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La muerte y el hombre
Zoila Edith Hernández Zamora / Instituto de Investigaciones Psicológicas

 

Cuando se habla de la muerte parece ineludible iniciar por una definición, algo que resulta extraordinariamente complicado, puesto que nadie sabe qué es; por eso es tan difícil determinar en qué exacto momento se produce.
El concepto de la muerte está basado en la experiencia de la vida; se llama muerte al fin de los procesos vitales, a la pérdida de la unidad funcional del organismo. La única certeza de que ha terminado la vida la proporciona el hecho de que ha comenzado la muerte; la frontera entre una y otra es algo virtual e indeterminable con exactitud.
No hay forma alguna de explicar la muerte que deje satisfecho; siempre se quiere saber más, tener más información, entender… tal vez con la finalidad de poder manejar y dominar las circunstancias y, algunos, hasta evitarlas. La realidad es que la muerte resulta incomprensible: la de nuestros seres queridos no la hemos experimentado nosotros, y la propia no la podemos comunicar. Así, la muerte para los humanos es un misterio. En términos intelectuales, empleando el razonamiento y la lógica, es casi imposible comprenderla, y cuando se pretende hacerlo, es para que lastime menos: dada la incapacidad para dominarla y evitarla, el ser humano trata de defenderse de ella.
Cada individuo percibe a la muerte –la del otro y, even-tualmente, la suya– según una óptica propia que proviene de su profesión, del orden de sus preocupaciones intelectuales, de su ideología o del grupo al que se integra. De ese modo, el enfoque del problema de la muerte sólo aporta una visión fragmentaria que puede ser interesante, incluso original, pero no suficiente para una comprensión exhaustiva.
En el transcurso de la historia, el hombre ha adoptado diversas posiciones ante la muerte, según la ideología de cada cultura. Algunos pueblos la concebían como un pasaje a otra vida; de ahí las creencias de atravesar un río o descender a las profundidades, con todas sus variantes, que permitían imaginar una ruptura con la vida terrenal y el comienzo de la existencia en otro lugar.
El culto a los muertos alcanzó su máximo esplendor con la civilización egipcia, en cuyas ceremonias era evidente el deseo de no aceptar a la muerte como algo definitivo. Entre los griegos, la concepción cambia, pues el hombre era considerado como una especie más en la tierra y no necesitaba un destino diferente al de los otros seres.
Por otra parte, en la concepción hebrea originaria, la muerte era el final de la vida, por lo que había que cumplir en esta tierra para recibir los frutos de la justicia divina: no se concebía más que una vida para ser vivida. De esta forma, la vida humana era el bien supremo de que se disponía, criterio que transformó el problema de la muerte permitiendo captar el lado positivo: reflexionar sobre los valores de la vida.
La actitud frente a la muerte es un complejo proveniente de las influencias culturales. En las sociedades occidentales, dominadas fundamentalmente por la ideología judeo-cristiana, el temor ante la muerte alcanza los niveles más altos. Esta experiencia interna origina en la mente una serie de defensas para mantener el equilibrio y enfrentar la angustia. Los estoicos decían que la muerte era el hecho más importante de la vida: aprender a vivir bien era para ellos aprender a morir bien.
En otro tiempo, la muerte era parte de la vida diaria de la mayoría de las personas, ya que las guerras y las enfermedades, que también formaban parte de la cotidianeidad, provocaban miles de decesos, por lo que la gente temía a la muerte y, a pesar de ello, aceptaban su presencia.
Actualmente, puede decirse que la muerte ha ido retrocediendo cada vez más en la vida de las personas comunes, debido a los avances de la medicina. Con mayor probabilidad los niños llegan a la edad adulta, los adultos alcanzan la vejez y los ancianos pueden sobreponerse a enfermedades que en otro tiempo eran mortales. Sin embargo, para los hombres y mujeres del siglo que inicia, la muerte representa un mal ineludible, por lo que se ha tendido a su negación masiva. Incluso, la senectud, las enfermedades fatales y el fallecimiento no son vistos como parte del proceso de la vida, sino como un fracaso increíble, un doloroso recordatorio de que se es un ser limitado, incapaz de dominar la propia naturaleza.
Es verdad que nunca antes en la historia de la humanidad el hombre ha tenido capacidades tan desarrolladas. No obstante, hay que reconocer que, a pesar de todos esos avances, cada día mueren de hambre miles de seres humanos, la contaminación ha alcanzado grados alarmantes, la inversión en armas nucleares excede por mucho a lo que se gasta para ayudar a los grupos más vulnerables y, entre otros problemas, la ciencia no ha podido enfrentar las nuevas enfermedades.
El temor a la muerte
Existe una gran variedad de temores provocados por la muerte: el dolor de morir, la vida después de la muerte, el temor a lo desconocido, la preocupación por la familia, el miedo al daño corporal y la soledad. Aunque resulta significativo que muchas personas saludables o enfermas, cuando se les pide que analicen estos temores, llegan a la conclusión de que no se trata de ninguno de los mencionados, sino de algo primitivo, inconsciente y abstracto que el intelecto no logra imaginar.
No todas las personas sienten el mismo temor por tan ineludible final; cuanto menor es la satisfacción vital, mayor es la angustia de morir. En apariencia, cabría pensar que los insatisfechos y desilusionados deberían sentirse más aliviados ante la posibilidad de la muerte, pero ocurre exactamente lo contrario: la plenitud y el sentimiento de que la vida se ha cumplido satisfactoriamente aminoran el temor al fin de la vida.
La angustia que rodea a la defunción puede ser neurótica o normal; todos los seres humanos la sufren, pero en algunos es tan intensificada que abarca toda la personalidad del individuo, provocándole estados de abatimiento o una serie de defensas que le impiden un desarrollo sano y normal. Algunas personas se derrumban ante la idea de la muerte, debido a una serie de experiencias atípicas que les dificulta elaborar las defensas usuales contra ella. Todo depende de la fuerza y de la personalidad del individuo; incluso se piensa que la gente muere como ha vivido, temeroso o valiente, en forma neurótica o realista.

La muerte en el niño
Los niños tienen un concepto muy definido sobre la muerte, juicio que depende de la edad, del ambiente y de las experiencias que hayan tenido. Por otra parte, la observan continuamente y hasta participan con ella, puesto que en programas de televisión, caricaturas, videojuegos, canciones populares, noticieros, periódicos e Internet, el tema es muchas veces recurrente.
El temor empieza a penetrar en la mente del niño dependiendo de cómo se le enseñe a enfrentarlo, lo cual significa una gran responsabilidad. En algunos estudios se habla de que aproximadamente la mitad de los niños de cinco años ya sabe que algún día van a morir, y lo saben con certeza. Su propia experiencia de pérdidas en tan temprana edad les muestra que todos los seres vivos fallecen: mascotas, abuelos, maestros, flores, familiares, amigos.
Definitivamente, no se puede proteger a los niños del deceso; lo único que se puede hacer es escoger cómo prepararlos. Y la mejor manera es decirles la verdad y proporcionarles una información real y adecuada a su edad, al tiempo que hay que permitirles expresar sus sentimientos, sin olvidar que siempre hay que brindarles, sean o no el enfermo, un gran apoyo emocional.
Cuando los niños son los enfermos, acostumbran hablar de sus padecimientos, de sus temores, de su agonía. Cuentan con toda verdad su problema vital, cuestión que debe atenderse urgentemente en gran parte de los casos. Lo hacen utilizando un lenguaje tan sencillo –a través de palabras, frases, expresiones corporales, miradas y dibujos– que para el adulto resulta difícil de entender.
Es común observar que cuando un niño está viviendo sus últimos días, el adulto –ante la imposibilidad de protegerlo de la muerte– trata de cuidarlo tanto que le niega la ayuda que requiere; por ejemplo, no comentar con el infante las cosas de las que éste quiere hablar: su enfermedad y su muerte.

La muerte en los ancianos
Hay viejos que hablan de su deceso próximo: lo anuncian, lo preparan; y otros que lo niegan sistemáticamente. Hay quienes fallecen sorpresivamente y quienes van muriendo lentamente, pero también aquellos que luchan aferrados a la vida con desesperación y aquellos que se entregan estoicamente a la muerte. Están los que temen al tipo de final que les pueda tocar, pero no a la muerte propiamente dicha, y aquellos que por el contrario se preocupan por lo que hay detrás de la línea de la vida. Hay quienes consideran a la muerte como un hecho natural, necesario, y otros que no le encuentran sentido alguno. Para algunos es el final; para otros, el paso a un estadio diferente.
Se considera que una persona sana se desarrolla con un temor natural ante el deceso, y que además crea una serie de defensas ante este miedo; no obstante, cuando dichas defensas fallan o se debilitan, el hombre es presa de la angustia y puede aparecer la enfermedad mental, situación que durante la vejez es un riesgo permanente, ya que la decadencia física y los problemas emocionales de adaptación a la nueva etapa constituyen un proceso difícil y delicado.
Freud supuso que, a medida en que se acumulaban los años, el impulso de la muerte era superior al deseo de vivir; pensaba que todo ser viviente tiene una tendencia fundamental a volver al estado inorgánico. La decadencia biológica acarrea la imposibilidad de superarse, de apasionarse, mata los proyectos y por eso hace aceptable la muerte. Como consecuencia, en los ancianos la falta de esperanza es una enfermedad mortal.
Aunque las personas que reflexionan sobre la dificultad para morir y el tiempo que esto lleva son excepcionales, la vejez es en rigor un largo tiempo dedicado a fallecer. Sin embargo, para mucha gente la ancianidad es tan terrible como el deceso, cuando en realidad es una etapa más de la vida que puede disfrutarse, de manera diferente, pero tanto como las anteriores.
La relación que una persona guarda internamente con sus muertos más significativos y la idea de reencontrarse con ellos son fantasías que parecen influir en el tránsito a ese estadio incierto. Incluso, hay ancianos que han perdido a sus seres más queridos y que afirman que sólo esperan el momento de reunirse con ellos, lo cual no impide que mantengan una actitud básicamente vital. Por ello, a sus tristezas suman, algunas veces, el humor y la alegría, debido a que no están obsesionados con la idea de la muerte, conviven con ella armoniosamente, la esperan de modo natural y, al mismo tiempo, desean vivir. Son personas que por lo general tienen una muerte tranquila.

La muerte y el moribundo
¿Qué hacer cuando un enfermo en fase terminal pregunta sobre su estado físico y, directamente, si va a fallecer?, sobre todo si se sabe que ni el médico tratante ni sus familiares quieren que conozca su situación real. Ante tal pregunta que exige una respuesta sincera, ¿qué hacer?, ¿decirle la verdad, a pesar de la prohibición de médicos y familiares?, ¿mentirle y fallar a la confianza que está depositando en uno?
Estas preguntas pueden ser fuente de una profunda angustia. Para ninguna existe una respuesta fácil ni aplicable a todos los individuos, ya que cada situación es diferente. Pero si alguna persona que está cercana al moribundo decide comprometerse, ponerse de su lado y ayudarlo a enfrentar el duelo del desenlace, esta situación servirá al enfermo a sentirse no solamente satisfecho con los cuidados, sino también a aceptar de manera digna su muerte.
Convivir con personas que se aproximan al fallecimiento resulta muy difícil porque es una situación muy demandante y envolvente, que ocurre dentro de un tenor básicamente pesimista, pero lo esencial es motivar al moribundo y mostrarle que puede utilizar sus recursos para lograr una vida más satisfactoria: ¿Por qué no abandonar el festín de la vida como un invitado satisfecho?
Ciertos profesionales de la salud, como médicos, enfermeras y psicólogos, evitan hablar sobre la muerte con los pacientes, no como resultado de una negación, sino debido a una decisión deliberada y basados en la creencia de que dicho tema agrava la condición del paciente. Para ellos no tiene caso inquietar a alguien que de todos modos va a fallecer.
Por su parte, numerosas personas que saben que su final está cercano no quieren morir en una institución asistencial. Creen, muchas veces acertadamente, que es morir en soledad, mecánica y deshumanizadamente, de manera impersonal y en medio de un desamparo emocional, lejos de su ambiente familiar, sin un psicólogo ni un consejero espiritual, sin ningún cura, pastor o rabino, sin que nadie se dé cuenta.
Cuando la institucionalización ocupa el lugar del familiar, cuando son el pariente directo y el médico quienes interfieren en la decisión del individuo y lo someten sin previo aviso al deceso que ellos deciden, entonces aparece una muerte que casi nadie desea, y que a corto o mediano plazo sólo dejará dolor y remordimiento en los familiares.

Las bondades de la muerte
Por su magnitud, el enfrentamiento con la propia muerte es una situación límite y posee la capacidad de provocar un cambio radical en la manera de vivir. Tener conciencia de ella aleja las preocupaciones triviales y otorga a la vida una profundidad, una agudeza y una perspectiva enteramente diferentes.
¿Cómo es posible que la conciencia del fallecimiento provoque un cambio personal? Probablemente porque, teniéndolo presente, se pasa a un estado de gratitud y de aprecio por los incontables dones de la existencia. Contemplar tal final para aprender a vivir no implica fomentar una inquietud morbosa, sino tenerlo presente con el fin de enriquecer la propia vida.
En efecto, la muerte es desagradable, ya sea la propia o la de un ser querido o cercano. Puede poner al borde de la desesperación, pero también ser una aliada para aprender a vivir de un modo más auténtico, aceptar lo limitado de la existencia, gozar de esta condición pasajera, restar importancia al valor de los bienes materiales y a los roles sociales, ser solidarios y aprovechar la esencia del momento y la tarea presente. Un encuentro cercano con la muerte puede intensificar la vida, hacer que la persona que ha tenido esa experiencia viva más intensamente y acepte más pacíficamente su final.

Reflexiones finales
A medida en que la muerte ha llegado a ser una amenaza cada vez menor, muchas personas han sido capaces de colocarla en el borde de su conciencia; se encuentran frente a ella cada vez con menor frecuencia.
El cuidado de los moribundos y de los muertos ya no es un aspecto de la vida familiar; más bien, estas funciones han llegado a ser competencia de los profesionales. La gente va a morir en los hospitales, y los empleados de las funerarias preparan el cuerpo para el entierro. Incluso, rara vez se habla directamente de la muerte, y se ha optado por utilizar frases como “pasar a mejor vida”, “desaparecer” “encontrarse con el creador”.
La vida transcurre casi sin darse cuenta de que en cualquier momento la muerte llegará; de ahí que no se disfrute de las cosas cotidianas ni se aprecie el valor que hay en ellas, porque se está acostumbrado a tenerlas: el sol, la lluvia, el frío, la vista, el tacto, la familia…
En cambio, si de un día para otro se supiera que se tiene una enfermedad grave que probablemente tendrá un desenlace fatal, ¿cómo cambiaría la propia vida? Al respecto, muchos pacientes cancerosos afirman vivir su existencia con una mayor intensidad; ya no posponen para el futuro, se dan cuenta de que sólo se puede vivir realmente en el presente, de que no se puede saltar el tiempo actual. Darse cuenta de que el deceso está próximo ayuda a centrar la atención y las energías en el presente y en el futuro próximo, así como en lo absurdo de algunos de los valores y prácticas sociales actuales.
Se dice que hablar de la muerte revela una actitud malsana, próxima a lo macabro; no obstante, resulta favorable familiarizarse con el tema a través del arte, la ciencia, la filosofía, la religión, las creencias y los mitos, tratando de recuperar el lado positivo de cada uno de ellos. Con preparación, la última fase de la vida puede convertirse en un intervalo positivo y una oportunidad para demostrar las mejores cualidades.
Para concluir, una persona aceptará la muerte como algo natural y sin angustias dependiendo de cómo haya enfrentado los conflictos que se le presentaron desde su infancia hasta su vejez y del tipo de relaciones afectivas que haya establecido con sus semejantes y con su medio circundante. Si hace un recuento y se siente satisfecho al respecto, tendrá la seguridad de que no todo se acabará con su deceso y de que sus acciones y obras continuarán después de su final.

Bibliografía
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