Octubre-diciembre 2003, Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Una conversación
con Marguerite Yourcenar

Matthieu Galey

 

De escritores y sabios

Matthieu Galey. ¿Cuáles son los escritores que lee, o mejor dicho, que relee?
Marguerite Yourcenar. Me gusta mucho leer, también me gusta mucho releer, así como a los aficionados a la música les gusta interpretar una misma partitura, o poner el mismo disco. Entre los escritores de la generación que precedió a la mía, releo mucho a Hardy, Conrad, Ibsen, Tolstoi… Algún Chejov, algún Thomas Mann… y el libro que quizá he releído, si no con más frecuencia, por lo menos con el mayor beneficio, es la Autobiografía de Gandhi.
—De nuevo ningún francés.
—Usted me lo hace notar: ni siquiera lo había pensado. Releo por cierto a Balzac, a Saint-Simon, o a Montaigne, pero están mucho más lejos en el pasado. Entre los grandes escritores de principios de siglo, creo que seleccionaría sobre todo a Marcel Proust. Me gusta de él la gran construcción temática, la exquisita percepción del tiempo y del cambio que produce en las personalidades humanas, y una sensibilidad que no se parece a ninguna otra. He releído a Proust siete u ocho veces.
—No obstante, no hay tantos puntos comunes entre la obra de él y la de usted. ¿Qué le atrae en él?
—Ya se lo he dicho: su genio. Me importa poco que sus métodos y sus elecciones difieran de los míos: al contrario, veo allí una oportunidad de aprender y de enriquecerme con lo que me es ajeno; y por otra parte, ¿qué nos es ajeno?
—Yo la hubiera imaginado más bien releyendo autores clásicos, de los siglos diecisiete o dieciocho. Proust es el egocéntrico por excelencia.
—Su egocentrismo no me molesta; más me molestaría el mío. Lo que quizá me molestaría en él es que, mezclada con un realismo admirable (nadie ha hecho oír las voces mejor que él, un don que Balzac no poseía o que desdeñó utilizar), existe una tendencia a la mentira. Me es difícil aceptar a las jóvenes en flor tan poco jóvenes, el absurdo inverosímil de las escenas (que él consideró, si puede decirse, como escenas clave) en las cuales el héroe se transforma en “voyeur” (Marcel delante de la casa de Vinteuil, Marcel espiando a Charlus), las conversaciones en las que hace expresar a sus interlocutores, censurándolos, puntos de vista que probablemente fueran de él, como esas reflexiones de Charlus sobre el absurdo de la guerra, hacia 1917, la cual se supone que Marcel desaprueba, mientras Proust no podía no pensar más o menos las mismas cosas, pero un gran escritor debe ser aceptado en su totalidad. Uno no puede imaginarse En busca del tiempo perdido sino como es.
—¿Y de Gide, otro egocéntrico, qué piensa?
—Que los jóvenes escritores de mi generación le deben el haber descubierto, a traves de él esa forma tan francesa que se había vuelto anticuada, el relato, y haber comprendido, gracias a Gide, que esa forma seguía siendo dúctil, y todavía podía servirles. Se debe recordar también que para la generación que, apenas adolescente, salía de la guerra del 14, Los alimentos terrestres representaron una lección de fervor y de gusto por la vida: entretanto, el estilo ha envejecido, y el punto de vista nos parece a veces ligeramente equivocado comparado con lo que ocurrió luego, pero es natural que así sea. Hay que leer en Le regard intérieur (La mirada interior) de Gabriel Germain, la descripción de Teilhard de Chardin citando una frase de Los alimentos terrestres con una intensidad quizá más grande, en verdad, que la puesta por Gide, para comprender lo que ese pequeño volumen pudo significar hacia 1910, para los espíritus atentos y ardientes. Sin embargo, me parece que el pensamiento de Gide se enfrió muy pronto, se hizo prosaico, quizá también se esclerosó. Soñó con una vejez goethiana, pero en sus últimos libros me molesta un poco la poca repercusión que hay en ellos de las conmociones de su tiempo. Su Teseo, para quien una suerte de humanismo desenfadado tiene respuesta para todo, le pareció un auténtico testamento; me parece por el contrario terriblemente retrasado, después de los campos de concentración, después de Coventry y Dresde, e Hiroshima.
—¿Y entre los contemporáneos existe un escritor francés que conmueva?
—Admiro a varios por distintas razones. No se admira a Proust por las mismas razones que gustan Simone Weil o Montherlant, pero de las tres personas que he nombrado, y sin duda podría nombrar a varios, ¿dos de ellas son todavía contemporáneas nuestras? Por cierto, puesto que conocí ligeramente a Montherlant, y hubiera podido encontrarle con Simone Weil. De todos modos, cada uno, a su manera, escapan al tiempo. De Montherlant releo con frecuencia los Carnets, casi siempre tan certeros cuando desprecia, y penosos a veces, cuando intenta defenderse o dar explicaciones, pero las novelas, como Los solteros o El caos y la noche, me parecen auténticas obras maestras. Dudo en decir lo mismo de La rosa de arena, que sin embargo contiene admirables páginas, así no fueran más que aquellas en las cuales se ve a esos dos hombres inmóviles en la medina en rebelión. Tengo la misma duda por Les garçons (Los muchachos), a pesar del inolvidable retrato de la madre del personaje principal, porque de nuevo me incomodan las trasposiciones inútiles y en especial los cortes sobre los cuales el autor llama la atención indicándolos en el margen. O lo que había escrito era bello y válido, y entonces debía conservarlo, sin detenerse ante los miedos, los pudores, fueran patrióticos o sexuales, o esos fragmentos no tenían valor, entonces, ¿por qué señalar su ausencia? No hay nada tan conmovedor como un escrito mutilado por el tiempo al que faltan aquí y allá páginas sobre las cuales se puede meditar, pero esos efectos no se producen a voluntad.
—Aparte de Montherlant, ¿ninguno vivo?
—Admiro la obra de Caillois,1 admiro también algunas piezas de Ionesco, algunos aforismos de Cioran, pero me falta tiempo para seguir a mis contemporáneos paso a paso. Lo que, no obstante, me impresiona en la masa de poemas y de novelas franceses que me llegan, es hasta qué punto siguen siendo estrictamente subjetivos, encerrados en sus sueños, en pesadillas, con frecuencia en blandas ensoñaciones, o a veces en áridos desiertos personales. Aun la imagen que presentan de este tiempo, me parece que muchas veces ya no corresponde a la época en la cual estamos.
—Usted no predica con el ejemplo. ¿Su clasicismo, su estilo, inspiración, la acercarían más bien a los escritores del siglo XIX?
—¿De quiénes hablamos, de Stendhal o de Balzac, de Renan o de los Goncourt? Son completamente diferentes. En cuanto a la palabra clasicismo, confieso que no la comprendo. Si por clasicismo se quiere expresar que un autor no escribe en un estilo desprolijo, o lleno de acrobacias inútiles, digámoslo, pero esta expresión, que me parece esencialmente escolar, parece ofrecer un entierro de primera clase a todos los escritores que se suponen de valor, y que la gente no lee. Tampoco veo en qué “mi inspiración se parece a la de los escritores del siglo XIX”, que, por otra parte, son lo contrario de los clásicos. Si se trata de Souvenirs pieux y de Archives du Nord, el siglo XIX es, por supuesto, el tema de esos libros, pero Adriano no podía ser escrito, muy exactamente, sino después de 1945, y L’oeuvre au noir, sólo veinte años más tarde. Dicho esto, le repito que admiro mucho a ciertos escritores del siglo XIX, la mayoría de los cuales, como usted me lo hizo notar, no eran franceses, aunque Hugo sea, sin duda, uno de los más grandes entre ellos. Un Tolstoi, un Ibsen, un Dostoievski, un Nietzsche2 (y todos, no es necesario decirlo, difieren unos de otros) sorprenden por los increíbles recursos en el impulso y la generosidad. Dan la impresión de que podrían decir siempre más de lo que nos han dicho, y su potencia contestataria los sitúa en una eterna vanguardia.
—No es del todo su caso.
—Pienso todo lo contrario. Los problemas que me preocupan y me conmueven son los que en Francia sólo alcanzan a una minoría, pero creo que en el futuro se impondrán cada vez más. A veces quedo estupefacta por el lado convencional de las ideologías, que nos presentan en Francia como corrientes, si no como nuevas. La explosión demográfica, que convierte al hombre en habitante de un hormiguero y prepara todas las guerras futuras, la destrucción del planeta causada por la polución del aire y del agua, la muerte de las especies animales que rompe el equilibrio vital entre el mundo y nosotros, la confrontación de cada uno de nosotros consigo mismo y con Dios (cualquiera sea el sentido que cada uno dé a esa palabra), las nuevas y profundas orientaciones de la ciencia, nada de esto, de lo que depende todo, interesa en Francia a la literatura, y aquellos que felizmente se ocupan de esto, no son literatos.3 La vanguardia que hoy se pretende tal, será la retaguardia de mañana.
—¿Qué respuestas da usted a todos estos problemas?
—La primera respuesta a todas estas cuestiones es plantearlas. Quizá no salvemos al mundo por estar atentos a estos problemas, pero por lo menos no sumaremos al mal. Salvar es una palabra desdichada, digamos mejor que quizá no reformaremos al mundo pero por lo menos a nosotros mismos, que después de todo somos una pequeña parte del mundo; que cada uno de nosotros posee más poder sobre el mundo de lo que cree poseer. Uno no se salva solo. El cristianismo ha insistido demasiado respecto de la salvación individual y tenía razón, en el sentido de que toda “alma salvada” es un beneficio para nosotros, pero ha creado la falsa impresión de una suerte de egoísmo espiritual, que de hecho los santos jamás tuvieron. “Mientras haya en la calle una anciana sorda, un mendigo ciego, dice el padre Chica en Rendre à César, mientras haya en la calle un asno supurando bajo su silla de montar, un perro vagabundo hambriento, no permitan que me duerma en la paz de Dios”.
—¿Es más pesimista que antes?
—Pesimismo y optimismo son otras dos palabras que rechazo. Se trata de tener los ojos abiertos. El médico que analiza la sangre y las deposiciones de un enfermo, le toma la temperatura y la presión, no es optimista ni pesimista: hace todo lo que puede a partir de lo que ve. Sin embargo, si es posible emplear esa miserable palabra, me siento pesimista cuando constato lo poco que ha cambiado la masa humana en milenios. Los más grandes reformadores han chocado en general contra esta casi imposibilidad de cambiar al hombre y, en general, después de ellos su lección se perdió.
—¿Aun la de Cristo?
—Cristo sabía que sólo una muy pequeña parte del grano cae en la buena tierra.
—¿Entonces no hay solución?
—Sólo veo soluciones parciales, más emocionantes, por otra parte. San Francisco, San Bernardo, Maese Eckhart, son otras tantas soluciones parciales. La madre Teresa recogiendo moribundos en las calles de Calcuta, Dorothy Day recogiendo vagabundos en las calles de New York, Gandhi frecuentando a los intocables, ofrecen soluciones parciales. El más insignificante defensor de los derechos cívicos o humanos está en el mismo caso. Pienso también en Ralph Nader, que inicia en Estados Unidos la lucha contra los productos adulterados puestos en venta por los grandes trusts alimenticios; en Rachel Carson, insultada porque fue una de las primeras en advertir sobre el inmenso peligro ecológico; en Marguerite Sanger, que asume la ignominia de ser la promotora de la anticoncepción; en Mme. Gilardoni, en Francia, con cuya amistad me honro, luchando contra las crueldades infligidas a los animales en los mataderos. No se puede decir que sus esfuerzos hayan sido inútiles, pero los reformadores desaparecen, algo del ardor de los comienzos se extingue hasta la llegada de un nuevo animador y, mientras tanto, el error y el mal siguen poliferando en una total inercia.
—Quedan los escritos de los reformadores.
—Con la condición de que se los lea… No obstante, recordemos también al gran número de santos oscuros y de simples héroes que no escribieron, y lo mismo ocurrió con los ilustres. No conocemos las enseñanzas de Jesús y las de Buda sino por los escritos de sus discípulos. Dejemos a Jesús para no herir demasiadas susceptibilidades en nuestro entorno. Tomemos a Buda que siempre negó la importancia de los dioses, y se sentía superior a ellos en su estado de “hombre liberado”; sus discípulos terminaron por convertirlo en un Dios. Pensemos en Sócrates, cuya leyenda nos dice que al leer los primeros escritos de Platón murmuraba: “¡Cuántas cosas me hace decir este joven!…” Sin embargo, algo permanece. Son admirables ciertos elementos del budismo Mahayana, y me cuento entre los innumerables adolescentes que jamás olvidaron su primera lectura de Platón.
—¿Y la lección de Francisco de Asís, piensa que todavía puede ser comprendida?
—Más que nunca, y muchos jóvenes lo saben. Francisco es el maestro de todos nosotros, el Francisco del Cántico de las criaturas, más contestatario que todos los contestatarios, el que arrojaba sus vestiduras a la cabeza de su padre, el rico mercader de telas, que amaba la pobreza por ella misma, como algunos de nosotros aprenden de nuevo a amarla. Recordemos también que Francisco rodaba desnudo sobre espinas para dominar sus emociones carnales, algo que la mayoría de nosotros no aceptaría hacer, pero yo lo comprendo: quería ser libre también respecto de su carne.
—¿Y después de él, a quién ve usted a su altura?
—Ya le he citado varios grandes nombres. Ese perpetuo influjo de seres dignos de ser admirados y amados, ese impulso casi instintivo de ciertas criaturas humanas hacia la trascendencia, consuela y tranquiliza; es, si usted quiere, nuestra parte de optimismo, pero algunos rayos de luz no aclaran la noche, y algunas olas no agitan todo el océano. Si usted quiere, se es optimista cada vez que se mira una flor, o un hermoso trozo de pan, y se es pesimista cada vez que se piensa en aquellos que desnaturalizan el pan y matan las flores.
—En política se tiene tendencia a considerar que el hombre de izquierda es un optimista porque cree en el progreso, en oposición al hombre de derecha, que no estima perceptibles a sus semejantes.
—El hombre de izquierda, de conformidad con su credo, manifiesta su fe no en un cierto progreso, sino en un progreso cierto, lo cual es más grave, y lo asemeja al cristiano de los primeros tiempos, que creía en la próxima llegada del Señor, en la parusia. En nuestra época, en la que los progresos tecnológicos se han visto acompañados hasta ahora por catastróficos reveses, sería un fanatismo, ¿pero en qué difiere el hombre de izquierda, optimista a cualquier precio, del capitalista de derecha que también sueña con el progreso, o por lo menos lo soñaba anteayer? Cada vez que voy a un supermercado, lo que por otra parte me ocurre muy rara vez, creo estar en Rusia. Es el mismo alimento impuesto desde arriba, igual en todas partes, impuesto por los trusts, en lugar de los organismos del Estado. En cierto sentido, Estados Unidos es tan totalitario como la URSS, y en ambos países, como en todas partes, por otro lado, el progreso (es decir el crecimiento del bienestar humano inmediato) o aun el mantenimiento del actual estado de cosas, depende de estructuras cada vez más complejas y cada vez más frágiles. Igual que el humanismo un poco beato del burgués de 1900, el progreso de impulso continuo es un sueño de ayer. Se debe aprender a amar la condición humana tal como es, aceptar sus limitaciones y sus peligros, volver a ponerse al mismo nivel de las cosas, renunciar a nuestros dogmas de partidos, de países, de clases, de religiones, todos intransigentes y, por lo tanto, todos mortales.
Cuando trabajo la masa, pienso en la gente que ha hecho crecer el trigo, pienso en los aprovechadores que hacen subir el precio artificialmente, en los tecnócratas que han arruinado la calidad, no porque las técnicas recientes sean necesariamente un mal, sino porque se han puesto al servicio de la avidez, que sí es un mal, y porque la mayoría no puede actuar sino con la ayuda de grandes concentraciones de fuerzas, siempre llenas de peligros potenciales. Pienso en la gente que no tiene pan, en la que tiene demasiado, pienso en la tierra y en el sol que hacen crecer las plantas. Me siento materialista e idealista a la vez. El pretendido idealista no ve el pan, ni el precio del pan, y el materialista, por una curiosa paradoja, ignora lo que significa esa cosa inmensa y divina que llamamos materia.
—Para pensar como usted, se debería cambiar la mentalidad de la mayoría de los hombres.
—Aunque fuera imposible, se lo debe intentar. En el Bhagavad Gita hay un pasaje en el cual Krishna dice a Arjuna: “Combate como si el combate sirviera para algo; trabaja como si el trabajo sirviera para algo.” Y usted conoce, más próxima a nosotros, la divisa de Guillermo de Orange: “No es necesario esperar para emprender.”


Ser santos cuando Dios
ha muerto
—Seguirla al pie de la letra es pedir a los hombres que sean unos santos.
—Le responderé con una de las más bellas frases de la literatura francesa. Sujétese, es de Leon Bloy. “Sólo hay una desgracia, es la de no ser santos.” La palabra da miedo; es un error. Permítame recordarle la historia de los tres escolares del siglo XIV que se dirigieron a Flandes a casa de Ruysbroeck el Admirable, y le dijeron: “Queremos ser santos, pero no sabemos cómo hacerlo.” Ruysbroeck, poco elocuente, reflexiona, sin duda rascándose la cabeza y responde: “Ustedes son santos tanto como quieran serlo” (Vos estis tam sancti sicut vultis). Depende de nosotros ser más santos, es decir, mejores de lo que somos, como hasta cierto punto depende de nosotros ser más inteligentes y más bellos de lo que somos.
—¿Y usted ha llegado a esa forma de santidad?
—Es lo que quisiera, porque creo que perfeccionarse es la principal meta de la vida. Sin embargo, dejo de estar atenta, o mi voluntad o la inercia se rehacen, o la estupidez, de la que nadie está desprovisto. No soy en todo momento lo que debería ser. Hago cuanto puedo, cuando con frecuencia podría hacer más de lo que hago.
—Es una forma de ascetismo que tiene algunos peligros. Podría procurar una suerte de fuerza de la que se podría abusar.
—En efecto, y es por eso que la sabiduría budista y la sabiduría cristiana ponen en guardia contra esta suerte de “fuerza” que muchas veces es uno de los primeros, pero muy secundario e insignificante, resultado del ascetismo. Es la inmensa diferencia que existe entre la magia y la religión en el sentido más vasto del término. La magia puede forzar; la verdadera religión cuenta con el fervor y el amor. Las mismas advertencias eran dadas, por otra parte, en la antigua alquimia, que sin embargo tendía con frecuencia a la magia. Usted recuerda las tres etapas de la obra alquimista: la obra en negro, que es renunciamiento y destrucción, la obra en blanco, que es utilidad y servicio; la obra en rojo, que es la aparición, en el operador, de las fuerzas supremas. “Desconfíen al ver aparecer el rojo muy pronto”, no cesan de repetir los alquimistas. En otro contexto, es lo que he intentado mostrar en la fase de la vida de Adriano cuando feliz, poderoso, útil, amado, se deja llevar por una suerte de embriaguez de su propio éxito en los grandes momentos, y a una suerte de facilidad, y aun de frivolidad en los pequeños. La muerte de Antinoo se produce en ese momento en el que el hombre por quien Antinoo se sacrifica es por un tiempo netamente inferior a sí mismo. Es por eso que le hago decir retrospectivamente: “Si hubiera sido sabio, hubiese sido feliz hasta mi muerte.” Pues la sabiduría es lo que nos preserva del abuso de la fuerza.
—¿Pero no hay también tentaciones en el orden del conocimiento?
—Hay una, que equivale en suma a abusar del conocimiento y a jugar un papel de aprendiz de brujo. Es lo que en el plano moral y material hace el hombre moderno. Hay una tentación de la credulidad, que la mayoría de las ideologías convierten en deber de sus adeptos. Hay una tentación del fanatismo, y todo el horror consiguiente que atraviesa la historia: fue especialmente fuerte, hay que confesarlo, en los musulmanes y en los cristianos, persuadidos de tener la verdad de un Dios único, y cuando se dio la ocasión, fue o es también muy fuerte en los judíos, otro pueblo del “Libro”. Por fin, es intensa en todos los sectarismos laicos de hoy. Siempre es peligroso detentar con exclusividad una verdad, o un Dios, o una ausencia de Dios.
También está la tentación de la impostura y de la mentira. Confieso que no me gusta, en el Evangelio, el episodio de la higuera estéril, maldecida por Jesús, y acerca de la que más tarde hace notar a sus discípulos, al pasar por el lugar, que ha perdido las hojas. Me parece que Jesús se conduce como un faquir que hace abrirse o marchitarse las hojas de su varita. Espero que ese episodio sea apócrifo.
—¿Considera que el amor es también una forma de dominación?
—Sí, en la mayoría de los casos, por desgracia, de otro modo los celos no serían un instinto tan generalizado. Se cree poseer a un ser al ejercer un dominio sobre él. Evidentemente, no es el verdadero, del cual se ha dicho: “El amor es paciente, es bueno. No se jacta; no se enorgullece; no busca su propio provecho, no se ofende; no cree en el mal.” La desgracia es que, por decoro o por pudor, disfrazamos muchas veces con el nombre de amor lo que, por cierto, tiene su lugar, y aun su derecho de ciudadanía, pero no es, o por lo menos no es esencialmente el amor.
—Regresando a los milagros, Jesús también caminó sobre las aguas.
—Es una historia admirable: es agradable pensar en esa gran figura posada sobre las olas y que avanza hacia la barca en peligro. Es un milagro de caridad, puesto que se trata de salvar a Pedro y a algunos otros, pero cuando los tontos le piden que haga un milagro, Jesús se niega, así como Buda se burla del asceta que se vanagloria de haber aprendido a atravesar el río caminando sobre el agua, después de diez años de largo aprendizaje, cuando era mucho más simple llamar al barquero.
Estas bellas historias me recuerdan otra: usted sabe que me gustan cuando son también apólogos. ¿Recuerda el relato de Tolstoi sobre el obispo ortodoxo que va a inspeccionar los conventos que están a lo largo de la costa ártica, del lado de Arcángel? Baja a tierra y va a un pobre convento cuyos monjes son tan ignorantes que no saben siquiera el Pater. El obispo se queda, pacientemente, varios días con ellos para enseñárselos, luego vuelve a bordo, pero a algunas leguas de la costa ¿qué ve? A tres monjes que llegan corriendo sobre las olas. El obispo se asoma, un poco oliváceo, a la borda y les dice: “¿Qué están haciendo aquí? —Discúlpenos, dicen los monjes, pero ya hemos olvidado la plegaria que nos enseñó. —Saben lo suficiente tal como son, respondió el obispo. Hermanos, vuelvan a su convento.” Es una bella historia, aunque se deslice un poco hacia el antiintelectualismo. Tiene en cuenta los dones naturales y sobrenaturales de los simples.
—Esos monjes eran creyentes, pero parece que Dios está cada vez más ausente en nuestra sociedad. ¿Cómo ser un santo cuando Dios ha muerto?
—Se debe saber de qué Dios se habla. En Francia, y en otros países también, por otra parte, la educación religiosa popular (o la educación laica, en la medida en que ésta es sólo su contraparte y se define en relación con aquélla), ha dado de Dios una concepción antropomórfica y grosera; la gente se ha hallado ante contradicciones insolubles. Nunca se le enseñó a elevarse por encima de la imagen de Dios Papá Noel o de Dios hombre de la bolsa, pues no bastan ni uno ni otro, y repitiendo esas imágenes ingenuas o dogmas más abstractos pero fundados sobre los mismos modelos, como la Justicia o la Bondad Divina, han terminado en la muerte de Dios.
Es un problema que no se les planteaba a Spinoza o a Eckhart; para ellos, Dios era en cierto modo la sustancia suprema. No creo que se le hubiera planteado tampoco a San Agustín. Llamo Dios a lo que está a la vez en lo más profundo de nosotros mismos, y al punto más alejado de nuestras debilidades y de nuestros errores. No tengo de ningún modo la impresión que el Ser eterno esté muerto, cualquiera sea la forma que se elija para nombrar lo innominable, así sea el suelo, como Eckhart, es decir, sin duda nuestra tierra firme, o el Vacío, como lo llama el Zen, es decir, sin duda lo que es absoluto y puro. Las que mueren son las formas, siempre limitadas, que el hombre da a Dios.
—Los antiguos también debían tener el problema del antropomorfismo en la concepción de Dios.
—A su manera sí, y la religión antigua debe haber padecido por los poetas y los satíricos que evocaban las aventuras galantes de los dioses, caídas al nivel de los amores de la sociedad de su tiempo; ni siquiera se daban cuenta de que esas uniones multiplicadas a través de tantas formas habían tenido un carácter cósmico y sagrado.
Muy pronto, los moralistas se quejaron de tal acto de venganza salvaje atribuido a Apolo o de tal robo atribuido a Hermes, pero no olvidemos que los dioses antiguos fueron sentidos primero como fuerzas antagónicas que marcaban el mundo, tan exentas de intenciones benéficas o maléficas como el viento, las rocas, las olas.
Poco a poco, a medida que los filósofos subordinaban su politeísmo a la figura simbólica y supuestamente soberana de Zeus, se hicieron oír protestas contra un amo del universo que no siempre favorecía a la justicia. Prometeo tuvo muchos imitadores, pero, en su conjunto, el problema no se planteaba de igual manera que hoy. Los pensadores de la antigüedad sabían que su universo era mortal. Las civilizaciones antiguas y orientales eran más sensibles que nosotros a los ciclos de las cosas, a las generaciones divinas y humanas que se suceden, a los cambios en el seno de lo inmóvil. Sólo el hombre de Occidente ha querido hacer de su Dios una fortaleza, y de la inmortalidad personal una defensa contra el tiempo.
—¿Pero cómo se podía creer en dioses que, se sabía, eran mortales?
—¿Y cómo podemos creer en la presencia de alguien que un día debe morir? Aceptamos esta desaparición de la forma y de la individualidad de los seres. Mientras tanto, están presentes y son amados.
Cuando intenté decir algunas palabras sobre la religión griega en el prefacio de La couronne et la lyre, me di cuenta, por otra parte, de que los textos literarios y filosóficos concernientes a los dioses emanaban sólo de las clases cultivadas, y eran leídos sólo por ellas. La piedad popular permaneció sin duda siendo lo que fue, hasta el fin del mundo antiguo. El pueblo de los fieles siguió rezando a sus dioses, al punto que sobrevivieron hasta en la ortodoxia de la Edad Media cristiana.
—¿Pero entonces, cómo se efectuó, precisamente, el paso de una religión a otra en la imaginación popular?
—En primer lugar, mucho del antiguo mundo subsistió en el nuevo. Se ha rezado a la Panaghia, a la Santísima, como se rogaba a Deméter, y en los mismos lugares. Santa Sofía es el templo de la sabiduría como lo había sido el Partenón.
Por otra parte, como en todos los tiempos de confusión (el nuestro por ejemplo), las religiones tradicionales, esclerosadas, ya no eran suficientes: Isis, Serapis, Mitra y los mismos emperadores divinizados, se convertían en Salvadores, de los cuales se esperaba ayuda. Se puede ir a reflexionar en las ruinas de los santuarios de Mitra en Inglaterra y hallar a Isis en varios lugares del norte de Francia, entre los pequeños bronces antiguos de Bavai. Todo ha oscilado en la balanza junto con Cristo. Llegó un día en el que el mundo se sintió cristiano porque el cristianismo se había vuelto oficial, todopoderoso, perseguidor de otros cultos que no fueran el suyo, de moda, si se puede decir, y también porque algunos creían sincera, humildemente en Jesús. Entre los poetas parece que ninguno, salvo Palladas, un modesto gramático de Alejandría, del siglo IV, se emocionó mucho por lo que hoy nos parece una transformación tan grande del mundo.

Traducción de Elena Berni