Cuento: Lanza en la tierra
Christian Arturo Hernández Hernández
no hubo respuesta… –decía mi abuelito con una triste expresión al momento que apretaba sus labios resecos; su mirada perdida parecía desconectada de la realidad, mientras trataba ávidamente de explorar su pasado, aunque ciertamente hacerlo significaba revivir pesados horrores que día a día trataba de sepultar en el olvido.
—Simplemente no la hubo.
Lo miré detenidamente y percibí su sufrir, por lo que no
quise preguntarle más.
—Saldré un momento, abuelito. Esperaré a mi papá afuera.
—No salgas hijo, es peligroso –me respondió sin mirarme.
Percibía su tristeza, la percibía cada día.
—Si quieres, puedes acompañarme –le sugerí–. “Tal vez
salir le haga bien”, pensé.
El viejo hombre meditó un momento.
—Saldré, pero sólo para cuidar de ti –respondió con voz áspera
.
Me dirigí a la puerta y suavemente quité las trancas y los candados. Estar encerrado en casa es horrible, pero mi papá insiste en que estar afuera es peligroso, y ciertamente tiene razón.
Abrí una pequeña ranura y observé el exterior, lo escudriñé y escuché. No podía abrir la puerta hasta estar seguro de que afuera no había nadie. Finalmente la abrí. Una ola de calor me impactó en la cara; el aire seco me hostigaba y me penetraba hasta la garganta.
“Nada nuevo” –me dije a mi mismo–. El mismo paisaje de siempre se extendía a mi vista; dos liquidámbares y tres encinos secos se alza ban sobre la hierba amarilla, permaneciendo de pie aunque hacía ya mucho que habían muerto; un automóvil abandonado era reclamado por la maleza; el amplio cielo azul, y en lo más alto el imponente y ardiente sol cuyos rayos me deslumbraban. Me llevé una mano a la frente y me limpié el sudor. Más allá de mi pequeño perímetro se podía ver la ciudad, el lugar al que siempre había querido ir, pero que en mis ocho años de vida nunca había podido visitar, y aún más allá, coronando a la ciudad, un cerro repleto de árboles muertos como mis liquidámbares y mis encinos.
—Xalapa, la ciudad de las flores –dijo en voz baja mi abuelo.
—¿Ciudad de las flores? –le pregunté, pero él no respondió. Yo conocía las flores. Mi padre es lo que llaman “biólogo” y me ha enseñado algunos libros con plantas y animales, pero debo decir que no he visto ninguna flor en esta zona.
—Abuelo, ¿por qué la llaman así si no
tiene ninguna flor?
Al abuelo se le escapó de sus ojos una
lágrima que inmediatamente limpió.
—En un tiempo las tuvo –dijo finalmente.
Me le quedé mirando un tanto incrédulo, y creo que esto lo notó, porque se sentó a mi
lado e hizo una seña para que yo también lo hiciera.
—Hijo, siempre comienzo a contarte una
historia pero nunca acabo.
—No te preocupes abuelito; no tienes
que hacerlo si no quieres. Sé que contar historias
te pone triste.
—Sí, me pone triste, pero quiero contártela porque no sé si después te la pueda contar, y ya tienes edad para entender las cosas.
Las palabras del anciano me hicieron sentir mayor y que un secreto se me iba a revelar, la historia que nunca me había sido contada. Me senté y escuché.
—Todo comenzó hace ya más de treinta años, en el año 2018. Para ese entonces, las advertencias sobre el calentamiento global por parte de los científicos retumbaban en cada revista, programa de televisión, periódico e incluso manifestaciones públicas; a la gente le llamaba la atención y algunos intentaron tomar medidas cuidando el ambiente. Desgraciadamente los gobiernos y las grandes corporaciones nunca vieron el problema como algo muy serio. “Será algo que nuestros hijos o nietos tendrán que resolver –decían–, pero por ahora no hay presupuesto para actuar”. Los naturalistas y estudiosos, preocupados por las repercusiones del cambio climático, hicieron un llamado masivo a las autoridades y a la gente de poder, a quienes tomaban las decisiones en ese entonces: “No hay más tiempo, si no actuamos ahora, el problema tomará su propio camino y será imparable”.
El abuelo suspiró:
—No hubo respuesta. Tu padre, que estaba a la cabeza del principal grupo de defensa del ambiente, aquel que había entregado al gobierno mexicano el ultimátum sobre el cataclismo que se avecinaba, contempló cómo los políticos pusieron en segundo plano su propuesta y se preocuparon más por abrir nuevas carreteras y acordar nuevos tratados de comercio con los países de Oriente. Vio sus esperanzas destruidas ante la avaricia y la soberbia. “Te faltan pruebas”, le dijeron.
Cierto día –continuó mi abuelo– toda la
familia se reunió ante su llamado. “Según losúltimos datos –dijo tu padre–, Groenlandia se
descongelará durante el próximo verano, en el
que una ola tremenda de calor borrará los
glaciares del norte”. Consternado, hizo unapausa. “El deshielo inundará vastas extensiones continentales,
incluyendo el puerto de Veracruz”. Al escucharle decir eso, en
nuestras caras apareció el terror. “¿Qué vamos a hacer?”, le
pregunté. “Nada se puede hacer. Ahora ya nadie puede parar
esto; sólo nos queda irnos a tierras más altas”. Las palabras de
tu padre estaban inundadas en tristeza y reflejaban el mar
calmo que se veía desde nuestra ventana, un mar nostálgico,
un mar que guardaba un reloj que marchaba hacia atrás, un
mar preparado para soltar en un segundo toda su furia sobre
los que nos habíamos atrevido a contaminarlo y ensuciarlo.
“Hijo –le dije–, ¿cómo es posible que toda Groenlandia
caiga en un solo instante? ¿No será que estás cometiendo un
error en tus predicciones?”. Él me miró y me dijo: “No papá, por
desgracia estoy seguro de ellas; los glaciares pueden desprenderse a una velocidad increíble, existen unas estructuras que
minan el hielo hasta desprenderlo. Una vez que el hielo caiga en
el océano caliente se descongelará en cuestión de horas, y en
pocas semanas el agua contenida en los glaciares de
Groenlandia habrá de inundar nuestras costas”. “No puedo
creerlo, nunca pensé que viviría para ver esto”, le respondí.
Eduardo, tu padre, puso una mano en mi hombro:“Indudablemente, es una tragedia, pero hay que seguir; sobrevivir al desastre es nuestra misión”. “¿Y los otros?”, pregunté.“Haré una última advertencia. Tengo un amigo en una cadena
televisiva; le pediré que dé la alarma. Es todo lo que puedo
hacer”, fue su respuesta.
Eduardo dio la alarma, las personas la escucharon, pero
para mi asombro las cosas no cambiaron en la ciudad de
Veracruz; la gente seguía comprando en los supermercados, bañándose en las playas y viendo películas en el cine. Nada les
importó.
Dos semanas nos tomó abastecernos de víveres y equipo
básico de supervivencia, luego de las cuales nos preparamos para
partir. Nuestro destino era Xalapa, la Ciudad de las Flores, que
ofrecía un clima un poco menos caluroso que el de Veracruz y que
estaba a una buena altura sobre el nivel del mar. Ahí estaríamos a
salvo.
Viajar en aquellos años era una cosa común y segura, no
como ahora, que no hay transporte y los caminos son peligrosos.
—Fue entonces que vinieron aquí, ¿cierto abuelito? –pregunté.
El abuelo asintió, luego pateó una roca del piso.
—¿Qué ocurrió después?
—Tal y como estaba previsto, un mal día un maremoto
azotó la costa del Golfo de México, así como otras partes del
mundo, y el resultado fue la mayor tragedia que la humanidad
había enfrentado. Millones murieron y luego…
—Hey, don Arturo! –interrumpió una voz el relato de mi
abuelo. Ambos volteamos a ver quién era el que llamaba. Rá
pidamente reconocí al hombre que se acercaba. Se trataba de
Pedro, uno de los miembros del clan al que pertenecía mi familia.
Pedro era alto, moreno y robusto, un buen peleador; en varias ocasiones lo he visto luchar contra otros que intentan invadirnos o
robarnos.
—¿Pasa algo? –nos preguntó.
—No, sólo salimos a tomar un poco de aire; estar adentro
nos aburre –contestó mi abuelo.
—Usted sabe que las temperaturas en el
día son muy elevadas y además puede llamar la
atención de otros clanes. Es mejor permanecer
adentro. Ya saldremos al crepúsculo.
—Eduardo aún no regresa.
—Lo sé, tampoco los otros recolectores.
Siempre me ha asustado pensar que un
día, presa de los peligros de la ciudad y la amenaza de los otros clanes, mi papá no regrese a
casa.
—Él regresará pronto –comenté en cierta
medida para tranquilizarme.
Mi abuelo se sobó la sien.
—Pedro –dijo–, estaba contando un
relato, ¿Quieres quedarte a escucharlo?
—Sí, don Arturo, estaría bien.
—De acuerdo. Luego de la catástrofe, los
gobiernos colapsaron en desesperación; dijeron
que no estaban preparados para enfrentar aquella
situación, que no la esperaban. Pedro apretó los
puños y miró a mi abuelo.
—Sí –respondió calmadamente mi abuelo.
Parecía que no únicamente a él le causaba tristeza esa historia. A Pedro también le afectaba. Presentí que, igual que mi abuelo, él tenía varios recuerdos oscuros que trataba de olvidar.
—Los días se volvieron tristes en aquellos tiempos –prosiguió el viejo–, aún más de lo que son ahora; la gente estaba asustada y no sabía qué hacer. Tu padre nos trajo aquí y construyó un refugio oculto. Al principio era
sólo para tener un lugar que nos protegiera en caso de que el orden social se perdiera –mi abuelo levantó los ojos al cielo–. Recuerdo que
nunca creí que de verdad terminaríamos
viviendo aquí.
—¿Qué pasó después? –pregunté intrigado y serio a la vez.
—Todo se derrumbó, el calentamiento
global aumentó de forma vertiginosa, los cultivos
se secaron, la Antártida se descongeló también,
los gobiernos desaparecieron, la gente luchó por
comida y agua y miles murieron por obtenerla. En
unos años el planeta era distinto y la humanidad
estaba diezmada.
—Eso no puede ser, abuelo.
—Créele, niño; yo lo viví también –dijo
Pedro con un recelo que me intimidó–. Don
Arturo, prosiga usted.
—No hay mucho que decir, solamente
que lo que una vez tuvimos en abundancia se
perdió para siempre. –Luego de decir lo anterior
mi abuelo comenzó a llorar; creo que eso fue lo
que más me dolió, ya que él representaba para
mi una imagen de fortaleza y una guía, por lo que
verlo llorar me partía el corazón.
—Don Arturo, mire –le dijo Pedro mientras observaba hacia la ciudad–. Parece que ya
vienen los recolectores.
Efectivamente, mi padre y otros tres
hombres se acercaban agazapados por el
extenso matorral, llevaban lanzas y telas amarillas
que les proporcionaban camuflaje entre la espesa
maleza.
—Padre, ¿qué hacen aquí? –le preguntó
mi padre a mi abuelo cuando llegó hasta
nosotros.
—Sólo salimos a distraernos un rato.
—Es peligroso, lo saben bien.
—¿Tuviste buena caza, papá? –le pregunté ansioso, él me miró sonriente.
—Sí, Luis y Rafael lograron atrapar buenas presas. Trajimos cuatro ratas y una serpiente para cenar.
A mi me gustaba la carne de serpiente; la
de rata no tanto, pero había días en los que sólo
comíamos raíces. Pero hoy, al parecer, el clan
tendría un festín.
—Pedro, ¿qué nivel tiene el pozo de
agua? –preguntó mi padre.
—Se está secando. Creo que pronto tendremos que buscar otro sitio para obtener agua –respondió.
—Movernos será peligroso. Mañana comenzaremos a
explorar el área en busca de nuevos pozos, debe haber algunos
todavía.
En la noche de ese día las cinco familias que confor
mábamos el clan nos reunimos para disfrutar de la carne cazada,
reír y bromear. Cuando había comida el ánimo siempre estaba alto.
Incluso mi abuelo reía con todos, olvidado un momento de su
habitual semblante grave.
El momento no podía ser más perfecto; sin embargo, a
mitad de la cena un inesperado animal asomó su nariz por debajo
de la puerta.
—Pedro, mira –dije señalándolo.
—Es un perro! –Pedro se levantó de la mesa de un salto y
tomó su lanza. El perro lo vio y se alejó corriendo. Los hombres se
preocuparon. Pedro esperó a que Luis se armara también y ambos
salieron al exterior.
—Se ha escapado. Hay que ir tras él!
—Déjenlo –les dijo mi padre.
—Pero Eduardo, no comprendes la gravedad de la
situación! Los perros rastrean comida, rastrean presas para los
clanes bárbaros!
—¿Crees que alcanzarás al perro? –le preguntó mirándolo
a los ojos.
—Lo intentaré.
—Si sus dueños están por ahí, te matarán; mejor montemos guardia esta noche. No hay otra cosa que podamos hacer.
Pedro suspiró, luego entró junto con mi padre y Luis al refugio.
—¿Está todo bien? –preguntó Frida, una de las mujeres
del clan.
—Sí, no se preocupen de nada –respondió Luis. Sin
embargo, las cosas no volvieron a estar tan festivas como antes, o por lo menos no para mí; había escuchado la conversación que los hombres habían tenido, ¿Cómo podía estar tranquilo ante el peligro de un ataque inminente?
Luego de la cena no pude conciliar el sueño. Pedro había sido el primer guardia de la noche, después Rafael, más tarde mi
padre y Luis al final. Yo me encontraba tan nervioso que los escuché y los vi cambiar de turno toda la noche.
Al otro día me levanté cuando los miembros del clan
bebían agua y los recolectores se preparaban para salir.
—La noche transcurrió sin incidencias –dijo Rafael, sonriente.
—Sí, abre la puerta, debemos salir a cazar –le indicó Pedro dándole un empujón.
Rafael se asomó al exterior y rápidamente exclamó.
—El perro está ahí!
—Abre la puerta de golpe –dijo mi padre sosteniendo sulanza–. Pedro, Luis, ya saben que hacer –añadió.
Rafael quitó silenciosamente las trancas y los candados y luego hizo una señal a mi padre para que estuviera listo.
—Hazlo ahora! –Rafael abrió la puerta de un solo movimiento, el perro se sorprendió y levantó las orejas mirando hacia el refugio. Mi padre no perdió el tiempo y le arrojó su lanza, clavándosela en un costado. El perro cayó al piso luego de un chillido.
Pedro y Luis prepararon sus lanzas, prestos a atacar a
cualquier ser humano que acechara.
—Vamos a investigar –dijo Pedro. Rafael
también tomó una lanza y salió con ellos.
—¿Ves algo?
—Nada.
Mi padre salió y retiró su lanza del cadáver
del perro y luego escudriñó el paisaje.
—Pedro, ¿ves eso? –dijo mientras señalaba con un dedo un lugar en la hierba.
—Lo veo. Ahí hay tres hombres… y mira,
por allá hay cuatro más.
—¿Qué hacemos? Nos tienen rodeados.
Mi padre pensaba qué hacer cuando de
repente, detrás de él, aparecieron dos hombres
armados con lanzas.
—Parece que mataron a mi perro –dijo
uno de ellos. Los hombres de nuestro clan apuntaron agresivamente con sus lanzas a los intrusos.
—No habrá otra advertencia. Váyanse de
aquí o los mataremos como lo hicimos con el
perro –dijo mi padre.
—Veo que eres valiente, pero, te habrás
dado cuenta que están rodeados… Escucha mi
oferta: nos dejarán su refugio y su pozo de agua
y a cambio los dejaremos vivir, ¿qué dicen?
Pedro y Luis se voltearon a ver. Sabían
que nunca dejarían escapar a esos hombres
pues representarían una amenaza futura. Luego
miraron a los que tenían al frente. Los tenían al
alcance de su lanza, en la mira, y la única adver
tencia ya había sido dada.
Un leve movimiento de cabeza bastó
para que ambas varas con afilada punta fueran
lanzadas al aire y atravesaran el pecho de los
invasores.
Mi padre se volvió a ver a Pedro y a Luis,sorprendido.
—Dijiste que sólo les ibas a dar una
advertencia –dijo Luis.
—Buen lanzamiento –contestó mi padre.
Luego se dirigió hacia los hombres que estaban
en el matorral. Eran siete y ya se habían levantado.
—Esta tierra es nuestra! Lárguense de
aquí!
—Los han matado! Los han matado!
Los hombres se lanzaron al ataque en dirección del refugio.
Pedro miró a mi padre y a Luis, mientras Rafael se colocaba a su lado.
—Sólo una advertencia… Al ataque!
—No! –gritó mi abuelo, mientras se llevaba las manos al
rostro.
—Ellos son más! –grité también.
Mi abuelo estaba consternado mientras veía como los dos clanes entraban en un combate cuerpo a cuerpo, tomó una lanza y se dirigió a la contienda.
—Abuelito! No!
Ese fue el día más horrible que he tenido en mi vida. Mi padre atacó con gran valentía, al igual que los demás guerreros cuyos músculos denotaban fortaleza en cada movimiento. Fue entonces cuando sentí un fuego desesperado que ardía en mi inte-
rior. Corrí al interior del refugio y tomé una lanza; las mujeres me trataron de detener pero me escurrí entre la puerta y corrí a toda
velocidad al campo de batalla.
Varios cadáveres yacían en la hierba. No podía ver quiénes eran, inundada mi sangre por la adrenalina y el deseo de proteger a mi abuelo, fui a donde él estaba.
Mi respiración y el fuerte latido de mi corazón hacían palpitar mi cuerpo entero. A pesar de mi esfuerzo la lanza de un enemigo atravesó a mi abuelo frente a mis ojos.
—No! –grité mientras saltaba sobre el verdugo y le atravesaba el tórax.
Ese fue el último enemigo en caer. La batalla había terminado, la victoria se había logrado con el sacrificio de mi abuelo, de
Rafael y de Luis, que habían dado sus vidas para que los demás
pudiéramos seguir viviendo bajo este sol ardiente.
—Daniel –me llamó quedamente mi abuelo.
—Aquí estoy –respondí.
—Vive con pasión, disfruta el mundo y lo que nos ofrece.
Si ahora es más severo es porque está enfadado con nosotros, pero verás que en algún momento nos perdonará.
Mi padre se acercó al cuerpo inerte de mi abuelo y puso una mano en su pecho.
—Adiós, papá.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces. Me he convertido en el nuevo líder de la familia y en un gran guerrero, pero las
palabras de mi abuelo aún permanecen frescas en mi mente. “El mundo nos perdonará”, eso me dijo él. Ahora me pregunto:¿podremos perdonarnos nosotros? Espero que sí, reflexiono bajo
el mismo sol ardiente que se llevó a mi abuelo, apoyando mi lanza
en la tierra.