Cuando
se habla de la muerte parece ineludible iniciar por una definición,
algo que resulta extraordinariamente complicado, puesto que nadie
sabe qué es; por eso es tan difícil determinar en
qué exacto momento se produce.
El concepto de la muerte está basado en la experiencia
de la vida; se llama muerte al fin de los procesos vitales, a
la pérdida de la unidad funcional del organismo. La única
certeza de que ha terminado la vida la proporciona el hecho de
que ha comenzado la muerte; la frontera entre una y otra es algo
virtual e indeterminable con exactitud.
No hay forma alguna de explicar la muerte que deje satisfecho;
siempre se quiere saber más, tener más información,
entender
tal vez con la finalidad de poder manejar y dominar
las circunstancias y, algunos, hasta evitarlas. La realidad es
que la muerte resulta incomprensible: la de nuestros seres queridos
no la hemos experimentado nosotros, y la propia no la podemos
comunicar. Así, la muerte para los humanos es un misterio.
En términos intelectuales, empleando el razonamiento y
la lógica, es casi imposible comprenderla, y cuando se
pretende hacerlo, es para que lastime menos: dada la incapacidad
para dominarla y evitarla, el ser humano trata de defenderse de
ella.
Cada individuo percibe a la muerte la del otro y, even-tualmente,
la suya según una óptica propia que proviene
de su profesión, del orden de sus preocupaciones intelectuales,
de su ideología o del grupo al que se integra. De ese modo,
el enfoque del problema de la muerte sólo aporta una visión
fragmentaria que puede ser interesante, incluso original, pero
no suficiente para una comprensión exhaustiva.
En el transcurso de la historia, el hombre ha adoptado diversas
posiciones ante la muerte, según la ideología de
cada cultura. Algunos pueblos la concebían como un pasaje
a otra vida; de ahí las creencias de atravesar un río
o descender a las profundidades, con todas sus variantes, que
permitían imaginar una ruptura con la vida terrenal y el
comienzo de la existencia en otro lugar.
El culto a los muertos alcanzó su máximo esplendor
con la civilización egipcia, en cuyas ceremonias era evidente
el deseo de no aceptar a la muerte como algo definitivo. Entre
los griegos, la concepción cambia, pues el hombre era considerado
como una especie más en la tierra y no necesitaba un destino
diferente al de los otros seres.
Por otra parte, en la concepción hebrea originaria, la
muerte era el final de la vida, por lo que había que cumplir
en esta tierra para recibir los frutos de la justicia divina:
no se concebía más que una vida para ser vivida.
De esta forma, la vida humana era el bien supremo de que se disponía,
criterio que transformó el problema de la muerte permitiendo
captar el lado positivo: reflexionar sobre los valores de la vida.
La actitud frente a la muerte es un complejo proveniente de las
influencias culturales. En las sociedades occidentales, dominadas
fundamentalmente por la ideología judeo-cristiana, el temor
ante la muerte alcanza los niveles más altos. Esta experiencia
interna origina en la mente una serie de defensas para mantener
el equilibrio y enfrentar la angustia. Los estoicos decían
que la muerte era el hecho más importante de la vida: aprender
a vivir bien era para ellos aprender a morir bien.
En otro tiempo, la muerte era parte de la vida diaria de la mayoría
de las personas, ya que las guerras y las enfermedades, que también
formaban parte de la cotidianeidad, provocaban miles de decesos,
por lo que la gente temía a la muerte y, a pesar de ello,
aceptaban su presencia.
Actualmente, puede decirse que la muerte ha ido retrocediendo
cada vez más en la vida de las personas comunes, debido
a los avances de la medicina. Con mayor probabilidad los niños
llegan a la edad adulta, los adultos alcanzan la vejez y los ancianos
pueden sobreponerse a enfermedades que en otro tiempo eran mortales.
Sin embargo, para los hombres y mujeres del siglo que inicia,
la muerte representa un mal ineludible, por lo que se ha tendido
a su negación masiva. Incluso, la senectud, las enfermedades
fatales y el fallecimiento no son vistos como parte del proceso
de la vida, sino como un fracaso increíble, un doloroso
recordatorio de que se es un ser limitado, incapaz de dominar
la propia naturaleza.
Es verdad que nunca antes en la historia de la humanidad el hombre
ha tenido capacidades tan desarrolladas. No obstante, hay que
reconocer que, a pesar de todos esos avances, cada día
mueren de hambre miles de seres humanos, la contaminación
ha alcanzado grados alarmantes, la inversión en armas nucleares
excede por mucho a lo que se gasta para ayudar a los grupos más
vulnerables y, entre otros problemas, la ciencia no ha podido
enfrentar las nuevas enfermedades.
El temor a la muerte
Existe una gran variedad de temores provocados por la muerte:
el dolor de morir, la vida después de la muerte, el temor
a lo desconocido, la preocupación por la familia, el miedo
al daño corporal y la soledad. Aunque resulta significativo
que muchas personas saludables o enfermas, cuando se les pide
que analicen estos temores, llegan a la conclusión de que
no se trata de ninguno de los mencionados, sino de algo primitivo,
inconsciente y abstracto que el intelecto no logra imaginar.
No todas las personas sienten el mismo temor por tan ineludible
final; cuanto menor es la satisfacción vital, mayor es
la angustia de morir. En apariencia, cabría pensar que
los insatisfechos y desilusionados deberían sentirse más
aliviados ante la posibilidad de la muerte, pero ocurre exactamente
lo contrario: la plenitud y el sentimiento de que la vida se ha
cumplido satisfactoriamente aminoran el temor al fin de la vida.
La angustia que rodea a la defunción puede ser neurótica
o normal; todos los seres humanos la sufren, pero en algunos es
tan intensificada que abarca toda la personalidad del individuo,
provocándole estados de abatimiento o una serie de defensas
que le impiden un desarrollo sano y normal. Algunas personas se
derrumban ante la idea de la muerte, debido a una serie de experiencias
atípicas que les dificulta elaborar las defensas usuales
contra ella. Todo depende de la fuerza y de la personalidad del
individuo; incluso se piensa que la gente muere como ha vivido,
temeroso o valiente, en forma neurótica o realista.
La
muerte en el niño
Los niños tienen un concepto muy definido sobre la muerte,
juicio que depende de la edad, del ambiente y de las experiencias
que hayan tenido. Por otra parte, la observan continuamente y
hasta participan con ella, puesto que en programas de televisión,
caricaturas, videojuegos, canciones populares, noticieros, periódicos
e Internet, el tema es muchas veces recurrente.
El temor empieza a penetrar en la mente del niño dependiendo
de cómo se le enseñe a enfrentarlo, lo cual significa
una gran responsabilidad. En algunos estudios se habla de que
aproximadamente la mitad de los niños de cinco años
ya sabe que algún día van a morir, y lo saben con
certeza. Su propia experiencia de pérdidas en tan temprana
edad les muestra que todos los seres vivos fallecen: mascotas,
abuelos, maestros, flores, familiares, amigos.
Definitivamente, no se puede proteger a los niños del deceso;
lo único que se puede hacer es escoger cómo prepararlos.
Y la mejor manera es decirles la verdad y proporcionarles una
información real y adecuada a su edad, al tiempo que hay
que permitirles expresar sus sentimientos, sin olvidar que siempre
hay que brindarles, sean o no el enfermo, un gran apoyo emocional.
Cuando los niños son los enfermos, acostumbran hablar de
sus padecimientos, de sus temores, de su agonía. Cuentan
con toda verdad su problema vital, cuestión que debe atenderse
urgentemente en gran parte de los casos. Lo hacen utilizando un
lenguaje tan sencillo a través de palabras, frases,
expresiones corporales, miradas y dibujos que para el adulto
resulta difícil de entender.
Es común observar que cuando un niño está
viviendo sus últimos días, el adulto ante
la imposibilidad de protegerlo de la muerte trata de cuidarlo
tanto que le niega la ayuda que requiere; por ejemplo, no comentar
con el infante las cosas de las que éste quiere hablar:
su enfermedad y su muerte.
La
muerte en los ancianos
Hay viejos que hablan de su deceso próximo: lo anuncian,
lo preparan; y otros que lo niegan sistemáticamente. Hay
quienes fallecen sorpresivamente y quienes van muriendo lentamente,
pero también aquellos que luchan aferrados a la vida con
desesperación y aquellos que se entregan estoicamente a
la muerte. Están los que temen al tipo de final que les
pueda tocar, pero no a la muerte propiamente dicha, y aquellos
que por el contrario se preocupan por lo que hay detrás
de la línea de la vida. Hay quienes consideran a la muerte
como un hecho natural, necesario, y otros que no le encuentran
sentido alguno. Para algunos es el final; para otros, el paso
a un estadio diferente.
Se considera que una persona sana se desarrolla con un temor natural
ante el deceso, y que además crea una serie de defensas
ante este miedo; no obstante, cuando dichas defensas fallan o
se debilitan, el hombre es presa de la angustia y puede aparecer
la enfermedad mental, situación que durante la vejez es
un riesgo permanente, ya que la decadencia física y los
problemas emocionales de adaptación a la nueva etapa constituyen
un proceso difícil y delicado.
Freud supuso que, a medida en que se acumulaban los años,
el impulso de la muerte era superior al deseo de vivir; pensaba
que todo ser viviente tiene una tendencia fundamental a volver
al estado inorgánico. La decadencia biológica acarrea
la imposibilidad de superarse, de apasionarse, mata los proyectos
y por eso hace aceptable la muerte. Como consecuencia, en los
ancianos la falta de esperanza es una enfermedad mortal.
Aunque las personas que reflexionan sobre la dificultad para morir
y el tiempo que esto lleva son excepcionales, la vejez es en rigor
un largo tiempo dedicado a fallecer. Sin embargo, para mucha gente
la ancianidad es tan terrible como el deceso, cuando en realidad
es una etapa más de la vida que puede disfrutarse, de manera
diferente, pero tanto como las anteriores.
La relación que una persona guarda internamente con sus
muertos más significativos y la idea de reencontrarse con
ellos son fantasías que parecen influir en el tránsito
a ese estadio incierto. Incluso, hay ancianos que han perdido
a sus seres más queridos y que afirman que sólo
esperan el momento de reunirse con ellos, lo cual no impide que
mantengan una actitud básicamente vital. Por ello, a sus
tristezas suman, algunas veces, el humor y la alegría,
debido a que no están obsesionados con la idea de la muerte,
conviven con ella armoniosamente, la esperan de modo natural y,
al mismo tiempo, desean vivir. Son personas que por lo general
tienen una muerte tranquila.
La
muerte y el moribundo
¿Qué hacer cuando un enfermo en fase terminal pregunta
sobre su estado físico y, directamente, si va a fallecer?,
sobre todo si se sabe que ni el médico tratante ni sus
familiares quieren que conozca su situación real. Ante
tal pregunta que exige una respuesta sincera, ¿qué
hacer?, ¿decirle la verdad, a pesar de la prohibición
de médicos y familiares?, ¿mentirle y fallar a la
confianza que está depositando en uno?
Estas preguntas pueden ser fuente de una profunda angustia. Para
ninguna existe una respuesta fácil ni aplicable a todos
los individuos, ya que cada situación es diferente. Pero
si alguna persona que está cercana al moribundo decide
comprometerse, ponerse de su lado y ayudarlo a enfrentar el duelo
del desenlace, esta situación servirá al enfermo
a sentirse no solamente satisfecho con los cuidados, sino también
a aceptar de manera digna su muerte.
Convivir con personas que se aproximan al fallecimiento resulta
muy difícil porque es una situación muy demandante
y envolvente, que ocurre dentro de un tenor básicamente
pesimista, pero lo esencial es motivar al moribundo y mostrarle
que puede utilizar sus recursos para lograr una vida más
satisfactoria: ¿Por qué no abandonar el festín
de la vida como un invitado satisfecho?
Ciertos profesionales de la salud, como médicos, enfermeras
y psicólogos, evitan hablar sobre la muerte con los pacientes,
no como resultado de una negación, sino debido a una decisión
deliberada y basados en la creencia de que dicho tema agrava la
condición del paciente. Para ellos no tiene caso inquietar
a alguien que de todos modos va a fallecer.
Por su parte, numerosas personas que saben que su final está
cercano no quieren morir en una institución asistencial.
Creen, muchas veces acertadamente, que es morir en soledad, mecánica
y deshumanizadamente, de manera impersonal y en medio de un desamparo
emocional, lejos de su ambiente familiar, sin un psicólogo
ni un consejero espiritual, sin ningún cura, pastor o rabino,
sin que nadie se dé cuenta.
Cuando la institucionalización ocupa el lugar del familiar,
cuando son el pariente directo y el médico quienes interfieren
en la decisión del individuo y lo someten sin previo aviso
al deceso que ellos deciden, entonces aparece una muerte que casi
nadie desea, y que a corto o mediano plazo sólo dejará
dolor y remordimiento en los familiares.
Las
bondades de la muerte
Por su magnitud, el enfrentamiento con la propia muerte es una
situación límite y posee la capacidad de provocar
un cambio radical en la manera de vivir. Tener conciencia de ella
aleja las preocupaciones triviales y otorga a la vida una profundidad,
una agudeza y una perspectiva enteramente diferentes.
¿Cómo es posible que la conciencia del fallecimiento
provoque un cambio personal? Probablemente porque, teniéndolo
presente, se pasa a un estado de gratitud y de aprecio por los
incontables dones de la existencia. Contemplar tal final para
aprender a vivir no implica fomentar una inquietud morbosa, sino
tenerlo presente con el fin de enriquecer la propia vida.
En efecto, la muerte es desagradable, ya sea la propia o la de
un ser querido o cercano. Puede poner al borde de la desesperación,
pero también ser una aliada para aprender a vivir de un
modo más auténtico, aceptar lo limitado de la existencia,
gozar de esta condición pasajera, restar importancia al
valor de los bienes materiales y a los roles sociales, ser solidarios
y aprovechar la esencia del momento y la tarea presente. Un encuentro
cercano con la muerte puede intensificar la vida, hacer que la
persona que ha tenido esa experiencia viva más intensamente
y acepte más pacíficamente su final.
Reflexiones
finales
A medida en que la muerte ha llegado a ser una amenaza cada vez
menor, muchas personas han sido capaces de colocarla en el borde
de su conciencia; se encuentran frente a ella cada vez con menor
frecuencia.
El cuidado de los moribundos y de los muertos ya no es un aspecto
de la vida familiar; más bien, estas funciones han llegado
a ser competencia de los profesionales. La gente va a morir en
los hospitales, y los empleados de las funerarias preparan el
cuerpo para el entierro. Incluso, rara vez se habla directamente
de la muerte, y se ha optado por utilizar frases como pasar
a mejor vida, desaparecer encontrarse
con el creador.
La vida transcurre casi sin darse cuenta de que en cualquier momento
la muerte llegará; de ahí que no se disfrute de
las cosas cotidianas ni se aprecie el valor que hay en ellas,
porque se está acostumbrado a tenerlas: el sol, la lluvia,
el frío, la vista, el tacto, la familia
En cambio, si de un día para otro se supiera que se tiene
una enfermedad grave que probablemente tendrá un desenlace
fatal, ¿cómo cambiaría la propia vida? Al
respecto, muchos pacientes cancerosos afirman vivir su existencia
con una mayor intensidad; ya no posponen para el futuro, se dan
cuenta de que sólo se puede vivir realmente en el presente,
de que no se puede saltar el tiempo actual. Darse cuenta de que
el deceso está próximo ayuda a centrar la atención
y las energías en el presente y en el futuro próximo,
así como en lo absurdo de algunos de los valores y prácticas
sociales actuales.
Se dice que hablar de la muerte revela una actitud malsana, próxima
a lo macabro; no obstante, resulta favorable familiarizarse con
el tema a través del arte, la ciencia, la filosofía,
la religión, las creencias y los mitos, tratando de recuperar
el lado positivo de cada uno de ellos. Con preparación,
la última fase de la vida puede convertirse en un intervalo
positivo y una oportunidad para demostrar las mejores cualidades.
Para concluir, una persona aceptará la muerte como algo
natural y sin angustias dependiendo de cómo haya enfrentado
los conflictos que se le presentaron desde su infancia hasta su
vejez y del tipo de relaciones afectivas que haya establecido
con sus semejantes y con su medio circundante. Si hace un recuento
y se siente satisfecho al respecto, tendrá la seguridad
de que no todo se acabará con su deceso y de que sus acciones
y obras continuarán después de su final.
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