La recurrencia de las esferas o los espejismos
de América Latina y Occidente
 

Miguel Espejo

Con cierta frecuencia, quien se aproxima a indagar los problemas de América Latina, su realidad histórico-social, en un plano que trascienda la perspectiva particular de los numerosos países que la componen, debe interrogarse primero acerca de la verosimilitud de su existencia y sobre la consistencia en que se apoya el nombre. Pero con mayor frecuencia todavía son muchos los autores que no resisten la tentación de simplificar esta compleja, variada y múltiple realidad a un denominador común, como si el nombre bastase para constituir definitivamente y fijar para siempre una entidad que está haciéndose y modificándose. Sin duda, es imposible lograr un mínimo develamiento de esta vasta realidad si previamente no se reconocen los diferentes segmentos que conforman esta parte del continente americano. A la existencia de una América india, de otra blanca y de otra negra (para retomar la distinción efectuada por Fernand Braudel, en su ejemplar Civilización material, economía y capitalismo) deben agregarse todas las otras "américas" que se derivan de sus respectivas combinaciones.

    Para poder hablar con alguna coherencia sobre las profundas y ambiguas relaciones que ha mantenido América Latina con Occidente sería necesario saber primero, y con cierta precisión, qué se entiende por estos sustantivos. América Latina, al margen de su impronta gala, es un concepto cuyo significado puede decir alternativamente demasiado o demasiado poco. La desmesura misma del continente, que después de cinco siglos no ha podido ser enteramente abolida ni controlada, incita a la vaguedad. América Latina no es aún una entidad claramente verificable, sobre todo a partir del afianzamiento del Estado-nación y la aceleración del desmembramiento que sufrieron las antiguas colonias españolas. Sin embargo, su realidad dista mucho de ser una pura invención del lenguaje o una mera convención geográfica. La relativa precariedad con que la región se encuentra articulada no significa que sea una entelequia forjada por la arbitrariedad y el azar. América Latina no es una organización federativa, producto de la suma de los distintos países, ni un ámbito lingüístico y cultural homogéneo, sino más simplemente, y ante todo, una historia; una historia que se diferencia de las demás en que ha sido deliberadamente buscada.
 

La invención de América

Uno de los rasgos más notables que puede observarse en los distintos países del mundo de hoy, sobre todo en los subdesarrollados, es la coexistencia de diversas sociedades en su seno. A las antiguas y arcaicas estructuras rurales se han ido agregando, como si se tratara de un movimiento geológico, capas provenientes de otra historia y de otra dimensión. En biología se dice que las especies conservan siempre algún rasgo de su etapa anterior; en el ser humano, la salinidad de la sangre es el testimonio de su antigua pertenencia al mar. En el plano histórico, sin ánimo de forzar los términos, sucede algo parecido. La modernidad se asentó sobre instituciones centenarias o milenarias y sobre organizaciones que debieron padecer enormes cambios en su búsqueda de adaptación. Una inextricable y vasta superposición combina, en el mundo contemporáneo, aldeas con empresas transnacionales, tribus con Estados que intentan edificar, sobre poblaciones informes o al menos diversas, algo que adquiera la fisonomía de una verdadera nación. Paradójicamente, en muchos países, la nación es todavía un objetivo final, pese a que nos encontramos viviendo en una sociedad planetaria. La famosa "aldea global" de Mac Luhan se verifica con claridad en todas las catástrofes y actos bélicos que sacuden al planeta. Tanto la llamada guerra del Golfo como el desastre de Ruanda o las hambrunas de Somalia se dan la mano en la representación continua que se hace de los acontecimientos. No existe ya ningún lugar que no sufra una mixtura de alta tecnología, creencias ancestrales que a veces bordean el fanatismo o "racionalidades" insaciables de explotación y comercialización que, en un furor frenético, devastan la tierra.

    Este fenómeno de sociedades superpuestas, que se encuentra en el mundo entero, incluso en los países altamente tecnificados, justamente ha comenzado de manera sistemática en América, cuando Europa movilizara un sector importante de sus energías, para lograr su invención. Es por América que comienza (y concluye) la mundialización del planeta y la hegemonía de Occidente, que desde aquella época no ha cesado de afirmarse. La conquista significó, en un primer momento, la abolición de una sociedad por otra, de una cultura propia por una externa, de una lengua nativa por una lengua extranjera. Este gran proceso de sustitución prefiguró lo que ocurriría, con menos intensidad, por toda la tierra. En relación al caso americano, para España fue imprescindible también, antes de entregarse a la explotación desenfrenada de metales, que Europa necesitaba casi del modo en que alguien al borde de la asfixia necesita oxígeno, emprender la supresión de los dioses. La escasez de metálico que paralizaba a la economía europea, debida principalmente a la gravitación del imperio otomano y del mundo islámico, fue un motivo importante en toda la historia del "descubrimiento". Por añadidura, el catolicismo militante es el rasgo más marcado que España deja en América.

    Ahora bien, ¿qué puede o debe entenderse por Occidente, por la civilización que construye América y la coloca bajo su égida, dotándola de existencia y simultáneamente privándola de autonomía? En un sentido, Occidente sería incomprensible sin América, tanto la del norte como la del sur; incomprensible su tenaz voluntad para proyectarse sobre el planeta e integrarlo a un único modo de organización. Sin embargo, en la actualidad, luego del derrumbe del imperio soviético, y antes con el surgimiento de Estados Unidos como primera potencia, Occidente ha dejado de ser el conglomerado de naciones europeas que, identificadas con el cristianismo, encontraran sus raíces en la civilización helénico-romana, para convertirse en una suerte de sinónimo de las sociedades industrializadas, regidas por una economía de mercado. Esta asimilación de un modo de producción económico a una civilización posee graves inconvenientes teóricos y conceptuales, al punto que algunos autores han intentado situar a Japón en la esfera de Occidente. En todo caso, es preferible restringir el significado del término y designar con él a la Europa del Renacimiento y a los países que emprendieron la conquista de América y, posteriormente, la colonización del planeta. Hoy por hoy, Occidente se encuentra en todas partes y en ninguna.

    Nunca antes una civilización había osado imaginar, y hasta sus últimas consecuencias, el dominio del mundo. Esa Europa es la que se ha prolongado nítidamente en América del Norte, casi al mismo tiempo que se producía la Revolución industrial en su seno. Resulta evidente que la denominada Revolución industrial produjo profundas modificaciones en todas las sociedades del globo y sus efectos aún ahora no se terminan de sentir ni de medir, pese a que nos encontremos viviendo ya, según algunos autores que minimizan el peso del pasado, en una sociedad post-industrial, cibernética, e incluso más allá de la modernidad. A esta transformación en el terreno económico y en la producción masiva de bienes, se suma la búsqueda de nuevos fundamentos en la legitimación del poder. La Revolución Francesa, como bien se sabe, tuvo una amplia influencia a nivel mundial, pero especialmente en la América hispánica.

    Este denso movimiento histórico que ha transcurrido en los últimos quinientos años (y que las celebraciones de España apenas han develado) ha permitido la articulación de los sitios más remotos de la tierra a unos escasos centros de decisión. Este período, igualmente, establece el límite de las relaciones entre América y Europa. El Orbis novus no es sólo un eufemismo de América, sino una realidad que comenzaba a cambiar todos los puntos de referencia. Europa nunca había dispuesto anteriormente de un espejo tan claro para confrontarse y para medir el alcance de las propias fuerzas. Todos los conflictos que habían acaecido en el interior del Orbis terrarum gozaban al menos de códigos comunes de significación. Por el contrario, el conflicto que envolvió al continente, que hasta ese momento carecía de nombre, con Europa, se realizó bajo características completamente inéditas. En algunas oportunidades se ha señalado que los contactos que tuvieron los vikingos con el mundo americano han carecido de real importancia, principalmente porque Europa no estaba en condiciones de asumir la tarea de modelar y domesticar a América; es decir, no estaba preparada para inventarla. Aun considerando la enorme proyección de Occidente sobre el conjunto del planeta, América se manifiesta por derecho propio y por excelencia como el continente que es continuación de Europa, una extensión, en el sentido cartesiano, que terminó por configurar un nuevo mundo.

    Las sociedades precolombinas no sólo recibieron el pesado sello de la lengua y la religión, sino que Europa nunca se colocó ante otras civilizaciones y continentes con la misma seguridad de conquista, de abolición del otro y de ejercicio de su propia identidad. Quizás existan algunas exageraciones, pero resulta por demás ilustrativo internarse en los escritos de Fray Bartolomé de las Casas, especialmente en su Relación de la destrucción de las Indias, redactada apenas treinta años después de la conquista de México. Desde un comienzo los principales actores percibieron la importancia decisiva del número para lograr la ocupación efectiva de estas tierras inconmensurables. El obispo De las Casas estaba preocupado, atinadamente, por la justicia que los nativos merecían, pero también por la disminución acelerada de la población indígena.

    El verdadero "desafío americano" por parte de Europa ocurrió, en realidad, hace algunos siglos, cuando tuvo que movilizar, particularmente la península ibérica, todos los efectivos de los que era capaz. Si bien una cantidad importante de hombres estaban inmovilizados por la lucha contra el turco, no se puede desestimar el gran esfuerzo que hubo que realizar para enviar esos contingentes a tan larga distancia. La colonización de África, salvo excepciones, no implicó un desplazamiento significativo de la población europea, como ha sucedido en América. El Viejo Continente siguió expulsando hombres hacia América hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, la ocupación de estas extensas tierras tenía un sentido distinto en el siglo XVI, que la colonización de África en el siglo XIX. El continente africano, a su turno, tuvo una importancia decisiva como proveedor de hombres. No es casual que la esclavitud como sistema se produzca al mismo tiempo que la colonización del Nuevo Mundo.

    Así, la invención de América, para seguir empleando la feliz fórmula del historiador Edmundo O'Gorman —quien reactualiza una visión que se encontraba en el aire de la época, pues el humanista Fernán Pérez de Oliva (1492-1533) compone un opúsculo que tituló Historia de la invención de las Indias—, fue realizada sólo en un primer momento por españoles y portugueses, ya que poco después fue casi el conjunto de Europa el que se movilizó para llevar a cabo esta tarea de enormes proporciones, que escapaba a las solas energías de España. Holandeses, flamencos, alemanes, franceses, ingleses o italianos intervinieron de muy diversas formas en la concreción y realización del proyecto americano. Los expertos navegantes italianos, los banqueros alemanes y holandeses tuvieron una participación activa en la domesticación de América. La relación privilegiada de España con sus colonias ha llevado, en más de una ocasión, a disimular y hasta a ocultar las actividades de los otros países en el continente. Ortega y Gasset se acercó bastante al problema: La preponderancia española —nos dice— fue prematura. Nuestro pueblo se vio, por causas secundarias, invitado por el destino a cumplir una gigantesca tarea que Europa necesitaba —la de crear el primer Estado en el sentido moderno de la palabra. Ningún pueblo europeo estaba entonces pertrechado para ello. España, tampoco. No obstante, acepta sin pestañear el sublime deber que le es propuesto. Esta empresa, desastrosa para ella misma, fecundísima para la comunidad europea, quebrantó el ritmo de la historia de España. Lo que Ortega no dice es que la construcción del Estado moderno, es decir, la organización del aparato estatal adecuado a las nuevas realidades y a ese inmenso espacio geográfico, proporcionado por las colonias, constituye un solo proceso y se encuentra indisolublemente ligado a la construcción del orbis novus. No decir una palabra acerca de América no es un simple error de perspectiva. El eurocentrismo no es un invento de los nativos despechados.

    Cuando los europeos toman contacto con América se producen en unas pocas décadas enormes transformaciones que atañen a los hábitos alimenticios como a las finanzas de la época. Mientras los contactos de Europa con India y China, y por supuesto con el mundo árabe, se habían efectuado y decantado durante siglos, con América se vieron apresados y hundidos en un vértigo, del cual los protagonistas no podían medir ni adivinar las consecuencias. La elaboración de la seda, por ejemplo, es el resultado de un acecho de siglos al secreto que los chinos custodiaban celosamente, hasta que Justiniano logra apoderarse de algunos gusanos de morera. En cambio, la circulación de la papa o del maíz, para no hablar ya de los metales, se realiza a una velocidad antes desconocida.

    Entre las mayores influencias o condicionamientos mutuos merece destacarse el impacto sobre la salud de la población nativa, que fue diezmada por factores que no necesariamente tuvieron que ver con la voluntad de conquista y las diversas prácticas de exterminio. Las enfermedades, las pestes y las epidemias causaron mucho más víctimas que los hechos de guerra, el aplastamiento de las rebeliones o la simple explotación. Como contrapartida, el treponema pallidus dio la vuelta al mundo en unos pocos años, encontrándose ya en China en 1507, trece años antes que Magallanes y Elcano lograran realizar su viaje alrededor del globo. Esta nueva enfermedad, o mejor dicho una vieja enfermedad potenciada por el contacto entre dos cepas distintas del microbio, causó estragos en casi todas las poblaciones del planeta. En Europa, el impacto del "mal francés" fue notorio, al punto que se modificaron las costumbres higiénicas de sus habitantes. Es interesante percibir, en el análisis de los fenómenos históricos y sociales, la concatenación de causas y de efectos, de acciones y reacciones, de negaciones y afirmaciones (o viceversa), que termina por unir un hecho a otro que, en apariencia, en nada se correspondían. Poco después del impacto de la sífilis, los baños europeos, donde presumiblemente sus concurrentes se permitían amplias libertades sexuales, disminuyeron en gran medida y llegaron al borde de su desaparición.

    La biología y la genética de nuestro tiempo han dado elementos para explicar este fenómeno de poblaciones que no habían tenido contactos previos entre sí. En aquella época no se disponía aún de una visión estrictamente "científica" como para poder detectar el origen de las enfermedades que arrasaban y exterminaban a la población indígena. La viruela, la gripe y otras enfermedades golpeaban duramente al hombre americano. Hoy se sabe que sus defensas naturales eran casi nulas contra las nuevas bacterias y virus.

    La brusca disminución de población en América, la enormidad de las empresas en juego, la magnitud de las necesidades europeas, obligaron a disponer de un número cada vez más creciente de brazos. América se transformó así en una auténtica devoradora de hombres y en el mayor laboratorio del planeta en cuanto a mestizaje. Este nuevo Moloc tenía todos los visos de la modernidad. La explotación de las minas, principalmente en Alto Perú y en México, y tiempo después el cultivo de plantaciones, agravaron la tendencia a niveles casi insoportables. Negros, indígenas, mestizos, aunque también blancos, eran entregados incesantemente a los socavones como a las primeras plantaciones. Una historia de la criminalidad europea revelaría muy bien el uso múltiple que se hacía de América: proveedora de metales y basurero de hombres. Un original pacto de sangre, se tienta uno a decir, aunque la expresión sea un poco fuerte, selló irremisiblemente el destino de América, en tanto invención y prolongación ineludible de Europa. En un conocido pasaje de El Capital, Marx denuncia, con el énfasis que lo caracteriza, las condiciones laborales en América y su reproducción en Europa. Consecuentemente, no es sólo América del Norte la que se constituye como continuación de Europa. Su caso es claro y transparente. Pero el resto de América también fue modelado por este movimiento histórico, mediante el cual Europa encontró la forma de canalizar sus fuerzas y de proyectar su visión al mundo entero. La invención de América fue una parte considerable de la invención del mundo. La percepción de Occidente estaba destinada, por su misma naturaleza, a derramarse sobre la faz de la tierra.
 

Razón instrumental y pensamiento mágico

Una de las más grandes dificultades que ha tenido Argentina para comprender su historia es que ha intentado pensarla desde su configuración como nación. En los hechos, el país es apenas el capítulo de un libro mucho más extenso, que nos habla de la lenta unidad del mundo. La sucesión de historias nacionales debe inscribirse no sólo en la querida "civilización" de Arnold Toynbee, sino también en esos acontecimientos que han perforado distintas eras y períodos. "La larga duración" de Fernand Braudel, incipiente ya en la llamada escuela de los Anales, nos permite instalarnos en un observatorio de gran magnitud. La unidad del mundo comienza con la invención de América, pero también con una serie de procesos económicos que en alguna medida arrancan desde el neolítico. A esto hay que agregar una Weltanschauung que a Occidente le ha permitido realizar esta unificación, que no ha surgido como un proceso ineluctable debido al crecimiento de la especie. Esta "visión del mundo" está íntimamente emparentada con el desarrollo del pensamiento filosófico.

    Cuando a fines del siglo XVI y en el transcurso del siglo XVII la filosofía propone una nueva forma de aproximarse a la naturaleza y de entenderla, en realidad se está sancionando, por la vía de las ideas, una tendencia que ya se había perfilado, al menos en alguna medida, en el campo histórico. La expansión de Occidente no puede ser considerada en forma exclusiva bajo la perspectiva de fuerzas sociales que necesariamente debían encontrar una salida, sino ponerla en relación con un cambio de posición ante el mundo. Los enfoques que se basan en la materialidad y en los intereses visibles de una sociedad, o de un sector de ella, hacen mal en desdeñar la gravitación de las ideas. Por otra parte, lo que la filosofía expresa en términos de predominio del sujeto sobre el mundo o de dominación de la naturaleza es, por así decirlo, la culminación metafísica de un movimiento visualizable en numerosos acontecimientos. El pensamiento filosófico ha alcanzado a imprimir una visión inédita, cuyos elementos preparatorios se encuentran en el Renacimiento, para inaugurar lo que Kostas Papaioannou ha llamado "el reinado del hombre". Además, la conquista de América ha permitido constituir un vasto terreno de experimentación, en lo que respecta a la organización social. En este sentido, la voluntad de conquista, la dominación de la naturaleza, la reducción físico-matemática del mundo, y la revolución industrial posterior, se encuentran estrechamente unidas. Así, entre los múltiples niveles de asimilación que practicó Occidente para modelar una América de acuerdo a sus necesidades, debe mencionarse la presencia, apenas esbozada pero no por eso menos pujante, de la razón instrumental. El impacto en la población nativa, el fluido intercambio de especies animales y vegetales, la modificación de religión y lengua, las otras formas de organización social, etc., aparecen condicionados por el desplegamiento de una nueva razón y por una nueva manera de concebirse en relación al mundo.

    Sin embargo, el hecho que aquí se trate de describir la empresa americana como la culminación del Renacimiento, a través del cual el hombre descubre que el mundo le pertenece, no significa que este enorme proceso histórico deba ser reducido a esa exclusiva dimensión. Los hombres que realizaron la conquista estaban llenos de mitos y de creencias que tenían muy poco que ver con una mentalidad científica o con la reducción físico-matemática del mundo; pero, esto no obsta para asegurar que sin la representación de la esfericidad de la tierra y sin el auxilio de la brújula, como de otras innovaciones técnicas que se desarrollaron en el transcurso del siglo XV, relativas a la navegación (timón de codaste, por ejemplo), hubiera sido imposible la conquista de América. Nunca se recordará lo suficiente la deuda con la civilización china respecto a la brújula, la pólvora o la imprenta móvil. Pero como lo señalara Jean Beaufret, en Occidente había "algo más explosivo que la pólvora", porque claro está que las innovaciones técnicas no bastan para cambiar la representación que el hombre se hace del mundo, ya que en lo inmediato ellas no revelan todo su poderío y su significación.

    En cualquier sociedad y en cualquier ser humano confluyen diversos estamentos, como si fueran los distintos nichos que los anatomistas describen del cerebro. Es decir que hay varias instancias de pensamiento. Como ya lo he señalado, Pérez de Oliva había advertido, en una fecha muy temprana, que había que modelar a América a la medida de Europa. Las cartas, el Diario y la Historia del viage quel Almirante Don Cristóbal Colón hizo la tercera vez que vino a las Indias manifiestan explícitamente ese espíritu, aun cuando la inmensa mayoría no tuviera ninguna conciencia sobre el surgimiento de la filosofía moderna. Por lo demás, el hombre nunca tiene pleno dominio de las acciones que emprende, porque la historia es esencialmente creación. Para destacar la existencia de diversos pensamientos se puede poner de ejemplo al propio Newton. En el Cahier de l'Herne que se le consagrara, Mircea Eliade refiere en un artículo dedicado a Newton que sus papeles y trabajos sobre la alquimia fueron recién expurgados, en nuestro siglo, por el afamado economista Lord Keynes. Tributario directo de la visión del mundo propuesta por Galileo, ferviente partidario de una explicación física del universo, al punto de proponer por primera vez en la historia del pensamiento una mecánica celeste, Newton continúa, no obstante todo ello, ejerciendo un pensamiento, al menos en esta parte secundaria de su obra, vinculado a una percepción mágica de la realidad. Pero esto no debería extrañarnos demasiado, ya que la imaginación, por empeñada que esté en servir a la ciencia, no puede dejar de pagar tributo a la magia, es decir, al azar, o en otras palabras, afines a la mal denominada teoría del caos, no puede dejar de considerar la combinatoria de elementos no causales. Así, ni Occidente, ni sus científicos, podían quedar exentos de una corriente mágica que se encuentra en todas las civilizaciones y que quizás responde al profundo deseo del hombre de poner en relación todo con todo.

    Ahora bien, al analizar algunos caracteres centrales de América Latina, Octavio Paz y otros autores han destacado la singularidad de los países que colonizaron en principio este continente. España y Portugal no se vieron demasiado poseídos por el espíritu del Renacimiento, ni tampoco frecuentados por una disposición crítica, capaz de poner un límite a sociedades fuertemente jerarquizadas. España en especial jugó un papel de primer orden en la Contrarreforma. Podemos añadir que la influencia del mundo árabe en la Península Ibérica, por su magnitud, apenas merece subrayarse. Recordemos de paso que la caída de Granada ocurrió el mismo año que el "descubrimiento". Pero las particularidades ideológicas y culturales de lo que luego devino en Imperio español no bastaron para contener un movimiento que se reveló irrefrenable. Europa, a pesar de sus innumerables conflictos, se encontraba ya unida por una amplia red de intercambio que prácticamente irrigaba a la mayor parte del continente. Toda la Baja Edad Media fue el tejido de esta red. De tal modo, los españoles, pese a sus evidentes deficiencias en la conformación de un espíritu crítico prefiguraban una visión del mundo que terminaría por apoderarse del planeta. Además, la resistencia a los vientos modernos no era privativa del catolicismo español, como bien lo demuestra la principal obra de Copérnico, publicada recién el mismo año de su muerte (De revolutionibus orbium coelestium, libri VI, 1543). El polaco Copérnico, sensatamente, temía a sus censores y opositores por la afirmación de que la tierra giraba alrededor del sol.

    En la historia de las civilizaciones y de las sociedades no es ninguna novedad que casi todas ellas intenten situarse como centro del mundo. Occidente no ha sido la excepción en esta actitud de defensa de su identidad en relación a otras civilizaciones. El Imperio Celeste se permitió ejercer esta vieja costumbre en pleno siglo XVIII, cuando la hegemonía europea era visible en casi todos los lugares de la tierra. Lo inusual y distinto fue el cambio radical de la posición del hombre frente al mundo. No es sencillamente el experimentum como método lo que confiere una superioridad manifiesta a partir de la ciencia; la ratio experimentalis ya había sido propugnada por Roger Bacon y, por otra parte, el propio Aristóteles nunca la desestimó. En realidad, fueron múltiples los elementos que concurrieron para alcanzar un método, tras la búsqueda sistemática de él, que terminó por configurar lo que, en nuestro siglo, un autor de la escuela de Frankfurt ha denominado razón instrumental.

    La expansión de Occidente se vio acompañada por una actitud que, muy esquemáticamente, podría resumirse de la siguiente manera: hay un sujeto para conocer (res cogitans) y un mundo para ser conocido (res extensa). Descartes, al sintetizar de esta manera la nueva relación del hombre con lo existente, instaura una posición absolutamente privilegiada del sujeto, ya que en adelante el mundo debe permanecer forzosamente bajo su dominio. A partir de este momento, el hombre estará abocado, en un ámbito secularizado y despojado de lo sagrado, a un ejercicio metódico de conocimiento, concebido éste como un modo de apropiación y no de acuerdo con la naturaleza. Legítimamente se ha observado que, visto de esta manera, Descartes funda "el método de los métodos", sin entrar a considerar sus contribuciones palpables en los terrenos de las matemáticas, de la óptica (ley de refracción), de la geometría analítica, es decir, el álgebra aplicada a la geometría tradicional, y de la física. Un poco antes, Francis Bacon había percibido con claridad el poder que se deriva del conocimiento y cómo estos términos debían pasar a constituir una díada inseparable: Scientia et potentia humana in unum ha escrito en el Novum organum. Casi está demás decir que los efectos de esta unión se han sentido especialmente en nuestros días; las bombas de fisión nuclear que explotaran en Hiroshima y Nagasaki son uno de los tantos ejemplos, para no hablar ya de la informática y de la biogenética. Al mismo tiempo, Galileo fue el gran exponente de una tendencia que ha propiciado la reducción físico-matemática de todo lo existente, sufriendo en carne propia el desacuerdo entre su visión "objetiva", acerca de la rotación de la tierra, y la percepción "subjetiva" de los jueces que lo interrogaban.

    En un primer momento puede no parecer clara la relación entre el decisivo Discurso del método, publicado en 1637, y la conquista de América que lo precede en más de un siglo. No apelaré a la distinción heideggeriana según la cual lo que puede ser cierto fácticamente, en el terreno de los acontecimientos (historisch), no lo es cuando se lo piensa en toda su dimensión histórica (geschichtlich) y en su correspondencia con las grandes épocas. Simplemente destaco que la obra de Descartes es una síntesis abstracta de algo que se había generado mucho más atrás. No hay que olvidar que es la misma América la que da otra dimensión al mundo. Los grandes monstruos marinos, la Atlántida y la tierra finita ceden su lugar para la formación de otros mitos: El Dorado, las sirenas amazónicas, y el que aquí nos ocupa: la tierra infinita. En este sentido, Descartes es culminación del Renacimiento y origen de la ciencia moderna.

    Lentamente, la relación del hombre con lo viviente no tendrá más las características que alentaba el pensamiento místico del cristianismo o un San Francisco de Asís, cuya búsqueda era una comunión entre la vida del hombre y aquello que lo rodea. La disponibilidad de los recursos bióticos americanos es un ejemplo transparente del cambio que el hombre occidental había efectuado en su posición ante el mundo, convertido en objeto de explotación y saqueo sistemático. Un árbol puede ser reducido ahora a sus moléculas y su valor traducible no sólo a términos económicos, sino también energéticos. Por su parte, Leibniz ha comprendido demasiado bien que esta nueva situación debía encontrar "un principio de los principios" en el cual apoyarse. Él creyó detectarlo en "el principio de razón suficiente", lo cual le permitió ampliar el horizonte de la razón hasta las regiones más remotas. La fórmula Nihil est sine ratione completa el círculo, cuyo trazado parte de la constitución del sujeto como eje del mundo. Por añadidura, Hegel proclamó que "todo lo real es racional" y por lo tanto aquello que no entra en esta categoría se convierte en objeto de negación, de abolición o de aniquilamiento. Estos diversos pilares, aunados a una no menos clara voluntad de conquista, han posibilitado el establecimiento histórico de la sociedad contemporánea, cuyos antecedentes fueron la expansión de Occidente, la dominación de América, la unificación del mundo a una sola escala de valores y el triunfo del conocimiento científico-técnico, por medio del cual el hombre no sabe más qué es él para sí mismo.

    En esta perspectiva, el peso de Occidente sobre América Latina ha sido de tales proporciones que le ha dejado muy poco margen de movimiento y un escaso impulso para una auténtica creación, al menos en el terreno del pensamiento y de la organización social que necesitaba forjar en concordancia con su población de base. Se ha observado que América Latina, después de su independencia política, ha copiado del exterior las instituciones que debían regular el funcionamiento de estas incipientes naciones (se las ha "adoptado" y no "adaptado", advirtió alguien). En consecuencia, se erigieron instituciones que no se correspondían con las realidades locales. Pero en América, en las antiguas colonias españolas, ¿era factible hacer otra cosa? Demasiado hemos sufrido en el mundo contemporáneo acontecimientos que se justifican con el concepto de fatalidad histórica, como para intentar su aggiornamento. Sin embargo, parece difícil concebir en los protagonistas de la revolución o de la rebelión contra la metrópolis española (el caso portugués y brasileño ha seguido su propio curso) una actitud superadora de las diferentes líneas políticas que estaban en juego, como la invención de nuevas formas organizativas, distintas a los modelos existentes.

    La ausencia de instituciones surgidas de la misma realidad social se encuentra indisolublemente ligada a la forma en que Occidente emprende el remodelamiento de América. Carlos Fuentes, en un sugerente ensayo, ha desmontado los mecanismos utópicos que existían en la construcción del Nuevo Mundo. Esta utopía se encuentra también en relación con "el reinado del hombre", donde por primera vez se considera factible, aun cuando se lo haga bajo el amparo de la cruz, la fundación de una nueva sociedad y el establecimiento de una especie de paraíso sobre la tierra. Los comunistas no han sido los primeros utopistas de la historia moderna. Pero en todo este proyecto, Europa se trabajaba, en verdad, a sí misma. Occidente se ha reinventado en la construcción de América, como si para completar su renacimiento le hubiera sido imprescindible erigir un nuevo espacio y ampliar, por esta vía, la extensión de su horizonte. En La muerte de Virgilio, Hermann Broch escribe una línea que puede ser enteramente aplicada a la situación de Occidente en relación a América: "todo nacimiento necesita de un renacer para ser válido". La analogía, me parece, no es forzada. El autor austríaco ha vislumbrado en su gran novela algunos rasgos esenciales de una civilización que, en el momento de escribir la frase mencionada, se encontraba hundida en el exterminio y la masacre. Por esta razón es conveniente, cuando se habla de las guerras civiles y dictaduras que han asolado a América Latina, no perder de vista los aniquilamientos masivos que se llevaron a cabo en el continente europeo. Durante este siglo, las víctimas por guerras y revoluciones suman casi doscientos millones. Los campos de concentración y de exterminio en Alemania, los regímenes totalitarios en la mitad de Europa, la colectivización de los kúlaks en esa periferia de Occidente, etcétera, se convierten en reflejos desoladores de la historia contemporánea de América Latina y del mundo en general. La recurrencia al exterminio como método es la expresión de una civilización que por medio de la ratio y del cálculo transformó la naturaleza, las sociedades y los hombres en instrumentos de lo que Nietzsche llamara "la voluntad de poder".
 

Resistencias y refutaciones

Toda obra de gran envergadura escapa al destino que sus progenitores le tienen reservado. América ha sido la regla y no la excepción: en primer lugar, Estados Unidos y luego Hispanoamérica y América Latina. Esta pertenece a la civilización occidental que le dio origen, pero de un modo muy especial, ya que vuelta a vuelta las particularidades, las costumbres y creencias, los rasgos propios, parecieran consagrarse a la refutación de su pasado. Cuando los jerarcas militares o los dictadores y sus epígonos aseguraban defender los "valores occidentales" no realizaban un simple acto de propaganda contra "la expansión comunista", sino que perpetuaban un equívoco inicial. En sus grandes variantes América Latina pertenece en un todo a Occidente; sin embargo... ¡cuántas diferencias! Quizás lo más adecuado sea decir que América Latina ha sido modelada y configurada por Occidente, pero que no se confunde enteramente con él.

    Al producirse la descolonización y la independencia política de la región, algunos pensadores europeos, entre los que sobresale Hegel, rápidamente se percataron de la extrema precariedad sobre la que se asentaban estas nuevas repúblicas y la debilidad de sus instituciones. Hegel dixit: en América del Sur, las repúblicas sólo se apoyan en el poder militar, toda su historia es una revolución continua. Obviamente, esta situación permitió las reiteradas intervenciones de los ejércitos, o mejor aún, de las bandas y fracciones que anteriormente los componían. Pero no hay que olvidar que la descolonización trajo aparejada una fragmentación que tornó completamente relativa la independencia política de estos jóvenes países. La diferencia entre lo que Alexis de Tocqueville observaba en La democracia en América y lo que sucedía al sur del Río Bravo es demasiado grande como para insistir en ello. Desde la geografía al profundo mestizaje de la región atentaron contra la unidad política de Sudamérica. ¿Qué centro hubiese podido gobernar a un área más vasta que Europa? ¿Eran acaso posibles los Estados Unidos de Sudamérica? En su amarga carta al general Juan José Flores, poco antes de morir, Bolívar escribía que hacer la revolución en América era "arar en el mar". En esta epístola se refleja toda la perplejidad de uno de los principales actores de esa independencia que no se sabía hacia dónde iba. Allí sostiene también que "la América es ingobernable para nosotros" y que el destino de Suramérica es caer "infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas".

    Asimismo, tampoco hay que olvidar que parte de la debilidad institucional de las repúblicas sudamericanas fue el resultado de los intereses contrapuestos que las distintas potencias europeas tenían en estas tierras, a lo cual se agrega la búsqueda del liderazgo americano por parte de Estados Unidos. Los acontecimientos que se desarrollaban en el viejo continente tenían una profunda repercusión en América, al punto que la invasión napoleónica a España desató la lucha por la independencia. La guerra de 1898, que Estados Unidos declaró a España, fue el último eslabón de una larga cadena de conflictos. En este contexto, los ingleses supieron aprovechar largamente la hegemonía marítima y mercantil que tenían en la época. Sin duda, sociedades en permanente ebullición no favorecen el crecimiento del comercio, y resulta difícil afirmar sin precauciones que los ingleses propiciaran la balcanización y la inestabilidad. El intento inglés de 1806 y 1807 por arrebatarle el Virreinato del Río de la Plata a España, fue tan efímero como el intento francés de quedarse con México. De cualquier forma, es bastante claro que Gran Bretaña sucedió a España, de manera relativa, en la hegemonía. Sin pretender reducir el accionar del Foreing Office a la principal causa de la independencia hispanoamericana, como lo han pretendido algunos autores proclives a la teoría del complot, no se puede desconocer la importancia del factor Gran Bretaña y el hecho de ser una potencia industrial que era además "la reina de los mares". La comercialización de las mercancías inglesas y de los productos americanos se compaginaba mal con las barreras aduaneras impuestas por la corona española. Antes de que estuviera en su apogeo el aislamiento británico en su política hacia el continente (splendid isolation), ya se habían comenzado a anudar numerosos lazos con esta parte de América. Ahora bien, esta conocida historia, que de tan conocida corre el peligro de volverse trivial, muestra hasta qué punto existía un entramado sutil entre la hoy llamada América Latina y Europa en general, como así también las complejas relaciones entre cada región y las diversas potencias europeas.

    Este fuerte condicionamiento del exterior ha motivado, en una medida no desdeñable, que las instituciones políticas y sociales de los países latinoamericanos no fueran completamente propias, pero tampoco una copia fiel del exterior. Por este motivo, la integración de América Latina a la civilización occidental no ha sido un proceso que haya podido ser llevado a cabo linealmente y sin conflictos. El establecimiento de la democracia en todos los países del área es algo que recién hoy se está logrando. Las instituciones y la organización del Estado eran (y con frecuencia son) imitaciones distorsionadas de las de los países centrales; sin embargo, su estado larval tiene el mérito de reflejar, aunque sea inadecuadamente, el profundo divorcio entre capas importantes de la población y la civilización que supuestamente debía "educarlas". Existe una resistencia subterránea, incluso en nuestros días, a una asimilación completa; aunque sin duda esta resistencia es hoy inferior a la de épocas anteriores. La desarticulación de las culturas locales, la transculturización, es un fenómeno también planetario.

    Uno de los principales mecanismos de integración, en el período colonial, fue la imposición de la lengua, con el propósito deliberado de cortar las raíces y la memoria que aseguraban una identidad cultural. La inmensa quema de los códices mayas ordenada por Diego de Landa, obispo del Yucatán, permanece como un doloroso hecho de la aniquilación de una cultura. La anulación de las lenguas vernáculas se realizó más sistemáticamente en las regiones organizadas en torno a los dos imperios prehispánicos, que se diferenciaban notablemente de las otras regiones ocupadas por sociedades sin Estado. Ahora bien, las dos lenguas oficiales de América Latina son principalmente el castellano y el portugués, pero la realidad es muy diferente. No sólo se preservan, en Perú mejor que en México, las lenguas de los antiguos imperios, sino que por toda América Latina existen dialectos y otras lenguas que deben contarse por muchas decenas, aun cuando la mayoría de ellas, sobre todo en lo que va del siglo, se encuentren en franco proceso de extinción. Algunas desaparecieron por la sencilla razón de que se extinguieron también los grupos humanos que las animaban, como ha sido el caso de los onas en Tierra del Fuego y que en el siglo pasado, por su "atraso", provocaran el deslumbramiento de Charles Darwin. Los antropólogos y los etno-lingüistas han podido clasificar la enorme variedad lingüística de América Latina.

    La resistencia subterránea a aceptar de manera total el modelo impuesto por "otra" civilización no se refleja exclusivamente en la pervivencia de las lenguas autóctonas. Mitos, creencias, comidas, bailes, fiestas, ritos y costumbres están separados, a veces por un abismo, de sus congéneres occidentales. Naturalmente, este fenómeno se verifica en los otros continentes y en otras culturas, pero aquí adquiere matices contrastantes que con seguridad se deben al hecho de que ninguna otra región ha sido tan trabajada y cultivada por Occidente. En el examen de los Estados Unidos puede observarse la profundidad con que Occidente "inventó" América, expulsando hacia la periferia todo lo que pudiera obstaculizar tal empresa. La ausencia de civilizaciones o de sociedades articuladas alrededor de un Estado permitió, en todo el territorio norteamericano, una ocupación "colonizadora" de las tierras, sin necesidad de efectuar una conquista a la manera hispánica. Resulta tentador, pero demasiado esquemático, explicar las profundas diferencias entre los Estados Unidos y América Latina por las que existían entre España y los países animados por la Reforma. Lo real es que los Estados Unidos son una continuación de Europa sin el lastre de civilizaciones autóctonas. Por fácil que haya resultado la conquista de los imperios precolombinos, no dejó de existir un "conflicto de civilizaciones" que en Norteamérica no tuvo lugar. El carácter bifronte de América Latina se expresa en todos los estratos que la constituyen y se manifiesta de manera visible; esta doble articulación hunde sus raíces en todos los niveles, para terminar efectuando una síntesis que siempre está en movimiento, que no termina nunca de buscar ni de encontrar las claves de su identidad.

    El modo de producción industrial, para utilizar una frase hecha, ha intentado funcionar en cualquier lugar de la tierra siguiendo un mismo esquema básico de organización. En consecuencia, ha sido natural y previsible que se produjeran en todos los sitios resistencias, pasivas o activas, a funcionar de acuerdo a esquemas organizativos que no eran los propios. Pero en el caso latinoamericano sorprende que, a pesar de una asimilación de siglos, todavía se observe en la base cierto rechazo a esta programación externa. Justamente, el modo de producción industrial es el que determinó el carácter periférico de América Latina, aun cuando en la época de la Colonia se soñaba con integrar completamente estas regiones al universo cultural de Occidente. El capitalismo industrial y financiero del siglo XIX echó por tierra la idea de que América Latina pertenecía en un todo a Occidente y Europa. Esta parte del continente terminó por escapar a cualquier cálculo. La irritación que se refleja en el artículo que Carlos Marx escribiera sobre Bolívar, un personaje histórico que se resistía a ingresar en un modelo de aplicación universal, revela adecuadamente el desconcierto ante la naturaleza de estos países y de sus dirigentes. Con frecuencia, los europeos se negaron a reconocer sus hijos bastardos. Una subyacente visión del mundo, distinta a la de Occidente, ha seguido latiendo en estas sociedades, pero con una energía demasiado debilitada como para constituir una visión original. En una carta a Engels, Marx se expresa en estos términos: los españoles están completamente degenerados. Pero, con todo, un español degenerado frente a un mexicano constituye un ideal. Todos los vicios, fanfarronería, bravuconería y donquijotismo de los españoles a la tercera potencia, pero de ninguna manera lo sólido que éstos poseen.

    Una visión inequívoca del hombre hispanoamericano. Ahora bien, no sólo la independencia política hizo saltar en fragmentos la organización colonial, sino también la Revolución industrial que estaba en decidida expansión y que le hizo perder a España, por un largo tiempo, su rol de rival entre las potencias europeas.

    Si las lenguas distintas a las de Occidente reflejan los espacios autónomos de un continente que, en teoría, está plenamente integrado a una civilización, las variantes religiosas, a su turno, completan el fenómeno. América Latina, se afirma simplificadoramente, es la región del mundo que, por su población, efectúa el mayor aporte al catolicismo. No obstante estas aseveraciones, también aquí encontramos que la realidad es mucho más inasible que las declaraciones y definiciones de un Estado o la Iglesia. El sincretismo, la permanencia de ritos que tienen poco en común con la liturgia católica, en fin, un cristianismo modificado en cientos de detalles, según sea la zona de la que se trate, pone en entredicho la afirmación inicial. América Latina es, por cierto, católica, pero para que la fórmula sea realmente veraz es necesario describir también la forma en que lo es. La práctica del vudú en Haití quizás marque una frontera extrema en las costumbres religiosas de Latinoamérica; sin embargo, se encuentran asimismo las umbandas y macumbas brasileñas, la veneración muy especial a la virgen de Guadalupe o a la virgen de la Soledad (la de aquellos que no tienen a nadie) en México, para no hablar ya de los ritos "cristianos" de los indios chamulas en Chiapas. La celebración de la fiesta de la Pachamama en Bolivia, al igual que otras fiestas y ritos, muestran algunos de los muchos componentes no occidentales en las creencias religiosas latinoamericanas. La presencia de elementos animistas en el seno o a la par del cristianismo, indica incluso que, por momentos, un segmento de la población se sitúa en otro plano del pensamiento. Mircea Eliade ha sostenido que la representación religiosa y el sentimiento de lo sagrado están íntimamente ligados a una configuración espacial. No sorprende entonces encontrar, con cierta frecuencia, a lo largo y ancho de América Latina, una noción diferente del espacio y del tiempo.
 

¿Una historia latinoamericana?

Como bien se sabe, la historia está, desde sus orígenes, ligada estrechamente a la escritura. El registro de los acontecimientos ha sido una de las actividades centrales en la evolución de las sociedades porque, por este medio, el ser humano ha logrado tener una conciencia más alta de los hechos que producía. La brusca interrupción que realizara España, como representante de Occidente, en la transmisión de las notaciones gráficas de los pueblos indígenas, nos ha privado de un conocimiento más preciso acerca de las "escrituras" mayas, aztecas y del real significado de los quipus utilizados por los incas. Al desdén inicial de grandes especialistas, que consideraron los complejos códices como simples antecedentes de la escritura, y a los nudos incaicos como meros registros contables, siguieron otros estudiosos que verificaron en las estelas y en los mismos quipus una narración pormenorizada de los acontecimientos. Es decir, comprendieron que también allí había una historia propiamente dicha. Pero el corte fue demasiado tajante y ya no existen posibilidades para que esas historias se incorporen realmente a la historiografía del descubrimiento, de la conquista y la colonia. El Inca Garcilaso de la Vega es un ejemplo prístino de la necesidad de adoptar la lengua y la escritura del vencedor porque ya se habían exterminado las propias.

    Si la narración de los acontecimientos precolombinos no ha podido sobrevivir a la devastación de la conquista, lo que ha permanecido en pie ha sido una riquísima tradición oral, impregnada de mitos y leyendas, que en el plano simbólico refieren lo que ocurre en la vida real. Posteriormente hubo una recopilación escrita de esta larga tradición mítica, y entre estos intentos se destacan, sin duda, las Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias, pero más todavía El libro de los libros del Chilam Balam y el Popol Vuh. Esta tradición mítica americana está emparentada y vinculada por muchos vasos comunicantes con las tradiciones que existen en otras regiones y países. Al pensamiento mágico, que sobrevive en y de Occidente, se agrega en América Latina esta poderosa corriente de mitos, que incluso ha sido alimentada por los primeros contactos con el hombre blanco. Así, la propuesta de un pensamiento vuelto danza, como lo quería Nietzsche, ha adquirido en determinadas circunstancias su estatuto de realidad.

    Es evidente, sin embargo, que un pensamiento de este tipo, por rico que sea en dotar de sentido al mundo, no está en condiciones de ser fijado en una secuencia metódica, del modo en que lo está el pensamiento analítico. El pensamiento mítico tampoco sabría urdir una "historia objetiva y científica". Pero si partimos de la base que una historia, por objetiva que se pretenda, tiene algo de ficción, ya no resulta tan difícil comprender el entrecruzamiento permanente de lo que está narrado en Cien años de soledad y una porción de la historia colombiana y latinoamericana. Por otra parte, la crisis de racionalidad, expresada por algunos de los más importantes pensadores de nuestro siglo, se ha manifestado en el mismo desenvolvimiento de la realidad. Guerras continuas, los efectos de la producción industrial en el medio ambiente, la desagregación del tejido social, la pérdida de referencias culturales, el enorme impacto en los sistemas de valores tradicionales, quizás conduzcan a la formulación de un nuevo "principio de incertidumbre" en el campo de las disciplinas que intentan comprender y estudiar los diversos hechos humanos: el hombre nunca alcanza a saber completamente los efectos finales de su propia actividad.

    Hoy pueden considerarse ya muchos matices de lo que es América Latina en general. En su Facundo. Civilización y barbarie, en ese primer ensayo hispanoamericano digno de ese nombre, Sarmiento se lamenta de que no exista ningún Tocqueville para analizar nuestra realidad, pero inmediatamente después construye su ensayo histórico con algunos elementos tomados de la narrativa de ficción; posiblemente por ello la obra conserve, pese al tiempo transcurrido, un vigor infrecuente. En la actualidad, la pérdida de un conocimiento absolutamente seguro de sus fundamentos nos permite avanzar en los conos de sombra de nuestra errática historia. Hasta una fecha muy reciente, tanto el positivismo como el materialismo histórico, en su afán de universalidad, se negaban a admitir la necesidad de un pensamiento crítico más libre y sin las ataduras de los esquemas preconcebidos, dispuesto a reflexionar sobre nuestras particularidades como sobre las instituciones indispensables para el funcionamiento adecuado de nuestras sociedades.

    El anacronismo y el mesianismo revolucionario han sido constantes que, permanentemente, han impedido un examen creador de nuestra historia y de nuestro presente. Por eso mismo, el terreno donde con mayor transparencia se percibe la pertenencia de América Latina a Occidente es en el del pensamiento. Sin duda, las confrontaciones y las variadas interrogaciones al pensamiento occidental han podido alcanzar, por estos rumbos, auténticas expresiones y no estar completamente desprovistas de originalidad, pero siempre como prolongación de un núcleo primigenio. Sin pensamiento propio tampoco hay una historia verdaderamente propia. La ausencia relativa de un pensamiento creativo, su íntima dependencia de las corrientes europeas o norteamericanas, debería ser aceptada con serenidad y madurez. En todo caso, es preferible esta actitud a inventar artificialmente lo que en algunas universidades se llama filosofía latinoamericana; ésta es apenas una posibilidad y un ejercicio prospectivo del pensar.

    El iluminismo, en el momento de la independencia americana, y más tarde el positivismo, tuvieron influencias decisivas en la conformación de nuestros países. Los dirigentes políticos, los intelectuales, así como la "clase culta", estaban imbuidos de estas ideas y su horizonte se limitaba a esta perspectiva. Todos los acontecimientos históricos eran evaluados y sopesados de acuerdo a una óptica previa. Por supuesto, aquí nos encontramos nuevamente con un fenómeno planetario. La modernización de la sociedad argentina, por ejemplo, para la generación de los ochenta, debía realizarse bajo el imperio de la ciencia y la técnica, como de una articulación con los centros financieros de la época. Esta búsqueda de modernización ha sido un "mito actual" tanto para Lenin ("el socialismo es el poder de los soviets más la electricidad") como para la mayoría de los dirigentes que intentaban adecuar la marcha de América Latina a la marcha del mundo. En un sentido opuesto, el conservadurismo, el inmovilismo católico, en fin, todas las ideas provenientes de un espíritu rígido continuaban y continúan actuando sobre la realidad, manifestando su poderío y proclamando su vigencia. De este modo, América Latina posee diversos "pensamientos", para comprender su historia y entender su realidad, que oscilan entre una adhesión irrestricta al desarrrollo y a las técnicas de punta, sin considerar los costos ecológicos y de salud; otros "pensamientos" confiesan abiertamente su pertenencia al neotomismo, mientras otros reinvindican la validez de una visión "indígena" o proclaman la necesidad de un "pensamiento" al servicio de la revolución. A este abanico hay que agregar una suerte de hedonismo vacuo, profesado por una franja significativa de las clases pudientes, que imitan a la perfección los estilos de vida pregonados por la publicidad de las naciones ricas, dentro del cual subyace un desprecio brutal por todo tipo de pensamiento. Considerando este vasto espectro, resulta muy difícil la elaboración de una crítica que los contenga y al mismo tiempo los supere. ¿Con qué herramientas conceptuales entender el fragor de esta historia?

    A su turno, el marxismo-leninismo, incluso mucho antes que se derrumbaran el muro de Berlín y los cimientos del imperio soviético, debió descubrir por cuenta propia los límites de su teoría y de su doctrina, cuando emprendió la tarea de comprender y modificar la realidad latinoamericana. Posiblemente más que en otros lugares, no logró encontrar formas adecuadas de expresión social. Desde los orígenes hubo un desacuerdo fundamental entre una teoría que deseaba dar cuentas de todos los acontecimientos históricos y una realidad que se negaba a ingresar en estos esquemas. Ya he mencionado la virulencia de Marx en su artículo sobre Bolívar para la New American Ciclopaedia. Mucho tiempo después, José Revueltas, aun cuando reinvindicara una filiación marxista, en su espléndida novela Los días terrenales, nunca suficientemente valorada, y que en su momento retirara de circulación por los embates que recibiera, entre ellos el del propio Pablo Neruda, ha descrito bien la incongruencia entre las intenciones revolucionarias y las realidades sociales: Un militante asiste al reparto de peces, que se efectúa entre distintas poblaciones indígenas de Veracruz, y percibe de pronto, con nitidez, el absurdo de encontrarse en medio de una realidad articulada por ritos y mitos, como representante de una célula llamada Rosa Luxemburgo.

    La asimetría entre los hechos y las ideas, entre pensamientos "universales" y realidades locales, en fin, entre la teoría y la praxis, se encuentra en demasiados lugares como para pretender su exclusividad. Pero, en América Latina fue una constante que gravitó fuertemente desde un comienzo. Tanto las ideas conservadoras como las revolucionarias provinieron de un mismo tronco y ellas estuvieron neutralizadas muy secundariamente por el peso de las civilizaciones precolombinas. En los hechos, la región no posee aún ningún pensamiento que alcance a disminuir su dependencia de las experiencias occidentales, situación que también se encuentra en relación con la débil producción filosófica de España. Además, salvo honrosas excepciones, estas experiencias llegaron degradadas, en una versión criolla y elemental. El positivismo latinoamericano fue, con excesiva frecuencia, una caricatura del Cours de Philosophie positive. Los nacionalistas a ultranza encontraron, patética y ridículamente, en el ideario de Maurras su fuente de inspiración. En respuesta a una pregunta acerca de su principal aporte a las letras hispanoamericanas, Borges contestó que él pensaba, sobre todo, en la Antología de la literatura fantástica, pues con ella había contribuido a hacer conocer otra visión del hecho literario, totalmente condicionado por esa época, y dominado, por el positivismo y un realismo bastante procaz.

    La filosofía, por su parte, se ha visto ante la necesidad de interrogarse por la estructura ontológica del Nuevo Mundo, esto es, por el ser americano, cuestión que no obedece a una preocupación estrictamente filosófica, sino que es el mismo devenir histórico el que la genera. Históricamente, la estructura ontológica de América empezó a configurarse desde el momento que Colón realizara su famosísimo "descubrimiento"; en otros términos, desde que América es incluida en la percepción y cultura de Occidente. Pero, ¿cómo es posible que Colón pudiera "descubrir" aquello que ignoraba? ¿Alguien puede "descubrir" una esmeralda si ignora que es tal? Con estas preguntas, Edmundo O'Gorman realiza un largo examen acerca de la historicidad americana. No es posible discutir aquí, con algún detenimiento, su interrogación acerca de la idea del descubrimiento de América. Me limito a señalar que a la antigua división tripartita del mundo (Orbis terrarum) se le agrega un continente que pone a prueba todo su horizonte cultural. El "descubrimiento" de Colón había sido precedido por numerosos descubrimientos, especialmente por parte de los vikingos, antes que los hielos cortasen la ruta del norte. Un mapa confeccionado hacia 1440, que Braudel reproduce en una de sus obras, recién encontrado en la década de los setenta, muestra, más allá de Groenlandia, la costa americana. De tal modo que la pregunta por el ser americano no se confunde con el establecimiento preciso de los acontecimientos, sino con su conformación histórica. El ser del Nuevo Mundo es su perpetua búsqueda de identidad y se caracteriza por una carencia. Se conoce bien la célebre boutade de Montesquieu en sus Cartas persas: comment peut-on être Persan? Confundiéndose Occidente con el ser del mundo es forzoso que estuviera cuestionada la identidad de los demás. Por más que se reitere, en innumerables discursos, que nuestros países pertenecen al mundo occidental, esto es sólo una verdad a medias, pues la reiterada e infatigable búsqueda de identidad desmiente, en algo o en mucho, esta aseveración. El ser del Nuevo Mundo no podría definirse por rasgos afirmativos, sino por aquello que le falta. Complementariamente, el no ser del Nuevo Mundo no es el resto del mundo, aquello que América no es, sino la propia América. En esta delicada ambigüedad, en este quiebre medular, radica la imposibilidad de definir a América y a Latinoamérica especialmente.

    Por otra parte, la pregunta por el propio ser comienza cuando las referencias centrales, aquellas que nos permiten encontrar un centro en el mundo, se diluyen en la indeterminación. En el mundo contemporáneo, a medida que se profundiza en una transculturación planetaria, todos los países y todos los individuos, en un momento o en otro, parecieran impelidos a preguntarse por su propio ser. América Latina es pionera en esta pregunta, pues su historia, desde el "descubrimiento", es la historia de un descentramiento, de una pérdida de su centro.

    Ahora bien, la historia latinoamericana ha comenzado a percibirse, en Europa y Estados Unidos, de una manera diferente, gracias a sus originales experiencias en el terreno del arte y las letras. La creación literaria de estas últimas décadas se ha desprendido de una influencia causal para ingresar, con voz propia, a una dimensión donde predomina el diálogo con la literatura de otras regiones. No hay ya un principio básico de subordinación. Novelistas, poetas, pintores o músicos reflejan persistentemente la búsqueda de una identidad cultural e histórica, por medio de obras que están llenas de significación. Esta nueva situación, impensable a principios de siglo, ha permitido que numerosos escritores y artistas pudieran devolver con otra mirada lo que recibían del mundo y que, al mismo tiempo, pudieran iluminar nuestra historia con otra luz. En la actualidad, los escritores de América Latina no sólo encuentran sus nutrientes en las otras lenguas occidentales, sino que sus propios productos sirven de base para nuevas expresiones. Ya no se trata únicamente de "denunciar" las injusticias sociales o de "difundir" los hechos de nuestra dolorosa realidad, sino de alcanzar un lenguaje que manifieste las múltiples dimensiones del hombre.

    Un caso que resume ejemplarmente la alteridad de América Latina, su permanente vaivén entre la pertenencia y el extrañamiento, es el de Jorge Luis Borges. Su muerte, allá en Ginebra, en 1986, ha desvanecido inexorablemente el mito de todos aquellos que lo sentíamos inmortal. Él expresa, en un plano que desborda por lejos los límites de la biografía o de la historia de la literatura, la contradictoria situación de la cultura y del pensamiento en América Latina. Hace casi veinte años, E. M. Cioran advirtió lúcidamente la amplitud del fenómeno. Borges: "encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a sus anchas en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y desahuciado". Y un poco más adelante: "lo que más amo en Borges es su desenvoltura en los dominios más diversos, su facultad para hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del tango". Estas líneas reflejan también la terrible discordancia de este continente, unido de una vitalidad desconcertante, al mismo tiempo que de una parálisis proverbial. ¿Qué pensamiento histórico sabría acercarse a tal fenómeno? Las formas elípticas que Borges cultivara con maestría no indican sólo un gusto literario personal, sino la convicción de que nada, en este mundo, desde estas tierras, puede ser definitivamente nombrado.

    América Latina, fundamentalmente a través de la literatura y del arte, se ha apropiado o apoderado, de manera casi espontánea, de los eventos culturales de otras regiones y de las manifestaciones artísticas de casi todos los países de Occidente, para recrearlos y conferirles una nueva personalidad, en el sentido etimológico del término. La literatura latinoamericana, cualquiera sea la lengua en que se realice, se ha visto enriquecida por obras de origen inglés, francés, alemán o italiano, de un modo simultáneo. Al respecto se puede observar, comparativamente, la grave ignorancia que poseen, en general, los poetas de alguna lengua europea sobre la poesía de otra lengua europea. Por el contrario, esta región periférica de Occidente ve concurrir a su seno expresiones provenientes de todos los lugares del mundo, con el mismo hambre con que antaño acechaban los bárbaros estacionados en las marcas del Imperio romano.

    La vertebración histórica y cultural de América Latina ha tenido como protagonistas esenciales a esos incansables viajeros que desde Andrés Bello, Sarmiento, al dominicano Pedro Henríquez Ureña, el mexicano Alfonso Reyes o el argentino Ezequiel Martínez Estrada, han contribuido a formar una red que resistió, en alguna medida, la fragmentación y la tendencia centrífuga de la región. Estos americanistas debieron pagar a menudo el alto precio del aislamiento y la incomprensión. El pasado es pródigo en dar ejemplos de cómo el pensamiento libre, más capacitado para aprehender las sinuosidades de la historia, es conducido a la insignificancia. Pese a todo, desde los comienzos de la independencia, el continente ha sido nutrido por estos viajeros que buscaron una dinámica comunicación y confrontar sus ideas, para entender más adecuadamente la realidad histórica. En la actualidad, la confrontación de ideas y perspectivas está lejos de ser debidamente fructífera. El pensamiento existente en América Latina, en lugar de abrirse a la interrogación, en muchos casos prefiere clausurarla por medio de respuestas fabricadas de antemano. América Latina sigue padeciendo esa enfermedad del pensamiento que confunde fórmulas con ideas, invectivas con polémicas y durante mucho tiempo, que no ha terminado todavía, se ha transmutado el deseo de cambiar la realidad en una reflexión profunda. No es casual que, salvo algunas conocidas excepciones, autores prolíficos en declaraciones políticas rara vez asuman el riesgo de desarrollar estas mismas proclamas bajo la forma de ensayos. Más humildemente, en un poema titulado Los gauchos, Borges —para volver a él en una especie de indirecto y tímido homenaje— escribe: Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran o qué eran. Tal vez lo mismo nos ocurre a nosotros.
 
 
 


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