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Estaba
en segundo año de secundaria. Mi abuela me había regalado
un pequeño portafolio rígido de cuero para guardar
libros, cuadernos y demás utensilios escolares, con la esperanza
de que dejase de perderlos a cada rato. A mi casa llegaba regularmente
una revista médica muy bien ilustrada, de cuyo interior se
podía desprender la reproducción de una obra maestra
del arte. Yo recortaba esas páginas para guardarlas en una
caja de tesoros personales.
Un día, al abrir la revista me quedé aturdido. Nada
había visto tan deslumbrador como aquella página colorida.
Un cuadro bañado de luz, iluminado desde arriba, pero también
desde el interior de la tela. En una pecera nadaban unos cuantos
peces rojos cuyo reflejo se mecía en la superficie del agua.
Era el triunfo absoluto del color. El cubo que contenía a
los peces formaba parte del eje vertical del cuadro y se apoyaba
en una mesa redonda sostenida por un solo pie. Estaba, claro, en
el centro. Todo el resto de la tela era una selva de hojas hermosas
y de flores; estaban en el primer plano, en el fondo, se las veía
a través del cristal del recipiente, enardecidas, arracimadas,
luminosas, perfectas. Si hubiese vivido en la Antártida,
o en el corazón de Sonora, o del Sáhara, donde nadie
nunca ve flores ni peces ni agua, podría comprender que aquella
precipitación florida me hiciera enloquecer. Pero vivía
en Córdoba, al lado de Fortín de las Flores, en medio
de jardines suculentos, y aun así aquello me parecía
un milagro. Fijé la página con pegamento en la parte
interior dura de mi maletín. Algunos compañeros colocaban
allí fotos de Lucha Reyes, de Toña la Negra, las grandes
voces del momento, o de boxeadores, escenas de películas,
perros, vírgenes y santos, modelos de aviones o automóviles
flamantes; otros, nada. Conviví con mis peces rojos y su
entorno fascinante durante tres años. Fue mi mejor amuleto;
una señal, una promesa. Vi después reproducciones
de obras de su autor, pero no ésa. En el Museo Moderno de
Nueva York me detuve con asombro ante formidables óleos suyos.
Años después, al entrar en una sala del museo Puschkin
de Moscú, la que alberga algunos de los óleos más
extraordinarios de Matisse, me encontré de golpe con el original
de aquellos Peces rojos míos. Más que una experiencia
estética fue un trance místico, una revaloración
instantánea del mundo, de la continuidad del mundo.
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