mas estas reapropiaciones toman procesos y artefactos culturales de una cultura popular relativamente autónoma”. (Radcliff, 1999). Así, el Estado interviene y estimula la amalgama de expresiones populares y oficiales, confiriéndoles un aura de mestizaje; lo que implica el surgimiento de aparatos de disciplina (la escuela) y de poder productivo que se involucran localmente para fortalecer su idea de nación.

Pero, ¿por qué terminar con la diferencia?

Uno de los motivos para homogeneizar y unificar la cultura es considerar que una sociedad “igual” va a permitir llevar a cabo tareas de desarrollo, integración y regeneración con la participación de “todos”: si todos participan en elecciones, asisten a la escuela, o tienen derecho a ambas cosas, el bienestar social como propósito se encuentra más próximo. El Estado cumple con uno de sus objetivos y al mismo tiempo se legitima, al brindar a todos la “posibilidad de” participar en la vida pública y en la toma de decisiones. El establecimiento de mecanismos de estandarización –como un sistema educativo masificado– pretende convertir a la población en una nación real en la medida que comparte valores y principios, aunque habite territorios que cultural o históricamente nunca hayan estado relacionados. Estos territorios, “vacíos de nacionalidad” al estar ocupados por grupos étnicos, se nacionalizan mediante una estrategia que apunta a la integración territorial y a la ciudadanización de sus habitantes. Ahora se trata de construir un ciudadano que actúe y participe en la sociedad en la que se (le) involucra, tarea en la cual tiene mucho que ver la participación del Estado, ya sea a través de la escuela o por medio de las instituciones y la transmisión de valores, según la edad de su potencial ciudadano.

En el caso de sociedades étnicas, diversas culturalmente y con diferentes condiciones sociales de vida, el primer paso sería la asimilación a la cultura del grupo dominante, entendiéndola como incorporación a la construcción nacional concebida por y desde el Estado. En dicha asimilación se pueden señalar dos aspectos: la incorporación a la vida nacional y los contenidos que se van a privilegiar en esa incorporación. Ejemplo de lo anterior se produce cuando el Estado se propone incorporar minorías étnicas al proyecto nacional por medio de la educación, seleccionando la información que la escuela va a comunicar para conseguirlo.

La transición de la sociedad étnica a la nacional consideró la eliminación de los elementos de la vieja cultura que limitaban o retrasaban la formación de una nueva comunidad (como la lengua o las tradiciones), aunque también recuperó algunos contenidos de dicha cultura (como restos de la cultura material) para utilizarlos en la creación de la ideología nacional. Desde el poder y utilizando los mecanismos del Estado, esta doctrina se socializa y consolida a través de diferentes mecanismos entre los que sobresalen la burocracia pública y sobre todo las redes de comunicación social: la educación de masas y los medios masivos de comunicación.

El paso de sociedades coloniales a sociedades nacionales se caracterizó por una serie de condiciones entre las que destacan: 1. La necesidad de educar a una sociedad pluricultural y multilingüe en las novedades culturales que implicaba la nación, recurriendo a la escuela, los símbolos, el arte, las ceremonias, incluso el urbanismo. 2. El deber de forjar al ciudadano responsable de sus actos, mediante la educación cívica que lucha contra los prejuicios y las supersticiones. 3. La irrupción de las masas en la escena pública, que indujo a redefinir el pueblo para incorporarlo a la política. 4. La relación entre el contenido ideal universalista de la nación y lo autóctono y específico, como el indigenismo. 5. La aparición del Estado en la vida pública como actor supremo y omnipotente. Considerando estos aspectos, a continuación se realiza una aproximación al nacionalismo mexicano.

México: El nacionalismo liberal y posrevolucionario

Las revoluciones liberales y de independencia que se dieron en América Latina durante el siglo XIX, pusieron especial énfasis en la instrucción ciudadana acerca de derechos y obligaciones individuales, así como en la transmisión de valores para crear una conciencia nacional y un imaginario colectivo novedoso. A la educación se le asignó un protagonismo esencial para transformar las nuevas sociedades independientes, a partir de los principios ilustrados de libertad e igualdad, transmitidos por un sistema escolar público.

En el caso de México, a lo largo de dicho siglo se consideraron diferentes criterios para otorgar a los habitantes del país la categoría de ciudadanos y así participaran en la vida política del país: en ocasiones fue la mayoría de edad a los 21 años, en otras el hecho de contribuir a la hacienda pública y en otras más el hecho de saber leer y escribir.

Entre los mecanismos a los que se recurrió para crear e implantar en la conciencia de la gente los valores que se consideraban nacionales, estuvieron la educación cívica, la enseñanza de la historia, el uso de catecismos políticos, la creación y propagación de símbolos y fiestas de carácter nacional, estos dos últimos desde espacios públicos. Existe una gran cantidad de textos que dan cuenta de la conformación histórica de lo nacional y la disputa política por los símbolos que se consideraba representaban a lo mexicano, en especial textos como el de Favre (1994: 32-72) y Tutino (1997: 531-562), quienes consideran que a mediados del siglo XIX en México no había nación.

Respecto a los intereses particulares de grupos o sectores de la sociedad en la disputa por la nación, Connaughton (1995: 281-316) señala las conmemoraciones de un mismo acontecimiento en diferentes fechas, como el festejo de la independencia nacional, cuyo proceso inició el 16 de septiembre de 1810 y concluyó el 27 de septiembre de 1821. A mediados del siglo XIX se celebraba en ambas fechas (los liberales el día 16 y los conservadores el 27) y había quienes la conmemoraban el 12 de diciembre, alusión directa a la religiosa aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego.[2] Fue a partir del último tercio del XIX, con el triunfo liberal, que el 16 de septiembre se institucionalizó como la fecha oficial de la independencia nacional. Poco tiempo después se hizo evidente el uso, desde el poder, de los festejos cívicos como parte de un proyecto político. Así se manifestó en el Centenario de la Independencia, celebrado tanto en la última administración del gobierno de Porfirio Díaz (1910) como por el régimen surgido de la Revolución (1921), en una señal de clara ruptura con el llamado viejo régimen. Ambos casos muestran el manejo de la memoria como conmemoración política y discurso histórico; más aún, llama la atención el hecho de que los revolucionarios hayan decidido celebrar “su” Centenario en una fecha que, considerando lo que apunta Connaughton, lo hubieran realizado los conservadores. Los festejos de 1910 representaron la culminación de una visión evolucionista de la historia, que también era monumental e ignoraba la existencia de la población indígena. A partir de la Revolución predominó una visión antropológica y cultural del país, en la que territorio y población serían fundamentales en la construcción del carácter nacional, que es popular a la vez (Lemperiére, 1995: 317-352).

El proceso de construcción nacional que se estimuló después de la Revolución, recurrió al mestizaje para articular el nuevo proyecto de nación. En los años veinte Manuel Gamio señalaba la igualdad de las razas y la validez de todas las culturas, aunque reconocía la importancia del mestizo en la cultura nacional; esta idea ya la habían planteado Luis Cabrera y Andrés Molina Enríquez, para quienes el carácter mestizo de la cultura nacional era resultado de padre español y madre indígena; de esta manera, en la Conquista se situaba el origen de la cultura nacional. Dicha concepción propició el desarrollo de una mitología que inspiró gran parte del nacionalismo oficial durante el siglo pasado, el cual recuperó

elementos del liberalismo democrático al tiempo que (construyó) un Estado corporativista y proteccionista. En este modelo se ligó a la nacionalidad con una raza y con una cultura, la cultura mestiza, y se adoptó un régimen modernizador, proteccionista, corporativista y unipartidista. (Lomnitz, 1993: 192)

Políticamente, el discurso del nacionalismo mexicano abrevó en el liberalismo del XIX y en la Revolución, elaborándose con base en ambas etapas. El nacionalismo revolucionario derivado de la Revolución Mexicana que inició en 1910, paulatinamente se convirtió en una revolución institucionalizada con un partido único y un Estado corporativo que vio en la educación un derecho social irrenunciable pero también una forma de control y sujeción. Durante mucho tiempo este Estado exigió a sus ciudadanos una lealtad que en muchos casos no era correspondida; el control ideológico de la población se mantenía a través de mecanismos –como la educación y los sindicatos– que, en el caso de los sectores indígenas, se materializaban a través de prácticas paternalistas y de carácter asistencial. La concentración del poder político y la desigualdad económica incidieron para que dicho proyecto tuviera algunas modificaciones, las cuales, si bien no se tradujeron en igualdad social, han permitido en las últimas tres décadas cierta intervención de sectores antes marginados en el diseño de políticas públicas que les atañen directamente.

La educación básica y la transmisión del nacionalismo

En la política de construcción nacional desde la escuela, se pueden identificar cuatro elementos distinguidos por Smith como componentes de la construcción de la identidad nacional (Smith, 1998: 61-80). Dichos elementos han sido utilizados en el sistema educativo mexicano para implantar y consolidar la conciencia nacional entre la población:

  • Los aspectos sociales y culturales que transmiten las identidades nacionales.
  • El trazo de los contornos de la tierra natal.
  • La conmemoración de los muertos.
  • La retórica y la iconografía de la exhortación.

Los aspectos sociales y culturales mediante los que se transmiten las identidades nacionales. Se trata de los mapas cognitivos[3] a través de los cuales la patria se integra y adquiere sentido; los recuerdos sociales que permiten conmemorar a los muertos ancestrales y realizar la apología de su abnegación, la inspiración que en los vivos provoca evocar a los muertos, funcionando como referente moral colectivo. La insistencia en los atributos de la patria estimula que el recuerdo se afiance. El mapa cognitivo se activa con la información que el individuo recibe de su entorno y se refuerza con la acción que lleva a cabo en él; aunque suele ser resistente al olvido, el paso del tiempo lo debilita si la persona no interactúa con su contexto.

El trazo de los contornos de la tierra natal. Definir los límites de la tierra natal permite constituir la conciencia de territorio como parte de la nación, tarea que recurre a mecanismos como: hacer históricos los sitios naturales; otorgar carta de naturalización a los espacios históricos, que se glorifican transformándose en altares y sitios de peregrinación; conceder carácter étnico al paisaje, que se convierte en parte de la comunidad, además de propiedad y expresión de un pueblo. En este último aspecto influye la creación de escritores y artistas, la difusión que efectúan los medios de comunicación masiva, la realización de viajes y la práctica del turismo.

Anderson (1997) señala que los mapas son esenciales para el trazo del perímetro de la nación ya que refieren con precisión un espacio territorial determinado, sus fronteras o bordes. Suelen encontrarse en las escuelas y representar diferentes aspectos: ecológicos, políticos, demográficos, étnicos, geográficos. Los mapas nacionales establecen en la mente una realidad inasequible que, como parte de la educación cívica, se debe conocer simbólicamente –el mapa simplifica la información– ya que el territorio que representa es el que acoge a todos los que “somos semejantes” y vivimos bajo las mismas normas.[4]

La conmemoración de los muertos. El pasado y el presente se vinculan por medio del parentesco, que implica continuidad; se logra por medio de sitios de recuerdo y rituales de conmemoración que otorgan a la colectividad sentido de antigüedad, dignidad y orgullo por la tierra propia.

Los fundamentos de este tipo de conmemoraciones son: tumbas y monumentos de los ancestros y de héroes, tradiciones en funerales, aniversarios, tipos de sepulcro, ceremonias, liturgias, cenotafios, cementerios colectivos, ritos, museos y sitios del pasado. La invocación de los muertos fomenta la reverencia y la veneración, que permiten invocar sentimientos excepcionales, exteriorizar la dicha y el sufrimiento de la colectividad por los difuntos gloriosos, crear un sentido inclusivo de parentesco y hasta de fraternidad –nacionales somos todos– y llegar a considerar a difuntos como depositarios de la nación misma –como en el caso judío.

La retórica y la iconografía de la exhortación. La exhortación recurre a la moral para señalar que la virtud, el valor, la sabiduría y la abnegación de los héroes funcionan como ejemplo e inspiración para los vivos. La moral patria y las cualidades de los hombres ilustres se exaltan, su comportamiento es digno de imitación, evitando caer en excesos y situándolos en su justa dimensión para ser más trascendentes.

La expansión del sistema educativo se orienta a erigir y sustentar la nación como elemento de adhesión social, el Estado organizado es quien financia dicho sistema, utilizado como palanca política del nacionalismo que difunde (Anderson, 1997: 164-165). Por medio del mismo se promueve el igualitarismo y se impulsa la formación ciudadana. La educación en una lengua específica (nacionalismo lingüístico) fortalece la tendencia hacia la cultura oficial. El sistema educativo masificado, sustentado en contenidos y valores nacionalistas, pretende crear una conciencia ciudadana para el ejercicio de derechos y deberes ciudadanos, lo que a su vez conforma un Estado-nación estable al que se le guarda lealtad como forma de pertenencia masiva infundida por medio del civismo (Smith, 1976: 169-170). Así, el sistema educativo uniforme inculca sentimientos de igualdad, estandariza y unifica bajo una lengua determinada, facilita la administración y homologa a la población, tornándola –en teoría– más leal. La educación es un mecanismo de vehiculación de la lengua, la cultura y los sentimientos nacionales (Pérez-Agote, 1993: 7-21). Más aún, inicia a los miembros de la sociedad en las creencias colectivas, en sus valores y su particular significado, es decir, en el aprendizaje mismo de lo que significa ser miembro de una comunidad (Gurruchaga, 1990: 103-122). En otras palabras, el papel de la escuela es aprender lo nuevo y olvidar lo viejo.

La escuela pretende construir una identidad nacional basada en la enseñanza de elementos culturales (el castellano, la historia nacional, el civismo y los derechos constitucionales básicos), en la realización de fiestas y ceremonias cívicas y en la convicción del respeto a los símbolos nacionales (la bandera, el escudo y el himno). De manera simultánea y como resultado de la acción local de los maestros y de la escuela, paulatinamente se valoraron ciertos rasgos de las culturas vernáculas (como la indumentaria), primero a nivel local y después –de manera enfática a finales del siglo XX– como parte de la diversidad cultural del país. Es decir, al mismo tiempo que se divulgaba la identidad nacional se generó un sentimiento de identidad étnica, con algunos de sus valores aceptados por la escuela –es decir, por el Estado– y otros, fundamentalmente la lengua, rechazados.

La identidad nacional forzada resquebrajó la identidad étnica y, al mismo tiempo, recuperó algunos de sus contenidos. El vigoroso impulso a la escuela como institución transformadora y la repetición de esta idea, provocó que se asumiera como una verdad generalizada. La política educativa homogeneizadora y nacionalizadora que se injirió en la identidad de los grupos étnicos diferenciados, consiguió parcialmente sus objetivos porque había una identidad étnica primigenia cuyos contenidos se conservaron. Algunos de éstos fueron aceptados paulatinamente por el discurso oficial, efecto no contemplado inicialmente y que se reforzó durante el último cuarto del siglo XX. La articulación entre las culturas locales y la nacional conllevó la probable desarticulación interna de las primeras, pero sus actores presentaron alternativas que pudieron negociarse con base en sus capacidades; los límites de la sociedad y la cultura se concibieron en el contexto de la construcción de la hegemonía, implicando la pugna por “la invención de una tradición” que se afirmó como rasgo distintivo de una comunidad real o “imaginada” (De la Peña, 1998; Hobsbawm, 2002).

Las lealtades primordiales, entendidas como lazos socioafectivos generados en la socialización primaria (familia, comunidad), se “retiraron” del espacio de lo público (ya fuera que se refugiaran o que se volvieran contrahegemonías). Su sitio fue ocupado por las lealtades hacia el Estado y su lógica simbólica –inédita o recreada– que transmite formas específicas de pertenencia y valores modernos y liberales, como la igualdad y la individualización, posibilitados por el Estado mediante un sistema que los garantiza y reproduce.

Las prácticas cívicas

La conformación del calendario cívico mexicano principió, prácticamente, desde los primeros años de la guerra de Independencia. Sin embargo, fue durante el primer tercio del siglo XX que se empezó a consolidar y difundir el conjunto de efemérides propagado anualmente por la escuela mexicana; asimismo, se generalizó la realización del homenaje a la bandera todos los lunes, celebración en la que además habitualmente se ha entonado el himno nacional, se ha realizado el juramento a la bandera y se han pronunciado discursos de carácter histórico y cívico, encaminados a definir los criterios básicos de acción y conducta del “buen mexicano”. Las fechas que se refieren a “los grandes momentos de la historia nacional” han sido de particular importancia, representando con énfasis los rituales patrios: la lucha de Independencia, las batallas desencadenadas por las intervenciones extranjeras (primordialmente la de los Estados Unidos y la francesa de 1862-1867), la Revolución Mexicana, el natalicio o sacrificio de los “padres fundadores” de la patria y de los responsables de su constitución como Estado, además, por supuesto, de las solemnidades que se realizaban a los símbolos de la nación: la bandera y el himno nacional. Durante décadas, a todo lo largo y ancho del país, estos festejos y celebraciones transmitieron la idea de la patria como unidad, esperanza y camino para el progreso; en dicha propagación los discursos oficiales, las conductas públicas de los funcionarios así como las imágenes y los símbolos de la historia nacional y de lo nacional en sí, se colocaron en el centro de la historia nacional, llegando a tener como principal mecanismo de difusión la escuela y la labor de los maestros.

Más aún, en un hábil mecanismo de suplantación, surgieron y se reprodujeron los altares a la patria en los que, al igual que los altares religiosos, los héroes nacionales se mostraban en mesas, pequeñas plataformas, repisas o simplemente en la pared, envueltos en un aura de fervor cívico con flores, listones, cadenas de papel y bandas de matiz tricolor. Estos altares de santos “laicos” han sido un arquetipo ejemplar alrededor del que gira el discurso que exhorta y conmina, representan el paradigma de lo justo y lo ideal, son el espejo en el que se aspira que los mexicanos se asomen y sean, por lo menos, un pálido reflejo. Por ello, los festejos y las solemnidades nacionales han incluido –hasta el día de hoy– un ceremonial extenso, abundante en piezas literarias, música y discursos, que puede apreciarse en escuelas, plazas y municipios; esta construcción ha alcanzado su cúspide en la construcción del “mes de la patria”.

En la actualidad, por disposiciones reglamentarias de la SEP, en todas las escuelas de educación básica (preescolar, primaria y secundaria) continúan efectuándose esas ceremonias, en las que cada lunes participan más de veinte millones de alumnos. A esto habría que agregar lo que este protocolo implica en la formación que han recibido sucesivas generaciones de mexicanos, ya que la celebración de los citados honores fue institucionalizada a partir del México post revolucionario y se fueron difundiendo conforme las escuelas oficiales se esparcieron por todo el territorio nacional.

La creación del libro de texto gratuito (1959) fue elemento fundamental en la consolidación del civismo y de la identidad nacional, ya que dotó al Estado mexicano de un mecanismo que Vasconcelos y Calles habían anticipado. El primero con la creación de la SEP y los departamentos de Bibliotecas, Escolar y de Bellas Artes; además de dos divisiones temporales que se ocuparon de la Alfabetización (cuyas actividades se redujeron a una campaña con ese nombre) y de la Enseñanza Indígena (enseñar el castellano, las primeras letras y “buenos hábitos” a los indígenas, para incorporarlos a la cultura nacional). Calles, con el famoso Grito de Guadalajara –julio de 1934– en el que afirmó que la mente de los niños y jóvenes pertenecía a la Revolución.

El libro de texto gratuito es la presencia del programa oficial e institucional en el salón de clase. A partir de su creación impactó significativamente el proceso de enseñanza-aprendizaje, en especial las ediciones de Lengua nacional e Historia, cuyos contenidos, la reiteración de los mismos y su respaldo en imágenes, fortalecieron el proceso de construcción de la identidad nacional: en un país que hacia 1960 contaba con ocho millones de analfabetas y una población en edad escolar primaria de poco más de cinco millones de niños, la distribución gratuita de un manual escolar cuyo uso además resultaba obligatorio y su carácter era único, abonó a apuntalar la construcción de la unidad nacional iniciada desde la segunda mitad del siglo XIX, pero cuyo alcance se había circunscrito a las clases privilegiadas y a las clases medias, distribuidas en los principales centros urbanos del país. La educación en las regiones habitadas por campesinos e indígenas, cuya instrucción escolar había sido poco atendida y se había caracterizado por una fuerte socialización de sus costos (a través de los maestros municipales y la construcción o adaptación local de espacios como aulas), tuvo un impulso significativo con los libros de texto gratuitos, con los programas de infraestructura educativa y con las acciones encaminadas a la formación y actualización de docentes; esfuerzos que se formalizaron sistemáticamente a nivel nacional a partir de las décadas de los cincuenta y sesenta.[5]

Durante medio siglo los manuales de historia y lengua cada año han atravesado ríos, escalado montañas y recorrido valles y mesetas para ingresar, además de a escuelas y casas (ha sido el único material impreso con acceso garantizado a prácticamente todos los hogares mexicanos), a la mentalidad del mexicano y conformar un criterio nacionalista con una política común del lenguaje y, lo más importante, con un pasado único y homogéneo. Las primeras ediciones de estos textos señalaban con claridad el objetivo de inculcar en los niños el sentimiento de los deberes hacia la patria, de la que serían ciudadanos.

Entre los objetivos de la educación básica se encuentran alfabetizar a la población para resolver los problemas en el hogar y en el trabajo, así como servir como base para el aprendizaje posterior; por lo tanto, se cuenta con mecanismos y procedimientos específicos para certificar lo aprendido, a fin de que los sujetos se inserten y asciendan en un sistema educativo en el que aprenderán determinadas competencias y en el que son fundamentales los hábitos de asistencia y permanencia escolares. Sin embargo, en contextos indígenas hay una diferencia notable entre lo que la escuela certifica y lo que los niños saben –aprendido en el entorno familiar y comunal–; por ello es posible afirmar que desde la atalaya educativa se pueden apreciar y analizar determinadas relaciones entre la formación del Estado y las prácticas cotidianas locales, lo que incluye la percepción social del valor de la escolaridad, por muy elemental que sea, y el peso que ésta puede llegar a tener –y llega a tener– en la vida cotidiana, como en el nombramiento de cargos públicos municipales.

La norma educativa oficial y su certificación es recibida y reinterpretada dentro de un orden local existente, en el que la experiencia escolar cotidiana es selectiva y significativa en la formación de quienes pasan por la escuela, pero no es necesariamente determinante; a pesar de que comunica interpretaciones de la realidad y orientaciones valorativas, como afirma Rockwell:

La progresiva escolarización de la sociedad ha afectado pautas de la vida cotidiana, como son la residencia, la alimentación, la recreación y el trabajo infantil. Ha desplazado compromisos económicos y sociales en función de una nueva jerarquización. Asimismo, ha modificado concepciones familiares sobre el comportamiento y el futuro de los hijos. (Rockwell, 2005: 25)

La acción de la escuela, con resultado al exterior del espacio físico ocupado por la institución, produce transformaciones en la cultura cotidiana. Los contenidos y elementos definidos centralmente como parte de una política pública que tiende a nacionalizar y a socializar, provocan que las demarcaciones culturales entren en un proceso en el que se modifica su relación con el territorio, la identidad es sumergida en procesos de hibridación resultado de nuevas formas de sociabilidad y de relaciones políticas (nacientes formas de juntarse/excluirse, de reconocerse/desconocerse). Paulatinamente se implanta un nuevo imaginario y lo público adquiere una composición diferente, con procesos en los que la comunicación masiva va a ser un espacio decisivo no sólo en la redefinición de lo público, sino en la construcción nacional.

La escolarización va a proporcionar una matriz común, sustentada en la paulatina ampliación de la matrícula escolar, la –en ocasiones muy lenta– reducción del analfabetismo, la tendencia a masificar la educación y el carácter prescriptivo de la misma a través de la disciplina escolar. La riqueza simbólica de la escuela permite transmitir la experiencia cotidiana de integración a la nacionalidad; pero, ¿qué sucede con los contenidos locales de las culturas, particularmente la memoria?

Memoria e historia

Para introducir el tema aislaré deliberadamente memoria comunitaria e historia nacional, a fin de examinar los elementos que las componen y contribuir a un mejor análisis de la forma en que se relacionan y vinculan en situaciones concretas y cotidianas.

La memoria comunitaria[6] es el conjunto de valores, normas, rasgos culturales, formas de creencia, usos y costumbres, presentes en las prácticas y en los procesos comunitarios de los pueblos indígenas. Éstos cuentan con una personalidad colectiva, una identidad comunitaria que se evidencia en su lengua, su cosmogonía, sus tradiciones, sus costumbres y sus formas de organización. Lo anterior implica la transmisión de valores grupales, la visión sacralizada de la realidad, el respeto a las autoridades comunales, el uso (en ocasiones exclusivo) de la lengua indígena. En este caso, la memoria se comunica a través de sistemas orales de producción del conocimiento, que se acumula y transmite de manera intergeneracional. Al ser de carácter oral, colectivo e histórico, no necesita una institución oficial para aprenderse, se aprehende con la lengua y las prácticas habituales de la vida misma –la familia, la comunidad– que la afianzan cotidianamente ya que, como afirma Pitarch, es una categoría de experiencia (Pitarch, 2002: 237-250). Los principales elementos que caracterizan este tipo de registro son:

Memoria comunitaria

Oralidad

Identidad comunitaria

Conocimiento oral intergeneracional

Tradición popular oral

Vida cotidiana

Uso de lengua indígena

No es necesaria la alfabetización

En cuanto a la historia nacional,[7] está compuesta por los rasgos transmitidos oficialmente como la lengua nacional y la historia patria; habitualmente tiene un soporte escrito (el libro y en especial el libro escolar de texto gratuito), se comunica por medio de instituciones (como la escuela) y es afirmada por funcionarios (como los maestros), lo que permite su repetición, expansión y afianzamiento. Esta historia es parte de una política de Estado, es decir, los contenidos educativos son parte de una política pública oficial que socializa y nacionaliza de manera hegemónica, entendiendo con Gramsci que el Estado no es sólo un control burocrático sino un todo que comprende la cultura de un pueblo determinado. Al construirse una concepción hegemónica se acepta la construcción del poder preeminente de un grupo, cuyos criterios y valores se aceptan generalmente, orientados socialmente y codificados con base en sus intereses[8] (Gramsci, 1975, tomo 6, cuaderno 25). La hegemonía admite el consenso en torno a un régimen particular, sustentado en la ideología y la centralidad de unos principios culturales sobre otros (Lomnitz, 1995: 47-53). La caracterización del concepto de historia utilizado en este estudio puede apreciarse, sintetizado, a continuación:

Historia nacional

Lecto-escritura

Identidad individual-nacional

Conocimiento institucional con soporte escrito

Formas escritas y cultas

Sistema educativo oficial

Uso de lengua nacional

Necesidad de alfabetización

Los elementos de memoria e historia están articulados, se vinculan y relacionan realizando un intercambio a partir de intereses y perspectivas locales, que pueden ser motivadas por el entorno físico o humano. La memoria se sustenta en una sociedad de actores colectivos, miembros de una comunidad con valores de grupo; la historia se respalda en individuos legalmente iguales y teóricamente homogéneos, que participan en un proceso de socialización basado en el sistema educativo oficial. La hegemonía con la que se puede caracterizar a la historia, respaldada por el Estado, provoca que al mismo tiempo que hay dominio la memoria resista, sobre todo porque el control y la subordinación no son sinónimo de lealtad genuina.

Entonces, la escuela y los procesos a ella ligados (castellanización, alfabetización, certificación de conocimientos prescriptivos, legitimación de competencias “para la vida”) van a permitir que los elementos de la historia nacional, respaldados por el aparato estatal, se acumulen, relacionen o sobrepongan con/a los conocimientos de la memoria comunitaria. La masificación de la escuela será el dispositivo principal en el proceso de difusión e implantación de la idea de Estado, así como en la paulatina construcción del entramado institucional.

Así, se puede identificar a la historia como resultado del colosal esfuerzo del Estado-nación por crear un “pasado memorable” de carácter institucional, estatalizado. Por otra parte, la memoria de los pueblos indígenas es un registro oral, amplio y no institucional, que tiene fuerte arraigo si se reconoce a la tradición como algo arraigado en el pasado. Uno de los sitios en el que de manera masificada y sistematizada ambas se van a “encontrar” es la escuela, por lo que dicho espacio va a permitir agregar o desagregar elementos de ambos registros, con diferentes medidas de aceptación, tolerancia o rechazo hacia la lengua, la indumentaria, las costumbres y las formas locales de organización. El siguiente cuadro permite considerar este planteamiento.[9]

Memoria comunitaria (*) Historia nacional

Oralidad (*) Lecto-escritura

Identidad comunitaria (*) Indentidad individual-nacional

Conocimiento oral intergeneracional (*) Conocimiento institucional con soporte escrito

Tradición popular oral (*) Formas escritas y cultas

Vida cotidiana (*) Sistema educativo oficial

Uso de lengua indígena (*) Uso de lengua nacional

No es necesaria la alfabetización (*) Necesidad de alfabetización

La oralidad, en tanto instrumento horizontal al que todos tienen acceso, es un elemento importante para reproducir la memoria; además, supone acercamiento e intimidad, relación directa, contacto, persuasión. Al transmitirse la oralidad se conserva, a diferencia de lo pictográfico y escrito, que puede ser destruido. Los componentes de la oralidad son lo cotidiano, la memoria, las ideas; que integran “la clandestinidad profunda de lo propio” (Martínez, 2003: 61). Por su bajo nivel tecnológico, la palabra hablada cuenta con un margen de relativa impunidad y anonimato, al ser única en momento, público y lugar. Es el modelo de reproducción de la vida y la fuente primaria de comunicación, que riñe frente a lo escrito. Sin embargo, como los documentos escritos son la base de la relación con el Estado y, por lo tanto, con el mundo de la historia, y que mediante lo escrito se negocia parte de la justicia cotidiana, el proceso de aprendizaje de la lecto-escritura se implementa porque es un auxiliar en la reproducción del pensamiento y en el establecimiento de relaciones sociales. Es decir, la lecto-escritura es un instrumento comunicativo mediante el cual se tienden puentes que permiten librar los ríos de las diferencias culturales; aunque dicho contacto está dirigido a transformar determinadas tradiciones locales o regionales, particularmente la lengua. Asimismo, la escritura permite el empoderamiento de regímenes basados en la historia escrita que, por lo tanto, también son regímenes de olvido; Garzón (2005) lo señala con claridad: “Quien tiene el poder del relato y del discurso, y en las sociedades con escritura el poder del alfabeto, es quien monopoliza la voz que crea memoria. Se trata de un poder relacionado con el poder político, o que incluso es parte del mismo poder político” (:3).

Un sistema oral se articula con profundidad histórica y se vincula de manera fundamental con la lengua y con sus modificaciones, así como con procesos simbólicos. Franco (1997) llama a dicho sistema “enciclopedia tribal”, la cual reproduce saberes sociales: los estructura, los ejecuta, los conserva y los transmite. El sistema oral y, por lo tanto, la lengua, generan comunidades, forjando solidaridades particulares (Anderson, 1997); no hay pensamiento social sin la presencia de este sistema lingüístico convencional.

Existen diferentes formas de manifestaciones orales (mito, canto, oración) cuya construcción es semejante pero no es la misma, son diferentes maneras de construir el medio oral y, por lo tanto, de construir mensajes. Así, el mensaje permite que la oralidad actualice las claves que usa como materia prima para producir señales especiales las que, al transmitirse, se convierten en tradición y se sostienen de manera generacional. Es decir, la construcción, la práctica y la difusión del saber, le otorgan sentido y le brindan carácter creativo a las prácticas simbólicas en cuya construcción interviene la oralidad (Franco, 1997).

Además del lenguaje, existe otro elemento como medio de expresión y comunicación: la imagen, que también es un marco, una convención social de la memoria. Lo que se ve generalmente no se cuestiona, pues demuestra lo certero. La imagen “ilustra, identifica, dice y comunica”, reproduce lo que se es: se erige en un discurso preelaborado que se sujeta a diversas interpretaciones. El recuerdo de una imagen depende de la “fuerza” con la que es lanzada, previa definición de cuántas y cuáles imágenes; considerando que el marco de pensamiento del niño es estrecho, y que en dicho marco los acontecimientos se vuelven “sensacionales”, las imágenes repetidas y reiteradas se vuelven elementos dominantes que quedan grabados en la mente con mayor profundidad que aquellos elementos que no se reiteran o cuya repetición no es sistemática.

Aunque oralidad e imagen forman parte de la conducta comunitaria, en el caso de la historia se puede afirmar que junto al uso de imágenes predomina la lengua escrita (nacional, por supuesto). Entonces, en el nivel de la oralidad de la memoria se perfila la lecto-escritura de la historia. La capacidad de imprimir textos permite su reproducción masificada, el uso exclusivo de dicha facultad por un Estado educador representa, al mismo tiempo, la posibilidad de estandarización y unificación social. La educación escolarizada es un elemento de vehiculación de la lengua y la cultura, que va a iniciar a los miembros de la sociedad en el conocimiento de los valores y criterios de la vida pública, conocimiento transmitido por la enseñanza de la historia. Así, el potencial enriquecimiento del repertorio bilingüe colectivo es desplazado por la relación asimétrica entre lenguas, que implica expansión de una y desplazamiento de la otra; esto genera una tendencia a la subordinación pero también fenómenos de resistencia lingüística en los que se dan procesos de reestructuración, de apropiación y de incorporación (Hamel, 1995).

Los eventos cotidianos de contacto y las prácticas lingüísticas concretas posibilitan la apropiación forzada de novedosos procedimientos discursivos y códigos lingüísticos; primero por medio de la escuela y de los aparatos de organización jurídica y política, después y de manera más generalizada en situaciones de contacto con instituciones y agentes externos. Los maestros van a introducir estructuras discursivas nuevas (pase de lista, actas, protocolos, informes, memorias) o técnicas de argumentación, por lo que el trabajo escolar, además de ser un medio disciplinario, se convierte en un mecanismo organizado con base en una racionalidad curricular y se erige en un instrumento de control externo. Los profesores y los nuevos dirigentes, que son intermediarios entre las dos culturas, van a insertarse en procesos de apropiación, adoptando un comportamiento verbal y cultural acorde con la nueva realidad.

El proceso de relación entre memoria comunitaria e historia nacional, tiene espacios sociales y condiciones históricas en las que las prácticas de ambas se producen, se negocian y se confrontan; existen terrenos por los que las mismas se definen y circulan, se expresan y transforman ya sea de forma verbal, simbólica o textual. Como la historia nacional construye, modifica, estructura y sujeta la memoria de la comunidad, este nuevo diseño de cosas, que descalifica tradiciones, va a redefinir condiciones de reinvención. Las nuevas formas de poder, de trabajo y de conocimiento, generan tensiones entre prácticas culturales nacionales y locales, pudiendo provocar a largo plazo interpenetración e hibridación entre lo local y lo nacional; en otras palabras, hay una relación de hegemonía y subordinación, que a su vez genera contextos de dominación o de insubordinación. En ambos casos (memoria e historia), la supresión de los recuerdos y por lo tanto del pasado –o de parte del pasado– erradica identidad; por el contrario, la recuperación de aquéllos restituye identidad. Sin embargo, cabe apuntar que al ser procesos culturales subjetivos y sociales, memoria e historia tienen primordializaciones, recurren a prácticas culturales habitualizadas y rutinizadas que existen al interior de sus grupos, a partir de ellas se conciben diferencias específicas que van a codificar una determinada praxis cultural que se estandariza.

El registro colectivo (ya sea de la memoria o de la historia) escenifica conmemoraciones y celebra rituales, que se convierten en puntos de contacto entre grupos sociales diferentes y que se traducen en momentos ideales para hacer evidentes las relaciones entre grupos, lo que comprende aproximaciones y distanciamientos. En estos escenarios, durante el desarrollo de estos ritos, los emblemas, símbolos y alegorías adquieren forma, cualidad y carácter, generando recuerdos no necesariamente iguales para todos los grupos ni para los miembros de cada grupo.

La importancia del rito reside en que codifica, decodifica y recodifica contenidos y representaciones culturales, volviéndolas transmisibles en un espacio específico. Al promover el recuerdo del pasado y actualizarlo, las ceremonias colectivas coinciden con la memoria colectiva. Por ello cabe señalar que el rito es un sustento fundamentalmente visual y con carácter repetitivo, que presenta una carga simbólica para actores y testigos; al portar símbolos, el rito es fundamental en la relación que se establece entre ambos (protagonistas y espectadores). Dicho mecanismo de representaciones, además de posibilitar la transmisión de mensajes y de proponer comunicación, hace viable la reinterpretación de la información.

También cabe apuntar el sentido de apropiación popular del folclore (tradiciones, costumbres y creencias), presentes en los dos tipos de registro señalados, aunque la construcción del mismo puede provocar lecturas diferenciadas y el surgimiento de contrahegemonías y hegemonías alternativas. Las costumbres (fiestas, rituales, ceremonias) y en mayor medida los relatos (cuentos, leyendas, canciones) tienen una composición comunal, proceso lento que se efectúa de generación en generación; y una recreación comunal que, por ejemplo, sucede cuando un individuo compone una canción y la comunidad la reelabora, otorgándole gradualmente características comunales. Así, al mismo tiempo que estos elementos culturales pueden caracterizarse como variables (de una comunidad a otra), también adquieren estabilidad; es decir, las formas persisten aunque el contenido varíe. Una vez que ambos rasgos están reunidos, dichas formas manifiestan la cultura y le conceden validez a sus atributos, enseñando y conservando el apego y la aprobación hacia un modelo de conducta. El material que integra el folclore puede tener un origen anónimo pero ésta es una circunstancia, es tradicional pero discurre por un proceso que incorpora, valida y transmite; además la colectividad –con un trabajo anónimo– tiene papel central en la transmisión activa, basada en las normas comunitarias. Los elementos de la cultura, nacional o comunitaria, tienden a folclorizarse a través de similares procesos de construcción y, sobre todo, de reproducción, en los que son importantes el origen, el uso real y el sentido evidente que tienen en y para la comunidad.

A manera de conclusión

El presente trabajo tiene que ver con la construcción de identidades y de sistemas de legitimación y, en particular, se refiere a la construcción de la identidad mexicana como una política de Estado y la forma en la que se relaciona con comunidades indígenas, las cuales cuentan con una memoria previa y generan lo que Lomnitz (1995) califica como ideología localista. Dicha política de Estado determinó el establecimiento de una norma cultural y un modelo que se consideró paradigma de lo propio y particularmente mexicano; es decir, un capital cultural que privilegió determinados valores considerándolos supremos y con expresión única, en detrimento de otras memorias y otros sentimientos.

Sin embargo, los procesos de nacionalización crearon transformaciones culturales, ya fuera a través del reforzamiento de las identidades locales, el renacimiento de identidades negadas durante cierto tiempo, la recuperación de contenidos étnicos, la hibridación de las culturas e incluso la desterritorialización de las mismas, aspecto este último en el que mucho ha tenido que ver la migración (Mantecón, 1993).

Dicho proceso puede identificarse con lo que Geertz (2005) llama interacción entre cambio institucional y reconstrucción cultural, donde el nacionalismo selecciona determinadas formas culturales establecidas en particulares contextos que, al extenderse como adhesiones generales, genera tensiones de los grupos en el seno de la sociedad nacional. Esta relación entre adhesiones comunales y adhesiones políticas va a provocar conflicto entre sentimientos primordiales y sentimientos civiles. Por un lado está el apego primordial de la existencia social, basada en vínculos inefables y obligatorios en un entorno de afinidad natural; por otra parte está la sociedad moderna, fundamentada en la adhesión a un estado civil estructurado en la ideología y la vida institucional (Geertz, 2005: 230).

Los sentimientos primordiales y los sentimientos civiles no están colocados en una oposición directa e implícitamente evolutiva como en el caso de las dicotomías teóricas de la sociología clásica (solidaridad mecánica y solidaridad orgánica, sociedad rural y sociedad urbana). La historia de su desarrollo no consiste simplemente en la expansión de una clase de esos sentimientos a expensas de la otra; la incorporación es la parte crucial del proceso, es más fácil percibir el cambio de mentalidades que documentarlo.

Una vez considerado lo anterior, tiene sentido analizar la cultura en espacios regionales internamente diferenciados, lo que permite afirmar que la caracterización de las culturas comunitarias depende de su inserción en una sociedad nacional indefinible, en la que el proceso de mestizaje extrae las comunidades de su cultura de origen sin asimilarlas a la cultura dominante. El mestizaje se convierte en un imaginario de la nación ligado a una “etnicidad ficticia”, organizada en torno a la idea homogeneizante de raza y nación (Lomnitz, 1995; Radcliff, 1999: 54). Debido a que la reacción del subordinado será de adaptación y resignificación, recurriendo a procesos y mecanismos semejantes de conservación y transmisión de determinados contenidos culturales propios, el grupo étnico y la nación terminan agrupándose por una identificación, en el fondo, ficticia, ya que recurren a una identificación que reinterpreta y actualiza situaciones, a partir de imaginarios (Dietz, 1999).

Sin embargo, como el poder del Estado es modificado o procesado en cada contexto local, el regionalismo va a ser la respuesta a la marginación (real o simbólica). La acción institucional, principalmente la de la escuela, va a provocar el surgimiento de espacios de representación y de esferas de la imaginación, de imaginarios correlativos que se explican mutuamente. Los profesores van a ejercer un papel de intermediarios (de poder y culturales), mediadores entre las necesidades del Estado nacional y las situaciones reales y cotidianas de los campesinos; de dicha relación deriva un poder con cualidades culturales complejas. Muchos docentes van a ejercer una suerte de caciquismo sobre todo porque su presencia se va a dar en territorios sin nacionalizar, es decir, donde se carece de una estructura institucional burocratizada (Lomnitz, 1995: 382).

En cuanto a la escuela, es una de las instituciones en las que el Estado se apoyó para formalizar la existencia de la esfera pública, transmitiendo tradiciones culturales que son espacio de conflicto, pero también de incorporación y reapropiación del patrimonio cultural nacional y universal; como institución organizada, comunica ideas y lleva a cabo determinadas acciones, realiza prácticas y modos específicos de decir/hacer/pensar. Es decir, la educación difunde procesos de significado y de poder al tiempo que disemina prácticas. Una de sus funciones públicas es la enseñanza de la historia, utilizada como instrumento de unificación y formación de ciudadanía; en la escuela liberal, la historia se configuró como saber nacional, como materia cargada de patriotismo y como ciencia social. En esta labor, el proceso educativo va a redefinir identidades, construir tradiciones y diseñar legalidades; el soporte escrito –libro– le va a ayudar a construir una tradición nacional, que contiene funciones políticas y de legitimación.

A diferencia del conocimiento sustentado en la oralidad, el transmitido en la escuela va a permitir la interacción entre lo oral, lo escrito y lo visual; lo que va a consentir el predominio del medio escrito como “lo más adelantado”, con el consiguiente desplazamiento o desvalorización de otros medios. Los modos orales de conservar y transformar el saber serán apartados o rechazados, privilegiando los originados por la difusión y usos de la escritura, del alfabeto y de la imprenta. Con esto, la escuela insertará prácticas sociales de lectura, escritura y cálculo, recurriendo a estrategias y modos –como la retórica o la memoria– que van a permitir almacenar, conservar y difundir conocimiento utilizando medios orales, escritos y visuales.

La escuela va a provocar una alta valoración del español como lengua escrita, lo que implica el poco prestigio de la lengua indígena ya que generalmente carece de escritura. Los que saben una lengua indígena sólo tienen dominio oral de la misma, no saben leerla ni escribirla. Por eso se va a enfatizar la adquisición de la lecto-escritura desde primer grado, aunque los alumnos no dominen oralmente el español; por eso mismo va a haber una norma estándar del español en los libros de texto, con tendencia sistemática a la corrección. Así, en las culturas orales el contacto con la alfabetización va a otorgar la capacidad de escribir y se va a erigir en un mecanismo de poder. Lo anterior es un proceso de larga duración en el que lo escrito –en interacción con lo oral/visual– se extiende e impregna el mundo del derecho, la economía, la religión, la administración y la vida cotidiana. La cultura escrita y la mentalidad letrada se erigen en los soportes de la nueva forma de organización social, sustentada a su vez en la alfabetización y en la escolarización certificada (Viñao, 2001: 164).

Una de las consecuencias de los procesos de escolarización es la confrontación y negociación entre procesos tradicionales, folclóricos y populares, por un lado, y por otra parte sistemas legales modernos, estatales y coloniales. Es una compleja y dinámica interacción de normas cotidianas y legalidades externas, proceso de mediano plazo en el que se va a reivindicar la diversidad cultural y étnica, resultado de la validez de la experiencia y del universo conceptual de grupos subordinados, que tienen formas propias de cultura y de conciencia.

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[1]. A partir de imágenes tradicionales se han construido estereotipos que transmiten una serie de valores implícitos, de tal manera que actualmente se suele identificar a muchas nacionalidades con determinadas imágenes.

[2]. Entre la variedad de textos sobre el guadalupanismo, hay dos que reflexionan sobre el tema con rigor histórico: Edmundo O’Gorman (1986). Destierro de sombra: luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac. México: UNAM. Jacques Lafaye (1977). Quetzalcóatl y Guadalupe: la formación de la conciencia nacional en México. México: FCE.

[3]. Jean Piaget (1896-1980) realizó una serie de estudios que le permitieron reconocer cuatro estadios en el desarrollo cognitivo del niño, relacionado con actividades del conocimiento (pensar, recordar, reconocer). La psicología ha profundizado en el concepto de mapa cognitivo, y en 1973 David Stea lo definió como: “el constructo que abarca aquellos procesos que posibilitan a la gente adquirir, codificar, almacenar, recordar y manipular la información sobre la naturaleza de su entorno. Esta información se refiere a los atributos y localizaciones relativas de la gente y los objetos del entorno, y es un componente esencial en los procesos adaptativos y de toma de decisiones espaciales.”

[4]. A finales del siglo XVIII, con la disminución del espíritu explorador y el desarrollo del nacionalismo, en varios países europeos se emprendieron detallados estudios topográficos de carácter nacional. El mapa topográfico de Francia data de 1793; el Reino Unido, España, Austria, Suiza y otros países siguieron su ejemplo. En el siglo XX la cartografía experimentó importantes innovaciones técnicas. Los mapas son documentos históricos y sociológicos: los nazis los usaron con fines propagandísticos al servirles para demostrar la “amenaza” que suponían los polacos y los europeos orientales, mayores en población que el pueblo alemán al que “rodeaban”. La realización de mapas y las circunstancias en que se elaboraron son temas de estudio académico, pueden explicar determinados aspectos de la mentalidad de su época.

[5]. Me refiero a programas como el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE, 1944), el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio (IFCM, 1944); el primero destinado a incrementar y mejorar la infraestructura educativa en el país, el segundo, a mejorar la preparación docente de los maestros en servicio. Aunque si bien surgieron en la década de los cuarenta, su mayor presencia y cobertura se dio en los años cincuenta y sesenta. La Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos (CONALITEG, 1959) ha incrementado su producción editorial desde el año en el que se creó.

[6]. Este concepto lo he elaborado a partir de mi experiencia familiar y personal, así como mi formación académica. Familiar porque desciendo de indígenas mixes, quienes se han desempeñado como principales en el pueblo de San Pedro y San Pablo Ayutla. La experiencia personal se refiere a mi relación con indígenas zapotecos durante la realización de la tesis de licenciatura (1990-1992), así como el trato con diferentes pueblos indígenas de Oaxaca durante los años que colaboré en el Instituto Oaxaqueño de las Culturas (1993-1999).

[7]. Para explicar lo que entiendo por historia nacional, tomo como punto de partida mi formación como profesor y mi experiencia en la SEP.

[8]. Gramsci afirma que la unión de las clases dirigentes se da en el Estado por lo que su historia es la de los Estados y grupos de Estados, unidad que resulta de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Por su parte, las clases subalternas carecen de unificación y su historia está ligada con la de la sociedad civil, aunque es al mismo tiempo una fracción desligada de la misma.

[9]. Con el signo (*) he querido señalar la relación entre ambos elementos, no es una cuestión de suma (+) o resta (-), trato de referirme a elementos conectados en un espacio que genera praxis cultural.