La geometría
del cuerpo propio
En este espacio queremos reflexionar sobre
el cuerpo propio desde la perspectiva de la
fenomenología. Se trata de un asunto completamente
familiar. Familiar es aquello que nos
resulta cercano, algo con lo cual, de alguna
manera, nos identificamos. Así, decimos que
una persona nos resulta “familiar” cuando
creemos conocerla, cuando hay rasgos comunes
o, en términos generales, cuando compartimos
con ella un modo de vida parecido,
costumbres, creencias, etc. Lo que parece
familiar, por su cercanía, es aquello que forma
parte de la vida cotidiana. Está ahí. No sabemos
cómo y a veces ni en qué momento pasó
a formar parte integrante de nuestra vida diaria,
pero sabemos que forma parte de nuestro
entorno, de un horizonte que abarca nuestros
quehaceres diarios, nuestras rutinas. Por
ser así, paradójicamente, lo más familiar, lo
más cercano y, por lo mismo a veces, lo más
querido, está tan cerca de nosotros que no lo
vemos o lo perdemos de vista. Esto suele pasar
frecuentemente. Nadie echa de ver lo importante
que es el desayuno que mamá prepara
por las mañanas hasta que sale de casa por una
temporada o, peor, cuando ella muere. Eso
muestra que la distancia –podemos decir el
espacio– nos permite de pronto darnos cuenta
lo importante que pueden ser para nosotros
aquellas personas o cosas que nos rodean y
que forman parte de nuestra vida. La pérdida
repentina y total de este espacio vital en el que
el ser humano se desenvuelve naturalmente
resulta desgarrador y en muchas ocasiones
conduce a la pérdida del juicio. En el mejor
de los casos, el horizonte se cubre de una capa
oscura, pierde su brillo, su resplandor y se
pinta de gris. El mundo que un día tuvo sentido
parece de repente no tenerlo.
De todos los objetos con los que estamos familiarizados,
uno en especial nos es más próximo. Se
trata, en efecto, del cuerpo. Solo que cuerpo no se
refiere aquí a cualquier cuerpo sino a mi cuerpo. En
el idioma alemán se utilizan dos términos importantes
para distinguir dos sentidos de cuerpo: Körper
se refiere al cuerpo material, a cualquier cuerpo
que ocupa un lugar en el espacio (una mesa, la
silla, la roca, esta revista, etc.). Mi cuerpo es Körper por el hecho de ser material, pero no es solo eso. El
otro término, Leib, significa cuerpo vivo o propio.
Es el cuerpo de cada uno de nosotros, vivo, incluso
el de los animales. Este es el más cercano de los
objetos y es también el más familiar, pues hemos
vivido en él desde el nacimiento y viviremos en él
hasta la muerte.
Pero, ¿hemos pensado alguna vez qué significa
este cuerpo propio?, ¿sabemos cuáles son, por
decirlo así, las características que le pertenecen y
que lo hacen ser lo que es y cómo es?, ¿reflexionamos
alguna vez acerca de qué sentido tiene
para nuestra vida diaria esta corporalidad? Sobre
estos temas, la fenomenología –sobre todo la de
Edmund Husserl y Maurice Merleau-Ponty– desarrolla
importantes reflexiones. Describiremos a
continuación algunas de las características fundamentales,
invariables, del cuerpo propio.
En primer lugar, el cuerpo propio se distingue
de otro cuerpo material por ser el portador de sensaciones
localizadas. Husserl las denomina ubiestesias.
Con ello se refiere a las sensaciones o a los
actos de sentir. Por ejemplo, sentimos frío o calor,
dolor o placer; sentimos la dureza de la silla cuando
nos sentamos, la lisura de una superficie cuando
suavemente deslizamos la mano por ella, el cansancio
o dolor en los pies después de recorrer una
gran distancia o al subir una pendiente. Decimos
que “sentimos”, aunque viéndolo bien habría que
decir “nos sentimos” a nosotros mismos, sentimos
nuestra corporalidad a través de tales sensaciones.
El frío de la lluvia es el frío del cuerpo que la siente
caer sobre él; la suavidad de una prenda es vivida
como agradable por el cuerpo que la usa, etcétera.
Gracias a las sensaciones, el cuerpo se constituye
de una manera doble: como cuerpo material, en
primer lugar, pues como ya se ha dicho se trata de
un cuerpo físico, material (Körper), pero al mismo
tiempo como cuerpo vivo (Leib), que se experimenta
a sí mismo de esta doble forma. Cuando nos
tocamos a nosotros mismos nos experimentamos
precisamente como un objeto material y, a la vez,
como cuerpo que siente, esto es, que se siente.
En segundo lugar, el cuerpo propio es un
cuerpo que se experimenta a través del libre movimiento.
Es un cuerpo que se mueve a sí mismo.
Vamos para un lado o para el otro. Decidimos
libremente ir en qué dirección, en qué momento.
La mano que se desliza sobre una superficie se
experimenta a sí misma en ese deslizarse, en su
propio movimiento que puede captarse mediante
la experiencia visual o táctil. En este sentido, el
cuerpo propio es un órgano de la voluntad: me
muevo cuando voy en la dirección que quiero.
En cambio, las cosas materiales “son solo mecánicamente
movibles” y necesitan que una fuerza
externa las ponga en movimiento. Por sí mismas,
no se mueven.
La tradición clásica distinguía entre cuerpos
animados e inanimados. Y una de las distinciones
básicas entre ambos era justamente que los cuerpos
animados se movían a sí mismos. Decían que
una fuerza interna los movía “desde dentro”, lo
que no ocurre en los cuerpos inanimados.
En tercer lugar, está el cuerpo propio como
“el punto cero de la orientación espacial”. En ello
queremos detenernos dada su radical importancia
para cualquier actividad humana en cualquier
lugar del mundo. Es un asunto absolutamente
familiar, pero poco o nada reflexionado en lo que
se refiere al modo de vivir natural de las personas,
o en lo que Alfred Schutz nombra “mundo
de la vida cotidiano”. Este es fundamental para la humana y no puede ser de otra manera.
Se trata, en efecto, del lugar que ocupa el
cuerpo propio, mi cuerpo, el cuerpo de cada
ser humano en el espacio, y de la relación
que mantiene con los demás cuerpos humanos,
animales o de cualquier otro tipo. Claro
está que ese lugar será totalmente distinto
para cada uno de nosotros pero completamente
comprensible para los demás, pues
suponemos que los otros experimentan su
cuerpo de manera análoga a como nosotros
lo hacemos. Este lugar, llamado –como se ha
dicho– punto cero de la orientación espacial,
es el lugar desde el cual es posible cualquier
perspectiva. Es el punto desde el cual se ve el
mundo, cualquier mundo, real o posible. En
efecto, el mundo se ve siempre desde donde yo
estoy, y yo estoy donde está mi cuerpo. Puedo
imaginarme en otro lugar del mundo, en otra
galaxia, en otra época o en otra actividad,
pero en ningún momento abandono ese lugar
espacial que me pertenece de manera irrenunciable.
¿Qué lugar es ese donde se halla mi
cuerpo? Respondemos a ello con frecuencia,
por ejemplo, cuando en la vida diaria alguien
nos pregunta dónde estamos. A esta pregunta
respondemos, por lo general, diciendo que
estamos aquí.
Así pues, aquí, mi aquí, es mi punto de
referencia, el punto cero de la orientación en
el espacio. Estoy aquí y siempre en un aquí.
Incluso cuando me voy a otro lugar, sigo en
un aquí, si bien en un aquí distinto del anterior
que con mi movimiento ha dejado de ser
aquí y ahora es allá. Pero mi lugar es absolutamente
aquí, por mi corporalidad y su lugar
en el espacio, y no es posible renunciar a ella.
Aunque por otro lado no veo por qué alguien querría renunciar a este lugar privilegiado, si
es precisamente la puerta que “abre el mundo”,
el lugar desde el cual el universo todo toma
su sentido y realidad. No existe otro lugar que
nos resulte más familiar, más cercano, más
cómodo. No es la Tierra el centro del universo,
como se creía en la Edad Media, sino que el
centro del universo es mi cuerpo, el de cada
uno para sí mismo. Así, mi cuerpo va conmigo
a cualquier lugar al que yo voy. En este sentido,
amplio quizá, yo soy mi cuerpo, cualquier
cosa que a él le ocurra en realidad me está
ocurriendo a mí. Un daño al cuerpo propio
es un daño a la propia persona que vive en
ese cuerpo. No hay forma de negar que esto
sea así. De hecho, vivimos a diario preocupados,
esto es, previamente ocupados, en cuidar
el cuerpo, aunque no reflexionemos mucho
sobre el asunto. Pero cuidamos de nuestro
cuerpo en todo lo que hacemos. Tratamos de
mantenernos vivos, de preservarnos a nosotros
mismos, de mantenernos a salvo en cualquier
circunstancia y, en el mejor de los casos, intentamos
vernos bien, pero esto último, radicalmente
hablando, es secundario.
Ahora bien, ¿qué lugar ocupa el cuerpo
en el espacio? ¿A qué nos referimos con la
frase “geometría del cuerpo propio”? Para
ilustrarlo imaginemos un plano cartesiano. El
origen, o sea, allí donde las líneas se cruzan,
es el lugar del cuerpo propio. Es la coordenada
(0,0). Solamente que esa coordenada se
mueve con el cuerpo. En realidad, jamás salimos
de esa coordenada. El mundo siempre se
ve desde ese punto. Ese es el lugar originario
de la corporalidad propia y va con el cuerpo a
cualquier sitio, en todo momento. Cualquier
perspectiva o representación de la realidad lo es en función de ese centro cero desde el cual
adquiere sentido todo lo demás. Cualquier otro
cuerpo está ubicado fuera de esta coordenada,
lejos o cerca, arriba o abajo, a la izquierda o a
la derecha de él y, por ende, en cualquier otra
coordenada, por ejemplo (6, 2), (4, 9), (–8, 0),
etcétera. Por esta razón, es posible decir que cada
uno es para sí mismo el centro del universo.
Nadie puede ser reemplazado por otro. No, al
menos, en este asunto, porque la perspectiva, el
ángulo desde el cual se ilumina el mundo y toma
sentido, es único e irrepetible. A finales del siglo
XVII y principios del XVIII, Leibniz hablaba de las
mónadas en ese sentido justamente. Cada una de
ellas llevaba consigo su propia representación del
universo y, por ende, cada una de ellas era en sí
misma un universo propio de representaciones,
únicas e irrepetibles. A este modo particular de
ver el mundo el filósofo español José Ortega y
Gasset lo denomina perspectiva.

Pero aún hay más. Desde el punto cero se vuelven
comprensibles las distintas coordenadas espaciales.
Comprendemos lo que significa arriba y
abajo, enfrente y detrás, izquierda y derecha, pero
no nos preguntamos respecto de qué. Es decir,
¿arriba o abajo de qué?, ¿izquierda o derecha de
qué? Pues del cuerpo, evidentemente. Transitamos
libremente en el espacio, vamos de un lado para
el otro. Damos referencias sobre calles: “Camina
derecho tres cuadras, luego dobla a la derecha…”.
Y nos entendemos, y no solo eso sino que además
actuamos en el mundo, que es nuestro propio
mundo circundante, el mundo de la vida cotidiana,
y todo ello gracias a nuestro lugar en el espacio,
gracias a nuestro cuerpo.
Solo que todo esto, la posición en el espacio y
las coordenadas espaciales, están dadas de hecho.
Están, por decirlo así, presupuestas. Esto es así
porque así vivimos de manera natural. No es normal
ni natural vivir de otro modo. ¿Quién, en el
trayecto de su vida diaria, cuenta los pasos que
hay de su casa a la avenida o sabe cuántos escalones
tienen en la escalera de su casa? Lo que queremos
ilustrar con ello es que, a pesar de que todos
los días o la mayoría vamos de la casa a la avenida
o subimos la escalera de nuestra casa, no forma
parte de la vida diaria contar los pasos que damos
en cierta dirección o los escalones que subimos a
diario. Pero es posible hacerlo. Solamente que se
requiere para ello abandonar un momento la vida
cotidiana, la manera natural de vivir en el mundo
y estar dirigidos a él. Se trata en realidad de un
cambio de actitud, un giro radical en la forma de
estar viviendo.
Con el cuerpo ocurre exactamente lo mismo.
No es un problema hasta que reflexionamos en él
y lo convertimos en tema de reflexión. Pero eso
sucede con muchos temas que por su cercanía y
familiaridad damos por sobreentendidos.
Para el lector interesado:
- Husserl, E. (2005). Ideas relativas
a una fenomenología pura y un filosofía
fenomenológica (Libro Segundo: Investigaciones
fenomenológicas sobre la constitución)
(trad. Antonio Zirión). México:
UNAM/FCE.
- Ortega y Gasset, J. (2001).
En torno a Galileo. El hombre y la gente.
México: Porrúa.