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La
execrable vida que llevó siempre Francesco Cenci, nacido
en Roma y uno de nuestros con ciudadanos más opulentos, acabó
labrando su perdición. Arrastró a una muerte prematura
a sus hijos, unos jóvenes fuertes y valerosos, y a su hija
Beatrice que, aunque fue conducida al suplicio con apenas dieciséis
años (hace hoy cuatro días), era ya tenida por una
de las mujeres más bellas de los estados del Papa y de Italia
entera. Circula la noticia de que el signor Guido Reni, discípulo
de la excelente escuela de Bolonia, quiso pintar el retrato de la
pobre Beatrice el pasado viernes, es decir, la víspera misma
de su ejecución. Si ese gran artista ha cumplido su cometido
como hizo con otras pinturas realizadas en nuestra capital, la posteridad
podrá formarse una idea de lo que fue la belleza de esta
muchacha admirable. Para que esa posteridad pueda conservar asimismo
algún recuerdo de sus infortunios sin precedentes y de la
pasmosa fuerza con la que esta alma auténticamente romana
supo combatirlos, he resuelto escribir cuanto he averiguado sobre
el acto que la llevó a la muerte y lo que vi el día
de su gloriosa tragedia.
Las personas que me han facilitado los pormenores se hallaban en
posición de conocer las circunstancias más secretas,
unas circunstancias ignoradas en Roma todavía hoy, pese a
que desde hace seis semanas no se habla de otra cosa que del proceso
de los Cenci. Escribiré con cierta libertad, en la confianza
de poder depositar mi “comentario” en unos archivos
respetables, de los que, estoy seguro, sólo saldrá
después de mi muerte. Lo único que me pesa es tener
que hablar (aunque así lo exige la verdad) contra la inocencia
de esa pobre Beatrice Cenci adorada y respetada por cuantos la conocieron
tanto como odiado y execrado era su horrible padre.
Aquel hombre que, no se puede negar, había recibido del cielo
una sagacidad y una prestancia prodigiosas, fue hijo de monseñor
Cenci, quien en el pontificado de Pío V (Ghislieri) alcanzó
el cargo de “tesorero” (ministro de Hacienda). Aquel
santo papa, muy volcado, como se sabe, en su justa inquina contra
la herejía y en el restablecimiento de su formidable inquisición,
no sintió sino desdén por la administración
temporal de su estado, de suerte que el tal monseñor Cenci,
que fue tesorero durante varios años antes de 1572, encontró
el medio de dejar al hombre odioso que fue su hijo y padre de Beatrice
unas rentas netas de ciento sesenta mil piastras (aproximadamente
dos millones quinientos mil francos de 1837).
Además de esta sustanciosa fortuna, Francesco Cenci tenía
una reputación de valor y de prudencia que, en sus años
mozos, ningún otro romano pudo igualar; y esa reputación
le daba tanto más prestigio en la corte del papa, y entre
el pueblo llano, cuanto que los actos criminales que comenzaban
a imputarle eran del orden que el mundo perdona fácilmente.
Muchos romanos se acordaban aún, con amarga nostalgia, de
la libertad de pensar y de obrar de la que habían gozado
en tiempos de León X, quien nos fue arrebatado en 1513, y
en el mandato de Pablo III, muerto en 1549. Reinando este último
papa empezaron ya a correr rumores sobre el joven Francesco Cenci,
a causa de ciertos amoríos singulares llevados a buen puerto
por medios más singulares todavía.
Bajo Pablo III, una época en la que aún se podía
hablar sin excesivas cortapisas, muchos decían que Francesco
Cenci estaba ávido sobre todo de acontecimientos inusitados
que pudieran producirle peripezie di nuova idea, sensaciones nuevas
e inquietantes; quienes lo afirman, se apoyan en que en sus libros
de cuentas se han encontrado entradas como ésta:
Por las aventuras y peripezie de Toscanella, tres mil quinientas
piastras (alrededor de sesenta mil francos de 1837) e non fu caro
(y no fue caro).
Quizá en las otras ciudades de Italia no sepan que, en Roma,
nuestro destino y nuestra forma de ser cambian según el carácter
del papa reinante. Así, durante los trece años del
buen papa Gregorio XIII (Buoncompagni), en Roma todo estaba permitido;
el que quería mandaba apuñalar a su enemigo y, a poco
que se comportase discretamente, nadie le perseguía. A este
exceso de indulgencia sucedió un exceso de severidad durante
los cinco años en que reinó el gran Sixto V, de quien
se ha dicho, como del emperador Augusto, que mejor sería
que no hubiera venido nunca o que hubiera perdurado siempre. En
ese período se ejecutó a algunos infelices por asesinatos
o envenenamientos olvidados desde hacía diez años,
pero de los que habían tenido la desgracia de confesarse
con el cardenal Montalto, más tarde Sixto V.
Fue principalmente en tiempos de Gregorio XIII cuando empezó
a hablarse mucho de Francesco Cenci; había desposado a una
mujer muy rica y muy en consonancia con un señor tan acreditado,
la cual murió después de darle siete hijos. Al poco
de su muerte, casó en segundas nupcias con Lucrezia Petroni,
de una belleza sin par y célebre sobre todo por la blancura
deslumbrante de su tez, aunque un poco entrada en carnes, que es
un defecto común entre nuestras romanas. De Lucrezia no tuvo
ningún hijo.
El vicio más nimio que pudo reprocharse a Francesco Cenci
fue la propensión a un amor infame; el mayor fue el de no
creer en Dios. En toda su vida nadie le vio entrar en una iglesia.
Encarcelado tres veces por sus amores infames, se libró dando
doscientas mil piastras a las personas que disfrutaban del favor
de los doce papas bajo cuyo mandato vivió sucesivamente (Doscientas
mil piastras equivalen a unos cinco millones de 1837.)
Yo no he visto a Francesco Cenci hasta que tenía ya el cabello
entrecano, bajo el reinado del papa Buoncompagni, cuando todo le
estaba permitido al temerario. Era un hombre de unos cinco pies
y cuatro pulgadas, de buena complexión, aunque demasiado
flaco; lo tildaban de tremendamente fuerte, una fama que quizá
difundía él mismo; tenía los ojos grandes y
expresivos, pero con el párpado superior algo caído,
la nariz muy prominente y demasiado grande, los labios finos y una
sonrisa llena de gracia. Esta sonrisa se tornaba aviesa cuando clavaba
la mirada en sus enemigos; a poco que se emocionara o se irritase,
temblaba excesivamente y de un modo que le incomodaba. Le vi en
mi juventud, en la época del papa Buoncompagni, cabalgar
desde Roma hasta Nápoles, sin duda por alguno de sus devaneos;
atravesaba los bosques de San Germano y de la Pajola sin preocuparse
en lo más mínimo de los bandidos, y dicen que hacía
el trayecto en menos de veinte horas. Viajaba siempre solo y sin
avisar a nadie; cuando se cansaba su primer caballo, compraba o
robaba otro. A pocas dificultades que le pusieran, él no
tenía ninguna en asestar una puñalada. Mas justo es
señalar que en mis años jóvenes, es decir,
cuando Francesco Cenci contaba cuarenta y ocho o cincuenta años,
no había nadie lo bastante arrojado como para resistírsele.
Su mayor placer era desafiar a sus adversarios.
Era muy conocido en todos los caminos de los estados de su santidad;
pagaba generosamente, pero también era capaz, dos o tres
meses después de sufrir una afrenta, de enviar a uno de sus
sicarios para matar al ofensor.
La única acción virtuosa que realizó en el
transcurso de su larga vida fue erigir, en el patio de su enorme
palacio junto al Tíber, una iglesia dedicada a santo Tomás,
y aun le empujó a tan bello acto el peculiar deseo de tener
ante los ojos las tumbas de todos sus hijos,1 a los que profesó
un odio desmedido y contra natura ya desde la más tierna
infancia, cuando todavía no podían haberle ofendido
en nada.
“Ahí es donde quiero meterlos a todos”, solía
decir con una risa acerba a los obreros que empleó en la
construcción de su iglesia. Mandó a los tres mayores,
Giacomo, Cristoforo y Rocco, a estudiar a la universidad española
de Salamanca. Una vez se hubieron afincado en este país lejano,
tuvo el maligno placer de no enviarles ninguna asignación
económica, de tal manera que los desventurados jóvenes,
tras escribir a su padre incontables cartas, todas ellas sin respuesta,
se vieron en la penosa necesidad de regresar a la patria pidiendo
prestadas pequeñas sumas de dinero o mendigando durante la
larga ruta.
En Roma encontraron a un padre más estricto, más rígido
y más desabrido que nunca, el cual, pese a su inmensa riqueza,
no quiso ni vestirlos ni darles el dinero indispensable para comprar
los alimentos más básicos. Aquellos desgraciados no
tuvieron otro remedio que recurrir al papa, quien obligó
a Francesco Cenci a pasarles una pequeña pensión.
Con este mísero subsidio se separaron de él.
Poco después, a consecuencia de sus amores ilícitos,
Francesco fue encerrado en la cárcel por tercera y última
vez; en vista de lo cual, los tres hermanos solicitaron una audiencia
a nuestro santo padre, el pontífice actualmente reinante
y le pidieron de común acuerdo que sentenciara a muerte a
Francesco Cenci, su padre, porque, según dijeron, deshonraba
su casa. Aunque lo habría hecho de buena gana, Clemente VIII
no quiso obedecer a su primer impulso para no complacer a aquellos
hijos desnaturalizados, y los expulsó bochornosamente de
su presencia.
El padre, como ya se ha dicho, salió de la cárcel
dando una cuantiosa suma de dinero a quien podía protegerle.
Es comprensible que la extraña demanda de sus tres hijos
mayores acrecentase más aún la animadversión
que tenía a sus vástagos. Los maldecía a todos,
grandes y pequeños, a cada momento, y no pasaba día
en que no moliera a palos a las dos pobres hijas que vivían
con él en su palacio.
La mayor, aunque vigilada de cerca, se ingenió la manera
de presentarle una súplica al papa; rogó a su santidad
que la casara o que permitiera su ingreso en un monasterio. Clemente
VIII se apiadó de sus desdichas y la desposó con Carlos
Gabrielli, de la familia más noble de Gubbio; su santidad
conminó al padre a darle una copiosa dote.
Este golpe imprevisto desató la ira de Francesco Cenci, y
para impedir que a Beatrice, al crecer, se le ocurriese la idea
de seguir el ejemplo de su hermana, la secuestró en un aposento
del inmenso palacio. Nadie estaba autorizado a ver allí a
la muchacha, que a la sazón tenía apenas catorce años
y todo el brillo de una belleza subyugante. Irradiaba sobre todo
una alegría, un candor y un ingenio cómico que nunca
he visto en nadie más. Francesco Cenci le llevaba personalmente
la comida. Cabe inferir que fue entonces cuando el monstruo se enamoró
de ella, o fingió enamorarse para atormentar a su infortunada
hija. Le hablaba con frecuencia de la pérfida jugarreta que
le había hecho su hermana mayor y, encolerizándose
al son de sus propias palabras, acababa por tundir a golpes a Beatrice.
A todo esto, a su hijo Rocco Cenci le mató un chacinero y,
el año siguiente, Cristoforo Cenci murió a manos de
Paolo Corso de Massa. Con tal ocasión, Francesco hizo alarde
de su terrible impiedad, ya que en los funerales de sus dos hijos
no quiso gastar un solo bayoco en cirios. Al enterarse del sino
de su hijo Cristoforo, exclamó que no quedaría contento
hasta que estuvieran bajo tierra todos sus hijos, y que, cuando
expirase el último, proyectaba prender fuego a su palacio
en señal de júbilo. En Roma se escandalizaron de estos
comentarios, pero nada les sorprendía ya de semejante hombre,
que se vanagloriaba de desafiar a todo el mundo e incluso al mismísimo
Papa.
(Aquí se hace del todo imposible seguir al narrador romano
en el relato, muy oscuro, de las cosas extrañas con que Francesco
Cenci quiso escandalizar a sus contemporáneos. Su mujer y
su malhadada hija fueron, según parece, víctimas de
sus abominables ideas.)
No le bastaron todos estos horrores; intentó con amenazas,
y empleando la fuerza, violar a su propia hija Beatrice, la cual
era ya granada y bella; no le avergonzó meterse en su lecho
totalmente desnudo. Se paseaba con ella, también desnudo,
por las estancias de su palacio; luego la llevaba a la cama de su
mujer para que la pobre Lucrezia viese a la luz de las lámparas
lo que hacía con Beatrice.
Pretendía inculcar en esta infeliz muchacha una herejía
atroz, que casi no me atrevo a repetir, a saber, que cuando un padre
yace con su propia hija, los niños que engendran son necesariamente
santos, y que todos los grandes santos venerados por la Iglesia
nacieron de esta manera, es decir, que su abuelo materno fue su
padre.
Cuando Beatrice se resistía a sus execrables requerimientos,
la azotaba con suma brutalidad, de suerte que a la pobre muchacha,
incapaz de soportar una vida tan infausta, se le ocurrió
seguir el ejemplo que le había dado su hermana. Dirigió
a nuestro santo padre el papa una súplica muy detallada;
pero es de suponer que Francesco Cenci había tomado sus precauciones,
pues no parece que aquella súplica llegase nunca a manos
del pontífice; al menos, fue imposible encontrarla en el
archivo de los Memoriali cuando, estando Beatrice en prisión,
su defensor hubo gran menester de aquel documento; hubiera podido
probar, en cierta medida, los inauditos abusos que se cometieron
en el palacio de Petrella. ¿No hubiera resultado evidente
para todos que Beatrice Cenci se había hallado en un caso
de legítima defensa? Aquel memorial hablaba también
en favor de Lucrezia, madrastra de Beatrice.
Francesco Cenci tuvo conocimiento de esta tentativa, y bien puede
imaginarse con qué cólera recrudeció sus malos
tratos a las dos indefensas mujeres.
Su vida se hizo absolutamente insoportable, y fue entonces cuando,
viendo que nada podían esperar de la justicia del soberano,
cuyos cortesanos se habían dejado conquistar por los fastuosos
regalos de Francesco, pensaron en tomar la resolución extrema
que las perdió pero que, sin embargo, tuvo la ventaja de
poner fin a sus sufrimientos en este mundo.
Conviene saber que el célebre monsignor Guerra iba asiduamente
al palacio Cenci; era de elevada talla y en conjunto un hombre de
gran apostura, y había recibido del destino el don especial
de que, cualquier cosa que acometiese, la llevaba a término
con una gracia muy particular. Se ha presumido que amaba a Beatrice
y que tenía el propósito de dejar la mantelleta y
desposarla;2 mas, aunque procuró ocultar sus sentimientos
con el máximo celo, era detestado por Francesco Cenci, quien
le reprochaba haber estado muy unido a todos sus hijos. Cuando monsignor
Guerra se enteraba de que el signor Cenci se había ausentado
de su palacio, subía a los aposentos de las damas y pasaba
varias horas conversando con ellas y escuchando sus quejas por el
increíble trato que a ambas les infligían. Parece
ser que Beatrice fue la primera que osó hablarle de viva
voz a monsignor Guerra del proyecto que habían urdido. Con
el tiempo, él se prestó a ayudarlas; y, vivamente
apremiado en diversos momentos por Beatrice, accedió al fin
a comunicar tan peculiar trama a Giacomo Cenci, sin cuyo consentimiento
nada podía hacerse, ya que era el primogénito y el
jefe de la casa después de Francesco.
Les fue muy fácil captarle para la conspiración; su
padre le trataba pésimamente y no le daba ningún apoyo,
lo cual era tanto más doloroso cuanto que Giacomo estaba
casado y tenía seis hijos. Eligieron para reunirse y discutir
los medios de dar muerte a Francesco Cenci las habitaciones de monsignor
Guerra. El asunto se trató con todas las formalidades de
rigor, y siempre se consultó el voto de la madrastra y de
la muchacha. Decidido por fin el procedimiento, escogieron a dos
vasallos de Francesco Cenci que habían concebido contra él
un odio mortal. Uno se llamaba Marzio; era un hombre valiente, muy
apegado a los desafortunados hijos de Francesco y, por hacer algo
que fuese de su agrado, se avino a tomar parte en el parricidio.
Olimpio, el segundo, había sido designado alcaide de la fortaleza
de Petrella, en el reino de Nápoles, por el príncipe
Colonna; pero a causa de su poderosa influencia con el príncipe,
Francesco Cenci había causado su destitución. |