Junio 2003, Nueva época No. 66 Xalapa • Veracruz • México
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Nuestro artista invitado
La vocación erótica de
Rogelio Cuéllar

José Luis Rivas

Sin duda, al hacer de la sexualidad un absoluto, el hombre la ha liberado de la perpetuación de la especie como su sentido último y como su solo destino. Así la sexualidad pasó a ser un fin en sí misma, al modo en que la gastronomía eleva al plano superior a la función alimenticia. “Cuando la moral victoriana –apunta Michael Tournier– condena todo acto sexual que se realice al margen de las condiciones y del objetivo de la procreación, contra lo que arremete en el fondo es contra el erotismo”.
La procreación está sujeta a estrechas limitaciones de tiempo y de espacio. “En sentido estricto –añade Tournier–, un padre de familia de tres hijos no tendría por
Rogelio Cuéllar ha realizado y participado en más de 80 exposiciones individuales y colectivas en países de América latina, Estados Unidos y Europa.
qué haber hecho el amor más de tres veces en su vida, y eso, además, suponiendo ¡que no haya sido padre de gemelos! Pues bien, un hombre tiene entre 5 000 y 10 000 eyaculaciones a lo largo de su vida, y es, junto con el cerdo, el único animal que hace el amor en toda temporada. Estas meras cifras ponen de relieve la impostura de la moral victoriana y la irreprimible vocación erótica del hombre”.
Cierto, el erotismo posee un poder de irradiación que alcanza a todos los dominios. Si hay un imperialismo –OjAlah George Bush y sus secuaces lo supieran–, este es el panerotismo: el imperialismo erótico. Todas las vías le son propicias. Saca ventaja incluso de los mismos obstáculos que le oponen el odio mórbido y el miedo al sexo, sucedáneos de la moral en el plano social.
Entre los medios expansores del erotismo avasallante, la fotografía ocupa un lugar de privilegio. Ya la imagen pictórica, la esculpida y luego la impresa, eran portadoras de una intensa carga erótica. Con la fotografía, la distancia entre el modelo y el espectador se reduce considerablemente. El valor creativo de esta imagen disminuye en la misma medida, pero su eficacia erótica se potencia. Poseer la fotografía del ser deseado es una gran satisfacción, pero sacar uno mismo tal foto, “tomar” en fotografía al cuerpo que se desea, es un disfrute de signo mayor. Aún así, la gran fuerza, como quería Apollinaire, es el deseo, que, más que una aspiración al conocimiento, posesión o goce de algo; más que, como querían los surrealistas, esa inclinación profunda, invencible y a menudo espontánea que empuja a un ser a “apropiarse”, como sea, de un elemento del mundo exterior o de otro ser; más que eso que culmina y se desarrolla en la sexualidad, como antes
apuntamos, y que conoce formas múltiples y enigmáticas, más que todo eso, el deseo es productor de lo real.
Desde lo real de la caricia, como halago sensual ejercido generalmente por la mano, hasta lo real del éxtasis erótico, donde los horizontes de tiempo y de espacio se desvanecen, el deseo evidencia que es un impulso soberano, testimonio de que el acceso a lo más alto es posible mediante la escala de los sentidos. Porque “erótico” califica sencillamente aquello que despliega al amor.
Una y otra vez, el arte nos muestra que es posible gozar del amor sin temblar ante la muerte, y celebrar los placeres del cuerpo al margen de todo remordimiento religioso. Las fotografías de Rogelio Cuéllar, que se posan en los más variados motivos, responden en su conjunto a una irreprimible vocación erótica. Nunca, como en su caso, resulta evidente que es el ojo del artista el único que ve la verdadera belleza, que es la belleza del cuerpo deseado.
La belleza se entrega (aunque una parte de sus escarceos eróticos consistan en el sutil arte de desaparecer para enseguida hurtarse) al ojo del fotógrafo, que, encendido de pasión, “toma” la verdadera “obra de Dios” (según William Blake): el desnudo femenino.