Julio-Septiembre 2003, Nueva época No. 67-69 Xalapa • Veracruz • México
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Sergio Pitol, doctor Honoris Causa por la Universidad Veracruzana:
El cotidiano ejercicio de la escritura y la lectura es el premio mayor que puede recibir un escritor

Sergio Pitol

Palabras pronunciadas durante la sesión solemne del Consejo Universitario General en que fue distinguido con el grado de doctor Honoris Causa por la
Universidad Veracruzana, el 29 de agosto de 2003.
 

Para empezar quiero aclarar que soy veracruzano nacido por azar en Puebla. Mis bisabuelos llegaron a México en 1881, y se asentaron en la Colonia Manuel González, cerca de Huatusco, y en Huatusco mismo. A los cinco años había ya perdido a mis padres y tanto mi hermano Ángel como yo tuvimos por tutores a mi tío Agustín Deméneghi y a mi abuela Catalina Buganza, quienes nos trataron con afecto y cuidado, más que si fueran nuestros padres.

En Potrero hice la primaria en la escuela Carlos A. Carrillo. Aprendí a leer muy prematuramente, antes de entrar a la escuela. Y como mi abuela era una lectora de tiempo completo, comencé a imitarla. Devoré casi todo Verne, Conan Doyle, Stevenson, Mark Twain, en aquella época.

De 1940 a principios de 1950 me encuentro en Córdoba. Es una ciudad a la que me siento intensamente vinculado por haberse convertido en el centro de mi vida familiar. En los muchos años que viví en Europa, en los momentos de melancolía, en las enfermedades, era el lugar en que más pensaba; soñaba con ella y eso me reconfortaba. Es un lugar que aparece con frecuencia en mi escritura. Allí cursé los estudios secundarios y preparatorios.

En Córdoba, mi pasión por la literatura se hizo presente. Leía desbocadamente, La guerra y la paz, El Quijote, los cuatro libros de memorias de Vasconcelos, todo Dickens, mucho Shakespeare; las grandes obras las conocí allí.

En la secundaria tuve como compañero a Antonio Cuesta, quien me permitía el acceso a la biblioteca que había sido de su padre Jorge Cuesta. De ese modo leí a los contemporáneos, a Alfonso Reyes, Luigi Pirandello, Jean Cocteau, en francés, y Eugene O’Neill, cuya obra El duelo le sienta a Electra (en inglés) me produjo un trance estético, sólo comparable al que pocos años después conocí al leer “La casa de Asterión” de Borges, mi primer contacto con ese escritor genial. No todas mis lecturas se mantenían en ese nivel, mezclaba desordenadamente el mundo e igual placer me producía Ágata Christie que Homero.

Junto a la literatura estaba el cine, pero lo que más disfrutaba era el teatro, ya fuera leído, escuchado por la radio o visto en las carpas que en aquella época recorrían el país. Mis primeros goces escénicos se los debo a María Elena Conthla y a su ambulante Teatro Encanto donde me sacudía con Echegaray, Linares Rivas y Benavente, y disfrutaba los juguetes cómicos de los hermanos Álvarez Quintero. Me pasaba lo mismo que con la lectura: me entusiasmaba con un culebrón de Echegaray en la tarde y por la noche leía La máquina infernal de Cocteau o el Hamlet de Shakespeare. Recuerdo que la única vez que deserté de las clases en esos cinco años fue para ver en Orizaba a María Teresa Montoya en Topacio, de Pagnol; no sólo había admirado a la trágica eximia sino también conocido el llamado teatro de ideas.

Llegué a la capital a los 16 años para cursar estudios universitarios. Me inscribí en la Facultad de Derecho, pero frecuenté más la de Filosofía y Letras. Bien es cierto que esta última, en su conjunto me resultaba mucho más atractiva que la de Derecho, ya que pasar de los cursos de Historia de la Historiografía a los de Literatura Medieval Italiana, y de la Historia del Arte Moderno a la Literatura de los siglos de Oro era infinitamente más placentero que asistir a la aulas de la otra facultad a escuchar disquisiciones incomprensibles sobre derecho fiscal o mercantil; pero me es necesario decir que la definición de mi destino, mi ser hacia y para la literatura, se lo debo a la Facultad de Derecho, y concretamente a un maestro, don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado.

Había yo pasado varios periodos antes de vacaciones en la capital, y disfrutado inmensamente en ella. Me interesaba conocer todo lo que en Córdoba se hacía imposible: el buen teatro, la música, las librerías, la pintura.

También la intensidad de vida. Pocas temporadas recuerdo tan portentosas como mis dos primeros años en la Facultad de Derecho laboriosamente dedicados a mi autoeducación. Fue un aprendizaje intensivo: visitaba periódicamente los museos y recorría los edificios cuyos muros estaban pintados por Orozco, Rivera y Siqueiros, las tardes dominicales las dedicaba al teatro, una vez por semana acudía a un excelente cineclub, oía música clásica en el radio; trataba de ponerme al corriente en la literatura: Proust, Joyce, Virginia Woolf, Mann, Kafka, Borges, Sartre, muchísimos más.

Es el único tiempo que recuerdo en que despertar temprano me producía felicidad, sólo por saber que dentro de poco tiempo estaría en la Facultad de Derecho. Asistíamos aún en el viejo edificio de Jurisprudencia en las calles de San Ildefonso. La generación cincuenta a la que yo pertenezco dio varios exponentes a la literatura, la difusión cultural y a la política; Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea, Miguel Alemán Velasco, Luis Prieto Reyes, Mario Moya Palencia, Mario Ojeda Paullada y muchos más que harían una larga fila. Unos fuimos escritores, otros secretarios de Estado, gobernadores y diplomáticos. En varios círculos culturales universitarios se producían el diálogo y la discusión siempre estimulantes.

Todo allí me producía placer, la vitalidad que por lo general imperaba en los amplios corredores que daban a un gran patio interior, las conversaciones, las discusiones, las bromas, todo, en fin, menos los cursos de derecho. Desde el segundo año comprendí que mi incompatibilidad con los códigos civiles, penales, fiscales, mercantiles era insuperable. Sólo me interesaban las materias abstractas, aquellas que tenían que ver con la evolución de las ideas, tales como el derecho constitucional, la filosofía del derecho, el derecho internacional público y sobre todo la teoría general del Estado. Esta última la estudiaba con fervor.

Al terminar la carrera no sabía nada que fuera útil para emplearme en un bufete de abogados. Nunca había puesto un pie en un tribunal, y sí en varias editoriales. De manera que me empleé en ese cauce: trabajé en la Editorial Novaro, en la Compañía General de Ediciones dirigida por don Rafael Jiménez Siles y Martín Luis Guzmán; hacía traducciones y lecturas de originales, para Joaquín Díez-Canedo.

Comencé una tesis de Teoría del Estado y pasado el tiempo me convencí de que el título de derecho me era inservible para mis trabajos. Lo único que me interesaba era escribir y trabajar en una editorial o un suplemento literario. En 1966, estando precisamente en Xalapa, un funcionario de Relaciones Exteriores me comentó cautamente que en la Secretaría habían manejado mi nombre como posible candidato a una agregaduría cultural en una Embajada en Europa. “Si le interesa el cargo debe enviar un curriculum vitae, mencionando los idiomas que maneje, su acta de nacimiento y una copia de su título universitario”. Respondí que había terminado la carrera de leyes, pero aún no me recibía. “De ninguna manera lo voy a necesitar, jamás voy a litigar. Trabajo en una editorial, ese es el campo que me interesa. Usted sabe, yo escribo. Aprobé todas las materias y hasta comencé a escribir mi tesis, aunque la dejé a medias”. “¿Por qué no la termina y se recibe? Sin eso no le podemos hacerle un nombramiento”, me dijo. Y así lo hice. Terminé una tesis de Teoría del Derecho, sobre las utopías del Renacimiento. Y en marzo de 1968 presenté mi examen, a los 35 años de edad. Una semana después volaba hacia Belgrado como agregado cultural. Doce años después pasé un examen en la Secretaría de Relaciones para convertirme en un diplomático de carrera y poder aspirar al cargo de Embajador. Fui agregado cultural en Belgrado, sí, pero por pocos meses. La atroz matanza de estudiantes en Tlatelolco hizo decidirme a renunciar al cargo. En 1972, pasado el gobierno de Díaz Ordaz, volví.

Dos grandes personalidades fueron decisivas en mi vocación. A ambos los conocí a los 17 años y los seguí cultivando hasta su muerte. El primero fue don Manuel Pedroso, un republicano aristócrata ex rector de la Universidad de Sevilla y catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional. Los alumnos más comprometidos con su carrera, los más ordenados, los de óptimas calificaciones en todas las asignaturas, desorientados ante la ausencia de un programa previamente establecido, y la resistencia del maestro a señalar un libro de texto, desertaron a las dos o tres semanas de haberse iniciado el curso.

Pedroso fue una de las personas más cultivadas que he conocido, y, quizás por eso, nada había en él de libresco. Su sentido del orden se manifestaba de la manera más oblicua que pueda uno imaginar. Cuando en el salón no quedó sino un puñado de fieles, el maestro sevillano inició realmente su paideia. La impartía del modo más heterodoxo que en aquella época, y quizás en cualquier otra, pudiera concebirse la enseñanza del derecho. Pedroso solía hablarnos del dilema ético encarnado en El gran inquisidor, de Dostoievski; del antagonismo entre obediencia al poder ilegítimo y el libre albedrío en Sófocles; de las nociones de teoría política expresadas por los Enriques y los Ricardos de los dramas históricos de Shakespeare; de Balzac y su concepción dinámica de la historia; de los puntos de contacto entre los utopistas del Renacimiento con sus antagonistas, aparentes tan sólo para Pedroso, los teóricos del pensamiento político, los primeros visionarios del Estado moderno: Juan Bodino y Thomas Hobbes.

A veces en clase discurría ampliamente sobre la poesía de Góngora, poeta que prefería a cualquier otro del idioma, o de su juventud en Alemania, donde había realizado la primera traducción al español de El capital de Marx y también la de Despertar de primavera, de Franz Wedekind, uno de los primeros dramas expresionistas que circuló en el ámbito hispánico; de sus actividades durante la guerra civil, cuando su título de duque no le impidió ponerse, desde el primer momento, al servicio de la República; de su arduas experiencias en el sobrecogedor Moscú de las grandes purgas, donde fue el último embajador de la República Española. A menudo nos vapuleaba con cáustico sarcasmo, pero igual celebraba nuestras victorias. Pedroso nos incitaba a leer, a estudiar idiomas, pero también a vivir. Disfrutaba de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos detalles y exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por un circuito de antros de los que parecía un milagro salir ilesos. Los halagos del mundo convivían en Pedroso de manera perfecta con los rigores del conocimiento. El humor era uno de sus componentes fundamentales. Aún los episodios más dramáticos de la guerra civil podían transformarse en el momento de estar a punto de alcanzar su pathos más alto en un desfile de escenas de comicidad indescriptible. Al terminar el curso uno sabía Teoría del Estado con mayor claridad que aquellos alumnos que desertaron para abrevar en fuentes más canónicas. Carlos Fuentes y Víctor Flores Olea han escrito sobre él páginas excelentes.

El otro fue Alfonso Reyes. En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente su obra que incluye varios títulos de teoría literaria. El deslinde, La experiencia literaria, Al yunque. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que encontraba en ellos, por la gracia que, de repente, aligeraba con una broma la exposición de un tema necesariamente grave. Borges, en un poema en memoria del escritor mexicano, afirma:
En los trabajos lo asistió la humana esperanza y fue lumbre de su vida dar con el verso que ya no se olvida y renovar la prosa castellana.

Era tal su discreción, que muchos aún ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua. Releo sus ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a ninguna otra. Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no haya releído a Reyes podría afirmar haberlo leído.

Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años de tenaz lectura la pasión por su lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros cotidianos, reñidos en apariencia con el lenguaje literario, en alguna sesuda exposición sobre Góngora, Virgilio o Mallarmé. Si la razón teórica en Reyes topó con mi sordera, en cambio le soy deudor del acercamiento a varios terrenos a los que de otra manera quizás habría tardado en llegar: el mundo helénico, la literatura española medieval, la de los Siglos de Oro, la novela del Sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges, Francisco Delicado, la novela policial, ¡y tantas cosas más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía con ligera seguridad, con extrema cortesía, con curiosidad insaciable por muy variadas zonas literarias, algunas poco iluminadas. Acompañaba el ejercicio hedónico de la escritura con otras responsabilidades.

El maestro –porque también lo era– concebía como una especie de apostolado compartir con su grey todo aquello que lo deleitaba. Fue un paciente y esperanzado pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, educar a varias generaciones de mexicanos; lo que la mía le debe es invaluable. En una época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo me hace recordar uno de sus primeros cuentos: “La cena”, un relato de horror inmerso en una atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parece normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en un mundo demencial, quizás el del crimen. Esa “cena” debió haberme herido en el flanco preciso. Años después comencé a escribir. Y sólo muchos años después advertí que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato.

He viajado mucho. Desde muy joven, y por varios continentes. En una ocasión, a mediados de 1961 decidí pasar unos cuantos meses en Europa. Esa temporada se convirtió en 28 años. Nada logró desarraigarme de mi país. Pasaba vacaciones en México, y desde luego jamás dejé de visitar Córdoba. Pasé dos temporadas largas en el país, una en Xalapa y otra en la ciudad de México, ambas de una duración de un año y medio. La mitad del tiempo que estuve en el extranjero desempeñé diversos empleos, sobre todo el de traductor literario, la otra de diplomático. El hilo que une a esos años, lo supe siempre, fue la literatura. Toda experiencia personal, al fin y al cabo, confluía en ella.
Durante muchos años, la experiencia de viajar, leer y escribir se fundió en una sola. Los trenes, los barcos, el avión me permitieron descubrir mundos maravillosos o siniestros, todos sorprendentes. El viaje era la experiencia del mundo visible, la lectura, en cambio, me permitía realizar un viaje interior, cuyo itinerario no se reducía al espacio sino me dejaba circular libremente a través de los tiempos. Leer significaba acompañar al señor Bloom por las tabernas de Dublín hace cien años, a Fabricio del Dongo por la Italia posnapoleónica, a Héctor y Aquiles en las plazas de Troya y los campamentos militares que durante largos años la circundaron. Escribir significaba la posibilidad de embarcarse hacia una meta que apenas se vislumbra y lograr la fusión –debido a esa oscura e inescrutable alquimia de la que tanto se habla cuando se acerca uno al proceso de la creación– del mundo exterior y de aquel que subterráneamente nos habita.
He escrito varios libros: cuentos, novelas, ensayos literarios, crónicas autobiográficas, ensayos sobre pintura. El cotidiano ejercicio de la escritura y la lectura es el premio mayor que puede recibir un escritor. Los dos primeros que escribí, hace casi 50 años: Victorio Ferri cuenta un cuento y Amelia Otero se los mostré a mi amigo Carlos Monsiváis en cuya intuición literaria tenía una fe absoluta; los leyó y me dijo que cumplían, que no estaban del todo mal, pero que los temas requerían una estilización mayor; los rehice muchas veces antes de publicarlos. Aún ahora lo que escribo pasa por su censura y casi siempre detecta los puntos flojos. Sin su ayuda hubiera sido un escritor muy descuidado, de eso estoy seguro.
Hubo un momento, en Praga, que comencé a añorar la patria. Vivir rodeado del castellano de México, sentir su ritmo, sus tonos, sus novedades fue haciéndose en mí una manía cada vez más avasalladora; los recuerdos de la juventud, la familia, los amigos, los sitios queridos fueron tejiendo mi entorno. Llegó el día de la decisión y en el otoño de 1988 regresé a México.
Unos cuantos meses después conocí personalmente ese fenómeno del que tenía una vaga idea por cartas y por la prensa mexicana, pero que no lograba imaginar del todo: la inversión térmica. La sufrí tres años; mis vías respiratorias, la piel, los ojos me exigieron un retiro, no ya de nuevo a Europa, sino a algún lugar en el interior del país. Después de algunos experimentos fallidos, llegué a Xalapa. La Universidad Veracruzana me acogió con cordialidad. He encontrado el lugar donde mejor he podido escribir, es decir, donde mejor he podido vivir.
He logrado reunir en Xalapa mis libros, que estaban diseminados en casas de amigos y familiares y en bodegas. Una biblioteca reunida durante toda la vida, sin ningún tesoro bibliográfico, ya que no hay libros del siglo xvi, ni del xvii. Es sólo una colección de varios miles de volúmenes, que me han servido para comprender y, sobre todo, gozar de la literatura, desde los cantos homéricos hasta este día. Jamás podría leerla entera, ni siquiera aunque viviera otros 70 años, pero me permiten muchísimas opciones de lectura. Quisiera que esos libros ayudaran a otros más, los alumnos, los maestros y los investigadores de la Universidad Veracruzana. Si la Universidad lo consiente, la biblioteca sería donada a mi muerte. Tengo una deuda con la Universidad Veracruzana, no sólo por estos 12 años que me han permitido ampliar mi obra con tranquilidad, sino desde muchos años atrás, a través de la persona de un gran escritor, extraordinario editor y generoso amigo: Sergio Galindo, quien publicó en forma profesional mi primer libro de cuentos: Infierno de todos, y a casi a todos de los mejores escritores de mi generación: Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, José de la Colina, entre otros. Antes había publicado yo un pequeño librito privado que ni siquiera llegó a las librerías. Sergio Galindo creyó en mí y me convirtió en un escritor. Muchas gracias a ustedes.