Marzo 2003 , Nueva época No. 63 Xalapa • Veracruz • México
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Introducción al pensamiento complejo / I *
Edgar Morin

 
El presente texto es una compilación de ensayos y presentaciones del pensador frances Edgar Morin realizadas entre 1976 y 1988, los años durante los cuales su “método” comienza a erigirse como estructura articulada de conceptos. Es una
introducción ideal a la obra de este hombre cuya desmesurada curiosidad intelectual y pasión ética evocan aquel apelativo de “genio numeroso” que Ernesto Sabato dedicara a Leonardo.

I. Introducción
Legítimamente, le pedimos al pensamiento que disipe las brumas y las oscuridades, que ponga orden y claridad en lo real, que revele las leyes que lo gobiernan.
El término complejidad no puede más que expresar nuestra turbación, nuestra confusión, nuestra incapacidad para definir de manera simple, para nombrar de manera clara, para poner orden en nuestras ideas. Al mismo tiempo, el conocimiento científico fue concebido durante mucho tiempo, y aún lo es a menudo, con la misión de disipar la aparente complejidad de los fenómenos, a fin de revelar el orden simple al que obedecen.
Pero si los modos simplificadores del conocimiento mutilan, más de lo que expresan, aquellas realidades o fenómenos de lo que intentan dar cuenta, si se hace evidente que producen más ceguera que elucidación, surge entonces un problema: ¿cómo encarar a la complejidad de un modo no-simplificador? De todos modos este problema no puede imponerse de inmediato; debe probar su legitimidad, porque la palabra complejidad no tiene tras de sí una herencia noble, ya sea filosófica, científica o epistemológica. Por el contrario, sufre una pesada tara semántica, porque lleva en su seno confusión, incertidumbre, desorden. Su definición primera no puede aportar ninguna claridad: es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro modo, lo complejo no puede resumirse en el término complejidad, retrotraerse a una ley de complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La complejidad no sería algo definible de manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad es una palabra problema y no una palabra solución.
La necesidad del pensamiento complejo no sabrá ser justificada en un prólogo. Tal necesidad no puede más que imponerse progresivamente a lo largo de un camino, en el cual aparecerán, ante todo, los límites, las insuficiencias y las carencias del pensamiento simplificante, es decir, las condiciones en las cuales no podemos eludir el desafío de lo complejo. Será necesario, entonces, preguntarse si hay complejidades diferentes y si se puede ligar a esas complejidades en un sistema de complejidades. Será preciso, finalmente, ver si hay un modo de pensar, o un método capaz de estar a la altura del desafío de la complejidad.
No se trata de retomar la ambición del pensamiento simple de controlar y dominar lo real. Se trata de ejercitarse en un pensamiento capaz de discutir, de dialogar, de negociar con lo real. Así, habrá que disipar dos ilusiones que alejan a los espíritus del problema del pensamiento complejo. La primera es creer que la complejidad conduce a la eliminación de la simplicidad. Por cierto, la complejidad aparece allí donde el pensamiento simplificador falla, pero integra en sí misma todo aquello que pone orden, claridad, distinción y precisión en el conocimiento. Mientras que el pensamiento simplificador desintegra la complejidad de lo real, el pensamiento complejo integra –lo más posible– los modos simplificadores de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes, reduccionistas, unidimensionales y finalmente cegadoras de una simplificación que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en la realidad.
La segunda ilusión es la de confundir complejidad con completud. Ciertamente, la ambición del pensamiento complejo es rendir cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios quebrados por el pensamiento disgregador (uno de los principales aspectos del pensamiento simplificador), el cual interfiere, aísla lo que separa y oculta todo lo que religa. En este sentido, el pensamiento complejo aspira al conocimiento multidimensional, pero sabe, desde el comienzo, que el conocimiento complejo es imposible: uno de los axiomas de la complejidad es la imposibilidad, incluso teórica, de una omniciencia. Hace suya la frase de Adorno “la totalidad es la no-verdad”. Implica el reconocimiento de un principio de incompletud y de incertidumbre, pero implica también el reconocimiento de los lazos entre las entidades que nuestro pensamiento debe necesariamente distinguir, pero no aislar, entre sí.
Pascal había planteado, correctamente, que todas las cosas son “causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y que todas (subsisten) por un lazo natural e insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes”. Así es que el pensamiento complejo está animado tanto por una tensión permanente entre la aspiración a un saber no parcelado, no dividido, no reduccionista, como por el reconocimiento de lo inacabado e incompleto de todo saber.
Esa tensión ha animado toda mi vida. Nunca pude, a lo largo de mi existencia, resignarme al saber parcelado. Nunca pude aislar un objeto del estudio de su contexto, de sus antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un pensamiento multidimensional. No he podido eliminar la contradicción interior. Siempre he sentido que las verdades profundas, antagonistas las unas de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de ser antagonistas. Jamás he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad.
Desde mis primeros libros he afrontado la complejidad, que se transformó en el denominador común de tantos trabajos diversos que a muchos le parecieron dispersos. Pero la palabra complejidad no venía a mi mente, hizo falta que lo hiciera, a fines de los años sesenta, por medio de la Teoría de la Información, la Cibernética, la Teoría de Sistemas, el concepto de auto-organización, para que emergiera bajo mi pluma o, mejor dicho, en mi máquina de escribir. Se liberó entonces de su sentido banal (complicación, confusión), para reunir en sí orden, desorden y organización y, en el seno de la organización, lo uno y lo diverso: esas nociones han trabajado las unas con las otras, de manera a la vez complementaria y antagonista, se han puesto en interacción y en constelación.
El concepto de complejidad se ha formado, agrandado, extendido sus ramificaciones, pasado de la periferia al centro de mi meta, devino un macro-concepto, lugar crucial de interrogantes, ligado en sí mismo al nudo gordiano del problema de las relaciones entre lo empírico, lo lógico y lo racional. Ese proceso coincide con la gestación de El Método, que comienza en 1970; la organización compleja, y hasta hiper-compleja, está claramente en el corazón organizador de mi libro El Paradigma Perdido (1973); y el problema lógico de la complejidad es objeto de un artículo publicado en 1974 (“Más allá de la complicación, la complejidad”, incluido en la primera edición de Ciencia con Conciencia).
El Método es y será, de hecho, el método de la complejidad. Este libro, constituido por una colección de textos diversos, es una introducción a la problemática de la complejidad. Si la complejidad no es la clave del mundo, sino un desafío a afrontar, el pensamiento complejo no es aquél que evita o suprime el desafío, sino aquél que ayuda a revelarlo e, incluso, tal vez a superarlo.

II. La necesidad del pensamiento complejo
¿Qué es la complejidad? A primera vista la complejidad es un tejido (complexus: lo que está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple. Al mirar con más atención, la complejidad es, efectivamente, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, de la ambigüedad, de la incertidumbre... De allí la necesidad, para el conocimiento, de poner orden en los fenómenos rechazando el desorden, de descartar lo incierto, es decir, de seleccionar los elementos de orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad, clarificar, distinguir, jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias para la inteligibilidad, corren el riesgo de producir ceguera si eliminan los otros caracteres de lo complejo, y, como ya lo he indicado, nos han vuelto ciegos.
Pero la complejidad ha vuelto a las ciencias por la misma vía por la que se fue. El desarrollo mismo de la ciencia física, que se ocupaba de revelar el orden impecable del mundo, su determinismo absoluto y perfecto, su obediencia a una ley única y su constitución de una materia simple primigenia (el átomo), se ha abierto finalmente a la complejidad de lo real. Se ha descubierto en el universo físico un principio hemorrágico de degradación y de desorden (segundo principio de la Termodinámica); luego, en el supuesto lugar de la simplicidad física y lógica, se ha descubierto la extrema complejidad microfísica; la partícula no es un ladrillo primario, sino una frontera sobre la complejidad tal vez inconcebible; el cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración y, al mismo tiempo, de organización.
Finalmente, se hizo evidente que la vida no es una sustancia, sino un fenómeno de auto-eco-organización extraordinariamente complejo que produce la autonomía. Desde entonces, es evidente que los fenómenos antropo-sociales no podrían obedecer a principios de inteligibilidad menos complejos que aquellos requeridos para los fenómenos naturales. Nos hizo falta afrontar la complejidad antropo-social en vez de disolverla u ocultarla.
La dificultad del pensamiento complejo es que debe afrontar lo entramado (el juego infinito de inter-retroacciones), la solidaridad de los fenómenos entre sí, la bruma, la incertidumbre, la contradicción. Pero nosotros podemos elaborar algunos de los útiles conceptuales, algunos de los principios, para esa aventura, y podemos entrever el aspecto del nuevo paradigma de complejidad que debiera emerger.
Ya he señalado, en tres volúmenes de El Método, algunos de los útiles conceptuales que podemos usar. Así es que habría que sustituir al paradigma de disyunción/reducción/unidimensionalización por un paradigma de distinción/conjunción que permita distinguir sin desarticular, asociar sin reducir. Ese paradigma comportaría un principio dialógico y tanslógico, que integraría la lógica clásica teniendo en cuenta sus límites de facto (problemas de contradicciones) y de jure (límites del formalismo). Llevaría en sí el principio de la Unitas multiplex, que escapa a la unidad abstracta por lo alto (holismo) y por lo bajo (reduccionismo).
Mi propósito aquí no es el de enumerar los “mandamientos” del pensamiento complejo que he tratado de desentrañar, sino el de sensibilizarse a las enormes carencias de nuestro pensamiento y el de comprender que un pensamiento mutilante conduce, necesariamente, a acciones mutilantes. Mi propósito es tomar conciencia de la patología contemporánea del pensamiento.
La antigua patología del pensamiento daba una vida independiente a los mitos y a los dioses que creaba. La patología moderna del espíritu está en la hiper-simplificación que ciega a la complejidad de lo real. La patología de la idea está en el idealismo, en donde la idea oculta a la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como única realidad. La enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el dogmatismo, que cierran a la teoría sobre ella misma y la petrifican. La patología de la razón es racionalización, que encierra a lo real en un sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no sabe que una parte de lo real es irracionalizable ni que la racionalidad tiene por misión dialogar con lo irracionalizable.
Aún somos ciegos al problema de la complejidad. Las disputas epistemológicas entre Popper, Kuhn, Lakatos, Feyerabend, por mencionar algunos, lo pasan por alto.1 Pero esa ceguera es parte de nuestra barbarie. Tenemos que comprender que estamos siempre en la era bárbara de las ideas, vivimos en la prehistoria del espíritu humano. Sólo el pensamiento complejo nos permitiría civilizar nuestro conocimiento.

III. El paradigma de complejidad
No hace falta creer que la cuestión de la complejidad se plantea solamente hoy en día, a partir de nuevos desarrollos científicos. Hace falta ver la complejidad allí donde ella parece estar, por lo general, ausente; por ejemplo, en la vida cotidiana.
La complejidad en ese dominio fue percibida y descrita por la novela del siglo xix y comienzos del xx. En tanto que, en esa misma época, la ciencia trataba de eliminar todo lo que fuera individual y singular, para retener nada más que las leyes generales y las identidades simples y cerradas, mientras expulsaba incluso al tiempo de su visión del mundo. La novela, por el contrario (Balzac en Francia, Dickens en Inglaterra) presentaba seres singulares en sus contextos y en su tiempo, y mostraba que la vida cotidiana es, de hecho, una vida en la que cada uno juega varios roles sociales.
Vemos así que cada ser tiene numerosas identidades, multiplicidad de personalidades en sí mismo, un mundo de fantasmas y de sueños que acompañan su vida. Por ejemplo, el tema del monólogo interior, tan importante en la obra de Faulkner, era parte de esa complejidad. Ese inner speech, esa palabra permanente fue revelada por la literatura y por la novela, del mismo modo que ésta nos reveló que cada uno se conoce muy poco a sí mismo: en inglés, se llama a eso self-deception, el engaño de sí mismo. A lo largo de la vida, sólo conocemos una apariencia del sí mismo, porque uno se auto-engaña; incluso, los escritores más sinceros, como Jean-Jacques Rousseau o Chateaubriand, olvidaron siempre, en su esfuerzo por ser sinceros, algo importante acerca de sí mismos.
La relación ambivalente con los otros, las verdaderas mutaciones de personalidad como la ocurrida en Dostoievski, el hecho de que somos llevados por la historia sin saber mucho cómo sucede (del mismo modo que Fabrice del Longo o el príncipe Andrés), el hecho de que el mismo ser se transforma a lo largo del tiempo como lo muestran admirablemente A la recherche du temps perdu y, sobre todo, el final de Temps retrouvé de Proust, todo ello indica que no es solamente la sociedad la que es compleja, sino también cada átomo del mundo humano.
Simultáneamente, en el siglo xix, la ciencia tuvo un ideal exactamente opuesto, el cual fue reforzado por la visión del mundo de Laplace, a comienzos del siglo xix. Los científicos –de Descartes a Newton– trataron de concebir un universo que fuera una máquina determinista perfecta. Pero Newton, como Descartes, tuvo necesidad de un Dios para explicar cómo ese mundo perfecto había sido producido. En tanto, Laplace eliminó a Dios, y cuando Napoleón le preguntó: “¿Pero señor Laplace, qué hace usted con Dios en su sistema?”, Laplace respondió: “Señor, yo no necesito esa hipótesis”. Para Laplace, el mundo era una máquina determinista verdaderamente perfecta, que se bastaba a sí misma; incluso, supuso que un demonio que poseyera inteligencia y sentidos casi infinitos podría conocer todo acontecimiento del pasado y todo acontecimiento del futuro. No obstante, esa concepción, que creía poder arreglárselas sin Dios, introdujo en su mundo los atributos de la divinidad: la perfección, el orden absoluto, la inmortalidad y la eternidad. Es ese mundo el que va a desordenarse y luego desintegrarse.

Notas:
* Tomado de la página de Internet: galeon.hispavista.com/pcazau/artep_morin.htm
1. Sin embargo, Bachelard, el filósofo de las ciencias, había descubierto que lo simple no existe: sólo existe lo simplificado. La ciencia construye su objeto extrayéndolo de su ambiente complejo para ponerlo en situaciones experimentales no complejas. La ciencia no es el estudio del universo simple, es una simplificación heurística necesaria para extraer ciertas propiedades y ver ciertas leyes. Por su parte, George Lukacs, el filósofo marxista, decía en su vejez, criticando su propia visión dogmática: “Lo complejo debe ser concebido como elemento primario existente. De donde resulta que hace falta examinar lo complejo de entrada en tanto complejo y pasar luego de lo complejo a sus elementos y procesos elementales”.