Enero 2003 , Nueva época No. 61 Xalapa • Veracruz • México
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André Breton o la búsqueda del comienzo
Octavio Paz

 

Escribir sobre André Breton con un lenguaje que no sea el de la pasión es imposible. Además, sería indigno. Para él los poderes de la palabra no eran distintos a los de la pasión y ésta, en su forma más alta y tensa, no era sino lenguaje en estado de pureza salvaje: poesía. Breton: el lenguaje de la pasión —la pasión del lenguaje. Toda su búsqueda, tanto o más que exploración de territorios psíquicos desconocidos, fue la reconquista de un reino perdido: la palabra del principio, el hombre anterior a los hombres y las civilizaciones. El surrealismo fue su orden de caballería y su acción entera fue una Quête du Graal. La sorprendente evolución del vocablo querer expresa muy bien la índole de su búsqueda; querer viene de quaerere (buscar, inquirir) pero en español cambió pronto de sentido para significar voluntad apasionada, deseo. Querer: búsqueda pasional, amorosa. Búsqueda no hacia el futuro ni el pasado sino hacia ese centro de convergencia que es, simultáneamente, el origen y el fin de los tiempos: el día antes del comienzo y después del fin. Su escándalo ante «la infame idea cristiana del pecado» es algo más que una repulsa de los valores tradicionales de Occidente: es una afirmación de la inocencia original del hombre. Esto lo distingue de casi todos sus contemporáneos y de los que vinieron después. Para Bataille el erotismo, la muerte y el pecado son signos intercambiables que en sus combinaciones repiten, con aterradora monotonía, el mismo significado: la nadería del hombre, su irremediable ab-yección. También para Sartre el hombre es el hijo de una maldición, sea ontológica o histórica, llámese angustia o trabajo asalariado. Ambos son hijos rebeldes del cristianismo. La estirpe de Breton es otra. Por su vida y su obra no fue tanto un heredero de Sade y Freud como de Rousseau y Eckhart. No fue un filósofo sino un poeta y, aún más, en el antiguo sentido de la expresión, un hombre de honor. Su intransigencia ante la idea del pecado fue un punto de honra: le parecía que, efectivamente, era una mancha, algo que lesionaba no al ser sino a la dignidad humana. La creencia en el pecado era incompatible con su noción del hombre. Esta convicción, que lo opuso con gran violencia a muchas filosofías modernas y a todas las religiones, en el fondo también era religiosa: fue un acto de fe. Lo más extraño —debería decir: lo admirable— es que esa fe jamás lo abandonó. Denunció flaquezas, desfallecimientos y traiciones, pero nunca pensó que nuestra culpabilidad fuese congénita. Fue un hombre de partido sin la menor traza de maniqueísmo. Para Breton pecar y nacer no fueron sinónimos.
El hombre, aun el envilecido por el neocapitalismo y el pseudosocialismo de nuestros días, es un ser maravilloso porque, a veces, habla. El lenguaje es la marca, la señal —no de su caída sino de su esencial irresponsabilidad. Por la palabra podemos acceder al reino perdido y recobrar los antiguos poderes. Esos poderes no son nuestros. El inspirado, el hombre que de verdad habla, no dice nada que sea suyo: por su boca habla el lenguaje. El sueño es propicio a la explosión de la palabra por ser un estado afectivo: su pasividad es actividad del deseo. El sueño es pasional. Aquí también su oposición al cristianismo fue de índole religiosa: el lenguaje, para decirse a sí mismo, aniquila la conciencia. La poesía no salva al yo del poeta: lo disuelve en la realidad más vasta y poderosa del habla. El ejercicio de la poesía exige el abandono, la renuncia al yo. Es lástima que el budismo no le haya interesado: esa tradición también destruye la ilusión del yo, aunque no en beneficio del lenguaje sino del silencio. (Debo añadir que ese silencio es palabra callada, silencio que no cesa de emitir significados desde hace más de dos mil años.) Recuerdo al budismo porque creo que la «escritura automática» es algo así como un equivalente moderno de la meditación budista; no pienso que sea un método para escribir poemas y tampoco es una receta retórica: es un ejercicio psíquico, una convocación y una invocación destinadas a abrir las esclusas de la corriente verbal. El automatismo poético, según lo subrayó varias veces el mismo Breton, colinda con el ascetismo: implica un estado de difícil pasividad que, a su vez, exige la abolición de toda crítica y autocrítica. Es una crítica radical de la crítica, un poner en entredicho a la conciencia. A su manera, es una vía purgativa, un método de negación tendiente a provocar la aparición de la verdadera realidad: el lenguaje primordial.
El fundamento de la «escritura automática» es la creencia en la identidad entre hablar y pensar. El hombre no habla porque piensa sino que piensa porque habla; mejor dicho, hablar no es distinto de pensar: hablar es pensar. Breton justifica su idea con esta observación: nous ne disposons spontanément pour nous exprimer que d’une seule structure verbale excluant de la manière la plus catégorique toute autre structure apparemment chargée du même sens. La primera objeción que podría oponerse a esta fórmula tajante es el hecho de que tanto en el habla diaria como en la prosa escrita nos encontramos con frases que pueden decirse con otras palabras o con las mismas, pero dispuestas en un orden distinto. Breton respondería, con razón, que entre una y otra versión no sólo cambia la estructura sintáctica sino que la idea misma se modifica, así sea de manera imperceptible. Todo cambio en la estructura verbal produce un cambio de significado. En un sentido riguroso, lo que llamamos sinónimos no son sino traducciones o equivalencias en el interior de una lengua; y lo que llamamos traducción es traslación o interpretación. Palabras como nirvana, dharma, tao o jen son realmente intraducibles; lo mismo ocurre con física, naturaleza, democracia, revolución y otros términos de Occidente que no tienen exacto equivalente en lenguas ajenas a nuestra tradición. A medida que la relación entre la estructura verbal y el significado es más íntima —matemáticas y poesía, para no hablar de lenguajes no articulados como la música y la pintura— la traducción es más y más difícil. En uno y otro extremo del lenguaje —la exclamación y la ecuación— es imposible separar al signo en sus dos mitades: significante y significado son lo mismo. Breton se opone así, tal vez sin saberlo, a Saussure: el lenguaje no es únicamente una convención arbitraria entre sonido y sentido, algo que empiezan a reconocer hoy los mismos lingüistas.
Las ideas de Breton sobre el lenguaje eran de orden mágico. No sólo nunca distinguió entre magia y poesía sino que pensó siempre que esta última era efectivamente una fuerza, una sustancia o energía capaz de cambiar la realidad. Al mismo tiempo, esas ideas poseían una precisión y una penetración que me atrevo a llamar científicas. Por una parte veía al lenguaje como una corriente autónoma y dotada de poder propio, una suerte de magnetismo universal; por la otra, concebía esa sustancia erótica como un sistema de signos regidos por la doble ley de la afinidad y la oposición, la semejanza y la alteridad. Esta visión no está muy alejada de la de los lingüistas modernos: las palabras y sus elementos constitutivos son campos de energía, como los átomos y sus partículas. La atracción entre sílabas y palabras no es distinta a la de los astros y los cuerpos. La antigua noción de analogía reaparece: la naturaleza es lenguaje y éste, por su parte, es un doble de aquélla. Recobrar el lenguaje natural es volver a la naturaleza, antes de la caída y de la historia: la poesía es el testimonio de inocencia original. El contrato social se convierte, para Breton, en el acuerdo verbal, poético, entre el hombre y la naturaleza, la palabra y el pensamiento. Desde esta perspectiva se puede entender mejor esa afirmación tantas veces repetida: el surrealismo es un movimiento de liberación total, no una escuela poética. Vía de reconquista del lenguaje inocente y renovación del pacto primordial, la poesía es la escritura de fundación del hombre. El surrealismo es revolucionario porque es una vuelta al principio del principio.
Los primeros poemas de Breton ostentan las huellas de una lectura apasionada de Mallarmé. Ni en los momentos de mayor violencia y libertad verbales abandonó ese gusto por la palabra, a un tiempo precisa y preciosa. Palabra tornasol, lenguaje de reverberaciones. Fue un poeta «manierista», en el buen sentido del término; dentro de la tradición europea está en la línea que desciende de Góngora, Marino, Donne —poetas que no sé si leyó y que, me temo, su moral poética reprobaba. Esplendor verbal y violencia intelectual y pasional. Alianza extraña, pero no infrecuente, entre profecía y esteticismo que convierte a sus mejores poemas en objetos de belleza y, al mismo tiempo, en testamentos espirituales. Tal es, quizá, la razón de su culto hacia Lautréamont, el poeta que encontró la forma de la explosión psíquica. De ahí también, aunque la juzgase inevitable y saludable como «necesidad revolucionaria», su no oculta repugnancia por la brutalidad simplista de Dadá. Sus reservas frente a otros poetas eran de índole distinta. Su admiración hacia Apollinaire contiene un grano de reticencia porque para Breton la poesía era creación de realidades por la palabra y no mera invención verbal. Amaba la novedad y la sorpresa en arte, pero el término invención no era de su gusto; en cambio, en muchos de sus textos brilla con luz inequívoca el sustantivo revelación. Decir es la actividad más alta: revelar lo escondido, despertar la palabra enterrada, suscitar la aparición de nuestro doble, crear a ese otro que somos y al que nunca dejamos ser del todo.
Revelación es resurrección, exposición, iniciación. Es palabra que evoca el rito y la ceremonia. Excepto como medio de provocación, para injuriar al público o excitar a la rebelión, Breton detestó los espectáculos al aire libre: la fiesta debería celebrarse en las catacumbas. Cada una de las exposiciones surrealistas giró en torno a un eje contradictorio: escándalo y secreto, consagración y profanación. Consagración y conspiración son términos consanguíneos: la revelación es también rebelión. El otro, nuestro doble, niega la ilusoria coherencia y seguridad de nuestra conciencia, ese pilar de humo que sostiene nuestras arrogantes construcciones filosóficas y religiosas. Los otros, proletarios y esclavos coloniales, mitos primitivos y utopías revolucionarias, amenazan con no menor violencia las creencias e instituciones de Occidente. A unos y otros, a Fourier y al papúa de Nueva Guinea, Breton les da la mano. Rebelión y revelación, lenguaje y pasión, son manifestaciones de una realidad única. El verdadero nombre de esa realidad también es doble: inocencia y maravilla. El hombre es creador de maravillas, es poeta, porque es un ser inocente. Los niños, las mujeres, los enamorados, los inspirados y aun los locos son la encarnación de lo maravilloso. Todo lo que hacen es insólito y no lo saben. No saben lo que hacen: son irresponsables, inocentes. Imanes, pararrayos, cables de alta tensión: sus palabras y sus actos son insensatos y, no obstante, poseen un sentido. Son los signos dispersos de un lenguaje en perpetuo movimiento y que despliega ante nuestros ojos un abanico de significados contradictorios —resuelto al fin en un sentido único y último. Por ellos y en ellos el universo nos habla y habla consigo mismo.
He repetido algunas de sus palabras: revelación y rebelión, inocencia y maravilla, pasión y lenguaje. Hay otra: magnetismo. Breton fue uno de los centros de gravedad de nuestra época. No sólo creía que los hombres estamos regidos por las leyes de la atracción y la repulsión sino que su persona misma era una encarnación de esas fuerzas. Todos los que lo tratamos sentimos el movimiento dual del vértigo: la fascinación y el impulso centrífugo. Confieso que durante mucho tiempo me desveló la idea de hacer o decir algo que pudiese provocar su reprobación. Creo que muchos de sus amigos experimentaron algo semejante. Todavía hace unos pocos años Buñuel me invitó a ver, en privado, una de sus películas. Al terminar la exhibición, me preguntó: ¿Breton la encontrará dentro de la tradición surrealista? Cito a Buñuel no sólo por ser un gran artista, sino porque es un hombre de una entereza de carácter y una libertad de espíritu de veras excepcionales. Estos sentimientos, compartidos por todos los que lo frecuentaron, no tienen nada que ver con el temor ni con el respeto al superior (aunque yo creo que, si hay hombres superiores, Breton fue uno de ellos). Nunca lo vi como a un jefe y menos aún como a un Papa, para emplear la innoble expresión popularizada por algunos cerdos. A pesar de mi amistad hacia su persona, mis actividades dentro del grupo surrealista fueron más bien tangenciales. Sin embargo, su afecto y su generosidad me confundieron siempre, desde el principio de nuestra relación hasta el fin de sus días. Nunca he sabido la razón de su indulgencia: ¿tal vez por ser yo de México, una tierra que amó siempre? Más allá de estas consideraciones de orden privado, diré que en muchas ocasiones escribo como si sostuviese un diálogo silencioso con Breton: réplica, respuesta, coincidencia, divergencia, homenaje, todo junto. Ahora mismo experimento esa sensación.
En mi adolescencia, en un período de aislamiento y exaltación, leí por casualidad unas páginas que, después lo supe, forman el capítulo V de L’Amour fou. En ellas relata su ascensión al pico del Teide, en Tenerife. Ese texto, leído casi al mismo tiempo que The Marriage of Heaven and Hell, me abrió las puertas de la poesía moderna. Fue un «arte de amar», no a la manera trivial del de Ovidio, sino como una iniciación a algo que después la vida y el Oriente me han corroborado: la analogía o, mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza. ¿El agua es femenina o la mujer es oleaje, río nocturno, playa del alba tatuada por el viento? Si los hombres somos una metáfora del universo, la pareja es la metáfora por excelencia, el punto de encuentro de todas las fuerzas y la semilla de todas las formas. La pareja es, otra vez, tiempo reconquistado, tiempo antes del tiempo. Contra viento y marea, he procurado ser fiel a esa revelación; la palabra amor guarda intactos todos sus poderes sobre mí. O como él dice: On n’en sera plus jamais quitte avec ces frondaisons de l’age d’or. En todos sus escritos, desde los primeros hasta los últimos, aparece esta obstinada creencia en una edad paradisíaca, unida a la visión de la pareja primordial. La mujer es puente, lugar de reconciliación entre el mundo natural y el humano. Es lenguaje concreto, revelación encarnada: la femme n’est plus qu’un calice débordant de voyelles.
Años más tarde conocí a Benjamin Péret, Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Remedios Varo y otros surrealistas que habían buscado refugio en México durante la segunda guerra mundial. Vino la paz y volví a ver a Benjamin en París. Él me llevó al café de la Place Blanche. Durante una larga temporada vi a Breton con frecuencia. Aunque el trato asiduo no siempre es benéfico para el intercambio de ideas y sentimientos, más de una vez sentí esa corriente que une realmente a los interlocutores, inclusive si sus puntos de vista no son idénticos. No olvidaré nunca, entre todas esas conversaciones, una que sostuvimos en el verano de 1964, un poco antes de que yo regresase a la India. No la recuerdo por ser la última sino por la atmósfera que la rodeó. No es el momento de relatar ese episodio. (Algún día, me lo he prometido, lo contaré.) Para mí fue un encuentro, en el sentido que daba Breton a esta palabra: predestinación y, asimismo, elección. Aquella noche, caminando solos los dos por el barrio de Les Halles, la conversación se desvió hacia un tema que le preocupaba: el porvenir del movimiento surrealista. Recuerdo que le dije, más o menos, que para mí el surrealismo era la enfermedad sagrada de nuestro mundo, como la lepra en la Edad Media o los «alumbrados» españoles en el siglo XVI; negación necesaria de Occidente, viviría tanto como viviese la civilización moderna, independientemente de los sistemas políticos y de las ideologías que predominen en el futuro. Mi exaltación lo impresionó, pero repuso: la negación vive en función de la afirmación y ésta de aquélla; dudo mucho que el mundo que empieza ahora pueda definirse como afirmación o negación: entramos en una zona neutra y la rebelión surrealista deberá expresarse en formas que no sean ni la negación ni la afirmación. Estamos más allá de reprobación o aprobación… No es aventurado suponer que esta idea inspiró la última exposición del grupo: la separación absoluta. No es la primera vez que Breton pidió «la ocultación» del surrealismo, pero pocas veces lo declaró con tal decisión. Quizá pensaba que el movimiento recobraría su fecundidad sólo si se mostraba capaz de convertirse en una fuerza subterránea. ¿Vuelta a las catacumbas? No sé. Me pregunto si en una sociedad como la nuestra, en la que se han desvanecido las antiguas contradicciones —no en beneficio del principio de identidad sino por una suerte de anulación y desvalorización universales—, aún tiene sentido lo que llamaba Mallarmé la «acción restringida»: ¿publicar es todavía una forma de la acción, o es una manera de disolverla en el anonimato de la publicidad?
Se dice con frecuencia que la ambigüedad del surrealismo consiste en ser un movimiento de poetas y pintores que, no obstante, se rehúsa a ser juzgado con criterios estéticos. ¿No ocurre lo mismo con todas las tendencias artísticas del pasado y con todas las obras de los grandes poetas y pintores? El «arte» es una invención de la estética que, a su vez, es una invención de los filósofos. Nietzsche enterró a las dos y bailó sobre su tumba: lo que llamamos arte es juego. La voluntad surrealista de borrar las fronteras entre el arte y la vida no es nueva; son nuevos los términos en que se expresó y es nuevo el significado de su acción. Ni «vida artística» ni «arte vital»: regresar al origen de la palabra, al momento en que hablar es sinónimo de crear. Ignoro cuál será el porvenir del grupo surrealista; estoy seguro de que la corriente que va del romanticismo alemán y de Blake al surrealismo no desaparecerá. Vivirá al margen, será la otra voz.
El surrealismo, dicen los críticos, ya no es la vanguardia. Aparte de que tengo antipatía por ese término militar, no creo que la novedad, el estar en la punta del acontecimiento, sea la característica esencial del surrealismo. Ni siquiera Dadá tuvo ese culto frenético por lo nuevo que postularon, por ejemplo, los futuristas. Ni Dadá ni el surrealismo adoraron a las máquinas. El surrealismo las profanó: máquinas improductivas, élevages de poussière, relojes reblandecidos. La máquina como método de crítica —del maquinismo y de los hombres, del progreso y sus bufonerías. ¿Duchamp es el principio o el fin de la pintura? Con su obra y aún más con su actitud negadora de la obra, Duchamp cierra un período del arte de Occidente (el de la pintura propiamente dicha) y abre otro que ya no es «artístico»: la disolución del arte en la vida, del lenguaje en el círculo sin salida del juego de palabras, de la razón en su antídoto filosófico —la risa. Duchamp disuelve la modernidad con el mismo gesto con que niega la tradición. En el caso de Breton, además, hay la visión del tiempo, no como sucesión sino como la presencia constante, aunque invisible, de un presente inocente. El futuro le parecía fascinante por ser el territorio de lo inesperado: no lo que será según la razón, sino lo que podría ser según la imaginación. La destrucción del mundo actual permitiría la aparición del verdadero tiempo, no histórico sino natural, no regido por el progreso sino por el deseo. Tal fue, si no me equivoco, su idea de una sociedad comunista-libertaria. Nunca pensó que hubiese una contradicción esencial entre los mitos y las utopías, la poesía y los programas revolucionarios. Leía a Fourier como podemos leer los Vedas o el Popol Vuh, y los poemas esquimales le parecían profecías revolucionarias. El pasado más antiguo y el futuro más remoto se unían con naturalidad en su espíritu. Del mismo modo: su materialismo no fue un «cientismo» vulgar ni su irracionalismo era odio a la razón.
La decisión de abrazar los términos opuestos —Sade y Rousseau, Novalis y Rousseau, Juliette y Eloísa, Marx y Chateaubriand— aparece constantemente en sus escritos y en sus actos. Nada más alejado de esta actitud que la tolerancia acomodaticia del escepticismo. En el mundo del pensamiento odiaba al eclecticismo y en el del erotismo la promiscuidad. Lo mejor de su obra, la prosa tanto como la poesía, son las páginas inspiradas por la idea de elección y la correlativa de fidelidad a esa elección, sea en el arte o en la política, en la amistad o en el amor. Esta idea fue el eje de su vida y el centro de su concepción del amor único: resplandor de la pasión tallado por la libertad, diamante inalterable. Nuestro tiempo ha liberado al amor de las cárceles del siglo pasado sólo para convertirlo en un pasatiempo anónimo, un objeto más de consumo en una sociedad de atareados consumidores. La visión de Breton es la negación de casi todo lo que pasa hoy por amor y aun por erotismo (otra palabra manoseada como una moneda ínfima). Es difícil entender del todo su adhesión sin reservas hacia la obra de Sade. Cierto, lo conmovía y exaltaba el carácter absoluto de su negación, pero ¿cómo conciliarla con la creencia en el amor, centro de la edad de oro? Sade denuncia el amor: es una hipocresía o, peor aún, una ilusión. Su sistema es delirante, no incoherente: su negación no es menos total que la afirmación de San Agustín. Ambos repudian con idéntica violencia todo maniqueísmo; para el santo cristiano el mal no tiene realidad ontológica; para Sade lo que carece de realidad es lo que llamamos bien: su versión del Contrato social son los estatutos de la Sociedad de Amigos del Crimen.
Bataille intentó transformar el monólogo de Sade en un diálogo y opuso al erotismo absoluto un interlocutor no menos absoluto: la divinidad cristiana. El resultado fue el silencio y la risa: la «ateología». Lo impensable y lo innombrable. Breton se propuso reintroducir el amor en el erotismo o, más exactamente, consagrar al erotismo por el amor. De nuevo: su oposición a todas las religiones implica una voluntad de consagración. Y aún más: una voluntad de reconciliación. Al comentar un pasaje de la Nouvelle Justine —el episodio en que uno de los personajes mezcla su esperma a la lava del Etna— Breton observa que el acto es un homenaje de amor a la naturaleza, une façon, des plus folles, des plus indiscutables de l’aimer. Cierto, su admiración hacia Sade apenas si tenía límites y siempre pensó que tant qu’on ne sera pas quitte avec l’idée de la transcendance d’un bien quelconque… la représentation exaltée du mal inné gardera la plus grande valeur révolutionnaire. Con esta salvedad, en el diálogo entre Sade y Rousseau, se inclina irresistiblemente del lado de este último, el amigo del hombre primitivo, el amante de la naturaleza. El amor no es una ilusión: es la mediación entre el hombre y la naturaleza, el sitio en que se cruzan el magnetismo terrestre y el del espíritu.
Cada una de las facetas de su obra refleja las otras. Ese reflejo no es el pasivo del espejo: no es una repetición sino una réplica. Haz de luces contrarias, diálogo de resplandores. Magnetismo, revelación, sed de inocencia y, asimismo, desdén. ¿Altanero? Sí, en el sentido noble del término: ave de altanería, pájaro de altura. Todas las palabras de esta familia le convienen. Fue un alzado, un exaltado, su poesía nos exalta y, sobre todo, dijo que el cuerpo de la mujer y el del hombre eran nuestros únicos altares. ¿Y la muerte? Todo hombre nace y muere varias veces. No es la primera vez que Breton muere. Él lo supo mejor que nadie: cada uno de sus libros centrales es la historia de una resurrección. Sé que ahora es distinto y que no volveremos a verlo. Esta muerte no es una ilusión. Sin embargo, Breton vivió ciertos instantes, vio ciertas evidencias que son la negación del tiempo y de lo que llamamos perspectiva normal de la vida. Llamo poéticos a esos instantes aunque son experiencias comunes a todos los hombres: la única diferencia es que el poeta los recuerda y trata de reencarnarlos en palabras, sonidos, colores. Aquel que ha vivido esos instantes y es capaz de inclinarse sobre su significación, sabe que el yo no se salva porque no existe. Sabe también que, como el mismo Breton lo subrayó varias veces, las fronteras entre sueño y vigilia, vida y muerte, tiempo y presente sin tiempo, son fluidas e indecisas. No sabemos qué sea realmente morir, excepto que es el fin del yo— el fin de la cárcel. Breton rompió varias veces esa cárcel, ensanchó o negó al tiempo y, por un instante sin medida, coincidió con el otro tiempo. Esta experiencia, núcleo de su vida y de su pensamiento, es invulnerable e intocable: está más allá del tiempo, más allá de la muerte —más allá de nosotros. Saberlo me reconcilia con su muerte de ahora y con todo morir.

Delhi, a 5 de octubre de 1960