Junio 2003, Nueva época No. 66 Xalapa • Veracruz • México
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Huellas de una presencia
Esther Seligson

El paso del tiempo no es el paso del hombre. Sin embargo, la presencia de ambos deja huellas en todas las cosas, vestigios de un diálogo ininterrumpido en el que se evidencia, principalmente, el misterio del transcurrir y el esfuerzo humano por encontrarle una respuesta, por vislumbrar un destello mínimo del secreto que encierra. Un horizonte común recoge esas huellas: la vida. La vida en las texturas de ese su rostro que se llama realidad, en las vibraciones de esa su piel que se manifiesta en lo cotidiano, en el diario quehacer de las criaturas y la incesante transmutación de la materia. En la vasta urdimbre de lo que el hombre es capaz de ver, tocar, escuchar, gustar y olfatear –dependiendo esta capacidad del ensanchamiento de su conciencia–, el flujo de la vida teje con invisibles hilos su visible mensaje de correspondencias, de afinidades electivas, empatías, antipatías, simpatías y rechazos, juegos de luz y sombra, voces de un movimiento donde nada está abandonado al azar, donde nada es caótico en la simultaneidad del crecer y menguar, del morir y nacer, del ocultar y descubrir, continuum equilibrado de las transformaciones.
En el enigma de esa armoniosa complejidad, sólo el artista logra, si acaso, penetrar (el místico y el niño se encuentran tan naturalmente inmersos en ella que no necesitan expresarla), escuchar alguna nota de su callada música, capturar alguna chispa de su resplandor intrínseco. El artista transmite lo que sus sentidos, su entendimiento y su sensibilidad captan para compartirlo con otros sentidos y sentimientos y sensibilidades, y que se enriquezca, en el intercambio, la experiencia mutua de la vida y del hombre.
Rogelio Cuéllar ha escogido –si acaso un don puede escogerse– la fotografía como instrumento de aprehensión y de expresión de la realidad. Y hay, en ese querer “sólo ver” que tras su lente el fotógrafo persigue, todo un testimonio de lo inapresable y de lo infinito de la vibración y del movimiento de la vida, testimonio de un fluir que se plasma en la luz, en la desbordante sensualidad con que el ojo le da consistencia a las formas que selecciona, penetra, acaricia, enlaza.
En la variedad de temas que la cámara de Rogelio Cuellar recoge –paisajes, rostros, objetos, telas, animales, ventanas, muros, cuerpos–, en la diversidad de escenas, de actitudes, de gestos… no hay dispersión alguna, sino un deseo profundo de descifrar lo velado, de darle voz a lo invisible a través de la mirada, de hacer cantar lo que habla y hacer hablar lo que parece mudo: un vestido, unas manos, unas naranjas, una casa, un árbol, una jaula, la sonrisa de un niño, un letrero, un quicio, una pisada, un reflejo de aguas, son todos signos coherentes de un mismo lenguaje, de una única presencia. Pues la realidad es un enorme espacio de vasos comunicantes donde lo que deja huella es la transparencia, la voluntad del fotógrafo por volver translúcida también su propia sorpresa frente al misterio, a ese impenetrable secreto de las cosas ante el cual sólo queda fungir como testigo mudo. Y, no obstante, hay algo tan intensamente palpable, palpado, vivido, sentido, sufrido, en esas texturas de la materia, de los cuerpos, de los rostros y objetos plasmados en las fotografías, que se diría que una puntita del velo se ha descorrido y algo, “algo”, se ha penetrado, descifrado.
En la mirada de Rogelio Cuéllar no hay nostalgia o tristeza que enturbie ese ver esencialmente gozoso, gozoso inclusive en su encuentro con el dolor, la miseria, lo sórdido, la ironía: se trata de una manera lúdica de ver. Un mirar que se sumerge en su propio espacio interior para mejor entrar en contacto con el espacio exterior, pantalla de reflejos. Mirar que está en el centro de la confluencia de subjetividad y objetividad, confluencia que es encuentro, búsqueda de lo incesante a partir del contexto de lo cotidiano y de los elementos de la actividad humana. Mirar que no congela, no apresa, no detiene.
En sus fotografías el espacio sabe, huele, escucha, contempla, dialoga, porque es vida en movimiento, plasticidad y correspondencia de formas concretas y de estados anímicos, relación de mensajes entre los cuatro mundos (mineral, vegetal, animal, humano), huellas de una presencia cuya lectura está en los juegos de luz y sombra.
El mundo, en la mirada de Rogelio Cuellar, está traspasado por la energía luminosa, indicio inequívoco de su disponibilidad de artista, de su apertura interior libre de prejuicios estéticos y de ataduras intelectuales. La lente de su cámara no constriñe el horizonte dentro del marco que determina el aparato. Siempre hay algo que queda por reelaborar, por descifrar… ¿Qué hay detrás de las ventanas?, ¿qué miran? ¿Hacia dónde se abren las puertas?, ¿quién empuja? ¿Rumbo a qué sueño vuelan esas escaleras truncas? ¿Qué aires, lluvias, sudores y alientos han impregnado esas paredes que gesticulan como rostros humanos? ¿En qué dimensión del tiempo sin tiempo se mueven esos seres apresados en el papel fotográfico? ¿O es tan sólo nuestra imaginación quien los detiene, y en cuanto desviemos la vista van a seguir su camino?.. Siempre queda la sensación de que el flujo de la vida se hizo presencia en una huella, efímera aparentemente por estar sometida al transcurrir, pero imborrable o imperecedera por cuanto traduce una imagen de lo invisible.
Así, la obra de Rogelio Cuéllar, testimonio lúdico del paso del tiempo y del paso del hombre, deja su tejido de signos en nuestra mirada, contemplación de múltiples hebras y nudos que se refractan en el espejo-prisma de nuestros pensamientos y sensaciones.