Febrero 2003, Nueva época No. 62 Xalapa • Veracruz • México
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Iván, niño ruso
Sergio Pitol

 

Mi madre había muerto unos meses atrás; yo comenzaba a ir a la escuela, una modesta casa privada donde éramos ocho o diez alumnos. Aún no me había atacado la malaria, de modo que podía hacer una vida más o menos regular. Cantábamos casi todo el tiempo, pero también aprendimos a contar, a leer, a dibujar. Todos éramos allí felices, me parece. La maestra se llamaba Charito, era muy gorda, pero maravillosamente ágil para bailar y lo hacía con frecuencia. Mi abuela me pasó un libro para que practicara en casa la lectura; lo más posible es que haya sido de mi madre, cuando niña. En la primera página había una plana con algunos rostros, cada uno enmarcado en un cuadro y con unas palabras de identificación. La página tenía como título Razas humanas, y contenía fotos o dibujos de niños de distintos lugares y diferentes razas. Una de esas criaturas tenía labios abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese carácter lo potenciaba un espeso gorro de piel que le cubría hasta las orejas y que yo suponía era su propio pelo. Al pie se leía: Iván, niño ruso. Por las tardes, cuando la casa se sumergía en el sueño, hacía yo una larga caminata. Era la temporada muerta, esos largos meses de inactividad inmediatamente posteriores a la zafra; la enorme fábrica quedaba entonces vacía, salvo, tal vez, durante algunos días en que revisaban la maquinaria. En la tarde no había ningún trabajador, sólo uno que otro vigilante. Si me preguntaban qué hacía allí ineludiblemente respondía que en mi casa se había descompuesto el reloj y mi abuela me mandaba a consultar el reloj de la fábrica. Y entraba. Atravesaba el cuerpo central del ingenio, recorría sus diversas naves, salía de los edificios y caminaba hasta un monte de bagazo de caña que se secaba bajo el sol. No logro saber de qué modo llegué a conocer ese sitio solitario ni quién me enseñó a orientarme en aquel laberinto obstruido a cada momento por máquinas gigantescas. Una vez allí, me sentaba o tendía sobre el bagazo tibio. Desde una altura regular contemplaba una cañada que terminaba en un muro de árboles de mango. Sabía yo que detrás de esos árboles corría el río Atoyac, el mismo en donde, unos cuantos kilómetros más abajo, se había ahogado mi madre. Nadie pasaba por ese lugar, o en el caso de que alguna rarísima vez sucediera eso me enroscaba en el bagazo, creyendo que me mimetizaba como las iguanas y me volvía invisible. Un día apareció un chico, unos cuatro años mayor que yo, un absoluto extraño. Era Billy Scully, recién llegado a Potrero. Billy era hijo del ingeniero en jefe del ingenio, y se convirtió, desde el primer momento, en un caudillo nato, pero jamás un tirano, a quien todos admiramos al instante. Ante la firmeza de sus movimientos y la libertad que emanaba de todo su ser, me sentí aún más disminuido. Me preguntó quién era yo, cómo me llamaba.
—Iván —respondí.
—¿Iván qué?
—Iván, niño ruso.
Por intuición, presiento que mi relación íntima con Rusia se remonta a esa lejana fuente. Por supuesto, Billy no me creyó, pero no logró hacerme rectificar. Era yo un niño bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado. La única excepción fue la de mi identificación con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece ser auténtica verdad.