Universidad Veracruzana

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Aún me sorprendo – Ángeles Mastretta

 

Cuesta elegir sólo una historia insólita. Nada más una, en esta ciudad con no sé cuántas diarias. Ni siquiera si trato de buscarla en el último año, o en el primero que viví aquí, tras dejar una comarca cuya idílica ensoñación terminó con la infancia.angelesmastretta-autore-FJRCCG1U

Algo intuí de todo esto cuando vi que mi padre le temía tanto. Cuando su mujer lo enfrentó defendiendo mi derecho a vivir en riesgo, como si defendiera una patria. Pero ni en la más atrevida de mis fantasías imaginé yo tanto asombro. Porque hace cuarenta años que vivo esta ciudad y aún me sorprendo. A diario digo que la odio, que podría dejarla mañana en la mañana, pero a diario sé que miento. Porque aquí las historias del diario me han tomado los sueños. Y no soy quién para desear otro desafío.

Sobre todas las cosas que han cruzado mi vida mientras aquí la voy viviendo, la esencial me sucedió por dentro, hace ya mucho tiempo. Nada es inverosímil, dijo esa historia en mi oído. Nada más que el milagro cotidiano de lo que pasa porque sí.

Catalina, mi hija, tenía dieciséis años, y el ímpetu de esa edad, cuando me participó que iría ver a un amigo, cerca del colegio, adelante del cruce que hacían Revolución y Río Mixcoac. Tampoco muy lejos de aquí. Anochecía, pero las precauciones nunca han sido lo mío. Esta ciudad por fea que parezca, no me intimidó nunca. Al contrario, cuando llegué a vivir aquí, a los veinte años, no imaginaba un lugar que cobijara tanto. Era muy fácil perderse en ella y evitar la mirada juiciosa de quien quisiera juzgarnos. En vez de meterme a un rincón, huí al mar abierto de esta ciudad sin límites. Por eso, cuando la quiero maldecir por ruidosa, por ruin, por ajetreada, le perdono cuanto se le ocurre imponerme a cambio de lo que me dio. Menos el mar y una parte crucial de mis amores, casi todo lo que venero vive aquí.

Pero yo iba a otra cosa, sólo que, como siempre, me perdí en el cruce con la ciudad. Iba en que Catalina salió en la camioneta roja, en pos de lo que fue el río Mixcoac. Yo me quedé en la casa, bajo los árboles, acunada en la red de una confianza a prueba ya de tres asaltos y cuatro robos. Me quedé tejiendo cualquier quimera de las que persigo cuando estoy sola, mientras canto porque tararear es un exorcismo infalible.

No había yo alcanzado a moverme del escritorio, cuando Catalina y la camioneta entraron de regreso.
“¿Quieres merendar?”, me preguntó yendo a la cocina.
Dije que sí y fui con ella: “¿No ibas a comer algo con tu amigo? ¿Cómo es que regresaste tan rápido?”.
“Porque me asaltaron”, dijo en el tono con el que hubiera dicho: porque llovió.
“¿Cómo de que te asaltaron?”, pregunté guardándome un grito. Impensable atreverse a corregir su bien cuidada paz. No podía yo igualar la tranquilidad de su voz, pero tampoco hice un escándalo.
“¿Qué pasó?”, pregunté. Nos sentamos frente a un vaso de leche.
Sucedió que al llegar al tope que avisaba un semáforo en el cruce de la avenida Revolución con Río Mixcoac, un tipo jaló el picaporte de la puerta que iba sin el seguro y brincó al asiento junto a ella con la facilidad con que hubiera subido el amigo que la esperaba dos calles adelante.
“No grites”, dijo. “Ni te hagas pendeja, ni quieras avisar, ni toques el cláxon, ni te estrelles”. Tenía una pistola. “¿Qué traes?”, le preguntó.
“Mi monedero”, dijo ella como si en efecto estuviera platicando con un amigo. Ni un insulto ni una muestra de miedo. El tipo abrió el monedero. Había cien pesos. Los tomó y lo aventó.
“Qué pinches tus jefes. ¿Qué más?”.
“El celular”, dijo Cati enseñando el que tenía sobre las piernas.
“No lo quiero. ¿Qué más?”.
“La tarjeta que está ahí”, dijo ella señalando la parte de arriba del tablero.
“No me sirve”, contestó él tras revisarla. “Es de crédito”.
Para entonces la noche se había cerrado sobre el amplio camino lleno de autos. Del lado izquierdo salía una callecita delgada.
“Date aquí”, le ordenó a Cati que obedecía sin un reniego, como si creyera en su ángel de la guarda.
Entraron a la callejuela sin más salida ni más luz que un farol desvencijado. En el Barrio de San Pedro de los Pinos, a dos pasos de la avenida más grande que corre rumbo al sur de la ciudad. Oscura y delgada, como un precipicio.
“Párate ahí”, ordenó el tipo, que era joven. No había un alma visible. Ni a qué dios apelar. Había una pistola y un silencio que mi hija no rompió. Sólo mantuvo los ojos firmes y ni un temblor en el filo de sus labios. Adivinar en dónde aprendió ese simulacro de frialdad, pero no lo perdió un segundo. El muchacho se recargó contra la ventana, la miró de la frente a las rodillas. “Vete güera, porque estás muy bonita y no me quiero manchar”, dijo.
Luego abrió la puerta y se echó a la angostura de la calle sin salida.
Sólo hacia atrás, rayando la puerta en el primer temblor con que tomó el volante, llegó Cati a la bocacalle frente al río de luces.
“Así que mejor regresé. Qué pena el golpe en la camio”, dijo. “Pero no me pasó nada, no te preocupes”.
Petición loca entre locuras. Claro que no me preocupé, si ocupada estaba en disimular mi pavor. Y hasta la fecha. Lo inverosímil: en la ciudad del miedo, no le pasó nada. Porque sí. Por fortuna, de milagro.

La tarde siguiente me avisó para no dejar: “Ahora sí voy a ver a Bambi. Me llevo la camioneta”. Y yo le dije sí, porque aquí la puse a vivir. ¿Qué le iba yo a decir?

Tomado de: http://www.nexos.com.mx

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Fecha: 21 octubre, 2021 Responsable: Lectores y Lecturas – Programa Universitario Contacto: mirimorales@uv.mx