Enero-Marzo 2004, Nueva época No. 73-75 Xalapa • Veracruz • México
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El sistema de Copérnico
Arthur Koestler

 

1. El libro que nadie leía El libro De las revoluciones de las esferas celestes fue, en todos los tiempos, uno de los libros de menos éxito.

Su primera edición, Nürenberg, 1543, fue de mil ejemplares que nunca se vendieron. En cuatrocientos años logró en total cuatro reimpresiones: Basilea, 1566; Amsterdam, 1617; Varsovia 1854; y Thorn, 1873.

Es un índice notablemente negativo, y verdaderamente único entre los libros que hicieron historia. Para apreciarlo deberíamos comparar su circulación con la de otras obras contemporáneas de astronomía. La más popular de ellas era el libro de un astrónomo de Yorkshire, John Hollywood, conocido como Sacrobosco (murió en 1256), libro que tuvo no menos de cincuenta y nueve ediciones. El Tratado de las esferas, del padre jesuita Christophe Clavio, publicado en 1570, alcanzó diecinueve reimpresiones durante los cincuenta años siguientes. El manual de Melanchton, Doctrinas de la física, publicado seis años después del libro de Copérnico, donde se intentaba una refutación de las teorías de éste, se reimprimió nueve veces antes de que las Revoluciones se imprimiera por segunda vez (1566) y, posteriormente, tuvo ocho ediciones más. El manual de astronomía de Kaspar Peucer, publicado en 1551, se reeditó seis veces en los cuarenta años siguientes. Las obras recién mencionadas, el Almagesto de Ptolomeo, y la Teoría planetaria de Peurbach alcanzaron juntos alrededor de cien reediciones en Alemania, hasta fines del siglo XVI; De las revoluciones sólo tuvo una.

La principal razón de esta circunstancia estriba en que el libro resulta casi imposible de leer. Es divertido anotar que hasta los estudiosos modernos más concienzudos, cuando escriben acerca de Copérnico, dejan traslucir involuntariamente el hecho de que no lo han leído al hablar del número de epiciclos del sistema copernicano. Al final de su Commentariolus, Copérnico había anunciado: “de manera que bastan en total treinta y cuatro círculos para explicar toda la estructura del universo y toda la danza de los planetas”; pero el Commentariolus era tan sólo un anuncio preliminar optimista. Cuando Copérnico entró en detalles, en las Revoluciones, se vio obligado a agregar cada vez más ruedas a su mecanismo, de manera que el número de ellas se elevó hasta cerca de cincuenta. Pero como Copérnico no dice en ninguna parte que se van añadiendo ruedas suplementarias y como su libro no tiene ningún sumario final, este hecho ha escapado a la atención de los estudiosos.

Hasta el ex astrónomo real sir Harold Spencer Jones cayó en la trampa al afirmar en Chamber’s Cyclopaedia, que Copérnico redujo el número de los epiciclos “de ochenta a treinta y cuatro”. Puede encontrarse la misma falsa afirmación en la Copernicus memorial Address to the Royal Astronomical Society, 1943, del profesor Dingle y en un buen número de excelentes obras acerca de la historia de la ciencia. Evidentemente, estos autores se basaron confiadamente en la orgullosa afirmación citada con frecuencia y contenida en la última frase del Commentariolus. En verdad, Copérnico emplea cuarenta y ocho epiciclos, si se los cuenta correctamente.

Además, Copérnico aumentó el número de epiciclos contenido en el sistema ptolemaico. En el reajuste que realizó Peurbach, en el siglo XV, el número de círculos necesarios en el sistema ptolemaico no era de ochenta, como Copérnico decía, sino de cuarenta.

En otras palabras, y contrariamente a la creencia popular y hasta académica, Copérnico no redujo el número de círculos, sino que lo aumentó (de cuarenta a cuarenta y ocho). ¿Cómo pudo perdurar esta idea errónea durante tanto tiempo y cómo pudieron reiterarla tantas autoridades eminentes? La respuesta está en que muy pocos, entre los historiadores profesionales de la ciencia, leyeron el libro de Copérnico, pues el sistema copernicano (opuesto a la idea heliocéntrica) no incitaba a su lectura. Ni siquiera Galileo, conforme veremos, parece haberlo leído.
El manuscrito de las Revoluciones consta de doscientos doce pliegos de formato pequeño. No contienen el nombre del autor ni ningún otro elemento a manera de prefacio.

La primera edición comienza con el prefacio de Osiander, seguido por la carta del cardenal Schoenberg y la dedicatoria de Copérnico a Pablo III. La obra se divide en seis libros.

El primero contiene un amplio esbozo de la teoría y dos capítulos de trigonometría esférica. El segundo libro se dedica enteramente a los principios matemáticos de la astronomía. El tercero se refiere a los movimientos de la Tierra. El cuarto, a los movimientos de la Luna. El quinto y el sexto tratan de los movimientos de los planetas.

Los principios básicos y el plan de la obra se exponen en los primeros once capítulos del primer libro. Y pueden resumirse del modo siguiente: el universo ocupa un espacio finito, limitado por la esfera de las estrellas fijas. En el centro está el Sol. Tanto la esfera de las estrellas como el Sol permanecen quietos. Alrededor del Sol se mueven en este orden, los planetas Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. La Luna se mueve alrededor de la Tierra. La aparente revolución diaria de todo el firmamento obedece a la rotación de la Tierra sobre su propio eje.
El movimiento anual aparente del Sol en la eclíptica se debe a la revolución anual de la Tierra en su órbita. Las detenciones y retrocesos de los planetas son imputables a la misma causa; y las pequeñas irregularidades de las estaciones y otras irregularidades menores lo son a las “libraciones” (oscilaciones, vacilaciones) del eje de la Tierra.

Esta sintesis de la teoría ocupa menos de veinte páginas, a comienzos del libro, es decir, más o menos un 5% del total. El 95% restante se dedica a la aplicación de la teoría y en tal aplicación difícilmente queda algo de la doctrina original. Es, por así decirlo, como si, en el proceso, la doctrina se hubiese anulado a sí misma. Por eso, al final del libro, no aparece ningún resumen, ninguna conclusión, aunque en el texto se lo prometa repetidamente.

Al comienzo (Libro I, cap. 10), Copérnico afirmó: “En medio de todo mora el Sol… Ocupa el trono real y gobierna la familia de los planetas que giran alrededor de él… Encontramos, pues, en esta disposición, una admirable armonía del mundo”. Pero, en el Libro III, cuando Copérnico debe conciliar la doctrina con las observaciones reales, la Tierra ya no se mueve alrededor del Sol, sino alrededor de un punto del espacio, el cual dista del Sol, aproximadamente, tres veces el diámetro del Sol. Y los planetas tampoco se mueven alrededor del Sol, como cualquier escolar cree que enseñó Copérnico: los planetas se mueven según epiciclos de epiciclos, cuyo centro no es el Sol, sino el centro de la órbita de la Tierra. Hay, pues, dos tronos reales: el Sol y ese punto imaginario del espacio, alrededor del cual se mueve la Tierra. El año, es decir, lo que tarda la revolución completa de la Tierra alrededor del Sol, ejerce influencia decisiva en los movimientos de todos los otros planetas.
En suma, que la Tierra es de igual importancia, en cuanto al gobierno del sistema solar, que el propio Sol y, en verdad, casi tan importante como lo era en el sistema aristotélico o ptolomeico.

La principal ventaja del sistema copernicano sobre el sistema ptolemaico consiste en su mayor simplicidad geométrica en un punto esencial. Al trasladar el centro del universo de la Tierra a alguna parte situada cerca del Sol, los movimientos de retroceso de los planetas, que tanto trabajo habían dado a los antiguos, desaparecían. Se recordará que durante su marcha anual a lo largo de la calle zodiacal, los planetas se detienen ocasionalmente, invierten su dirección durante un tiempo y luego reanudan la marcha. Mientras la Tierra era el centro del universo esos fenómenos podían “salvarse” agregando más epiciclos al mecanismo de relojería; mas no había ninguna razón natural que explicase por qué los planetas se comportaban de tal manera. Pero si el centro se hallaba cerca del Sol, y la Tierra se movía alrededor de él, junto con los otros planetas, era evidente que cada vez que la Tierra “aventajaba” a uno de los planetas exteriores (que marchaban con velocidad menor) ese planeta parecía retroceder por un instante; y cada vez que la propia Tierra era a su vez aventajada por uno de los planetas interiores que se movían con rapidez mayor, resultaba una aparente inversión de la dirección. Lo cual representaba una enorme ventaja en cuanto a sencillez y elegancia. Por otra parte, el desplazamiento del centro del universo hacia un lugar situado cerca del Sol envolvía una pérdida casi igual de plausibilidad. Anteriormente el universo poseía un centro sólido, la Tierra; un centro en verdad muy sólido y tangible; ahora todo el mundo pendía de un punto del espacio vacío. Además, ese punto imaginario estaba definido aún por la órbita de la Tierra, y los movimientos de todo el sistema todavía dependían de los movimientos de la Tierra. Ni siquiera los planos de las órbitas planetarias se encontraban en el Sol, sino que oscilaban en el espacio de acuerdo otra vez con la posición de la Tierra. El sistema copernicano no era un sistema verdaderamente heliocéntrico, sino, por así decir, un sistema vacuocéntrico.

Si había de considerárselo tan solo como una geometría celeste, sin referencia a la realidad física —como afirmaba Osiander en el prefacio—, esto no importaba gran cosa. Pero en su texto, Copérnico afirmó repetidas veces que la Tierra realmente se movía y expuso todo su sistema para que se lo juzgara de acuerdo con circunstancias reales, físicas. Y, desde este punto de vista, el sistema era insostenible. Las cuarenta ruedas de cristal de Ptolomeo, metidas en ruedas, eran un expediente ya bastante complicado, pero, por lo menos, todo el mecanismo se apoyaba en la Tierra. El mecanismo de Copérnico tenía más ruedas aún y no se apoyaba ni en la Tierra ni en el Sol. No tenía ningún centro físico. Además, el centro de la órbita de Saturno se hallaba fuera de la esfera de Venus, y al centro de la órbita de Júpiter le ocurría otro tanto respecto de la esfera de Mercurio.
¿Cómo podían moverse esas esferas sin chocar las unas con las otras? Por otra parte, a Mercurio, el más caprichoso de todos los planetas, había que asignarle un movimiento oscilatorio a lo largo de una línea recta; pero tanto Aristóteles como Copérnico consideraban que el movimiento recto era imposible en un cuerpo celeste. Por eso era menester resolverlo en el movimiento combinado de dos esferas más, que se movían una dentro de otra; y debía acudirse al mismo artificio para explicar el vacilante movimiento del eje de la Tierra y todos los movimientos de latitud. Con todo lo cual la Tierra tenía entonces no menos de nueve movimientos circulares independientes. Y el perplejo lector de Copérnico bien podía preguntarse: si el movimiento de la Tierra es real y, por tanto, las nueve ruedas sobre las cuales ella se mueve son asimismo reales, ¿dónde están esas ruedas?

En lugar de la armoniosa sencillez que el capítulo inicial de las Revoluciones prometía, el sistema se había convertido en una confusa pesadilla. Citemos a un historiador moderno, que consideró la ciencia con ojo imparcial y sin prejuicios:
“Cuando uno, por así decirlo, se sumerge por tercera vez en esta lectura mucho después de olvidar toda otra cosa, aún continuará flotando ante sus ojos esa confusa visión, esa fantasía de círculos y esferas, característica de Copérnico.”

2. Los argumentos en apoyo del movimiento de la tierra

En verdad, respecto de los círculos y esferas, Copérnico fue aún más ortodoxo que Aristóteles y Ptolomeo. Esto se evidencia cuando Copérnico trata de demostrar el movimiento de la Tierra con argumentos físicos. Podría objetarse, dice Copérnico, que todas las cosas pesadas gravitan hacia el centro del universo; pero si la Tierra se mueve, ya no ocupa el centro. Copérnico responde a esta objeción del modo siguiente:

“Ahora bien, me parece que la gravedad no es sino una inclinación natural que el Creador dio a las partes de los cuerpos para combinar tales partes en forma de esfera y contribuir así a su unidad e integridad. Y bien podemos creer que tal propiedad también esté presente en el Sol, la Luna y los planetas, por lo cual ellos conservan su forma esférica, a pesar de sus varias sendas.”

De manera que las partes de un todo se mantienen juntas a causa de su deseo de alcanzar una forma perfecta; la gravedad, para Copérnico, es el anhelo que las cosas tienen de hacerse esféricas.

Las otras objeciones clásicas eran, principalmente, que un cuerpo que cae “quedaría atrás” en virtud del movimiento de la Tierra; que también la atmósfera quedaría atrás; y que la propia Tierra se desmembraría por efectos de la fuerza disociadora de su rotación. Copérnico combate estas objeciones aristotélicas con una interpretación aún más ortodoxa de Aristóteles. Aristóteles distinguía entre movimiento “natural” y movimiento “violento”. El movimiento natural, dice Copérnico, no puede conducir a resultados violentos; el movimiento natural de la Tierra es girar; y como la forma de la Tierra es esférica, ésta no puede dejar de girar. Su rotación es la consecuencia natural de su esfericidad, así como la gravedad es el impulso natural a la esfericidad:

“Pero si sostenemos que la Tierra se mueve debemos, asimismo, sostener que ese movimiento es natural, no violento. Las cosas que ocurren de acuerdo con la naturaleza producen efectos opuestos a aquellos que obedecen a la fuerza. Las cosas sometidas a la violencia o a la fuerza se desintegrarán y no podrán subsistir por mucho tiempo; pero aquello que ocurre por naturaleza está bien hecho y conserva las cosas en sus mejores condiciones. Por eso es erróneo el miedo de Ptolomeo a que la Tierra y toda otra cosa que la rodea queden desintegradas por la rotación, que es un acto natural, enteramente distinto de un acto artificial o de cualquier otra cosa ideada por la inventiva humana…

En una palabra, la rotación de la Tierra no engendra ninguna fuerza centrífuga.
Después de este malabarismo escolástico, Copérnico invierte el argumento. Si el universo se moviera alrededor de la Tierra con velocidad incomparablemente mayor, ¿no estaría en peligro, aún mayor, de desmembrarse? Pero, evidentemente, según el propio argumento de Copérnico, en el sentido de que la rotación natural no es disociadora, el universo, en tal caso, estaría igualmente a salvo, y con ello la cuestión queda aún sin decidir.

Luego Copérnico considera la objeción de que los cuerpos que caen y el aire quedarían atrás, en virtud del movimiento de la Tierra. La respuesta que da aquí es, de nuevo, estrictamente aristotélica: puesto que la atmósfera más cercana contiene una mezcla de materia terrenal y acuosa, se sigue de ello la misma ley natural que impera en la Tierra; es decir: “los cuerpos que caen, a causa de su peso tienen que participar, sin duda a causa de su máximo carácter terrestre, de la naturaleza del todo a que pertenecen”. En otras palabras, las nubes y las piedras que caen marchan con la Tierra, no porque compartan el impulso físico de ésta —concepto totalmente extraño a Copérnico—, sino porque comparten el atributo metafísico de su “carácter terrestre”, y por eso les es “natural” el movimiento circular. Siguen a la Tierra por afinidad o simpatía. Y Copérnico concluye:

“Concebimos la inmovilidad como algo más noble y más divino que la mutabilidad e inestabilidad; por eso estas últimas son más apropiadas a la Tierra que al universo. Agréguese a esto que sería enteramente absurdo atribuir movimiento a lo que contiene y ofrece un lugar antes que a lo que es contenido y está en un lugar, esto es, la Tierra.”

Independientemente de la mayor sencillez geométrica del sistema concebido como una manera de explicar los fenómenos, esto es todo lo que Copérnico dice en materia de argumentos físicos, en apoyo del movimiento de la Tierra.

3. El último de los aristotélicos

Hemos visto que las ideas de Copérnico acerca de la física eran enteramente aristotélicas, y que sus metodos de deducción seguían estrictamente la orientación escolástica. En la época que compuso las Revoluciones la autoridad de Aristóteles era aún muy grande en el mundo académico conservador, aun cuando ciertos estudiosos más progresistas la rechazaran. En La Sorbona, en 1536, Pierre Ramus fue objeto de una ovación cuando expuso su tesis de que “todo cuanto se afirma en Aristóteles es falso”. Erasmo dijo que la ciencia aristotélica era estéril pedantería y “que buscaba en las tinieblas más cerradas lo que no existe en ninguna parte”. Paracelso comparaba la educación académica con un perro al cual se le enseña a saltar por un aro, y Vives, con “la ortodoxia que defendía la ciudadela de la ignorancia”.

En las universidades italianas donde estudió Copérnico, éste estuvo en contacto con una nueva generación de eruditos postaristotélicos: los nuevos platónicos, pues la decadencia de Aristóteles coincidió con un nuevo renacimiento de Platón.
Llamé a estas dos figuras astros gemelos. Permítaseme cambiar una vez más la metáfora y compararlos con la familiar pareja de los barómetros de juguete de la época victoriana: un caballero, de abrigo cerrado, con un paraguas abierto en la mano, y una señora con alegre vestido estival que, andando sobre el mismo eje, salían alternadamente de sus nichos para anunciar lluvia o buen tiempo, respectivamente. La última vez le había tocado el turno a Aristóteles. Ahora tornaba a reaparecer Platón. Pero éste era un Platón enteramente distinto de aquella figura pálida, ultraterrena, de los primeros siglos del Cristianismo. Después de aquel primer periodo de su reinado, cuando la naturaleza y la ciencia eran objeto de supremo desdén, la reaparición de Aristóteles, el estudioso de delfines y ballenas, el acróbata de premisas y síntesis, el infatigable lógico y casuista, fue recibida con alivio; pero, a la larga, no podía haber verdadero progreso del pensamiento fundado en el malabarismo dialéctico. Y precisamente en la época juvenil de Copérnico, Platón volvió a salir de su nicho y los avanzados humanistas lo saludaron con gran júbilo.

Mas ese platonismo que procedía de la Italia de la segunda mitad del siglo XV era, en casi todos los aspectos, una filosofía opuesta al neoplatonismo de los primeros siglos, con la cual apenas tenía en común el nombre consagrado. El primer neoplatonismo había demostrado el aspecto parmenídico de Platón; el segundo, demostraba su aspecto pitagórico. El primero había divorciado el espíritu de la materia, en su “dualismo de la desesperación”; el segundo unía el éxtasis intelectual de los pitagóricos con la complacencia del hombre renacentista en la naturaleza, en el arte y en la artesanía. Los inteligentes jóvenes de la generación de Leonardo eran hombres universales que tenían múltiples intereses y una curiosidad devoradora, dedos ágiles y ágil espíritu. Eran impetuosos, infatigables, escépticos, respecto de la autoridad; es decir, hombres radicalmente opuestos a los escolásticos, de miras estrechas, espíritu embotado y ortodoxo, de la decadencia aristotélica.

Copérnico tenía veinte años menos que Leonardo. Durante los diez años que pasó en Italia vivió entre hombres de esa nueva generación; sin embargo, no se convirtió en uno de ellos. Volvió a su torre medieval y a su concepción medieval de la vida. Llevó a su patria sólo una idea que el renacimiento pitagórico había puesto de moda: el movimiento de la Tierra; y se pasó el resto de su vida tratando de encajarla en un marco medieval fundado en la física aristotélica y en las ruedas ptolemaicas. Era como pretender adaptar un motor de turborreacción a una desvencijada diligencia.

Copérnico fue el último aristotélico de entre los grandes hombres de ciencia. En su actitud frente a la naturaleza, hombres como Roger Bacon, Nicolás de Cusa, Guillermo de Occam y Jean Buridan, que lo antecedieron en un siglo o dos, eran “modernos” comparados con Copérnico. La escuela occamista de París, a la que ya me referí brevemente, y que floreció en el siglo XIV, había realizado considerables progresos en el estudio del impulso, la cantidad de movimiento, aceleración y teoría de los cuerpos que caen, todos los cuales eran problemas fundamentales del universo copernicano. Los miembros de esa escuela habían demostrado que la física aristotélica, con sus “motores inmóviles”, sus movimientos “naturales” y “violentos”, etc., era palabrerío hueco. Y habían estado muy cerca de formular la ley de la inercia de Newton. En 1337, Nicolás de Oresme había escrito un comentario sobre De coelo, de Aristóteles —en verdad era una refutación de la obra—, en el cual atribuía el ciclo diario del cielo a la rotación de la Tierra y fundaba su teoría en razones físicas más plausibles que aquellas que podía encontrar Copérnico en su condición de aristotélico. Copérnico desconocía los descubrimientos realizados en el terreno de la dinámica por la escuela de París (que, en general, parecen haberse ignorado en Alemania), pero lo que quiero hacer resaltar es que en el Merton College y en La Sorbona, un siglo y medio antes que Copérnico, una serie de hombres de fama menor que la de Copérnico había conmovido de su base la autoridad de la física aristotélica, de la cual Copérnico fue un esclavo durante toda su vida.

Fue esta sumisión casi hipnótica a la autoridad lo que anuló a Copérnico como hombre y como científico. Según Kepler lo haría notar más adelante, “Copérnico trató de interpretar a Ptolomeo antes que a la naturaleza”. Su confianza absoluta, no sólo en los dogmas físicos, sino también en las observaciones astronómicas de los antiguos, fue la razón principal de los errores y absurdos del sistema copernicano. Cuando el matemático de Nurenberg, Johannes Werner, publico un tratado Sobre el movimiento de la octava esfera, en el cual se permitía poner en tela de juicio la corrección de ciertas observaciones de Ptolomeo y Timocaris, Copérnico lo atacó con rencor:

“Nos corresponde seguir estrictamente los métodos de los antiguos y atenernos a sus observaciones, que nos legaron como un testamento. Y para quien piense que esos métodos y observaciones no son dignos de toda confianza, seguramente permanecen cerradas las puertas de nuestra ciencia. Se quedará ante esa puerta y tejerá sueños alocados sobre el movimiento de la octava esfera, y recibirá lo que merezca por creer que puede apoyarse en sus propias alucinaciones, calumniando a los antiguos.

Y no era ése el estallido de un joven fanático, pues Copérnico escribió estas palabras en 1524, cuando ya pasaba los cincuenta años. Si tenemos en cuenta su habitual reserva y cautela, la inesperada vehemencia del lenguaje parece proceder de una necesidad desesperada de aferrarse a su fe en los antiguos, que ya vacilaba. Diez años después, tendrá que confesar a Rético que los antiguos lo habían defraudado, que “no se habían mostrado desinteresados, sino que habían dispuesto muchas observaciones de manera tal que encajaran con sus teorías personales sobre los movimientos de los planetas”.

Fuera de las veintisiete observaciones propias, todo el sistema copernicano se basaba en los datos de Ptolomeo, Hiparco y otros astrónomos griegos y árabes, cuyas afirmaciones él había aceptado sin someterlas a crítica alguna, como verdades del Evangelio, y sin haberse detenido nunca a considerar la posibilidad de los errores que pudieran haber cometido escribientes y traductores descuidados, en aquellos textos evidentemente corrompidos, ni la posibilidad de los errores de cifras en que pudieron incurrir los propios observadores de la Antigüedad. Cuando comprendió, por fin, que no eran dignos de crédito aquellos datos en que él se había fundado para levantar su edificio, debió sentir que se desmoronaban los cimientos de su sistema. Pero entonces ya era demasiado tarde para repararlo.

Independientemente de su temor al ridículo, esta circunstancia debió de influir también en su resistencia a publicar el libro. Copérnico creía que la Tierra realmente se movía; pero ya no podía creer que la Tierra o los otros planetas se movieran realmente del modo y en las órbitas que él había establecido en su libro.

La tragedia de la fe ciega en la autoridad antigua, que hace de Copérnico un personaje tan patético, se ilustra con un curioso ejemplo. El asunto es en alto grado técnico, y por ello debo simplificarlo. Al confiar en un puñado de datos muy precarios sobre supuestas observaciones hechas por Hiparco, Menelao, Ptolomeo y Al Battani, dispersos a lo largo de unos dos mil años, Copérnico se vio llevado a creer en un fenómeno que no existía: el cambio periódico del ritmo de oscilación del eje de la Tierra. En realidad, la oscilación se produce permanentemente con el mismo ritmo; las cifras de los antiguos eran sencillamente erróneas. Y como resultado de ello Copérnico se sintió obligado a construir una teoría increiblemente elaborada, que atribuía dos movimientos oscilatorios independientes al eje de la Tierra; pero las oscilaciones producidas según una línea recta son movimientos “violentos” desterrados de la física aristotélica. Y de ahí que Copérnico dedicase todo un capítulo a demostrar cómo ese movimiento, según una línea recta, podía producirse mediante una combinación de dos movimientos “naturales”, esto es, circulares. El resultado de esta cacería de un fantasma fue que Copérnico tuvo que atribuir cuatro movimientos circulares a la Tierra, además de los cinco ya existentes.

Al terminar este penoso capítulo, en el cual la obsesión que Copérnico tenía de los círculos alcanza, por así decirlo, su punto culminante, el manuscrito contiene estas líneas: “A propósito, correspondería advertir de paso, que si los dos círculos tienen diferentes diámetros y las otras condiciones siguen siendo inmutables, luego el movimiento resultante sería no una línea recta… sino una elipse.” Y esto no es cierto pues la curva resultante sería una cicloide, apenas parecida a una elipse; pero el hecho singular es que Copérnico acertara con la elipse —que es la forma de todas las órbitas planetarias—, que llegase a ella por un camino erróneo y mediante una falsa deducción y que abandonase inmediatamente la hipótesis al percatarse de ello: en efecto el pasaje fue tachado en el manuscrito y no aparece en la edición impresa de las Revoluciones. La historia del pensamiento humano está llena de felices aciertos y triunfantes eurekas. Es raro encontrar el registro de uno de los fracasos, de una de las oportunidades fallidas, que normalmente no dejen rastro alguno.

4. La génesis del sistema copernicano

Vista a la distancia, la figura de Copérnico parece la de un revolucionario e intrépido héroe del pensamiento. Considerada desde más cerca, se va cambiando gradualmente en la de un espíritu sofocado, sin el olfato, sin la intuición del sonámbulo, que es propia del genio original. Es la figura de un hombre que, habiendo tomado una buena idea, la desarrolla en un mal sistema, acumulando pacientemente epiciclos y deferentes hasta llegar a convertir su obra en uno de los libros más confusos e ilegibles entre los que hicieron historia.

Desde Roger Bacon en el siglo XIII hasta Pierre Ramus en el siglo XVI, hubo individuos y escuelas sobresalientes que comprendieron más o menos conscientemente, más o menos articularmente, que la física aristotélica y la astronomía ptolemaica debían ser apartadas del camino antes de que pudiera tomarse un nuevo punto de partida. Ésta pudo ser la razón por la cual Regiomontano construyó un observatorio, en lugar de construir un sistema. Cuando completó los comentarios sobre Ptolomeo que Peurbach había comenzado, comprendió la necesidad de dar una nueva base a la astronomía y “liberar a la posteridad de la tradición antigua”. Para Copérnico semejante actitud equivalía a una blasfemia. Si Aristóteles hubiera afirmado que Dios sólo había creado aves, el canónigo Koppernigk habría descrito al homo sapiens como un ave sin plumas y sin alas, que incuba sus huevos antes de ponerlos.

El sistema copernicano es, precisamente, ese género de construcción. Aparte de las incongruencias que mencioné antes, ni siquiera logró remediar los defectos específicos de Ptolomeo que se había propuesto remediar. Verdad que los puntos ecuantes quedaron eliminados; pero el movimiento rectilíneo, que Copérnico consideraba “peor que una enfermedad”, hubo de colocarse en remplazo de aquéllos. En la dedicatoria, Copérnico mencionaba, como razón fundamental de su empresa, además de los puntos ecuantes, la inseguridad de los métodos existentes para determinar la longitud del año; pero las Revoluciones no demuestran progreso alguno en este aspecto específico. La órbita de Marte que señaló Ptolomeo había sido notablemente desmentida por los datos observados, pero en el sistema copernicano era igualmente falsa, tanto que Galileo hubo luego de hablar con admiración del coraje que demostró Copérnico al defender su sistema, aunque estaba tan evidentemente contradicho por los movimientos observados de Marte.

Una última objeción contra el sistema, acaso la de mayor peso, provenía de una circunstancia de la que no era responsable su autor. Si la Tierra se movía alrededor del Sol, en un gigantesco círculo, con un diámetro de unos quince millones de kilómetros, la estructura de las estrellas fijas debería, por ende, cambiar continuamente, según las diversas posiciones que la Tierra ocupaba en su tránsito.
De manera que al aproximarnos a cierto grupo de estrellas, éste debería “abrirse”, pues las distancias a que estaban los miembros de ese grupo debían parecer mayores a medida que nos aproximábamos y menores a medida que nos alejábamos de él en nuestro viaje a través del espacio. Esos desplazamientos aparentes de objetos, debidos al cambio de la posición del observador, se llaman paralajes.
Pero las estrellas desmentían esta expectativa; no demostraban paralaje alguno; su estructura seguía siendo fija e inmutable. Seguíase de ello que, o bien la teoría del movimiento de la Tierra era errónea, o bien la distancia de las estrellas fijas era tan grande que, comparado con ella, el círculo descrito por la Tierra venía a ser insignificante y no producía ningún efecto perceptible. Ésta fue en verdad la respuesta que dio Copérnico; pero era difícil admitirla, y fue un elemento más que se agregó a la improbabilidad propia del sistema. Como lo advierte Burtt: si los empiristas contemporáneos hubieran vivido en el siglo XVI, habrían sido los primeros en ridiculizar la nueva filosofía del Universo.

5. Las primeras repercusiones

No es sorprendente, pues, que la publicación de las Revoluciones atrajera muy poco la atención. Produjo menos efecto que la Narratio prima que Rético había hecho de su contenido. Rético había prometido que el libro revelaría grandes cosas, pero, una vez publicado, éste fue una desilusión. Durante más de cincuenta años, hasta comienzos del siglo XVII, no suscitó ninguna controversia pública ni siquiera entre los astrónomos profesionales. Cualesquiera fueran las convicciones filosóficas de los astrónomos profesionales respecto de la estructura del universo, todos comprendieron que el libro de Copérnico no podía resistir un examen científico.

Si, ello no obstante, el nombre de Copérnico gozó de cierta fama en la generación que lo sucedió inmediatamente, tal hecho obedeció, no a su teoría del universo, sino a las tablas astronómicas que Copérnico compiló. Esas tablas fueron publicadas en 1551 por Erasmo Reinhold, el antiguo colega de Rético en Wittenberg, y los astrónomos le dieron la bienvenida porque satisfacían una necesidad, largamente sentida, de sustituir las tablas alfonsinas, que databan del siglo XIII. Reinhold, después de revisar todas las cifras y eliminar los frecuentes errores, tributó en el prefacio generoso homenaje a los trabajos de Copérnico, a quien consideró un astrónomo práctico; pero no mencionó en modo alguno la teoría copernicana del universo. La siguiente generación de astrónomos se refería a las tablas llamándolas Calculatio Coperniciano, lo cual ayudó a mantener viva la reputación del canónigo; pero esto tenía poco que ver con el sistema copernicano.
Si dejamos de lado a quienes no eran astrónomos, como Thomas Digzes, William Gilbert y Giordano Bruno, la teoría copernicana fue prácticamente desantendida hasta comienzos del siglo XVII, cuando entraron en escena Kepler y Galileo. Entonces, y sólo entonces, el sistema heliocéntrico irrumpió en el mundo como una conflagración causada por una bomba de tiempo.

La reacción de las Iglesias, durante la primera mitad del siglo posterior a la muerte de Copérnico, fue también indiferente. Por el lado protestante, Lutero lanzó unos cuantos gruñidos, en tanto que Melanchton demostraba elegantemente que la Tierra permanecía quieta; pero no por ello retiró su protección a Rético. Por el lado católico la reacción inicial fue, como vimos, de aliento. Y las Revoluciones se puso en el Índex sólo en 1616, es decir, setenta y tres años después de su publicación. Hubo ocasionales discusiones acerca de si el movimiento de la Tierra era compatible o no con las Sagradas Escrituras; mas hasta el decreto de 1616 la cuestión había quedado sin decidir.

La actitud clerical de irónica indiferencia respecto del nuevo sistema se refleja en el Ignatius His Conclave, de John Donne. Aquí Copérnico aparece como uno de los cuatro pretendientes a ocupar el principal lugar junto al trono de Lucifer. Los otros aspirantes son Ignacio de Loyola, Maquiavelo y Paracelso. Copérnico funda su pretensión declarando que ha elevado al demonio y su prisión, la Tierra, a los cielos, en tanto que ha relegado al Sol, el enemigo del demonio, a la parte más baja del universo: “¿Habrán de cerrárseme estas puertas a mí, que he revertido toda la estructura del mundo y que, por tanto, soy casi un nuevo Creador?”
El celoso Ignacio, que desea ocupar el lugar de honor en el infierno, interpela entonces a Copérnico:

“Pero, dime, ¿qué nuevas cosas has inventado con que nuestro Lucifer haya ganado algo? ¿Qué le importa a él que la Tierra se mueva o permanezca quieta? ¿Acaso el hecho de que tú elevaras la Tierra al cielo ha infundido en los hombres confianza en sí mismos como para hacerles construir nuevas torres o amenazar a Dios? ¿O es que del movimiento de la Tierra ellos llegan a la conclusión de que no hay infierno o niegan el castigo de los pecados? ¿Acaso no creen los hombres? ¿No viven exactamente como vivían antes? Además, el hecho de que tus opiniones puedan ser verdaderas habla en contra de la dignidad de tu doctrina y te priva del derecho y del título para ocupar este lugar… Pero tus invenciones difícilmente pueden llamarse tuyas, puesto que, mucho antes que tú, Heraclides, Ecfanto y Aristarco las echaron al mundo. Y, sin embargo, ellos se contentan con ocupar lugares inferiores entre los otros filósofos y no aspiran a este puesto, reservado sólo para los héroes anticristianos… Por eso, horrendo emperador, haz que este pequeño matemático se retire adonde le corresponde.”

El Ignatius se publicó en 1611. En términos generales refleja la actitud de las dos generaciones que vivieron entre Copérnico y Donne. Pero esas dos generaciones que olvidaron a Copérnico se equivocaron. El “pequeño matemático”, esa pálida, agria e insignificante figura soslayada por sus contemporáneos, y por quienes lo sucedieron inmediatamente, iba a proyectar una gigantesca sombra en la historia de la humanidad.

¿Cómo puede explicarse esta última paradoja de una historia paradójica? ¿Cómo fue posible que la falaz y contradictoria teoría copernicana, contenida en un libro ilegible y no leído, impugnada en su momento, hiciera nacer, un siglo después, una nueva filosofía que transformó el mundo? La respuesta es que los detalles importaron poco y que no era necesario leer el libro para aprehender su esencia.

Las ideas que tienen la facultad de alterar los hábitos del pensamiento humano no obran únicamente en el espíritu consciente, sino que también se filtran hacia los estratos más profundos, indiferentes a las contradicciones lógicas. Esas ideas influyen no solo en algún concepto específico, sino en la concepción general del espíritu.

La idea heliocéntrica del universo, cristalizada por Copérnico en un sistema y expuesta nuevamente en forma moderna por Kepler, modificó el clima del pensamiento, no por lo que estaba expresamente formulado, sino por lo que llevaba implícito. Los elementos implícitos de esa idea no estaban por cierto presentes en el espíritu de Copérnico, y obraron en los sucesores de éste a través de canales igualmente insidiosos y subterráneos. Esos elementos eran todos negativos, todos tendían a destruir el sólido edificio de la filosofía medieval, a minar los cimientos en que éste descansaba.

Traducción
de Alberto Luis Bixi.