Universidad Veracruzana

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Valiente mundo nuevo

Carlos Fuentes

En cualquier gran ciudad de la América Latina estamos expuestos al daño maligno de la colisión del crimen de autoridades y criminales». Es lo que transmite Juan Villoro en El testigo, con Ciudad de México como espacio literario

Cuando yo nací, en 1928, la ciudad de México no llegaba al millón de habitantes. Cuando publiqué mi primera novela, La región más transparente, en 1958, había llegado a los cinco millones. Cuando Juan Villoro publicó El testigo, en 2004, el número de citadinos había rebasado los veinte millones.

Juárez era un indio anticlerical porque lo habían educado. El indio no tiene derecho ni a envejecer: cuando el indio encanece, el español fenece

Digo esto porque, en cierto modo, yo contaba con una ciudad de México más ceñida, abarcable en sus extremos, aunque nunca en sus honduras. Hacia abajo, ciudad náhuatl, colonial, decimonónica, moderna. Hacia fuera, ciudad limitada por Azcapotzalco, al norte, Cuatro Caminos y la Magdalena Contreras al occidente, Coyoacán al sur y el lago de Texcoco al oriente. Hoy, México se ha desbordado más allá del Distrito Federal al Estado de México, a los linderos de Morelos, a Santa Fe.

Juan Villoro no ha querido, en El testigo, que el espacio de la ciudad sea el de su novela. La ciudad de México es aquí sólo un espacio literario -el de la novela El testigo– complementado por los espacios que la ciudad dejó atrás y los que la ciudad no pudo someter. El espacio de la novela ya no se construye en extensión o número. La novela es ciudad sin límites, por ausencias, por nostalgias. Por lenguajes: Mamerto, chómpiras, me vale sorbete…

Sabedor de que el Distrito Federal se ha vuelto inabarcable, Villoro opta, así, por crear una ciudad parcelada, más identificable por lo que no es que por lo que es; más, por sus maneras de engañarse a sí misma que por las verdades que se dice a sí misma o que se dicen de ella.

Julio, el narrador, ha regresado de Europa con una esposa italiana y dos niñas. Si alguna vez creyó que la ausencia le sería perdonada, se equivoca. La ciudad de México le aguarda cargada de todo lo que Julio hubiese querido dejar atrás. Allí están las personas del pasado, dispuestas a negarle la paz y a echarle en cara la ausencia. Allí le esperan Félix Rovirosa y Constantino Portella, Gándara y Centollo, Orlando Barbosa y las mujeres de ayer, Nieves y Vlady Vay.

Lo esperan un país roto y la autoridad del fracaso. Las mil maneras de ofenderse que tienen los mexicanos. Las cuentas pendientes de la vida colectiva y personal. Las sonrisas duras de quienes no quieren ser notados. El rencor, la decepción y la impotencia. La espera eterna de lo que nunca va a pasar. Lo aguarda el mito-engaño de quienes quisieron «el socialismo perfecto y el amor libre y el cine de autor y la poesía sin mundo o sin otro mundo que el de la poesía».

Lo esperan los prejuicios abyectos, escondidos a veces, jamás desterrados, del mundo de privilegios perdidos o por nacer. Ir al excusado es «hacer Juárez». -La educación vuelve peligroso al indio. Juárez era un indio anticlerical porque lo habían educado- y el indio no tiene derecho ni a envejecer: cuando el indio encanece, el español fenece. Juárez debió de morir. Nuestros Mesías deben ser insípidos.

Destaco este racismo anti-indígena porque no es común ni admisible en la cultura mexicana, donde el culto del indígena corre parejo a la denostación de lo español, creando la confusión moral en la que exaltamos al indio muerto pero discriminamos al indio vivo; censuramos la conquista española pero somos quienes somos y hablamos lo que hablamos gracias a España.

¿Por dónde escapar a tantas contradicciones? Sobran playas y pirámides, anota Villoro y la facilidad, lo accesible, niega nuestra vocación de desastre. ¿Democracia? Para transar. ¿Tranquilidad? Para morirse de aburrido. ¿Historia? No realidad sino, apenas, pobre remedio para la realidad.

¿Qué nos queda? Villoro hace una incursión notable al mundo del campo mexicano. Ya no es, claro, el campo de Yánez o Rulfo, porque los campesinos mexicanos han perdido todas sus luchas. Villoro recrea la gran nostalgia de la acción campesina, no sólo en la Revolución de Zapata y Villa, sino en ese singular momento que fue la Cristiada, la rebelión del interior católico contra las leyes civiles de la Revolución y, en particular, contra los gobiernos «ateos» de Obregón y Calles en la década de 1920-1930. Acción desesperada, heroica, insensata, la Cristiada es en Villoro el símbolo histórico de una derrota de la tierra. El mundo agrario de México se despobló, al grado de que, hoy las tres cuartas partes de los mexicanos viven en las ciudades. La última extravagancia del campo fue, quizás, la Cristiada y los cristeros fusilaban relojes para detener un tiempo que no les hacía caso. Derrotados, se arrojaban a los barrancos, pero dejaban sus camisas como símbolo de una presencia.

La provincia que visita Julio y evoca Villoro es un camposanto que no puede ignorar su propia muerte. Lugares, olores, memorias, ausencias, hablan de una guerra loca cuyo único líder era Cristo y cuyos militantes temían morir en el sueño, «sin encomendarse a Dios», aunque, a veces, se quedaban dormidos con la soga al cuello… La iglesia, al cabo, no acompañó a los rebeldes.

La provincia mexicana se quedó, tan sólo, con el «rancio esplendor» que le otorgó un poeta zacatecano, Ramón López Velarde, cuya corta vida (1880-1921) no le permitió ver más que la realidad de un tránsito pero cuya poesía rescató a un mundo que, sin ella, carecería de alma. «El católico atravesado de nostalgia y el dandy transgresor», como lo llama Villoro, admitió todas las «pugnas favoritas» de la cultura mexicana: provincia y capital, tradición y rebelión, México y el mundo, civilización y barbarie. Sobre todo, las mujeres: benditas o malditas, «marchitas, locas o muertas». «Íntima tristeza reaccionaria» y sin embargo, ¿hay otra voz poética que dé cuenta de sí y de su tiempo, de nosotros, de las contradicciones, más que la de López Velarde?

Con razón Villoro le da un sitio central al poeta en esta nueva novela de la desesperanza que es El testigo. Quizás el testimonio del título sea el de López Velarde, pues Villoro nos arrastra a cuanto lo niega -el horror, el horror, diría el Kurtz de Conrad en El corazón de las tinieblas– en una espantosa colisión del crimen de autoridades y criminales que somete a Julio, el protagonista, a un horror personificado por el comandante Ogarrio-mano grande «saturada de anillos», cutis de viruela, lenguaje hampón, cena de vísceras, pito como un puro, y su siniestro adlátere, el Hurón…

El novelista nos hace sentir que, como Julio, todos, en cualquier gran ciudad de la América Latina, estamos expuestos al daño maligno que nos reservan Ogarrio y el Hurón. Que son, además, los representantes de la ley. Villoro nos permite imaginar cómo serán los representantes del crimen. ¿O ya no hay diferencia? «A cada quien -precisa Villoro- le tocaba una cuota de violencia

… una vacuna para vivir en el D. F.».

Tomado de: http://www.elpais.com/