Universidad Veracruzana

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El amante del volcán

Por Susan Sontag

 

PRIMERA PARTE
1.
Su primer permiso de vuelta a casa había concluido. El hombre que el Nápoles cortés
conocería en adelante como II Cavaliere, el Caballero, principiaba el largo trayecto de vuelta a
su puesto, al «reino de las cenizas». Así lo había denominado uno de sus amigos de Londres.
Al llegar, todos pensaron que parecía mucho más viejo. Seguía aún tan delgado: un
cuerpo hinchado por los macarrones y los pasteles de limón poco habría encajado con una cara
alargada, inteligente, de nariz aguileña y cejas muy pobladas. Pero había perdido la palidez de
su casta. Algunos observaron el oscurecimiento de su blanca piel desde que se había ido, siete
años antes, con algo parecido a la desaprobación. Sólo los pobres —es decir, la mayor parte de
la gente— estaban tostados por el sol. No el nieto de un duque, el hijo menor de un lord, el
compañero de infancia del propio rey.
Nueve meses en Inglaterra habían devuelto a su cara huesuda una agradable acuidad,
blanqueado las arrugas del sol en sus delgadas manos de músico.
Los grandes baúles, la nueva repisa de la chimenea Adam, las tres cajas con muebles,
diez arcas de libros, ocho cajas de platos, medicinas, provisiones para la casa, dos barriles de
cerveza negra, el violoncelo, y el clavicémbalo Shudi de Catherine, restaurado, habían salido
quince días antes en un barco mercante que llegaría a Nápoles en dos meses, mientras él
viajaría en un bergantín arrendado al efecto que le depositaría junto con los suyos en Boulogne
para emprender un viaje por tierra de similar duración, con paradas para visitas y
contemplación de pintura en París, Ferney, Viena, Venecia, Florencia y Roma.
Apoyado en su bastón de paseo en el patio del hotel de Street donde se habían instalado
su tío y su tía durante aquellas atareadas semanas en Londres, el sobrino del Cavaliere,
Charles, aportó su malhumorada presencia a los preparativos finales de dos coches de
viajeros. Todo el mundo suspira de alivio cuando exigentes parientes mayores, que viven en el
extranjero, dan por finalizada su visita. Pero a nadie le gusta que le dejen atrás.
Catherine ya se ha instalado con su doncella en el amplio vehículo, después de
fortalecerse para el agotador trayecto con una poción de láudano y agua ferruginosa. El
segundo coche, más ancho y bajo, que va detrás, lo han cargado con la mayor parte del
equipaje. Los servidores del Cavaliere, reacios a arrugar sus libreas marrones de viaje, se
hacían los remolones y se afanaban con sus propias y concisas pertenencias. Quedaba a cargo
de los mozos del hotel y de un lacayo empleado de Charles el trepar a lo alto del coche, para
cerciorarse de que la docena aproximada de pequeños baúles, cajas, portamantas, el arca con
lencería y ropa de cama, el escritorio de ébano y, finalmente, las bolsas de tela con la ropa del
servicio, quedaban debidamente amarrados con cuerdas y cadenas de hierro en el techo y la
parte trasera. Sólo el largo embalaje plano, que contenía tres pinturas que el Cavaliere
acababa de comprar la semana anterior, fue atado al techo del primer carruaje, para
proporcionarle un traslado lo menos agitado posible hasta la barca que esperaba en Dover.
Uno de los criados lo supervisaba todo desde abajo con simbólica minuciosidad. El carruaje de
la asmática esposa del Cavaliere no debía dar tropezones.
Mientras, trajeron a toda prisa del hotel otra gran maleta de cuero, casi olvidada, y la
introdujeron con dificultad en el cargamento que debía llevar el coche, que ahora se
balanceaba y brincaba un poco más. El pariente favorito del Cavaliere pensó en el barco
mercante que llevaba en su bodega muchas más maletas con las posesiones de su tío y que ya
podía estar tan lejos como Cádiz.
Incluso para aquella época, cuando la más elevada posición social suponía mayor número
y peso de cosas consideradas indispensables para el viajero, el Cavaliere viajaba con un
excepcional volumen. Pero menor, hasta llegar a la suma de cuarenta y siete grandes arcas,
que cuando había llegado. Uno de los propósitos del viaje del Cavaliere, además de su deseo
de ver a amigos y parientes y a su querido sobrino, complacer a su añorada esposa, renovar

útiles contactos en la corte, asegurarse de que los secretarios de estado apreciaban mejor la
habilidad con que representaba los intereses británicos en aquella corte completamente
distinta, asistir a reuniones de la Royal Society y vigilar la publicación en forma de libro de
siete de sus cartas sobre temas volcánicos, era transportar a casa la mayor parte de los
tesoros que había coleccionado —incluyendo setecientos jarrones antiguos (mal denominados
etruscos)— y venderlos. Había efectuado la ronda de visitas familiares y tenido el placer de
pasar bastante tiempo con Charles, la mayor parte en la posesión de Catherine en Gales, que
Charles ahora regía por él. Había impresionado a más de un ministro, o así lo consideraba. El
rey le había recibido en dos ocasiones, y en una había cenado a solas con el rey, quien aún le
llamaba «hermano de leche» y en enero le había nombrado Caballero de la Orden del Baño,
cosa que él, cuarto hijo de una familia, se atrevió a considerar sólo un peldaño más arriba en
la escalera de títulos que conquistaría por sus propios méritos. Otros miembros de la Royal
Society le habían felicitado por sus osadas hazañas de observación a corta distancia del
monstruo en plena erupción. Había asistido a algunas subastas de pintura y comprado,
juiciosamente. Y el Museo Británico le había comprado a su vez los jarrones etruscos, el lote
completo, así como pinturas menores, los collares y pendientes de oro de Herculano y
Pompeya, algunas jabalinas y cascos de bronce, dados de ámbar y marfil, pequeñas estatuas y
amuletos, por la gratificante suma de ocho mil cuatrocientas libras (un poco más que la renta
anual de la propiedad de la que Catherine era heredera), a pesar de que la pintura en que
había depositado sus mayores esperanzas seguía sin venderse. Abandonaba la lasciva y
desnuda Venus que sostenía tnunfalmente el arco de Cupido sobre su cabeza, por la que había
pedido tres mil libras, en Gales, con Charles.
Regresaba más ligero, así como más blanco de tez.
Pasándose furtivamente una botella los unos a los otros, los lacayos y el cocinero del
Cavaliere charlaban con los mozos en un rincón del patio. Brillaba un sol de septiembre con
aureola. Un viento del nordeste había introducido una nube de humo y el olor de carbón en
Whitehall, y los imponía sobre los espesos efluvios habituales de primeras horas de la mañana.
El matraqueo de otros carruajes, carros, carretillas, diligencias que partían, se podía oír desde
la calle. Uno de los póneys del primer carruaje se movía inquieto, y el cochero tiraba de las
riendas del caballo de vara y hacía sonar el látigo. Charles buscó con la mirada a Valerio, el
ayuda de cámara de su tío, para imponer el orden de nuevo entre el servicio. Arrugando el
entrecejo, sacó su reloj.
Unos minutos más tarde el Cavaliere salió del hotel, le seguían el obsequioso propietario
y su mujer así como Valerio, quien transportaba el violín favorito de su amo en un adornado
estuche de piel. Los criados callaron. Charles esperó una señal, con su alargado rostro que
había adquirido una expresión más atenta de la que tenía antes, lo que agudizó el parecido
entre ellos. El silencio deferente continuó cuando el Cavaliere hizo una pausa, miró hacia el
pálido cielo, olfateó el pestilente aire, sacudiéndose distraídamente una mota de la manga.
Luego se dio vuelta, sonrió con labios tensos a su sobrino, quien acudió rápidamente a su lado,
y los dos hombres cogidos del brazo se dirigieron al carruaje.
Apartando a un lado a Valerio, Charles avanzó y abrió la puerta para que subiera su tío,
quien se agachó, entró, luego introdujo el Stradivarius. Mientras el Cavaliere se instalaba en el
asiento de terciopelo verde, él se inclinó hacia el interior para preguntar, con una atención e
interés no fingidos, cómo se encontraba su tía, y para pronunciar sus últimas palabras de
despedida.
Cocheros y postillones están en su lugar. Valerio y los otros criados subieron al carruaje
más grande, que se reequilibró ruidosamente un poco más cerca del suelo. Charles, adiós. Se
cierra la ventana al aire infestado de carbonilla, tan peligroso para los asmáticos, a los gritos
de la partida y los apremios. Se han abierto las verjas y la oleada de cosas y animales, criados
y amos se vierte sobre la calle.
El Cavaliere se quitó sus guantes ambarinos, movió los dedos. Estaba dispuesto para el
retorno, en realidad esperaba el viaje —le gustaba lo agotador— y los nuevos encuentros y
adquisiciones que éste le depararía. La ansiedad de partir se había desvanecido en el instante
en que subía al carruaje: se convirtió en júbilo por partir. Pero siendo hombre de sentimientos
delicados, por lo menos respecto a su esposa, por la que sentía un afecto que nunca había
sentido por nadie, no expresaría la creciente dicha que le acometía al pasar lentamente,

encerrado, a través del clamor que estallaba en las calles cada vez más activas. Esperaría a
Catherine, que había cerrado los ojos y respiraba jadeante con la boca entreabierta.
Él tosió: el sustituto de un suspiro. Ella abrió los ojos. La vena azul que palpita en su sien
no es una declaración. En el rincón, sobre un taburete bajo, autorizada a hablar sólo cuando le
hablen, la doncella inclinaba su rosada y húmeda faz sobre Alarm to the Unconverted, de
Alleine, que le había dado su ama. El buscó con una mano la bolsa que, en su cadera, contenía
el doblado atlas de viaje encuadernado en piel, el escritorio de viaje, la pistola y un volumen
de Voltaire que había empezado a leer. No hay razón alguna para que el Cavaliere suspire.
Qué extraño, murmuró Catherine, sentir frío en un día tan templado. Me temo —ella
tenía tendencia, como fruto del deseo de agradar, a alternar una declaración estoica con un
alegato de humildad—, me temo que ya me he acostumbrado a nuestros bestiales veranos.
Quizá lleves ropa demasiado gruesa para el viaje, observó el Cavaliere con su voz sonora
y ligeramente nasal.
Rezo por no enfermar, dijo Catherine, mientras desplegaba un chal de pelo de camello
sobre sus piernas. Si lo puedo evitar, no enfermaré, se corrigió, sonriendo mientras se pintaba
los ojos.
También yo siento la tristeza de dejar a nuestros amigos y, en especial, a nuestro
querido Charles, respondió el Cavaliere suavemente.
No, dijo Catherine, no me siento desdichada por volver. Aunque por una parte me
espantan la travesía y luego las dificultades de —sacudió la cabeza, se interrumpió—… sé que
muy pronto respiraré con más facilidad. El aire… Cerró los ojos por un momento. Y lo que más
me importa, regresar te hace feliz a ti, añadió. Echaré en falta mi Venus, dijo el Cavaliere.
La suciedad, el hedor, el ruido son… como la sombra del carruaje que al pasar oscurece
los paneles de vidrio de la fachada de los comercios. El carruaje se balancea, salta, cruje, se
tambalea; los vendedores y los portadores de carretillas y los otros cocheros vociferan, pero
con timbres distintos a los que él oirá; éstas son las mismas calles familiares por donde
pasaría para asistir a una reunión de la Royal Society, o para intervenir en una subasta, o para
visitar a su cuñado, pero hoy no las recorre hacia sino que las cruza a través: ha entrado en el
reino de las despedidas, de lo irrevocable, del privilegio de las últimas miradas que muy pronto
se registran como recuerdos; de la expectación. Cada calle, cada esquina ruidosa emite un
mensaje: el ya, el pronto será. Él va a la deriva entre el deseo de mirar, como para grabar las
cosas en su mente, y la inclinación a confinar sus sentidos en el frío carruaje, considerarse
(como es en verdad) ya ido.
Al Cavaliere le gustaban los especímenes y podía haber encontrado muchos en las ristras
incesantemente reabastecidas de pordioseros, sirvientas, vendedores ambulantes, aprendices,
tenderos, rateros, pregoneros, mozos, recaderos que discurren peligrosamente cerca y entre
barreras móviles y ruedas. Aquí, incluso el miserable se afana. Gentes que no se mezclan, no
forman corros, no bailan, no se divierten: una de las múltiples diferencias entre los habitantes
de aquí y los de la ciudad a la que él retornaba que valdría la pena anotar y ponderar… si
realmente hubiera motivo para anotarlas. Pero no era costumbre del Cavaliere reflexionar
sobre el estrépito y los empellones de Londres; uno es incapaz de considerar pintoresca su
propia ciudad. Cuando su carruaje estuvo detenido durante un ruidoso cuarto de hora entre
unos tenderetes de fruta y el carro de un airado afilador, no siguió al ciego de cabello rojo que
se había aventurado a cruzar unos metros más adelante, extendiendo su vara ante él, sin
prestar atención a los vehículos que empezaban a echársele encima. Aquel interior
transportable y perfumado, forrado de suficientes aprestos de privilegio como para tener
ocupados los sentidos, dice: No mires. No hay nada afuera digno de mirar.
Si no sabe qué hacer con sus ávidos ojos, tiene aquel otro y siempre adyacente interior:
un libro. Catherine ha abierto un volumen sobre crueldades papales. La doncella se enfrasca
en su alarmante sermón. Sin mirar abajo, el Cavaliere pasó su pulgar por una suntuosa
encuademación de piel, el realce dorado del título y el nombre de su autor favorito. El
pordiosero ciego, alcanzado por uno de los carricoches, cae hacia atrás y va a parar bajo las
ruedas del carromato de un tonelero. El Cavaliere no miraba. Estaba mirando a otra parte.
En el libro: Candide, ahora en Sudamérica, acude caballerosamente, con su escopeta

Tomado de El amante del volcán, Susan Sontag, Alfaguara.