Dos características esenciales definen el libro de bolsillo: su dócil tamaño y su voluntad nómada. Es por eso que el santo patrón de los libros de bolsillo es (o debería ser) un tal Lemuel Gulliver, viajero infatigable y minucioso cronista del minúsculo reino de Liliput. Discreto, móvil, manuable, modesto, el libro de bolsillo es, de toda la biblioteca, el que más se pliega a la voluntad del lector. Porque es portátil, no exige que se lea en un lugar determinado, como los elefantinos volúmenes de una enciclopedia; porque es barato, no provoca en el lector que quiere garabatear en sus márgenes el sentimiento de lèse majesté que causan sus más aristocráticos hermanos de tapa dura; porque es pequeño, no desdeña el bolso ni, obviamente, el bolsillo, y se deja llevar a la cama como el más dócil de los enamorados.






Volverse uno invisible ha sido a través de la historia de la humanidad la ambición de no pocos. Cuento de primeros en esta lista a quienes lo desearían por necesidad de su profesión, como los magos y prestidigitadores, que hasta ahora deben valerse de trucos de espejos, cajas de doble fondo y otras falsedades para crear ante los espectadores la ilusión de que desaparecen y se vuelven transparentes como el aire.