Universidad Veracruzana

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Felipe Garrido recibe el Premio Xavier Villaurrutia 2011

Con la compañía de  escritores,  familiares,  lectores y amigos,  Felipe Garrido recibió, emocionado,  el PremioXavier Villaurrutia  “De escritores para escritores” 2011, el pasado 24  de marzo del presente año, en la Sala Manuel M. Ponce  del Palacio de Bellas Artes.  Estuvo acompañado en el presídium  de el presidente de la Sociedad Alfonsina Internacional (SAI), Jaime Labastida; la Secretaria de la misma organización, Alicia Zendejas, así como los escritores Silvia Molina, Vicente Quirarte e Ignacio Solares.   Todos celebraron  la calidad  de  los 303 relatos breves que incluye Conjuros (Jus, 2011), que fue la obra que hizo merecedor a Garrido de tan importante premio. 

Teresa Vicencio Alvarez,  Directora General del Instituto Nacional de Bellas Artes fuequien dio las palabras oficiales del acto e hizo entrega del  premio correspondiente.  El jurado que determinó otorgar el premio estuvo integrado por Silvia Molina, Ernesto de la Peña e Ignacio Solares.  A continuación se transcribe el discurso íntegro  ofrecido por Felipe Garrido, en esta memorable ocasión.

FELIPE GARRIDO Haz click en el enlace si deseas escuchar el discurso.

Señoras y señores:

Antes que nada, mi reconocimiento a doña Alicia Zendejas, a la Sociedad Alfonsina Internacional, al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, al Instituto Nacional de Bellas Artes por el exitoso empeño con que han sostenido, en el aventajado lugar que desde hace 57 años ocupa, el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores.

Recibirlo es un honor. Me congratulo por la decisión del jurado: Silvia Molina, Ernesto de la Peña e Ignacio Solares. Recibirlo ha significado que la felicidad me guiñe un ojo; por el premio mismo y por los innumerables mensajes y llamadas con que tantísimos amigos, muchos de ellos escritores, me han manifestado su aprobación. Gracias a Teresa Vicencio, a Silvia Molina y a Vicente Quirarte, por sus palabras. Gracias a Iñaki Garrido por sus viñetas. Gracias a Jus por la hermosa edición de Conjuros. Gracias a ustedes por su grata compañía.

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Tengo exacta noticia de cuándo y cómo empecé a escribir cuentos cortos. En enero de 1984 -Sergio Galindo dirigía su Departamento Editorial-, la Universidad Veracruzana publicó mi libro La urna, y otras historias de amor. El más extenso de sus seis relatos tiene 23 páginas. “Una carta”, que lo cierra, no llega a tres. “Una carta” consta de dos partes. La primera es la carta misma, dirigida a un tal Sebastián. La mujer que la escribe recuerda viajes que hicieron juntos y le cuenta cómo es el lugar donde se encuentra. “Busco en mi cuerpo las huellas de tus manos”, le dice hacia el final. La segunda parte narra cómo la mujer dobla la carta y enseguida la rompe. Después, dice el cuento, alzó el papel “en las manos abiertas y dejó que la brisa se lo llevara”.

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Si escribiera “Una carta” en estos días, suprimiría la primera parte del cuento; le ahorraría la carta al lector. Esa primera parte es otra historia; estorba. A estas alturas contaría sólo cómo una mujer rompe lo que acaba de escribir. Un cuento corto ?esta imagen se la escuché a Vicente Quirarte? es apenas la punta del iceberg. El resto no puede ser ignorado, pero no está a la vista. Hay una parte explicable, y otra, hundida en el misterio, que la sostiene. Por esa presencia oculta, un cuento corto va más allá de la anécdota. “Una carta” diría ahora:

 

En la mesa había unas hojas de papel, un cenicero, un estuche de anteojos, un libro que tenía como marcador un sobre de correo aéreo. La letra de la mujer era grande y desigual. Alzó el rostro y miró el mar. En la playa había gente tendida al sol. Mordisqueó el plumón, pero ya no escribió. “Busco en mi cuerpo…” se leía casi al final; pero sus manos, hermosas, no dejaban ver lo que seguía. Dobló la hoja en tres, alisando cada doblez contra la mesa. Después, con el mismo cuidado, fue rompiéndola, siempre por la mitad, y dejó que la brisa la dispersara.

 

Todo lo que no sea indispensable, debe ser eliminado. No hace falta saber a quién ni qué escribe esa mujer, ni por qué rompe la carta. Todo eso que ignoramos –yo soy el primero que no lo sabe- es un espacio abierto a la intuición del lector. En un cuento corto, más que nunca, queda en evidencia su necesaria complicidad. Los conocimientos, la experiencia, la malicia del lector son indispensables para llegar a textos como “A Circe”, de Julio Torri… todos recordamos su deslumbrante final: “Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

 

O “La Venus de Milo”, de Salvador Novo:

 

¿Qué cómo, en fin, tenía yo los brazos? Verá usted: yo vivía en una casa de dos piezas. En una me vestía y me desnudaba. Y siempre ha habido curiosos que se interesan en ver. Ahora me quieren ver los brazos. Entonces querían verme lo que usted ve. Y yo, en ese momento, trataba de cerrar la ventana.

 

“La Fe y las montañas”, de Augusto Monterroso:

 

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.

Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.

Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.

 

“Lot”, de Olga Harmony:

 

¡Qué tedio puede llegar a padecerse al lado de un justo! Todos se divierten en Sodoma, menos en esta familia en la que tanto se teme al pecado.

Y exasperada, la mujer de Lot prosiguió su soliloquio: ¿Es que nada vendrá a darle sabor a mi vida?

 

O, de Carlos Monsiváis:

 

Y, fuera de esto, señora Lincoln, ¿disfrutó usted la obra?

 

Comprender estos cuentos supone conocer otros, anteriores; el lector debe saber quién se dirige a Circe y qué ocurrió entre ellos, recordar cómo es la Venus de Milo, algunos versículos del Evangelio según San Mateo, la historia de la mujer que se convirtió en una estatua de sal, y cómo fue asesinado Abraham Lincoln. Los giros imprevistos y los finales cegadores son un requisito.

La estética del cuento corto es la estética del relámpago.

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A partir de “Una carta” escribí cuentos cada vez más breves. Lo primero que he imaginado ha sido casi siempre el final. Cuando tuve siete u ocho, se los llevé a Huberto Batis, quien los fue publicando, cada semana, en Sábado, el suplemento de Uno más Uno. Mientras aparecían los primeros seguí escribiendo. Mi columna, “la Musa y el Garabato”, apareció durante siete años, de junio de 1984 en adelante. (Luego hubo dos series más. “La primera enseñanza”, asimismo con Batis (1996-1997), y “Mentiras transparentes”, que desde 2005 aparece quincenalmente en La Jornada Semanal, al amistoso cobijo de Hugo Gutiérrez Vega y de Francisco Torres Córdova.)

Hace treinta años, pues, me incorporé a la milenaria tradición de los cuentos cortos. Una parte de los reunidos en Conjuros se leyeron antes en los suplementos que mencioné y en tres libros: Garabatos en el agua (Grijalbo, 1985); la Musa y el Garabato (FCE, 1992), y La primera enseñanza (Aldus, 2002).

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Una frase ingeniosa, una metáfora, un aforismo, una imagen tienen también la vocación del relámpago, pero no son cuentos cortos. Por ejemplo, estas tres greguerías de Ramón Gómez de la Serna:

 

La luna necesita gatos.

Los ojos sin tiempo de las estatuas.

Los trenes siembran melancolía.

 

Tan cercana, esta última, a un poema de Villaurrutia, “Silbatos”:

 

Lejanos, largos

-¿de qué trenes sonámbulos?-,

se persiguen como serpientes,

ondulando.

 

¿Cómo convertir una greguería en un cuento? Incorporándole un personaje que afronte un conflicto. Como en ésta:

 

Enceraba el piso con esmero, a ver si resbalaba la patrona.

 

En mis textos breves he procurado cada vez más ceñirme al cuento, aunque entre ellos haya poemas en prosa y estampas. Como en “Dama de luz”:

 

Luego me dijo que se iba un rato a la playa. Me guiñó un ojo. Se calzó las sandalias. Se ajustó los tirantes. Abrió las cortinas y se volvió de oro y sombra. Cerró los ojos deslumbrada. Tropezó con la mesa, tiró la botella de agua, lanzó un gritito, se rio cubriéndose la boca con las manos enjoyadas, trajo una toalla y me vio un momento como si fuera a decir algo, pero el canto de las cigarras la intimidó. Se miró en el espejo por delante y por detrás y después de lado mientras aspiraba hondo, parada de puntas, y se le dibujaron las costillas. Se puso una falda de manta y los lentes oscuros. Al llegar a la puerta me tiró un beso. Nunca la volví a ver.

***

La elipsis, la ironía, la paradoja, las referencias a personajes históricos y mitológicos, y a otros textos son recursos que abundan en el cuento corto. Con la poesía, comparte el ideal de que las palabras digan más de lo que dicen. Entre mis maestros hoy recuerdo a Torri, Arreola, Rulfo –que no practicó el cuento corto pero sí la economía de las palabras-, De la Colina, Valadez, Monterroso, Cortázar, Elizondo… y a López Velarde, Machado, Jiménez, Pellicer, Chumacero… a Villaurrutia.

Cito líneas suyas que suscribo como un manifiesto. Donde Villaurrutia escribe poeta entiéndase escritor. Al menos, cierta clase de escritor; la clase de escritor que me gustaría ser:

 

La obra de un poeta no vale sino en la medida en que lleva consigo, al mismo tiempo y en el mismo grado, lo inexplicable y lo explicable. En manos del poeta el lenguaje no es sólo un instrumento lógico sino también un instrumento mágico. Pero el poeta deja de ser poeta en el momento en que sacrifica el poder mágico de la palabra a la significación usual, y también deja de serlo en el momento en que sacrifica la significación usual al poder mágico. El círculo del poeta no es pues un círculo lógico únicamente; tampoco es únicamente un círculo mágico, sino la combinación y la superación de estas dos potencias antagónicas del lenguaje: la potencia lógica y la potencia misteriosa.

 

Abordar la punta del iceberg y también su cuerpo oculto; lo explicable y lo inexplicable; decir lo que no hay modo de decir; dejarlo ahí, en el texto, en esos oscuros significados que las palabras manifiestan y a la vez ocultan. Así en “Oscuridad”:

 

Abre más los ojos cuando llega al final de la escalera y recuerda la voz de mamá: “Que no te va a pasar nada; no seas tonta, arriba no hay nada”.

Trepa a gatas los últimos escalones, cada vez más despacio, arrastrando el cuerpo tenso, suspendiendo la respiración. Al final de la escalera la luz se va haciendo parda. Después ya no se ve nada. Se adivinan ciertos cuerpos, volúmenes quietísimos. Una claridad engañosa entra a medias en los cuartos y dibuja trapecios de ceniza.

Se detiene en ese preciso lugar donde la luz termina, y desde allí adelanta la mirada. “No seas tonta –recuerda-. Arriba no hay nada.”

Se sienta allí donde se tocan la luz y la sombra. Deja caer las manitas en la falda. Apoya en el muro la espalda fragilísima. Abre más los ojos. Lo ve entonces;  cómo crece, cómo se acerca, cómo la amenaza, encadenado a las sombras. Escucha su respiración, tan delgada que a nadie más llega. Comienza a llorar con un quejido ahogado para que no la oigan, para que su madre no grite, no suba y le diga que ya sabe, que no sea tonta, que se calle, que se lo han dicho mil veces, que allí arriba no hay nada.

Sólo su miedo.

***

Al menos dos conjuros han probado su eficacia. Escribí “El lago” una noche en que no tenía a mano ningún final útil. En esos casos tomo una frase que me guste y dejo que unas palabras vayan llamando a otras:

 

-¿Qué pasa contigo? –pregunta mamá y alza las cejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.

“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso que voy a decir pero mejor me quedo callado porque ella nunca lo ha visto y cuando le digo eso se enfurece o se pone triste o me mira como uno ve cuando ya no tiene palabras para decir lo que quiere.

-No me di cuenta –digo, pues, aunque sé que es mentira y que no explica nada. Mamá me mira con los brazos cruzados, con los dientes apretados, mordiendo palabras que no quiere soltar.

-Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días! –dice al fin, y pasa frente a mí, se sienta a la mesa, comienza a revisar los papeles que trajo de su changarro, como ella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá. “Ven a ver el lago”, quiero decirle. Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendo cómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su libreta, como se quita los zapatos con los pies, sin suspender lo que hace.

-¿Qué esperas? –me pregunta sin alzar la vista- ¿No vas a cambiarte?

“Ven conmigo –quiero decirle-. El lago es bellísimo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las palabras se me quedan en la cabeza, mientras la veo fumar.

-Vas a resfriarte –me dice subiendo el tono de voz- ¡A quién se le ocurre! ¿Qué esperas? Sube a cambiarte –y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavo en los suyos mis ojos, para que comprenda todo eso que me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles. Doy media vuelta. Subo por la escalera. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo el radio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Me pongo de puntas y abro la puerta.

Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubes blancas por encima. Con yucas, jacarandas y papiros; con serpientes, elefantes y caballos. Me lleno las narices con el aroma de las flores que crecen en el agua; me lleno los oídos con los gritos de animales que no alcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo. Siento en las piernas el agua tibia y espesa. Avanzo sin volver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a nadar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque no quiero nunca, nunca, nunca regresar.

 

Un día se presentó en mi oficina una mujer. ¿Usted escribió esto?, me preguntó mientras me extendía un recorte de Sábado. Me costó trabajo dar con usted, me dijo cuando asentí. Tengo dos hijos, estoy divorciada, el sueldo no me alcanza, así que los fines de semana me llevo trabajo a casa. El otro día, antes de empezar, como era temprano y había llegado el periódico, me hice un cafecito, encendí un cigarro, ¡y que leo su cuento! Apenas lo terminé, guardé mis cosas, subí por mis hijos y me fui con ellos a Chapultepec. Ya no quiero trabajar los fines de semana.

Está claro que el conjuro tuvo efecto. Nunca he vuelto a ver a aquella generosa mujer. Le guardaré gratitud hasta el último de mis días. Me hizo sentir mía la aspiración de Villaurrutia: “en la angustia de una noche vacía” alguien que no me conoce “dirá con mis palabras su nocturna agonía”.

El otro conjuro de utilidad patente abre el libro:

 

De una inscripción en la arena, abandonada al viento: “…te convoco y te condeno a que no puedas cerrar los ojos sin verme, abrir los labios sin llamarme, saciar la sed sin sentir en tu boca la mía, tocar tu cuerpo sin creer que me acaricias, doblar una esquina sin la esperanza de hallarme, alzar el teléfono sin oír en mi voz tu nombre, abrir un libro sin leer estas palabras, porque el único amor que me hace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera desmesurada en que yo…”

 

Prueba de su eficacia es la historia de amor que día con día vamos anudando doña Sonia y yo –éste es el primer texto que puse en sus manos-; prueba de su eficacia son las muchas veces en que he aceptado que otros u otras lo firmen como suyo -todos ustedes quedan autorizados para aprovecharlo.

Hay otros conjuros de los cuales no me consta la eficacia, pero quiero suponerla porque bien nos hacen falta. Baste un ejemplo, “Mediodía”:

 

Joaquín Armenta la vio venir desde el otro lado de la calle. Más allá de la funeraria, de la florería, de las nieves, de la oficina de Hertz y del tendido que tenía en el suelo una india que vendía yerbas para enamorar. La vio venir, como todos los días, con ese caminado que partía en dos el día.

Bien a bien, Joaquín Armenta no sabía dónde estaba el secreto de aquellos movimientos. Podía ser, se decía, que fuera el modo de lanzar los muslos al frente; o la manera de apoyar toda la planta del pie en la tierra, desde el talón hasta los dedos; o la forma que tenía de consentir el balanceo de las caderas, sin apresurarlo ni interrumpirlo ni prolongarlo, dándole la amplitud precisa, como siguiendo el ritmo de una musiquita sabrosa que llevara por dentro.

Joaquín Armenta la vio venir, con la falda negra y volandera que le ceñía la cintura como él habría querido hacerlo. Pasó tan cerca que le sintió el agua de aromas que se había puesto entre las tetas.

Pero esta vez Joaquín Armenta la siguió. Quince o veinte pasos detrás de ella. Le gustaba el meneo que llevaba. Le gustaba cómo apretaba las carnes. Le gustaba la forma en que la brisa le alborotaba el cabello. Entonces, Joaquín Armenta pensó qué hermoso sería ser un golpe de viento. Sorprenderla en mitad de la plaza. Entallarle la albura de la blusa, estrujarle los pechos, rodearle la cintura, medirle las caderas, metérsele por debajo de la falda, enredársele en las piernas, subirle por los muslos, hacerle el amor.

Y que ella siguiera sonriendo, entrecerrando los ojos, protegiéndose el cabello de la ventisca, caminando como si no pasara nada.

 

Espero que, algún día, todos ustedes prueben que también este conjuro es eficaz.

Muchas gracias.

Felipe Garrido

 

Entrega del Premio Xavier Villaurrutia 2011

Palacio de Bellas Artes, Sala Manuel M. Ponce

México, a 24 de abril de 2012