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Huellas
de una presencia
Esther
Seligson
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El paso del tiempo no es el paso del hombre. Sin embargo, la presencia
de ambos deja huellas en todas las cosas, vestigios de un diálogo
ininterrumpido en el que se evidencia, principalmente, el misterio
del transcurrir y el esfuerzo humano por encontrarle una respuesta,
por vislumbrar un destello mínimo del secreto que encierra.
Un horizonte común recoge esas huellas: la vida. La vida en
las texturas de ese su rostro que se llama realidad, en las vibraciones
de esa su piel que se manifiesta en lo cotidiano, en el diario quehacer
de las criaturas y la incesante transmutación de la materia.
En la vasta urdimbre de lo que el hombre es capaz de ver, tocar, escuchar,
gustar y olfatear dependiendo esta capacidad del ensanchamiento
de su conciencia, el flujo de la vida teje con invisibles hilos
su visible mensaje de correspondencias, de afinidades electivas, empatías,
antipatías, simpatías y rechazos, juegos de luz y sombra,
voces de un movimiento donde nada está abandonado al azar,
donde nada es caótico en la simultaneidad del crecer y menguar,
del morir y nacer, del ocultar y descubrir, continuum equilibrado
de las transformaciones.
En el enigma de esa armoniosa complejidad, sólo el artista
logra, si acaso, penetrar (el místico y el niño se encuentran
tan naturalmente inmersos en ella que no necesitan expresarla), escuchar
alguna nota de su callada música, capturar alguna chispa de
su resplandor intrínseco. El artista transmite lo que sus sentidos,
su entendimiento y su sensibilidad captan para compartirlo con otros
sentidos y sentimientos y sensibilidades, y que se enriquezca, en
el intercambio, la experiencia mutua de la vida y del hombre.
Rogelio Cuéllar ha escogido si acaso un don puede escogerse
la fotografía como instrumento de aprehensión y de expresión
de la realidad. Y hay, en ese querer sólo ver que
tras su lente el fotógrafo persigue, todo un testimonio de
lo inapresable y de lo infinito de la vibración y del movimiento
de la vida, testimonio de un fluir que se plasma en la luz, en la
desbordante sensualidad con que el ojo le da consistencia a las formas
que selecciona, penetra, acaricia, enlaza.
En la variedad de temas que la cámara de Rogelio Cuellar recoge
paisajes, rostros, objetos, telas, animales, ventanas, muros,
cuerpos, en la diversidad de escenas, de actitudes, de gestos
no hay dispersión alguna, sino un deseo profundo de descifrar
lo velado, de darle voz a lo invisible a través de la mirada,
de hacer cantar lo que habla y hacer hablar lo que parece mudo: un
vestido, unas manos, unas naranjas, una casa, un árbol, una
jaula, la sonrisa de un niño, un letrero, un quicio, una pisada,
un reflejo de aguas, son todos signos coherentes de un mismo lenguaje,
de una única presencia. Pues la realidad es un enorme espacio
de vasos comunicantes donde lo que deja huella es la transparencia,
la voluntad del fotógrafo por volver translúcida también
su propia sorpresa frente al misterio, a ese impenetrable secreto
de las cosas ante el cual sólo queda fungir como testigo mudo.
Y, no obstante, hay algo tan intensamente palpable, palpado, vivido,
sentido, sufrido, en esas texturas de la materia, de los cuerpos,
de los rostros y objetos plasmados en las fotografías, que
se diría que una puntita del velo se ha descorrido y algo,
algo, se ha penetrado, descifrado.
En la mirada de Rogelio Cuéllar no hay nostalgia o tristeza
que enturbie ese ver esencialmente gozoso, gozoso inclusive en su
encuentro con el dolor, la miseria, lo sórdido, la ironía:
se trata de una manera lúdica de ver. Un mirar que se sumerge
en su propio espacio interior para mejor entrar en contacto con el
espacio exterior, pantalla de reflejos. Mirar que está en el
centro de la confluencia de subjetividad y objetividad, confluencia
que es encuentro, búsqueda de lo incesante a partir del contexto
de lo cotidiano y de los elementos de la actividad humana. Mirar que
no congela, no apresa, no detiene.
En sus fotografías el espacio sabe, huele, escucha, contempla,
dialoga, porque es vida en movimiento, plasticidad y correspondencia
de formas concretas y de estados anímicos, relación
de mensajes entre los cuatro mundos (mineral, vegetal, animal, humano),
huellas de una presencia cuya lectura está en los juegos de
luz y sombra.
El mundo, en la mirada de Rogelio Cuellar, está traspasado
por la energía luminosa, indicio inequívoco de su disponibilidad
de artista, de su apertura interior libre de prejuicios estéticos
y de ataduras intelectuales. La lente de su cámara no constriñe
el horizonte dentro del marco que determina el aparato. Siempre hay
algo que queda por reelaborar, por descifrar
¿Qué
hay detrás de las ventanas?, ¿qué miran? ¿Hacia
dónde se abren las puertas?, ¿quién empuja? ¿Rumbo
a qué sueño vuelan esas escaleras truncas? ¿Qué
aires, lluvias, sudores y alientos han impregnado esas paredes que
gesticulan como rostros humanos? ¿En qué dimensión
del tiempo sin tiempo se mueven esos seres apresados en el papel fotográfico?
¿O es tan sólo nuestra imaginación quien los
detiene, y en cuanto desviemos la vista van a seguir su camino?..
Siempre queda la sensación de que el flujo de la vida se hizo
presencia en una huella, efímera aparentemente por estar sometida
al transcurrir, pero imborrable o imperecedera por cuanto traduce
una imagen de lo invisible.
Así, la obra de Rogelio Cuéllar, testimonio lúdico
del paso del tiempo y del paso del hombre, deja su tejido de signos
en nuestra mirada, contemplación de múltiples hebras
y nudos que se refractan en el espejo-prisma de nuestros pensamientos
y sensaciones.
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