Abril-Mayo 2003, Nueva época No. 64-65 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Mensual


 

 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Palabras y Hechos


 Tendiendo Redes

 Ser Académico

 Quemar las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie de tierra

 Créditos

 

 

 

Nuestro artista invitado
José Luis Cuevas y
el ritual de lo terrible*

Víctor Sosa

Lo terrible. Para exorcizar lo terrible hay que representarlo. Hacerlo simulacro, artificio; drama- tizarlo en el neutral territorio del arte, revivirlo intensamente como representación. Se crispa quien ve el miedo impreso en el artificio –sea éste teatral, pictórico, musical o literario–, se crispa pero sabe, a su vez, que está a salvo, que agotada la representación volverá a sumergirse, indemne, en la cotidiana incertidumbre de la vida.
José Luis Cuevas es considerado uno de los artistas más importantes de la plástica mexicana. (Foto: Luis Fernando Fernández)
Pero lo terrible –y él lo sabe– está allí, soterrado en lo incierto, en lo profundo del frontispicio, en las invisibles capas geológicas de lo real. “Lo terrible ya ha sucedido” –nos decía Heidegger–, y nadie pudo impedirlo porque lo terrible era y es condición humana. Sólo queda, entonces, el exorcismo como acción, el ritual del exorcismo que, muchas veces, encarna en arte. Ritualizar lo terrible es una manera de volver a empezar, es decir, alcanzar un grado cero, un efímero punto ciego en el dolor, para reingresar enseguida en el desasosiego y de ahí, de nuevo, a la sima de lo terrible. Hubo gente que lo vio –y lo vivió– con insistente lucidez: Kafka, por ejemplo, y Beckett, Bacon y Artaud, Celan y Ensor, Munch y Brueghel, y un largo etcétera.
Más allá del estereotipo de enfant terrible –que el propio artista voluntariamente supo construir– prefiero ver en José Luis Cuevas ese etre terrible que subyace y se refleja a través de su obra. Cierto: la obra y el artista difícilmente pueden ser desvinculados sin empobrecer el acercamiento y el goce que aquélla proporciona. Un placer que –como en el cuerpo amado– está en relación proporcional con cierto grado de conocimiento; gozar las variantes de lo conocido es un refinamiento
que el placer erótico reserva para pocos, tal vez para quienes no se adormecen con la mecánica repetición pavloviana de sus existencias.
La obra de Cuevas, en ese sentido, se explora a sí misma a partir de ciertas obsesiones temáticas y de una rigurosa raigambre dibujística. Cuevas exorciza lo terrible a partir de un ritual de representación. La temática de burdel con mujeres en el ocaso de sus atributos físicos, los seres contrahechos, desproporcionados –qua-simodos del alma–, lúgubres es-perpentos que deambulan en su propia y asordinada desazón pueblan sus dibujos. Porque la angustia de estos personajes no explota en expresiones elocuentes, más bien se silencia en la rugosidad de sus caracteres, en las estriadas ramificaciones de rostros genéricos, desprovistos de personalidad, de psicología, deshumanizados en un zoomofismo corporal. Expresivos en su hieratismo, dolientes en su aparente indiferencia, gritando en su mutismo, el cuevario homologa –en su condición de lo terrible– el cuerpo y el alma, la condición de ser con la de padecer. Por eso, incluso en sus magníficos dibujos eróticos, prevalece en Cuevas el costado sexual, genital –quiero decir, de índole bestial–, más que una lírica estética de los deseos.
Cuevas, sin duda, ha sido consecuente con sus obsesiones. En una época en que prevalecía en México el didactismo pictórico implantado por los muralistas, la imaginación supeditada a las directivas de un realismo ejemplar, populista y ya desgastado en su repetitiva inercia expresiva, José Luis Cuevas fue de los primeros en denunciar el callejón sin salida al que conducía esa única ruta impositiva. No era fácil abrir nuevas brechas, sobre todo ante

una crítica atrincherada en las convenciones oficiales y una sociedad complaciente a dichas convenciones. El realismo espectacular del muralismo se había impuesto como identidad en el imaginario colectivo y traspasaba fronteras, se exportaba como esencial manifestación del arte mexicano.
Grave herejía, querer atentar contra esos valores estatuidos que, además, solidificaban una noción de identidad, de esencia nacional irrebatible. Contradecir esa ruta era poco menos que declararse enemigo de la patria. Cuevas lo hace, toma el camino “extranjerizante”, desobedece las directivas, denuncia la “cortina de nopal” por tantos años impuesta en el horizonte artístico y procrea su mundo. No es el único, toda una generación –llamada de ruptura– busca sendas alternativas que van desde la síntesis de la figura, comenzada por Tamayo décadas atrás, hasta la abstracción lírica y geométrica de García Ponce, de Felguérez y de muchos otros.
Sin embargo, Cuevas no disuelve el objeto de su discurso, no se abstrae, nunca abandona la raíz de su desvelo que es, en definitiva, el ser, pero el ser –valga la redundancia– encarnado en cuerpo. Su escenario es el cuerpo: allí se representa la épica del instinto, de las bajas pasiones y del desmembramiento de lo “real”. La herejía llega al extremo de abofetear al realismo tranquilizador con el intimismo perverso de sus deformaciones. La otra cara de lo que, por años, se nos inculcó aparece –y son apariciones de lo anómalo– en toda su crudeza con Cuevas. Allí se reconocen, también, los antecedentes de una modernidad crítica: el expresio-nismo alemán en sus más revulsivas manifestaciones –Dix, por ejemplo–, el Picasso posterior al cubismo y, antes –dentro de la misma y fértil tradición española–, el Goya de los Caprichos: la parte maldita, el envés de la civilización de lo armónico, lo apolíneo y lo racional.
Detrás del donjuanesco personaje que Cuevas con ahínco construyó –mundana coraza o frontispicio para enfrentarse a la realidad– se alza ese otro personaje, esa otra representación del ser, esa terribilittá –para usar el término que definía las deformaciones de Miguel Ángel, otro propenso a la inseguridad y el desasosiego– que atraviesa toda su obra, desde sus dibujos hasta las esculturas en bronce –recordemos la magnífica Giganta– y cerámicas de alta temperatura. Cuevas, en ese sentido, continúa enfatizando sus raíces o, más correctamente, sus estrías creativas: la condición humana, la terrible condición del ser en este mundo.
* Texto publicado en la página de Internet www.secrel.com.br/jpoesia/ag16cuevas