Escribir
sobre André Breton con un lenguaje que no sea el de la
pasión es imposible. Además, sería indigno.
Para él los poderes de la palabra no eran distintos a los
de la pasión y ésta, en su forma más alta
y tensa, no era sino lenguaje en estado de pureza salvaje: poesía.
Breton: el lenguaje de la pasión la pasión
del lenguaje. Toda su búsqueda, tanto o más que
exploración de territorios psíquicos desconocidos,
fue la reconquista de un reino perdido: la palabra del principio,
el hombre anterior a los hombres y las civilizaciones. El surrealismo
fue su orden de caballería y su acción entera fue
una Quête du Graal. La sorprendente evolución del
vocablo querer expresa muy bien la índole de su búsqueda;
querer viene de quaerere (buscar, inquirir) pero en español
cambió pronto de sentido para significar voluntad apasionada,
deseo. Querer: búsqueda pasional, amorosa. Búsqueda
no hacia el futuro ni el pasado sino hacia ese centro de convergencia
que es, simultáneamente, el origen y el fin de los tiempos:
el día antes del comienzo y después del fin. Su
escándalo ante «la infame idea cristiana del pecado»
es algo más que una repulsa de los valores tradicionales
de Occidente: es una afirmación de la inocencia original
del hombre. Esto lo distingue de casi todos sus contemporáneos
y de los que vinieron después. Para Bataille el erotismo,
la muerte y el pecado son signos intercambiables que en sus combinaciones
repiten, con aterradora monotonía, el mismo significado:
la nadería del hombre, su irremediable ab-yección.
También para Sartre el hombre es el hijo de una maldición,
sea ontológica o histórica, llámese angustia
o trabajo asalariado. Ambos son hijos rebeldes del cristianismo.
La estirpe de Breton es otra. Por su vida y su obra no fue tanto
un heredero de Sade y Freud como de Rousseau y Eckhart. No fue
un filósofo sino un poeta y, aún más, en
el antiguo sentido de la expresión, un hombre de honor.
Su intransigencia ante la idea del pecado fue un punto de honra:
le parecía que, efectivamente, era una mancha, algo que
lesionaba no al ser sino a la dignidad humana. La creencia en
el pecado era incompatible con su noción del hombre. Esta
convicción, que lo opuso con gran violencia a muchas filosofías
modernas y a todas las religiones, en el fondo también
era religiosa: fue un acto de fe. Lo más extraño
debería decir: lo admirable es que esa fe jamás
lo abandonó. Denunció flaquezas, desfallecimientos
y traiciones, pero nunca pensó que nuestra culpabilidad
fuese congénita. Fue un hombre de partido sin la menor
traza de maniqueísmo. Para Breton pecar y nacer no fueron
sinónimos.
El hombre, aun el envilecido por el neocapitalismo y el pseudosocialismo
de nuestros días, es un ser maravilloso porque, a veces,
habla. El lenguaje es la marca, la señal no de su
caída sino de su esencial irresponsabilidad. Por la palabra
podemos acceder al reino perdido y recobrar los antiguos poderes.
Esos poderes no son nuestros. El inspirado, el hombre que de verdad
habla, no dice nada que sea suyo: por su boca habla el lenguaje.
El sueño es propicio a la explosión de la palabra
por ser un estado afectivo: su pasividad es actividad del deseo.
El sueño es pasional. Aquí también su oposición
al cristianismo fue de índole religiosa: el lenguaje, para
decirse a sí mismo, aniquila la conciencia. La poesía
no salva al yo del poeta: lo disuelve en la realidad más
vasta y poderosa del habla. El ejercicio de la poesía exige
el abandono, la renuncia al yo. Es lástima que el budismo
no le haya interesado: esa tradición también destruye
la ilusión del yo, aunque no en beneficio del lenguaje
sino del silencio. (Debo añadir que ese silencio es palabra
callada, silencio que no cesa de emitir significados desde hace
más de dos mil años.) Recuerdo al budismo porque
creo que la «escritura automática» es algo
así como un equivalente moderno de la meditación
budista; no pienso que sea un método para escribir poemas
y tampoco es una receta retórica: es un ejercicio psíquico,
una convocación y una invocación destinadas a abrir
las esclusas de la corriente verbal. El automatismo poético,
según lo subrayó varias veces el mismo Breton, colinda
con el ascetismo: implica un estado de difícil pasividad
que, a su vez, exige la abolición de toda crítica
y autocrítica. Es una crítica radical de la crítica,
un poner en entredicho a la conciencia. A su manera, es una vía
purgativa, un método de negación tendiente a provocar
la aparición de la verdadera realidad: el lenguaje primordial.
El fundamento de la «escritura automática»
es la creencia en la identidad entre hablar y pensar. El hombre
no habla porque piensa sino que piensa porque habla; mejor dicho,
hablar no es distinto de pensar: hablar es pensar. Breton justifica
su idea con esta observación: nous ne disposons spontanément
pour nous exprimer que dune seule structure verbale excluant
de la manière la plus catégorique toute autre structure
apparemment chargée du même sens. La primera objeción
que podría oponerse a esta fórmula tajante es el
hecho de que tanto en el habla diaria como en la prosa escrita
nos encontramos con frases que pueden decirse con otras palabras
o con las mismas, pero dispuestas en un orden distinto. Breton
respondería, con razón, que entre una y otra versión
no sólo cambia la estructura sintáctica sino que
la idea misma se modifica, así sea de manera imperceptible.
Todo cambio en la estructura verbal produce un cambio de significado.
En un sentido riguroso, lo que llamamos sinónimos no son
sino traducciones o equivalencias en el interior de una lengua;
y lo que llamamos traducción es traslación o interpretación.
Palabras como nirvana, dharma, tao o jen son realmente intraducibles;
lo mismo ocurre con física, naturaleza, democracia, revolución
y otros términos de Occidente que no tienen exacto equivalente
en lenguas ajenas a nuestra tradición. A medida que la
relación entre la estructura verbal y el significado es
más íntima matemáticas y poesía,
para no hablar de lenguajes no articulados como la música
y la pintura la traducción es más y más
difícil. En uno y otro extremo del lenguaje la exclamación
y la ecuación es imposible separar al signo en sus
dos mitades: significante y significado son lo mismo. Breton se
opone así, tal vez sin saberlo, a Saussure: el lenguaje
no es únicamente una convención arbitraria entre
sonido y sentido, algo que empiezan a reconocer hoy los mismos
lingüistas.
Las ideas de Breton sobre el lenguaje eran de orden mágico.
No sólo nunca distinguió entre magia y poesía
sino que pensó siempre que esta última era efectivamente
una fuerza, una sustancia o energía capaz de cambiar la
realidad. Al mismo tiempo, esas ideas poseían una precisión
y una penetración que me atrevo a llamar científicas.
Por una parte veía al lenguaje como una corriente autónoma
y dotada de poder propio, una suerte de magnetismo universal;
por la otra, concebía esa sustancia erótica como
un sistema de signos regidos por la doble ley de la afinidad y
la oposición, la semejanza y la alteridad. Esta visión
no está muy alejada de la de los lingüistas modernos:
las palabras y sus elementos constitutivos son campos de energía,
como los átomos y sus partículas. La atracción
entre sílabas y palabras no es distinta a la de los astros
y los cuerpos. La antigua noción de analogía reaparece:
la naturaleza es lenguaje y éste, por su parte, es un doble
de aquélla. Recobrar el lenguaje natural es volver a la
naturaleza, antes de la caída y de la historia: la poesía
es el testimonio de inocencia original. El contrato social se
convierte, para Breton, en el acuerdo verbal, poético,
entre el hombre y la naturaleza, la palabra y el pensamiento.
Desde esta perspectiva se puede entender mejor esa afirmación
tantas veces repetida: el surrealismo es un movimiento de liberación
total, no una escuela poética. Vía de reconquista
del lenguaje inocente y renovación del pacto primordial,
la poesía es la escritura de fundación del hombre.
El surrealismo es revolucionario porque es una vuelta al principio
del principio.
Los primeros poemas de Breton ostentan las huellas de una lectura
apasionada de Mallarmé. Ni en los momentos de mayor violencia
y libertad verbales abandonó ese gusto por la palabra,
a un tiempo precisa y preciosa. Palabra tornasol, lenguaje de
reverberaciones. Fue un poeta «manierista», en el
buen sentido del término; dentro de la tradición
europea está en la línea que desciende de Góngora,
Marino, Donne poetas que no sé si leyó y que,
me temo, su moral poética reprobaba. Esplendor verbal y
violencia intelectual y pasional. Alianza extraña, pero
no infrecuente, entre profecía y esteticismo que convierte
a sus mejores poemas en objetos de belleza y, al mismo tiempo,
en testamentos espirituales. Tal es, quizá, la razón
de su culto hacia Lautréamont, el poeta que encontró
la forma de la explosión psíquica. De ahí
también, aunque la juzgase inevitable y saludable como
«necesidad revolucionaria», su no oculta repugnancia
por la brutalidad simplista de Dadá. Sus reservas frente
a otros poetas eran de índole distinta. Su admiración
hacia Apollinaire contiene un grano de reticencia porque para
Breton la poesía era creación de realidades por
la palabra y no mera invención verbal. Amaba la novedad
y la sorpresa en arte, pero el término invención
no era de su gusto; en cambio, en muchos de sus textos brilla
con luz inequívoca el sustantivo revelación. Decir
es la actividad más alta: revelar lo escondido, despertar
la palabra enterrada, suscitar la aparición de nuestro
doble, crear a ese otro que somos y al que nunca dejamos ser del
todo.
Revelación es resurrección, exposición, iniciación.
Es palabra que evoca el rito y la ceremonia. Excepto como medio
de provocación, para injuriar al público o excitar
a la rebelión, Breton detestó los espectáculos
al aire libre: la fiesta debería celebrarse en las catacumbas.
Cada una de las exposiciones surrealistas giró en torno
a un eje contradictorio: escándalo y secreto, consagración
y profanación. Consagración y conspiración
son términos consanguíneos: la revelación
es también rebelión. El otro, nuestro doble, niega
la ilusoria coherencia y seguridad de nuestra conciencia, ese
pilar de humo que sostiene nuestras arrogantes construcciones
filosóficas y religiosas. Los otros, proletarios y esclavos
coloniales, mitos primitivos y utopías revolucionarias,
amenazan con no menor violencia las creencias e instituciones
de Occidente. A unos y otros, a Fourier y al papúa de Nueva
Guinea, Breton les da la mano. Rebelión y revelación,
lenguaje y pasión, son manifestaciones de una realidad
única. El verdadero nombre de esa realidad también
es doble: inocencia y maravilla. El hombre es creador de maravillas,
es poeta, porque es un ser inocente. Los niños, las mujeres,
los enamorados, los inspirados y aun los locos son la encarnación
de lo maravilloso. Todo lo que hacen es insólito y no lo
saben. No saben lo que hacen: son irresponsables, inocentes. Imanes,
pararrayos, cables de alta tensión: sus palabras y sus
actos son insensatos y, no obstante, poseen un sentido. Son los
signos dispersos de un lenguaje en perpetuo movimiento y que despliega
ante nuestros ojos un abanico de significados contradictorios
resuelto al fin en un sentido único y último.
Por ellos y en ellos el universo nos habla y habla consigo mismo.
He repetido algunas de sus palabras: revelación y rebelión,
inocencia y maravilla, pasión y lenguaje. Hay otra: magnetismo.
Breton fue uno de los centros de gravedad de nuestra época.
No sólo creía que los hombres estamos regidos por
las leyes de la atracción y la repulsión sino que
su persona misma era una encarnación de esas fuerzas. Todos
los que lo tratamos sentimos el movimiento dual del vértigo:
la fascinación y el impulso centrífugo. Confieso
que durante mucho tiempo me desveló la idea de hacer o
decir algo que pudiese provocar su reprobación. Creo que
muchos de sus amigos experimentaron algo semejante. Todavía
hace unos pocos años Buñuel me invitó a ver,
en privado, una de sus películas. Al terminar la exhibición,
me preguntó: ¿Breton la encontrará dentro
de la tradición surrealista? Cito a Buñuel no sólo
por ser un gran artista, sino porque es un hombre de una entereza
de carácter y una libertad de espíritu de veras
excepcionales. Estos sentimientos, compartidos por todos los que
lo frecuentaron, no tienen nada que ver con el temor ni con el
respeto al superior (aunque yo creo que, si hay hombres superiores,
Breton fue uno de ellos). Nunca lo vi como a un jefe y menos aún
como a un Papa, para emplear la innoble expresión popularizada
por algunos cerdos. A pesar de mi amistad hacia su persona, mis
actividades dentro del grupo surrealista fueron más bien
tangenciales. Sin embargo, su afecto y su generosidad me confundieron
siempre, desde el principio de nuestra relación hasta el
fin de sus días. Nunca he sabido la razón de su
indulgencia: ¿tal vez por ser yo de México, una
tierra que amó siempre? Más allá de estas
consideraciones de orden privado, diré que en muchas ocasiones
escribo como si sostuviese un diálogo silencioso con Breton:
réplica, respuesta, coincidencia, divergencia, homenaje,
todo junto. Ahora mismo experimento esa sensación.
En mi adolescencia, en un período de aislamiento y exaltación,
leí por casualidad unas páginas que, después
lo supe, forman el capítulo V de LAmour fou. En ellas
relata su ascensión al pico del Teide, en Tenerife. Ese
texto, leído casi al mismo tiempo que The Marriage of Heaven
and Hell, me abrió las puertas de la poesía moderna.
Fue un «arte de amar», no a la manera trivial del
de Ovidio, sino como una iniciación a algo que después
la vida y el Oriente me han corroborado: la analogía o,
mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza.
¿El agua es femenina o la mujer es oleaje, río nocturno,
playa del alba tatuada por el viento? Si los hombres somos una
metáfora del universo, la pareja es la metáfora
por excelencia, el punto de encuentro de todas las fuerzas y la
semilla de todas las formas. La pareja es, otra vez, tiempo reconquistado,
tiempo antes del tiempo. Contra viento y marea, he procurado ser
fiel a esa revelación; la palabra amor guarda intactos
todos sus poderes sobre mí. O como él dice: On nen
sera plus jamais quitte avec ces frondaisons de lage dor.
En todos sus escritos, desde los primeros hasta los últimos,
aparece esta obstinada creencia en una edad paradisíaca,
unida a la visión de la pareja primordial. La mujer es
puente, lugar de reconciliación entre el mundo natural
y el humano. Es lenguaje concreto, revelación encarnada:
la femme nest plus quun calice débordant de
voyelles.
Años más tarde conocí a Benjamin Péret,
Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Remedios Varo y otros surrealistas
que habían buscado refugio en México durante la
segunda guerra mundial. Vino la paz y volví a ver a Benjamin
en París. Él me llevó al café de la
Place Blanche. Durante una larga temporada vi a Breton con frecuencia.
Aunque el trato asiduo no siempre es benéfico para el intercambio
de ideas y sentimientos, más de una vez sentí esa
corriente que une realmente a los interlocutores, inclusive si
sus puntos de vista no son idénticos. No olvidaré
nunca, entre todas esas conversaciones, una que sostuvimos en
el verano de 1964, un poco antes de que yo regresase a la India.
No la recuerdo por ser la última sino por la atmósfera
que la rodeó. No es el momento de relatar ese episodio.
(Algún día, me lo he prometido, lo contaré.)
Para mí fue un encuentro, en el sentido que daba Breton
a esta palabra: predestinación y, asimismo, elección.
Aquella noche, caminando solos los dos por el barrio de Les Halles,
la conversación se desvió hacia un tema que le preocupaba:
el porvenir del movimiento surrealista. Recuerdo que le dije,
más o menos, que para mí el surrealismo era la enfermedad
sagrada de nuestro mundo, como la lepra en la Edad Media o los
«alumbrados» españoles en el siglo XVI; negación
necesaria de Occidente, viviría tanto como viviese la civilización
moderna, independientemente de los sistemas políticos y
de las ideologías que predominen en el futuro. Mi exaltación
lo impresionó, pero repuso: la negación vive en
función de la afirmación y ésta de aquélla;
dudo mucho que el mundo que empieza ahora pueda definirse como
afirmación o negación: entramos en una zona neutra
y la rebelión surrealista deberá expresarse en formas
que no sean ni la negación ni la afirmación. Estamos
más allá de reprobación o aprobación
No es aventurado suponer que esta idea inspiró la última
exposición del grupo: la separación absoluta. No
es la primera vez que Breton pidió «la ocultación»
del surrealismo, pero pocas veces lo declaró con tal decisión.
Quizá pensaba que el movimiento recobraría su fecundidad
sólo si se mostraba capaz de convertirse en una fuerza
subterránea. ¿Vuelta a las catacumbas? No sé.
Me pregunto si en una sociedad como la nuestra, en la que se han
desvanecido las antiguas contradicciones no en beneficio
del principio de identidad sino por una suerte de anulación
y desvalorización universales, aún tiene sentido
lo que llamaba Mallarmé la «acción restringida»:
¿publicar es todavía una forma de la acción,
o es una manera de disolverla en el anonimato de la publicidad?
Se dice con frecuencia que la ambigüedad del surrealismo
consiste en ser un movimiento de poetas y pintores que, no obstante,
se rehúsa a ser juzgado con criterios estéticos.
¿No ocurre lo mismo con todas las tendencias artísticas
del pasado y con todas las obras de los grandes poetas y pintores?
El «arte» es una invención de la estética
que, a su vez, es una invención de los filósofos.
Nietzsche enterró a las dos y bailó sobre su tumba:
lo que llamamos arte es juego. La voluntad surrealista de borrar
las fronteras entre el arte y la vida no es nueva; son nuevos
los términos en que se expresó y es nuevo el significado
de su acción. Ni «vida artística» ni
«arte vital»: regresar al origen de la palabra, al
momento en que hablar es sinónimo de crear. Ignoro cuál
será el porvenir del grupo surrealista; estoy seguro de
que la corriente que va del romanticismo alemán y de Blake
al surrealismo no desaparecerá. Vivirá al margen,
será la otra voz.
El surrealismo, dicen los críticos, ya no es la vanguardia.
Aparte de que tengo antipatía por ese término militar,
no creo que la novedad, el estar en la punta del acontecimiento,
sea la característica esencial del surrealismo. Ni siquiera
Dadá tuvo ese culto frenético por lo nuevo que postularon,
por ejemplo, los futuristas. Ni Dadá ni el surrealismo
adoraron a las máquinas. El surrealismo las profanó:
máquinas improductivas, élevages de poussière,
relojes reblandecidos. La máquina como método de
crítica del maquinismo y de los hombres, del progreso
y sus bufonerías. ¿Duchamp es el principio o el
fin de la pintura? Con su obra y aún más con su
actitud negadora de la obra, Duchamp cierra un período
del arte de Occidente (el de la pintura propiamente dicha) y abre
otro que ya no es «artístico»: la disolución
del arte en la vida, del lenguaje en el círculo sin salida
del juego de palabras, de la razón en su antídoto
filosófico la risa. Duchamp disuelve la modernidad
con el mismo gesto con que niega la tradición. En el caso
de Breton, además, hay la visión del tiempo, no
como sucesión sino como la presencia constante, aunque
invisible, de un presente inocente. El futuro le parecía
fascinante por ser el territorio de lo inesperado: no lo que será
según la razón, sino lo que podría ser según
la imaginación. La destrucción del mundo actual
permitiría la aparición del verdadero tiempo, no
histórico sino natural, no regido por el progreso sino
por el deseo. Tal fue, si no me equivoco, su idea de una sociedad
comunista-libertaria. Nunca pensó que hubiese una contradicción
esencial entre los mitos y las utopías, la poesía
y los programas revolucionarios. Leía a Fourier como podemos
leer los Vedas o el Popol Vuh, y los poemas esquimales le parecían
profecías revolucionarias. El pasado más antiguo
y el futuro más remoto se unían con naturalidad
en su espíritu. Del mismo modo: su materialismo no fue
un «cientismo» vulgar ni su irracionalismo era odio
a la razón.
La decisión de abrazar los términos opuestos Sade
y Rousseau, Novalis y Rousseau, Juliette y Eloísa, Marx
y Chateaubriand aparece constantemente en sus escritos y
en sus actos. Nada más alejado de esta actitud que la tolerancia
acomodaticia del escepticismo. En el mundo del pensamiento odiaba
al eclecticismo y en el del erotismo la promiscuidad. Lo mejor
de su obra, la prosa tanto como la poesía, son las páginas
inspiradas por la idea de elección y la correlativa de
fidelidad a esa elección, sea en el arte o en la política,
en la amistad o en el amor. Esta idea fue el eje de su vida y
el centro de su concepción del amor único: resplandor
de la pasión tallado por la libertad, diamante inalterable.
Nuestro tiempo ha liberado al amor de las cárceles del
siglo pasado sólo para convertirlo en un pasatiempo anónimo,
un objeto más de consumo en una sociedad de atareados consumidores.
La visión de Breton es la negación de casi todo
lo que pasa hoy por amor y aun por erotismo (otra palabra manoseada
como una moneda ínfima). Es difícil entender del
todo su adhesión sin reservas hacia la obra de Sade. Cierto,
lo conmovía y exaltaba el carácter absoluto de su
negación, pero ¿cómo conciliarla con la creencia
en el amor, centro de la edad de oro? Sade denuncia el amor: es
una hipocresía o, peor aún, una ilusión.
Su sistema es delirante, no incoherente: su negación no
es menos total que la afirmación de San Agustín.
Ambos repudian con idéntica violencia todo maniqueísmo;
para el santo cristiano el mal no tiene realidad ontológica;
para Sade lo que carece de realidad es lo que llamamos bien: su
versión del Contrato social son los estatutos de la Sociedad
de Amigos del Crimen.
Bataille intentó transformar el monólogo de Sade
en un diálogo y opuso al erotismo absoluto un interlocutor
no menos absoluto: la divinidad cristiana. El resultado fue el
silencio y la risa: la «ateología». Lo impensable
y lo innombrable. Breton se propuso reintroducir el amor en el
erotismo o, más exactamente, consagrar al erotismo por
el amor. De nuevo: su oposición a todas las religiones
implica una voluntad de consagración. Y aún más:
una voluntad de reconciliación. Al comentar un pasaje de
la Nouvelle Justine el episodio en que uno de los personajes
mezcla su esperma a la lava del Etna Breton observa que
el acto es un homenaje de amor a la naturaleza, une façon,
des plus folles, des plus indiscutables de laimer. Cierto,
su admiración hacia Sade apenas si tenía límites
y siempre pensó que tant quon ne sera pas quitte
avec lidée de la transcendance dun bien quelconque
la représentation exaltée du mal inné gardera
la plus grande valeur révolutionnaire. Con esta salvedad,
en el diálogo entre Sade y Rousseau, se inclina irresistiblemente
del lado de este último, el amigo del hombre primitivo,
el amante de la naturaleza. El amor no es una ilusión:
es la mediación entre el hombre y la naturaleza, el sitio
en que se cruzan el magnetismo terrestre y el del espíritu.
Cada una de las facetas de su obra refleja las otras. Ese reflejo
no es el pasivo del espejo: no es una repetición sino una
réplica. Haz de luces contrarias, diálogo de resplandores.
Magnetismo, revelación, sed de inocencia y, asimismo, desdén.
¿Altanero? Sí, en el sentido noble del término:
ave de altanería, pájaro de altura. Todas las palabras
de esta familia le convienen. Fue un alzado, un exaltado, su poesía
nos exalta y, sobre todo, dijo que el cuerpo de la mujer y el
del hombre eran nuestros únicos altares. ¿Y la muerte?
Todo hombre nace y muere varias veces. No es la primera vez que
Breton muere. Él lo supo mejor que nadie: cada uno de sus
libros centrales es la historia de una resurrección. Sé
que ahora es distinto y que no volveremos a verlo. Esta muerte
no es una ilusión. Sin embargo, Breton vivió ciertos
instantes, vio ciertas evidencias que son la negación del
tiempo y de lo que llamamos perspectiva normal de la vida. Llamo
poéticos a esos instantes aunque son experiencias comunes
a todos los hombres: la única diferencia es que el poeta
los recuerda y trata de reencarnarlos en palabras, sonidos, colores.
Aquel que ha vivido esos instantes y es capaz de inclinarse sobre
su significación, sabe que el yo no se salva porque no
existe. Sabe también que, como el mismo Breton lo subrayó
varias veces, las fronteras entre sueño y vigilia, vida
y muerte, tiempo y presente sin tiempo, son fluidas e indecisas.
No sabemos qué sea realmente morir, excepto que es el fin
del yo el fin de la cárcel. Breton rompió
varias veces esa cárcel, ensanchó o negó
al tiempo y, por un instante sin medida, coincidió con
el otro tiempo. Esta experiencia, núcleo de su vida y de
su pensamiento, es invulnerable e intocable: está más
allá del tiempo, más allá de la muerte más
allá de nosotros. Saberlo me reconcilia con su muerte de
ahora y con todo morir.
Delhi, a 5 de octubre de 1960