Pintar
no es más que fingir: este dicho de Corneille Curce, autor
de una obra titulada Los clavos del Señor (1634), lo hace
suyo Alfred Jarry en un artículo abundantemente documentado
sobre el mismo tema que publica el Y magier en su número
4, fechado en julio de 18951. Como se sabe, él, más
que nadie, es víctima hoy de uno de los peores azotes de
nuestro tiempo, que consiste en la burda simplificación
del testimonio, con fines generalmente partidistas. Todo transcurre
como si, de su obra completa, no hubiese que recordar más
que Ubu roi y los textos posteriores de igual vena, como si el
humor, que allí se prodigó más que en las
demás obras, a la manera de un ácido hubiese mordido
tan profundamente la placa que las restantes formas de manifestación
de una personalidad, a pesar de todo, de las más ricas
y complejas, hubiesen quedado borradas (pero precisamente es esta
complejidad la que no se desea: es más confortable no tener
que tomar en consideración más que una sola faceta
de un determinado pensamiento, sobre todo si por ventura éste
se ha acusado con un relieve excepcional). Y no obstante, al igual
que no puede reducirse a Sade a la perversión que de él
toma su nombre, ni a Baudelaire a la obsesión de la muerte,
ni a Lautréamont a la voluntad de glorificación
del mal en Maldoror y luego del bien (?) en Poésies, en
modo alguno se podría seguir admitiendo que todo cuanto
de diferente ha expresado Jarry sea sacrificado al gusto de que
hizo gala e ilustró como nadie por el teatro
de Guiñol. El autor de Ubu roi, de Ubu enchaîné,
de los Almanachs y de la Passion considerée comme course
de côte, no deja de ser también el del Acto prologal
y el del Acto último de César-Antechrist, de lAutre
Alceste o de lAmour Absolu, obras de resonancia, aunque
no de intención final, muy diferente. De hecho, la curiosidad
de Jarry fue enciclopédica si se quiere entender esta palabra
no ya en las perspectivas del siglo XVIlI, sino en las del paso
del XIX al XX. Este paso se opera por una puerta que continúa
interesándonos vivamente, hasta el punto de hacer que nos
volvamos hacia ella, por el hecho mismo de no saber sino sólo
a medias a donde conduce lo cual ya no resulta demasiado
tranquilizador. De esta puerta, en el plano sensible, la
obra de Jarry constituye, más que ninguna otra, la bisagra.
Comparada con la de Jarry no hay, en efecto, mirada que abarque
más vasta extensión hacia atrás y hacia adelante
al mismo tiempo. No solamente Jarry profetiza y estigmatiza en
Ubu roi y en Ubu enchaîné las proposiciones aberrantes
y asesinas con que las, tras él, hemos tenido que habérnoslas,
no solamente su genio innovador le inspira unas escapadas líricas
(la «Course des dix mille milles» en el Surmâle,
la «Bataille de Morsang» en la Dragonne), cuyo «modernismo»
jamás ha sido sobrepasado ni siquiera igualado, sino que
también está como prevenido, por improbable que
fuera su eventualidad, del objeto de nuestra interrogación
en el pasado, la acota y responde a ella anticipadamente. Tiempo
sería ya más que oportuno de suprimir la máscara
de yeso de «Kobold» o de «clown», con
la que Gide y otros que no le querían y con razón
ridiculizaran el rostro de Alfred Jarry. Poco importa que haya
dado o no una imagen de «travesti» o de «bufón»
en tales parterres de «hombres de letras»: ante la
envergadura de aquella mirada, lo justo sería restituirla
a su verdadera luz interior.
Nada puede ayudarnos mejor en esa tarea que hacer salir a Jarry
de ese papel teatral que asumiera en la vida como por apuesta,
y para ello, mostrar lo que pudo retenerlo en el arte de su tiempo
en particular. ¿Fue acaso el demoledor impenitente que
su identificación de fachada con Ubu podía hacernos
esperar, o de no ser así, qué desvelan de su sensibilidad
profunda las obras que merecieron su favor? Para llegar a una
conclusión a este respecto no hay más que volverse
hacia las primeras obras de cuya publicación él
cuidara. La presentación de los Minutes de sable mémorial
o de César-Antechrist dan testimonio por su parte de un
extremado interés por las viejas tablas, desde los antiguos
imagineros hasta Georgin, con una parada muy prolongada ante Durero.
En Y magier, que funda en 1894 con Rémy de Gourmont, testimonia
incluso en este sentido un gusto electivo. Aunque no guste a los
partidarios del anticlericalismo primario, que a la vista de Calendrier
du Père Ubu pour 1901 se apresuraron a anexionar a Jarry
a su empresa, reparemos en que la práctica totalidad de
los documentos escogidos y comentados por él son de carácter
religioso y que, como resulta evidente, los ha eximido de todo
sarcasmo: «Vincent de Beauvais, Jacques de Voragine, brocado
de la Virgen lionesa, sarga de Nuestra Señora bretona,
animales del Edén renovado de Durero (la Virgen de los
Conejos, la Virgen del Búho, la Virgen del Mono) y de Epinal,
los Desposorios y el Tránsito de la Santa Virgen, los imagineros
tallan imágenes y doran leyendas para el Niño en
el regazo de su madre que daba luz a los ciegos.» Constan
todas las mayúsculas, y es innegable que también
el tono enternecedor. Merced a la magia del arte popular o del
arte de Durero, no sólo consigue Jarry atraerse el espíritu
que inspira a las obras de que se trata, sino que se muestra suficientemente
apasionado por ellas como para dedicarse a partir de entonces
a darlas a conocer. Tanto es así que al cesar, con el número
IV, su colaboración en el Y magier (por razones perfectamente
ajenas a la orientación de aquellos cuadernos) no ha de
encontrar nada más apremiante que fundar, esta vez él
solo, una revista dedicada a la estampa, Perhinderion, y consagrada
por entero a la celebración de Durero y de Georgin.
Ello nos da base suficiente para poder apreciar puntualmente la
manía casi fanática en que incurría ante
formas de arte, entre las cuales la iconografía cristiana
de antaño ostenta un papel privilegiado, pero que al mismo
tiempo toleran codearse con la representación de personajes
o animales fabulosos venidos de la Cochinchina o de las Islas
Sandwich. Jarry, en efecto, marcó cierta tendencia a confundir
en una misma veneración a todos los «monstruos»
y a pretender ser su víctima, pero añade: «se
suele denominar MONSTRUO el acuerdo inigual de elementos disonantes;
el Centauro, la Quimera, quedan así definidos para el que
no comprende. Yo llamo monstruo a toda original e inagotable belleza».
Toda original e inagotable belleza
Se ve que el nihilismo
que muy someramente se imputa al autor de los Ubus dista mucho
de ser absoluto, ya que exime de él a lo «Bello»,
al que se rinde incluso un verdadero culto. Mas entre la actitud
de Jarry frente a lo bello y la beatífica admiración
media un abismo: aquella es interrogación palpitante de
los medios empleados para alcanzarlo, deseo de posesión
integral mediante la reconstrucción, más allá
del contenido manifiesto, del contenido latente. Nada puede demostrarlo
mejor que el comentario al Martyre de sainte Catherine, cuyo pasaje
más significativo reproducimos, ayudando al grabado con
una «reserva» fotográfica. La posición
de Jarry en su escrutinio del grabado de Durero prefigura ya la
de un Oscar Pfister descubriendo en la Santa Ana de Leonardo que
se exhibe en el Louvre los contornos del buitre obsesionante,
cuyo sentido psicoanalítico sería esclarecido posteriormente
por Freud2. Ella nos orienta en la vía del «método
paranoico-crítico», instaurado en sus grandes líneas
por Max Ernst y sistematizado por Dalí. Jarry es sin duda
el primero que parte de la convicción de que «la
disección indefinida siempre exhuma en la obra alguna cosa
nueva»3. No menos cierto, por lo demás, es que esta
idea de lo «inagotable» que arraiga profundamente
en él le indujo a interesarse con gran preferencia por
las más altas (que también son las más difíciles)
construcciones inmemoriales del espíritu. El acto heráldico
de César-Antechrist, al igual que lAmour absolu,
demuestran que frecuentó muy asiduamente el Apocalipsis
de Juan y la Gnosis4 (por una parte, el número III del
lY magier contiene tres figuraciones del Anticristo según
grabados del siglo XV, a las que Jarry insistió en dar
una réplica dibujada de su mano; por otra, la «Confesión
de Emmanuel» en lAmour absolu, de la que entresaco
estas líneas: «Yo soy Dios, yo no muero en la Cruz
Nuevo Adán, que nació adulto, he nacido a los doce,
me aniquilaré sin ser yo quien muera, a los treinta, mañana»
los subrayados son de Jarry, no podría guiarnos
sino a Basílides, para quien «Jesús no tomó
más que un cuerpo aparente y no sufrió sino sufrimientos
aparentes»). Todo está por hacer cara a la exégesis
de la obra en tal sentido, y tal vez sea esa su única clave.
Yo me limito aquí a hacer aparente una segunda determinación
fundamental de la sensibilidad de Jarry la primera era sometimiento,
ya lo hemos visto, al gusto de las imágenes populares de
las fábricas de Chartres, de Orléans, de Rennes
o de Epinal, mientras que ésta le entrega a la profundización
en el sentido de las figuras que se tornaran vehículo de
la tradición esotérica.
Puede resultar particularmente interesante, en tales condiciones,
saber cuáles fueron las reacciones de Jarry con respecto
a la pintura de su tiempo. He aquí, en efecto, una persona
cuya curiosidad se mostró excepcionalmente radiante y que,
además, al conservar su contacto con todos los cenáculos,
permaneció hasta su muerte, acaecida en 1907, constantemente
en la punta de la vida intelectual. En el curso de los veinte
años precedentes, que tan ricos fueron en discusiones teóricas
sobre la pintura, ¿llegó acaso Jarry a tomar una
parte activa en el debate o al menos a señalar hacia dónde
se inclinaban sus simpatías? Apenas queda planteada tal
cuestión ya parece susceptible de una respuesta de carácter
vivamente esclarecedor.
Ante todo, en este terreno, Jarry se hace acreedor de nuestra
gratitud por un título impar: a él es a quien debemos
el conocimiento de Henri Rousseau. «El Aduanero, refiere
Apollinaire, había sido descubierto por Alfred Jarry, a
cuyo padre había conocido. Pero, a decir verdad, yo creo
que la sencillez de aquel buen hombre había seducido mucho
más a Jarry que las cualidades del pintor5. Más
tarde, no obstante, el autor de Ubu roi se hizo sensible en extremo
al arte de su amigo, a quien llamaba el mirífico Rousseau.
Éste pintó su retrato, en el que estaban representados
también un papagayo y ese famoso camaleón que fue
por algún tiempo acompañante de Jarry. Ese retrato
se quemó en parte; no quedaba de él, cuando yo lo
vi, más que la cabeza, muy expresiva.» Es lamentable
en extremo que hasta ahora no hayan podido ser elucidadas las
circunstancias de un encuentro semejante, del que ni siquiera
se sabe si tuvo lugar en Laval, ciudad de donde ambos eran originarios,
ni tampoco las circunstancias en las que (según Trohel)
Henri Rousseau llegó a albergar a Jarry en su domicilio
del número 14 de la Avenue du Maine. Debemos de nuevo al
testimonio de Apollinaire saber que Rousseau fue presentado por
Alfred Jarry a Rémy de Gourmont, quien se sintió
suficientemente conquistado como para publicar en el Y magier
su litografía Les Horreurs de la guerre («Rémy
de Gourmont, relata Apollinaire, había sabido por Jarry
que el Aduanero pintaba con una pureza, una gracia y una conciencia
de Primitivo»). Es verdad que se da como seguro que Gauguin
se había fijado en Rousseau desde sus comienzos en el Salón
de los Independientes de 1886, pero se carece de toda precisión
sobre lo que pudo fundamentar su interés. En cambio, se
concibe que, con toda su formación en el plano de la plástica,
Jarry haya sido, con mucho, el más apto para reconocer
y valorar el genio del Aduanero. Él sigue siendo a mis
ojos el que impuso y el único que podía hacerlo
a Rousseau con total conocimiento de causa, quien lo hace con
toda la comprensión y la emoción requeridas, y ciertamente
no con ese espíritu de mistificación que le prestaran
aquellos mismos cuya indiferencia sensible se traiciona por el
miedo sempiterno a ser engañados.
Llegamos con esto a una zona de afinidades puras que, por una
parte, desafía todo análisis racional. A pesar de
todo, sigue siendo efectivamente sorprendente que Gauguin se haya
«fijado» en Rousseau, si se piensa en la atracción
que sobre uno y otro ejerció cierta luz tropical que también
baña las islas en donde pone el pie el «as»
del doctor Faustroll. Piénsese además en el amor
efectivo que tanto Jarry como Gauguin profesaron a la Bretaña
(como se sabe, el último cuadro de Gauguin, pintado en
las islas Marquesas, es un Pueblo bretón bajo la nieve),
y cabe esperar que su conjunción en el plano afectivo no
pare aquí. A finales de 1893, Jarry consagra tres poemas
a la celebración de los cuadros de Gauguin (Ia Orana Maria,
lHomme à la Hache y Manao Tupau) expuestos en Durand-Ruel:
es el único homenaje de este tipo que ha de rendir a un
artista contemporáneo. (Por una vez y sin que, por desgracia,
sea ésta la norma, siento escrúpulo al decir que
no tengo nada que objetar ni añadir al comentario de estos
poemas, que se encuentra en una reciente selección.)6
El capítulo XXXII de Gestes et opinions du docteur Faustroll,
que lleva por título «Comment on se procura de la
toile» y dedicado a Pierre Bonnard7, presenta el interés
considerable de informarnos sobre los demás gustos de Jarry
en materia de pintura moderna y de hacernos percibir su graduación.
El simio Bosse-de-Nage es encargado por Faustroll de acercarse
al Magasin National, llamado Au luxe bourgeois, con el fin de
adquirir allí unas cuantas varas de tela. «Te dirigirás
en mi nombre a los jefes de sección Bouguereau, Bonnat,
Detaille, Henner, J. P. Laurens y Tartempion y a todo el montón
de sus dependientes y demás vendedores subalternos.»
Después de lo cual le dice: «para lavar del prognatismo
de tu maxilar las palabras mercantiles, entra en la salita dispuesta
al efecto. Allí refulgen los iconos de los santos. ¡Descúbrete
ante el Pauvre Pécheur, inclínate ante los Monet,
arrodíllate ante los Degas y Whistler, arrástrate
en presencia de Cézanne, prostérnate a los pies
de Renoir y lame el serrín de la escupidera bajo el marco
de la Olimpia!» Faustroll precisa seguidamente que, entre
todos los demás, el verdadero «artesano de la gran
obra», el creador de oro virgen, se llama Vincent Van Gogh.
Dicho esto sigue Jarry, «tras apuntar al centro
de los cuadriláteros deshonrados por colores irregulares
la lanza bienhechora de la máquina de pintar, encomendó
la dirección del monstruo mecánico al Sr. Henri
Rousseau, artista-pintor decorador, llamado el Aduanero».
Cézanne, Renoir, Manet, Gauguin, Van Gogh, Rousseau: resulta
sorprendente ver hasta qué punto la posteridad ha sancionado
este juicio. No hay crítico profesional ni siquiera
entre los más perspicaces que por entonces propusiera
tal conjunto de nombres, valorados, en ese mismo orden, que me
sigue pareciendo el más excitante y el más cercano
a imponerse de día en día.
Esta es la razón por la que me veo públicamente
obligado a reparar el olvido en que cayera el nombre de un pintor
particularmente querido de Jarry y sin duda de Gauguin, puesto
que éste vivió largo tiempo con él y le menciona
con el mayor interés en sus cartas. Me refiero a Filiger,
del que sabemos, por una carta del grabador Paul-Emile Colin al
Sr. Charles Chassé8, que se reunió con Gauguin en
Pouldu* en 1890. «Estábamos allí los cuatro:
Gauguin, Filiger, De Haan y yo, instalados al borde del mar, en
el Hotel de la Plage, como únicos huéspedes, por
lo demás, de la buena de Marie, una buena mujer que vivía
casi únicamente de nuestras modestas pensiones. Filiger,
al que expulsó de París la falta de dinero, no acudía
a Bretaña, de donde no debía salir, sino a disgusto
Vuelvo a ver la sala común de la pequeña fonda solitaria
en medio de la arena. Un techo de Gauguin tema: ocas
la decoraba. Las puertas también estaban decoradas con
pinturas. Un gran cuadro de tonalidad azul representaba a María
la Bretona con su hija. Por último, un día Filiger,
para completar la decoración de la sala, pintó en
un entrepaño a la Virgen María, según un
pequeño guache encantador de los que él sabía
hacer
Yo no creo que usted pudiese obtener cosa alguna de
Filiger si volviese a encontrarle: era muy amable, pero se hallaba
tan lejos de nuestra civilización, tan por encima, diría
yo.» Esto sería ya suficiente para nuestra buena
disposición, pero aún hay más. El Sr. Charles
Chassé9, con quien ¿es necesario decirlo?
tan poco concuerdo acerca de Jarry y de Rousseau, pero a quien
no por ello dejo de agradecer de muy buen grado el hallazgo de
la pista de Filiger, perdida hasta él, lo describe como
«una de las fisonomías más enigmáticas
que jamás hayan existido».
Por muy místico que se le supusiera, el Sr. Chassé
se inclina a pensar de él como de un «mátalas
callando», pues parece, en efecto, difícil de conciliar
de otro modo su repudio a entrar en el Café des Voyageurs
de Concarneau, so pretexto de no ser aquel «un lugar digno
de un pintor», con la remembranza de Louis le Ray, según
la cual Filiger preconizaba como aperitivo una mezcla de Amer
Picon y de Agua de Melisa de las Carmelitas, que él llamaba
«bebida simbólica». Cabe, además, recordar
que, en los años que precedieron a su muerte (en 1930,
en Plougastel-Daoulas), Filiger había pasado de aquel misticismo
pseudocristiano a un «paganismo integral».
Pero hay algo más, decíamos: ábrase el tomo
VI de las Oeuvres complètes de Alfred Jarryl0 por el epígrafe
«Crítica de arte» y se descubrirá que
el único texto importante de los dos que allí
figuran es el dedicado a Filiger y a su absoluta glorificación,
lo que, unido a la cualidad de la emoción que por él
corre, justifica, al menos hasta cierto punto, que el señor
Chassé tenga a este último por el «pintor
preferido» del padre
de Ubu roi. Yo he de limitarme
a citar una parte de la perorata de Jarry, mucho más extensa:
«De los dos eternos que no pueden ser uno sin otro, Filiger
no ha escogido el peor. Mas como el amor de lo puro y de lo piadoso
no relega como un andrajo esta otra pureza, el mal, a la vida
material, Maldoror encarna un dios bello bajo el cuero sonoro
cartón del rinoceronte. Y acaso más santo
Los demonios que hacen penitencia entre las largas costas, como
nasas, como bestias, trepan hasta el cielo con sus cuatro garras,
única marcha posible cuando el camino es abrupto
,
y ésta es la razón de que el arte de Filiger los
supere con el candor de sus castas cabezas de un giottismo expiatorio.
Resulta perfectamente absurdo que yo parezca dar esta especie
de resumen o descripción de sus pinturas, puesto que: 1º
Si no fueran muy hermosas yo no encontraría placer alguno
en citarlas, así que no las citaría. 2º Si
pudiese explicar bien, punto por punto, por qué es esa
pintura muy hermosa, ya no sería pintura, sino literatura
(nada de distinción de géneros), y ya no resultaría
bella en modo alguno
»11
El muy escaso número de obras de Filiger que han sido presentadas
al público, imputable sin duda al entierro de la mayor
parte de las restantes en la colección del conde Antoine
de la Rochefoucault (que ayudó financieramente al artista
durante años), la penuria de reproducciones fotográficas
que pudieran, al menos en parte, subvenir a esa laguna, y la falta
de toda cronología aplicable a lo que, de tarde en tarde,
es mostrado, parecen autorizarme a pasar a una nota subjetiva.
«Ante el Cimabue del Louvre, nos refiere Julien Leclerc,
Filiger se extasiaba sobre todo porque los rostros de los ángeles
son en él semejantes al de la Virgen.» Yo recuerdo
haber atribuido a la misma causa mi primera fascinación
ante este cuadro.12 Hace dos años pude adquirir en Pont-Aven
un guache de Filiger que se verá reproducido en el
grabado número 8 de la presente obra. Los ocho arcos
superiores, así como el cielo que rodea a las construcciones,
son azul real; los caballos de un verde musgo un poco menos sostenido
que la franja transversal, donde ondula en puntuación clara
una línea con motivos trifoliados; rojo grosella son las
espigas inferiores que, de dos en dos, flanquean una flor del
color de la achicoria silvestre, todo ello como afiligranado por
una corona suspendida por encima de una mariposa
La simetría
no queda quebrada más que por la rama que se despliega
de derecha a izquierda de una a otra de las torres laterales verdes,
dejando colgar entre dos corazones claros un fruto desconocido,
de un rojo vecino al de las espigas. Por mucho que sepa que vana
es una descripción semejante, no puedo menos que dejarme
arrastrar a ella por amor: mi excusa es que nada ha ejercido sobre
mí un encanto más duradero, ni ha resultado más
a cubierto de las variaciones de mi humor. Se sabe que Gauguin,
en 1888, pintó, para Paul Sérusier, una pequeña
tablilla que ha pasado a la historia de la pintura con el nombre
de Talismán. Si ese título no estuviese ya otorgado,
sería el que yo retendría para este Filiger, apenas
un poco más grande, y que carece de él.
Émile Bernard pudo llegar a decir que Filiger no se debía
sino «a los bizantinos y a las imágenes populares
de Bretaña»: yo no sé. El caso es que al hojear
un número reciente de Sciences et Voyages, donde se hacía
inventario de las únicas flores que en nuestras regiones
constituían toda la vegetación ornamental de la
Edad Media (campanilla blanca, primavera, margarita, narciso,
violeta, lirio, aguileña, digital, centaura, campánula
y escaramujo), yo no veía más que a Filiger como
capaz de revivir a Griselda*.
Aunque sólo fuera en consideración al juicio de
Alfred Jarry, que tan poco falible ha resultado en este terreno,
esperemos que una galería a falta de un museo nacional
se dedique, cualesquiera sean las dificultades, a realizar una
exposición de conjunto de las obras de Filiger, de modo
que, aunque tardíamente, le sea rendida plena justicia.
Octubre, 1951
Traducción de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández