Enero 2003, Nueva época No. 61 Xalapa • Veracruz • México
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El amor loco (fragmentos)
André Breton

 

Querida Écusette de Noireuil:

En la bella primavera de 1952 tendrá usted dieciséis años recién cumplidos y tal vez se sienta usted tentada a entreabrir este libro del que me gusta pensar que eufónicamente su título le será llevado por el viento que dobla los espinos blancos… Todos los sueños, todas las esperanzas, todas las ilusiones danzarán, espero, noche y día al fulgor de sus rizos y sin duda yo ya no estaré allí, yo que sólo desearía estar para verla. Los caballeros misteriosos y espléndidos pasarán a todo galope, en el crepúsculo a lo largo de los arroyos cambiantes. Bajo ligeros velos verde agua, con paso sonámbulo una muchacha se deslizará bajo altas bóvedas, donde sólo parpadeará una lámpara votiva. Pero los espíritus de los juncos, pero los gatos minúsculos que fingen dormir en las sortijas, pero el elegante revólver de juguete perforado con la palabra “Bal” le evitarán tomar esas escenas a lo trágico. Cualquiera que sea la suerte nunca demasiado bella, o cualquier otra, que le toque, no puedo saberlo, usted se complacerá en vivir, en esperarlo todo del amor. Suceda lo que suceda desde ahora hasta que usted tome conocimiento de esta carta —parece que es lo insuponible lo que debe suceder— déjeme pensar que estará usted entonces pronta a encarnar ese poder eterno de la mujer, el único ante el cual me he inclinado. Ya sea que acabe usted de cerrar un pupitre sobre un mundo azul cuervo de extrema fantasía o de perfilarse, con excepción de un ramillete de su corpiño, en silueta solar sobre el muro de una fábrica —estoy lejos de tener alguna seguridad acerca de su destino— déjeme creer que estas palabras: “El amor loco” serán un día las únicas que estén en relación con su vértigo.
No cumplirán su promesa, puesto que no harán más que esclarecerle el misterio de su nacimiento. Durante mucho tiempo pensé que la peor locura era dar la vida. En todo caso había guardado rencor a quienes me la habían dado. Es posible que usted me tenga rencor por ello algunos días. Y hasta es por eso por lo que he escogido mirarla a usted a los dieciséis años, en el momento en que no puede usted tenerme rencor por eso. Qué digo, mirarla no es eso, tratar de ver por sus ojos, de mirarme por sus ojos.
Mi niña chiquita, que sólo tiene seis meses, que sonríe siempre, que está hecha a la vez como el coral y la perla, un día sabrá que todo azar ha sido rigurosamente excluido de su venida, que ésta se produjo a la hora misma en que debía producirse, ni antes ni después, y que ninguna sombra la esperaba por encima de su cuna de mimbre. Hasta la miseria bastante grande que había sido y sigue siendo la mía por algunos días hacía tregua. Por lo demás yo no estaba obsesionado contra esa miseria: aceptaba tener que pagar el rescate de mi no-esclavitud vitalicia, saldar el derecho que me había concedido a mí mismo de una vez por todas a no expresar otras ideas sino las mías. No éramos tantos… Ella pasaba a lo lejos, muy embellecida, casi justificada, un poco como lo que se ha llamado, para un pintor que fue uno de los primerísimos amigos de usted, la época azul. Aparecía como la consecuencia más o menos inevitable de mi rechazo de pasar por lo que casi todos los otros pasaban, ya estuviesen en un campo o en el otro. Esa miseria, ya sea que haya tenido usted o no tiempo de tomarle horror, piense que no era sino el reverso de la maravillosa medalla de su existencia: menos centelleante sin ella hubiera sido la Noche del Girasol.
Menos centelleante, puesto que entonces el amor no hubiera tenido que desafiar todo lo que tuvo que desafiar, puesto que, para triunfar, no hubiera tenido que contar en todo y por todo consigo mismo. Era tal vez de una imprudencia terrible pero era precisamente esa imprudencia la más bella joya del cofre. Más allá de esa imprudencia no quedaba sino cometer una más grande: la de hacerla nacer a usted, aquella cuyo soplo perfumado es usted. Era preciso que por lo menos de una a otra quedase tendida una cuerda mágica, tendida como para romperse por encima del precipicio para que la belleza fuese a cortarla a usted como a una imposible flor aérea, ayudándose tan sólo con su balancín. Que un día por lo menos le complazca pensar que es usted esa flor, que nació usted sin ningún contacto con el suelo desgraciadamente no estéril de lo que se ha convenido en llamar “los intereses humanos”. Usted nació del puro espejeo de lo que fue bastante tarde para mí el resultado de la poesía a la que me había consagrado en mi juventud, de la poesía a la que seguí sirviendo, con desprecio de todo lo que no es ella. Usted se encontró allí como por encanto, y si alguna vez distingue rastros de tristeza en estas palabras que por primera vez le dirijo a usted sola, dígase que ese encanto sigue y seguirá siendo la misma cosa que usted, que es suficientemente fuerte para superar en mí todos los desgarramientos del corazón. Siempre y mucho tiempo, las dos grandes palabras enemigas que se enfrentan en cuanto se trata del amor, no han intercambiado nunca mandobles más cegadores que hoy por encima de mí, en un cielo todo él como sus ojos cuyo blanco sigue siendo tan azul. De estas palabras, la que lleva mis colores, incluso si su estrella se debilita en este momento, incluso si ha de perder, es siempre. Siempre, como en los juramentos que exigen las muchachas. Siempre, como sobre la arena blanca del tiempo y por la gracia de ese instrumento que sirve para contarlo pero que sólo hasta aquí la fascina y le da hambre, reducido a un hilillo de leche sin fin brotando de un pecho de vidrio. Contra y hacia todo habré mantenido que ese siempre es la gran clave. Lo que amé, ya sea que lo haya conservado o no, lo amaré siempre. Como está usted llamada a sufrir también, yo quería al terminar este libro explicarle. He hablado de cierto “punto sublime” en la montaña. Nunca se planteó la posibilidad de establecerme para siempre en ese punto. Además, a partir de ese momento habría dejado de ser sublime, y yo habría dejado de ser un hombre. A falta de poder razonablemente establecerme en él, por lo menos no me aparté nunca hasta perderlo de vista, hasta no poder ya mostrarlo. Había escogido ser ese guía, me había obligado por consiguiente a no desmerecer del poder que, en la dirección del amor eterno, me había hecho ver y concedido el privilegio más raro de hacer ver. Nunca desmerecí, nunca dejé de hacer una misma cosa de la carne del ser que amo y de la nieve de las cimas a la salida del sol. Del amor no he querido conocer sino las horas de triunfo, cuyo collar cierro sobre usted. Incluso a la perla negra, la última, estoy seguro de que usted comprende qué debilidad me ata, qué suprema esperanza de conjuración he puesto en ella. No niego que el amor tenga pleito casado con la vida. Digo que debe vencer y para eso haberse elevado a una conciencia poética tal de sí mismo que todo lo que necesariamente encuentre de hostil se funda en el foco de su propia gloria.
Por lo menos eso habrá sido permanentemente mi gran esperanza, a la que nada le resta la incapacidad en que me he encontrado a veces de mostrarme a su altura. Si alguna vez ha entrado en compromisos con otra, estoy seguro de que ésta no la atañe a usted menos estrechamente. Como he querido que usted conociese esa razón de ser de su existencia, que es que yo se la había pedido a lo que era para mí, con toda la fuerza del término, la belleza, con toda la fuerza del término, el amor —el nombre que le doy en el encabezado de esta carta no sólo me da cuenta encantadoramente, bajo su forma anagramática,* de su aspecto actual, puesto que, mucho después de haberlo inventado para usted, me di cuenta de que las palabras que lo componen, en la página 66 de este libro, me habían servido para caracterizar el aspecto mismo que había tomado para mí el amor: debe ser eso el parecido— he querido además que todo lo que espero del devenir humano, todo lo que, según yo, vale la pena de luchar por todos y no por uno, dejase de ser una manera formal de pensar, aun cuando fuese la más noble, para enfrentarse a esa realidad en devenir vivo que es usted. Quiero decir que temí, en una época de mi vida, verme privado del contacto necesario, del contacto humano con lo que sería después de mí. Después de mí, esa idea sigue perdiéndose pero se recobra maravillosamente en cierto gesto de la mano que usted tiene como (y para mí no como) todos los niños. Admiré tanto, desde el primer día, su mano. Revoloteaba, fulminándolo casi de vacuidad, alrededor de todo lo que yo había intentado edificar intelectualmente. Esa mano, qué cosa insensata y cómo compadezco a los que no han tenido la oportunidad de estrellizar con ella la más bella página de un libro. Indigencia, de pronto, de la flor. Basta considerar esa mano para pensar que el hombre da un aspecto risible a lo que cree saber. Todo lo que comprende de ella es que está verdaderamente hecha, en todos los sentidos, para lo mejor. Esa aspiración ciega hacia lo mejor bastaría para justificar el amor tal como yo lo concibo, el amor absoluto, como único principio de selección física y moral que pueda responder de la no-vanidad del testimonio, del tránsito humanos.
Pensaba en eso, no sin fiebre, en septiembre de 1936, solo con usted en mi famosa casa inhabitable de sal gema. Pensaba en ello en el intervalo de los periódicos que relataban más o menos hipócritamente los episodios de la guerra civil en España, de los periódicos tras de los cuales creía usted que desaparecía para jugar al escondite con usted. Y era verdad también, puesto que en tales minutos, el inconsciente y el consciente, bajo la forma de usted y la mía, existían en plena dualidad el uno junto al otro, se mantenían en una ignorancia total el uno del otro y sin embargo se comunicaban a placer por un solo hilo muy poderoso que era entre nosotros el intercambio de la mirada. Sin duda mi vida de entonces estaba suspendida de un hilo. Grande era la tentación de ir a ofrecérsela a aquellos que, sin error posible y sin distinción de tendencias, querían a cualquier precio acabar con el viejo “orden” fundado sobre el culto de esa trinidad abyecta: la familia, la patria y la religión. Y sin embargo usted me retenía con ese hilo que es el de la felicidad, tal como se transparenta en la trama de la desgracia misma. Amaba en usted a todos los niños de los milicianos de España, semejantes a los que había visto correr desnudos en los suburbios de pimienta de Santa Cruz de Tenerife. ¡Ojalá que el sacrificio de tantas vidas humanas haga de ellos un día seres felices! Y sin embargo no me sentía con el valor de exponerla a usted conmigo para ayudar a que eso fuese.
¡Que ante todo la idea de familia se hunda bajo tierra! Si amé en usted el cumplimiento de la necesidad natural, fue en la medida exacta en que, en su persona, era una sola cosa con lo que era para mí la necesidad humana, la necesidad lógica y en que la conciliación de estas dos necesidades se me ha presentado siempre como la única maravilla al alcance del hombre, como la única oportunidad que tiene de escapar de tarde en tarde a la maldad de su condición. Usted pasó del no ser al ser en virtud de uno de esos acordes realizados que son los únicos para los cuales me complació tener una oreja. Usted estaba dada como posible, como segura en el momento mismo en que, en el amor más seguro de sí mismo, un hombre y una mujer la deseaban.
¡Alejarme de usted! Me importaba demasiado, por ejemplo, escucharla un día contestar con toda inocencia a esas preguntas insidiosas que las personas mayores hacen a los niños: “¿Con qué se piensa, se sufre? ¿Cómo se supo el nombre del sol? ¿De dónde viene la noche?” ¡Como si ellas mismas pudiesen decirlo! Siendo para mí la criatura humana en su autenticidad perfecta, debía usted contra toda verosimilitud enseñármelo…
Le deseo que sea amada locamente.

Traducción
de Tomás Segovia