Enero 2003 , Nueva época No. 61 Xalapa • Veracruz • México
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Alfred Jarry, iniciador y explorador
André Breton

 

Pintar no es más que fingir: este dicho de Corneille Curce, autor de una obra titulada Los clavos del Señor (1634), lo hace suyo Alfred Jarry en un artículo abundantemente documentado sobre el mismo tema que publica el Y magier en su número 4, fechado en julio de 18951. Como se sabe, él, más que nadie, es víctima hoy de uno de los peores azotes de nuestro tiempo, que consiste en la burda simplificación del testimonio, con fines generalmente partidistas. Todo transcurre como si, de su obra completa, no hubiese que recordar más que Ubu roi y los textos posteriores de igual vena, como si el humor, que allí se prodigó más que en las demás obras, a la manera de un ácido hubiese mordido tan profundamente la placa que las restantes formas de manifestación de una personalidad, a pesar de todo, de las más ricas y complejas, hubiesen quedado borradas (pero precisamente es esta complejidad la que no se desea: es más confortable no tener que tomar en consideración más que una sola faceta de un determinado pensamiento, sobre todo si por ventura éste se ha acusado con un relieve excepcional). Y no obstante, al igual que no puede reducirse a Sade a la perversión que de él toma su nombre, ni a Baudelaire a la obsesión de la muerte, ni a Lautréamont a la voluntad de glorificación del mal en Maldoror y luego del bien (?) en Poésies, en modo alguno se podría seguir admitiendo que todo cuanto de diferente ha expresado Jarry sea sacrificado al gusto de que hizo gala —e ilustró como nadie— por el teatro de Guiñol. El autor de Ubu roi, de Ubu enchaîné, de los Almanachs y de la Passion considerée comme course de côte, no deja de ser también el del Acto prologal y el del Acto último de César-Antechrist, de l’Autre Alceste o de l’Amour Absolu, obras de resonancia, aunque no de intención final, muy diferente. De hecho, la curiosidad de Jarry fue enciclopédica si se quiere entender esta palabra no ya en las perspectivas del siglo XVIlI, sino en las del paso del XIX al XX. Este paso se opera por una puerta que continúa interesándonos vivamente, hasta el punto de hacer que nos volvamos hacia ella, por el hecho mismo de no saber sino sólo a medias a donde conduce —lo cual ya no resulta demasiado tranquilizador—. De esta puerta, en el plano sensible, la obra de Jarry constituye, más que ninguna otra, la bisagra. Comparada con la de Jarry no hay, en efecto, mirada que abarque más vasta extensión hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No solamente Jarry profetiza y estigmatiza en Ubu roi y en Ubu enchaîné las proposiciones aberrantes y asesinas con que las, tras él, hemos tenido que habérnoslas, no solamente su genio innovador le inspira unas escapadas líricas (la «Course des dix mille milles» en el Surmâle, la «Bataille de Morsang» en la Dragonne), cuyo «modernismo» jamás ha sido sobrepasado ni siquiera igualado, sino que también está como prevenido, por improbable que fuera su eventualidad, del objeto de nuestra interrogación en el pasado, la acota y responde a ella anticipadamente. Tiempo sería ya más que oportuno de suprimir la máscara de yeso de «Kobold» o de «clown», con la que Gide y otros que no le querían —y con razón— ridiculizaran el rostro de Alfred Jarry. Poco importa que haya dado o no una imagen de «travesti» o de «bufón» en tales parterres de «hombres de letras»: ante la envergadura de aquella mirada, lo justo sería restituirla a su verdadera luz interior.
Nada puede ayudarnos mejor en esa tarea que hacer salir a Jarry de ese papel teatral que asumiera en la vida como por apuesta, y para ello, mostrar lo que pudo retenerlo en el arte de su tiempo en particular. ¿Fue acaso el demoledor impenitente que su identificación de fachada con Ubu podía hacernos esperar, o de no ser así, qué desvelan de su sensibilidad profunda las obras que merecieron su favor? Para llegar a una conclusión a este respecto no hay más que volverse hacia las primeras obras de cuya publicación él cuidara. La presentación de los Minutes de sable mémorial o de César-Antechrist dan testimonio por su parte de un extremado interés por las viejas tablas, desde los antiguos imagineros hasta Georgin, con una parada muy prolongada ante Durero. En Y magier, que funda en 1894 con Rémy de Gourmont, testimonia incluso en este sentido un gusto electivo. Aunque no guste a los partidarios del anticlericalismo primario, que a la vista de Calendrier du Père Ubu pour 1901 se apresuraron a anexionar a Jarry a su empresa, reparemos en que la práctica totalidad de los documentos escogidos y comentados por él son de carácter religioso y que, como resulta evidente, los ha eximido de todo sarcasmo: «Vincent de Beauvais, Jacques de Voragine, brocado de la Virgen lionesa, sarga de Nuestra Señora bretona, animales del Edén renovado de Durero (la Virgen de los Conejos, la Virgen del Búho, la Virgen del Mono) y de Epinal, los Desposorios y el Tránsito de la Santa Virgen, los imagineros tallan imágenes y doran leyendas para el Niño en el regazo de su madre que daba luz a los ciegos.» Constan todas las mayúsculas, y es innegable que también el tono enternecedor. Merced a la magia del arte popular o del arte de Durero, no sólo consigue Jarry atraerse el espíritu que inspira a las obras de que se trata, sino que se muestra suficientemente apasionado por ellas como para dedicarse a partir de entonces a darlas a conocer. Tanto es así que al cesar, con el número IV, su colaboración en el Y magier (por razones perfectamente ajenas a la orientación de aquellos cuadernos) no ha de encontrar nada más apremiante que fundar, esta vez él solo, una revista dedicada a la estampa, Perhinderion, y consagrada por entero a la celebración de Durero y de Georgin.
Ello nos da base suficiente para poder apreciar puntualmente la manía casi fanática en que incurría ante formas de arte, entre las cuales la iconografía cristiana de antaño ostenta un papel privilegiado, pero que al mismo tiempo toleran codearse con la representación de personajes o animales fabulosos venidos de la Cochinchina o de las Islas Sandwich. Jarry, en efecto, marcó cierta tendencia a confundir en una misma veneración a todos los «monstruos» y a pretender ser su víctima, pero añade: «se suele denominar MONSTRUO el acuerdo inigual de elementos disonantes; el Centauro, la Quimera, quedan así definidos para el que no comprende. Yo llamo monstruo a toda original e inagotable belleza».
Toda original e inagotable belleza… Se ve que el nihilismo que muy someramente se imputa al autor de los Ubus dista mucho de ser absoluto, ya que exime de él a lo «Bello», al que se rinde incluso un verdadero culto. Mas entre la actitud de Jarry frente a lo bello y la beatífica admiración media un abismo: aquella es interrogación palpitante de los medios empleados para alcanzarlo, deseo de posesión integral mediante la reconstrucción, más allá del contenido manifiesto, del contenido latente. Nada puede demostrarlo mejor que el comentario al Martyre de sainte Catherine, cuyo pasaje más significativo reproducimos, ayudando al grabado con una «reserva» fotográfica. La posición de Jarry en su escrutinio del grabado de Durero prefigura ya la de un Oscar Pfister descubriendo en la Santa Ana de Leonardo que se exhibe en el Louvre los contornos del buitre obsesionante, cuyo sentido psicoanalítico sería esclarecido posteriormente por Freud2. Ella nos orienta en la vía del «método paranoico-crítico», instaurado en sus grandes líneas por Max Ernst y sistematizado por Dalí. Jarry es sin duda el primero que parte de la convicción de que «la disección indefinida siempre exhuma en la obra alguna cosa nueva»3. No menos cierto, por lo demás, es que esta idea de lo «inagotable» que arraiga profundamente en él le indujo a interesarse con gran preferencia por las más altas (que también son las más difíciles) construcciones inmemoriales del espíritu. El acto heráldico de César-Antechrist, al igual que l’Amour absolu, demuestran que frecuentó muy asiduamente el Apocalipsis de Juan y la Gnosis4 (por una parte, el número III del l’Y magier contiene tres figuraciones del Anticristo según grabados del siglo XV, a las que Jarry insistió en dar una réplica dibujada de su mano; por otra, la «Confesión de Emmanuel» en l’Amour absolu, de la que entresaco estas líneas: «Yo soy Dios, yo no muero en la Cruz… Nuevo Adán, que nació adulto, he nacido a los doce, me aniquilaré sin ser yo quien muera, a los treinta, mañana» —los subrayados son de Jarry—, no podría guiarnos sino a Basílides, para quien «Jesús no tomó más que un cuerpo aparente y no sufrió sino sufrimientos aparentes»). Todo está por hacer cara a la exégesis de la obra en tal sentido, y tal vez sea esa su única clave. Yo me limito aquí a hacer aparente una segunda determinación fundamental de la sensibilidad de Jarry —la primera era sometimiento, ya lo hemos visto, al gusto de las imágenes populares de las fábricas de Chartres, de Orléans, de Rennes o de Epinal—, mientras que ésta le entrega a la profundización en el sentido de las figuras que se tornaran vehículo de la tradición esotérica.
Puede resultar particularmente interesante, en tales condiciones, saber cuáles fueron las reacciones de Jarry con respecto a la pintura de su tiempo. He aquí, en efecto, una persona cuya curiosidad se mostró excepcionalmente radiante y que, además, al conservar su contacto con todos los cenáculos, permaneció hasta su muerte, acaecida en 1907, constantemente en la punta de la vida intelectual. En el curso de los veinte años precedentes, que tan ricos fueron en discusiones teóricas sobre la pintura, ¿llegó acaso Jarry a tomar una parte activa en el debate o al menos a señalar hacia dónde se inclinaban sus simpatías? Apenas queda planteada tal cuestión ya parece susceptible de una respuesta de carácter vivamente esclarecedor.
Ante todo, en este terreno, Jarry se hace acreedor de nuestra gratitud por un título impar: a él es a quien debemos el conocimiento de Henri Rousseau. «El Aduanero, refiere Apollinaire, había sido descubierto por Alfred Jarry, a cuyo padre había conocido. Pero, a decir verdad, yo creo que la sencillez de aquel buen hombre había seducido mucho más a Jarry que las cualidades del pintor5. Más tarde, no obstante, el autor de Ubu roi se hizo sensible en extremo al arte de su amigo, a quien llamaba el mirífico Rousseau. Éste pintó su retrato, en el que estaban representados también un papagayo y ese famoso camaleón que fue por algún tiempo acompañante de Jarry. Ese retrato se quemó en parte; no quedaba de él, cuando yo lo vi, más que la cabeza, muy expresiva.» Es lamentable en extremo que hasta ahora no hayan podido ser elucidadas las circunstancias de un encuentro semejante, del que ni siquiera se sabe si tuvo lugar en Laval, ciudad de donde ambos eran originarios, ni tampoco las circunstancias en las que (según Trohel) Henri Rousseau llegó a albergar a Jarry en su domicilio del número 14 de la Avenue du Maine. Debemos de nuevo al testimonio de Apollinaire saber que Rousseau fue presentado por Alfred Jarry a Rémy de Gourmont, quien se sintió suficientemente conquistado como para publicar en el Y magier su litografía Les Horreurs de la guerre («Rémy de Gourmont, relata Apollinaire, había sabido por Jarry que el Aduanero pintaba con una pureza, una gracia y una conciencia de Primitivo»). Es verdad que se da como seguro que Gauguin se había fijado en Rousseau desde sus comienzos en el Salón de los Independientes de 1886, pero se carece de toda precisión sobre lo que pudo fundamentar su interés. En cambio, se concibe que, con toda su formación en el plano de la plástica, Jarry haya sido, con mucho, el más apto para reconocer y valorar el genio del Aduanero. Él sigue siendo a mis ojos el que impuso —y el único que podía hacerlo— a Rousseau con total conocimiento de causa, quien lo hace con toda la comprensión y la emoción requeridas, y ciertamente no con ese espíritu de mistificación que le prestaran aquellos mismos cuya indiferencia sensible se traiciona por el miedo sempiterno a ser engañados.
Llegamos con esto a una zona de afinidades puras que, por una parte, desafía todo análisis racional. A pesar de todo, sigue siendo efectivamente sorprendente que Gauguin se haya «fijado» en Rousseau, si se piensa en la atracción que sobre uno y otro ejerció cierta luz tropical que también baña las islas en donde pone el pie el «as» del doctor Faustroll. Piénsese además en el amor efectivo que tanto Jarry como Gauguin profesaron a la Bretaña (como se sabe, el último cuadro de Gauguin, pintado en las islas Marquesas, es un Pueblo bretón bajo la nieve), y cabe esperar que su conjunción en el plano afectivo no pare aquí. A finales de 1893, Jarry consagra tres poemas a la celebración de los cuadros de Gauguin (Ia Orana Maria, l’Homme à la Hache y Manao Tupau) expuestos en Durand-Ruel: es el único homenaje de este tipo que ha de rendir a un artista contemporáneo. (Por una vez y sin que, por desgracia, sea ésta la norma, siento escrúpulo al decir que no tengo nada que objetar ni añadir al comentario de estos poemas, que se encuentra en una reciente selección.)6
El capítulo XXXII de Gestes et opinions du docteur Faustroll, que lleva por título «Comment on se procura de la toile» y dedicado a Pierre Bonnard7, presenta el interés considerable de informarnos sobre los demás gustos de Jarry en materia de pintura moderna y de hacernos percibir su graduación. El simio Bosse-de-Nage es encargado por Faustroll de acercarse al Magasin National, llamado Au luxe bourgeois, con el fin de adquirir allí unas cuantas varas de tela. «Te dirigirás en mi nombre a los jefes de sección Bouguereau, Bonnat, Detaille, Henner, J. P. Laurens y Tartempion y a todo el montón de sus dependientes y demás vendedores subalternos.» Después de lo cual le dice: «para lavar del prognatismo de tu maxilar las palabras mercantiles, entra en la salita dispuesta al efecto. Allí refulgen los iconos de los santos. ¡Descúbrete ante el Pauvre Pécheur, inclínate ante los Monet, arrodíllate ante los Degas y Whistler, arrástrate en presencia de Cézanne, prostérnate a los pies de Renoir y lame el serrín de la escupidera bajo el marco de la Olimpia!» Faustroll precisa seguidamente que, entre todos los demás, el verdadero «artesano de la gran obra», el creador de oro virgen, se llama Vincent Van Gogh. Dicho esto —sigue Jarry—, «tras apuntar al centro de los cuadriláteros deshonrados por colores irregulares la lanza bienhechora de la máquina de pintar, encomendó la dirección del monstruo mecánico al Sr. Henri Rousseau, artista-pintor decorador, llamado el Aduanero».
Cézanne, Renoir, Manet, Gauguin, Van Gogh, Rousseau: resulta sorprendente ver hasta qué punto la posteridad ha sancionado este juicio. No hay crítico profesional —ni siquiera entre los más perspicaces— que por entonces propusiera tal conjunto de nombres, valorados, en ese mismo orden, que me sigue pareciendo el más excitante y el más cercano a imponerse de día en día.
Esta es la razón por la que me veo públicamente obligado a reparar el olvido en que cayera el nombre de un pintor particularmente querido de Jarry y sin duda de Gauguin, puesto que éste vivió largo tiempo con él y le menciona con el mayor interés en sus cartas. Me refiero a Filiger, del que sabemos, por una carta del grabador Paul-Emile Colin al Sr. Charles Chassé8, que se reunió con Gauguin en Pouldu* en 1890. «Estábamos allí los cuatro: Gauguin, Filiger, De Haan y yo, instalados al borde del mar, en el Hotel de la Plage, como únicos huéspedes, por lo demás, de la buena de Marie, una buena mujer que vivía casi únicamente de nuestras modestas pensiones. Filiger, al que expulsó de París la falta de dinero, no acudía a Bretaña, de donde no debía salir, sino a disgusto… Vuelvo a ver la sala común de la pequeña fonda solitaria en medio de la arena. Un techo de Gauguin —tema: ocas— la decoraba. Las puertas también estaban decoradas con pinturas. Un gran cuadro de tonalidad azul representaba a María la Bretona con su hija. Por último, un día Filiger, para completar la decoración de la sala, pintó en un entrepaño a la Virgen María, según un pequeño guache encantador de los que él sabía hacer… Yo no creo que usted pudiese obtener cosa alguna de Filiger si volviese a encontrarle: era muy amable, pero se hallaba tan lejos de nuestra civilización, tan por encima, diría yo.» Esto sería ya suficiente para nuestra buena disposición, pero aún hay más. El Sr. Charles Chassé9, con quien —¿es necesario decirlo?— tan poco concuerdo acerca de Jarry y de Rousseau, pero a quien no por ello dejo de agradecer de muy buen grado el hallazgo de la pista de Filiger, perdida hasta él, lo describe como «una de las fisonomías más enigmáticas que jamás hayan existido».
Por muy místico que se le supusiera, el Sr. Chassé se inclina a pensar de él como de un «mátalas callando», pues parece, en efecto, difícil de conciliar de otro modo su repudio a entrar en el Café des Voyageurs de Concarneau, so pretexto de no ser aquel «un lugar digno de un pintor», con la remembranza de Louis le Ray, según la cual Filiger preconizaba como aperitivo una mezcla de Amer Picon y de Agua de Melisa de las Carmelitas, que él llamaba «bebida simbólica». Cabe, además, recordar que, en los años que precedieron a su muerte (en 1930, en Plougastel-Daoulas), Filiger había pasado de aquel misticismo pseudocristiano a un «paganismo integral».
Pero hay algo más, decíamos: ábrase el tomo VI de las Oeuvres complètes de Alfred Jarryl0 por el epígrafe «Crítica de arte» y se descubrirá que el único texto importante —de los dos que allí figuran— es el dedicado a Filiger y a su absoluta glorificación, lo que, unido a la cualidad de la emoción que por él corre, justifica, al menos hasta cierto punto, que el señor Chassé tenga a este último por el «pintor preferido» del padre… de Ubu roi. Yo he de limitarme a citar una parte de la perorata de Jarry, mucho más extensa: «De los dos eternos que no pueden ser uno sin otro, Filiger no ha escogido el peor. Mas como el amor de lo puro y de lo piadoso no relega como un andrajo esta otra pureza, el mal, a la vida material, Maldoror encarna un dios bello bajo el cuero sonoro cartón del rinoceronte. Y acaso más santo… Los demonios que hacen penitencia entre las largas costas, como nasas, como bestias, trepan hasta el cielo con sus cuatro garras, única marcha posible cuando el camino es abrupto…, y ésta es la razón de que el arte de Filiger los supere con el candor de sus castas cabezas de un giottismo expiatorio. Resulta perfectamente absurdo que yo parezca dar esta especie de resumen o descripción de sus pinturas, puesto que: 1º Si no fueran muy hermosas yo no encontraría placer alguno en citarlas, así que no las citaría. 2º Si pudiese explicar bien, punto por punto, por qué es esa pintura muy hermosa, ya no sería pintura, sino literatura (nada de distinción de géneros), y ya no resultaría bella en modo alguno…»11
El muy escaso número de obras de Filiger que han sido presentadas al público, imputable sin duda al entierro de la mayor parte de las restantes en la colección del conde Antoine de la Rochefoucault (que ayudó financieramente al artista durante años), la penuria de reproducciones fotográficas que pudieran, al menos en parte, subvenir a esa laguna, y la falta de toda cronología aplicable a lo que, de tarde en tarde, es mostrado, parecen autorizarme a pasar a una nota subjetiva.
«Ante el Cimabue del Louvre, nos refiere Julien Leclerc, Filiger se extasiaba sobre todo porque los rostros de los ángeles son en él semejantes al de la Virgen.» Yo recuerdo haber atribuido a la misma causa mi primera fascinación ante este cuadro.12 Hace dos años pude adquirir en Pont-Aven un guache de Filiger —que se verá reproducido en el grabado número 8 de la presente obra—. Los ocho arcos superiores, así como el cielo que rodea a las construcciones, son azul real; los caballos de un verde musgo un poco menos sostenido que la franja transversal, donde ondula en puntuación clara una línea con motivos trifoliados; rojo grosella son las espigas inferiores que, de dos en dos, flanquean una flor del color de la achicoria silvestre, todo ello como afiligranado por una corona suspendida por encima de una mariposa… La simetría no queda quebrada más que por la rama que se despliega de derecha a izquierda de una a otra de las torres laterales verdes, dejando colgar entre dos corazones claros un fruto desconocido, de un rojo vecino al de las espigas. Por mucho que sepa que vana es una descripción semejante, no puedo menos que dejarme arrastrar a ella por amor: mi excusa es que nada ha ejercido sobre mí un encanto más duradero, ni ha resultado más a cubierto de las variaciones de mi humor. Se sabe que Gauguin, en 1888, pintó, para Paul Sérusier, una pequeña tablilla que ha pasado a la historia de la pintura con el nombre de Talismán. Si ese título no estuviese ya otorgado, sería el que yo retendría para este Filiger, apenas un poco más grande, y que carece de él.
Émile Bernard pudo llegar a decir que Filiger no se debía sino «a los bizantinos y a las imágenes populares de Bretaña»: yo no sé. El caso es que al hojear un número reciente de Sciences et Voyages, donde se hacía inventario de las únicas flores que en nuestras regiones constituían toda la vegetación ornamental de la Edad Media (campanilla blanca, primavera, margarita, narciso, violeta, lirio, aguileña, digital, centaura, campánula y escaramujo), yo no veía más que a Filiger como capaz de revivir a Griselda*.
Aunque sólo fuera en consideración al juicio de Alfred Jarry, que tan poco falible ha resultado en este terreno, esperemos que una galería —a falta de un museo nacional— se dedique, cualesquiera sean las dificultades, a realizar una exposición de conjunto de las obras de Filiger, de modo que, aunque tardíamente, le sea rendida plena justicia.

Octubre, 1951

Traducción de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández