El presente texto obtuvo el segundo lugar
en la categoría Ensayo Humanístico Librado Basilio,
del IV Premio al Estudiante Universitario, convocado por la Universidad
Veracruzana.
Pensadores
del mundo y hombres de letras nacionales han planteado con insistencia
la cuestión de por qué los mexicanos nos preguntamos
a menudo ¿quiénes somos?, ¿a qué obedece
nuestro comportamiento diario?, o ¿qué necesitamos
para avanzar como nación? Parece que la premisa socrática
nosce te ipsum no es tan fácil de seguir después
de todo. El que periódicamente y con tanta insistencia
nos preguntemos quiénes somos y si estamos o no preparados
para tal o cual actividad cotidiana me lleva a pensar que realmente
no conocemos nuestra identidad o quizá la hemos perdido
y nos negamos a recuperarla; pero hay una tercera hipótesis
que en verdad me asusta y es que, dadas las características
del mexicano que surge de la Conquista y de la fusión entre
España y nuestro mundo prehispánico, tal vez desde
entonces no hemos tenido una identidad definida como tal. Ésta
es una hipótesis que debiera ser motivo de profundo análisis
dadas las pretensiones que contiene. Vale la pena detenerse en
el fundamento de estas suposiciones.
Nuestra cultura es un mundo de espejos, dice José Saramago,
donde no parece haber límites para la ilusión engañosa.
Dentro de esta cultura no podemos llamarnos americanos por convicción
propia, sino por Américo Vespucio y la historia obligadamente
conocida del nombre del nuevo continente. Tampoco podemos afirmar
ser indios puesto que es también consabida la equívoca
creencia de Colón de haber llegado a Las Indias, y definitivamente
no somos españoles, porque aceptarlo sería negar
nuestras raíces indígenas en esa policromía
de pueblos de Árido América y mesoamericanos; incluso,
si aceptásemos ser indígenas tendríamos que
desmentir esa afirmación: primero, porque nuestros ancestros
mayas, aztecas y demás pueblos del territorio mesoamericano
jamás acuñaron dicho término para sí,
y segundo, porque al mezclar sangre indígena pura entre
todas las demás aunque sus detractores no quieran
o en la mayoría de las veces no queramos aceptarlo como
sociedad con simiente bárbara procedente de España,
somos hoy una mezcla heterogénea de culturas, motivo que
nos lleva insistentemente a preguntarnos: ¿quiénes
somos los mexicanos?
En obras fundamentales para nuestro país, Octavio Paz,
Leopoldo Zea y Samuel Ramos, entre otros autores de no menor importancia,
han estudiado al mexicano de una manera brillante y acertada.
¿Por qué entonces escribir nuevamente sobre la identidad
del mexicano y volver sobre caminos ya andados?
Voy a señalar un punto y de él habremos de partir
para fundamentar este trabajo: el mexicano de fin de siglo enfrenta
situaciones diferentes a las que hemos estudiado por años
en los clásicos y reclama a gritos un cambio de actitudes.
El acontecer presente, que nos va llevando a la integración
de una aldea global, nos obliga a hacer una pausa en el camino
para discernir con calma sobre las conductas en que hemos incurrido,
víctimas de un despiadado proceso de masificación,
a fin de reorientar el rumbo de nuestro destino, que no es más
que el resultado de nuestras acciones.
La era de la información ha traído consigo una avalancha
de ideas que nos ha conquistado con no menos violencia que en
1521, aunque sí con menor resistencia y sin necesidad de
derramar sangre. Esa ingenuidad con la que hemos aceptado religiones
y creencias nuevas, medios de comunicaciones en masa, economías
globa-lizadoras y tendencias de moda, deportes y nuevas formas
de conducta no es de hoy ni se ha ganado por el solo paso de los
años y la influencia extranjera. Esta ingenuidad trasciende
del mundo precortesiano y es bien descrita por Bartolomé
de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción
de las Indias. Aunado a la nula resistencia que Cortés
encuentra en Tlaxcala y Cholula, al llegar a Texcoco el príncipe
Ixtlilxóchitl decide convertirse a la fe cristiana y ese
día son bautizadas más de 20 000 personas (todo
el reino), a excepción las excepciones quedan siempre
en el recuerdo grabadas con letras de oro de Yacotzin, la
madre del príncipe de Texcoco, quien al negarse a recibir
aquella fe y reprender a su hijo por dejarse vencer tan fácilmente
por los cristianos provoca la ira de Ixtlilxóchitl, que
manda prender fuego a los cuartos e ídolos de su madre,
la cual finalmente sale de las llamas diciendo que quería
ser cristiana.
¿Por qué, para mí, habría de quedar
grabada con letras de oro en la historia la negativa de esta mujer
a convertirse a la fe católica si en un espacio relativamente
breve cambió de opinión y de dogmas? Pues precisamente
porque sin querer rompe la regla de Las Casas cuando afirma que
son gentes obedientísimas y fidelísimas a
sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven,
pero además evoca el miedo y la fragilidad de la sociedad
mexicana actual, carente de hombres y mujeres idealistas, entendiendo
por idealista a aquél que está dispuesto a morir
si es necesario por sus valores y sueños porque cree en
ellos fervientemente.
Con todo y este pequeño incidente de rebeldía, la
nula resistencia de los pueblos conquistados evidencia la ingenuidad
de aquellos hombres pacíficos y sin maldades, sin
odios y sin desear venganza (Las Casas dixit). Aun cuando
en un principio creyeron dioses a los españoles, en poco
tiempo notaron que también morían, que no eran invencibles
y que nada de divino o sobrehumano había en ellos. ¿Por
qué entonces hombres educados en el telpochcalli y en el
calmecac, de vivos entendimientos, que lo mismo podían
memorizar cantares divinos que narraciones épicas insistieron
en recibir con honores a Hernán Cortés creyendo
ver en él a su dios Quetzalcóatl?
A menudo la fe, sea cual fuere, ha causado estragos en las civilizaciones
del mundo. La necesidad de creer en algo o en alguien supremo
nos ha arrastrado a guerras y desastres, dejando que la ignorancia
reine sobre nuestras mentes o asumiendo a tal grado una doctrina
religiosa con la que llegamos a fabricar dioses falaces en quienes
creemos ciegamente y, con ello, decidimos esperar a que ellos
resuelvan nuestras vidas. Así, la llegada del cristianismo
a América fue un factor decisivo para la Conquista, más
que la misma fuerza utilizada por los conquistadores.
Suponiendo que el catolicismo traído por los españoles
no hubiese bastado para subyugar por siglos al pueblo mexicano
e ir borrando su memoria histórica en la que detrás
de cada icono cristiano había aún vestigios de ídolos
prehispánicos que los indígenas se resistían
a olvidar, a partir del siglo XX comenzaron a entrar al
país muchas sectas religiosas que poco a poco han ido conquistando
las conciencias de todo aquel que en su camino haya osado atravesarse.
Si el catolicismo vino a despojarnos de oro y demás riquezas
más abstractas que materiales propias de nuestra cultura,
las nuevas religiones están logrando ofrecer un vasto campo
de acción en materia teológica, al poner en la mesa
dogmas para todos los gustos y de muy diversas formas, pero que
en resumidas cuentas constituyen también una colonización
cultural.
Marx no se equivoca cuando afirma que la religión es el
opio del pueblo, pues las religiones que anidan en nuestro país
a menudo generan en la gente incertidumbre, una cultura de miedo
y divisiones sobre todo lo anterior; éste ha sido uno de
los más exitosos fines de las religiones. Al existir distintas
formas de pensar, con tanta pasión y fe de por medio, la
razón y la memoria de lo existente pierde sentido, pues
las razas, posiciones económicas, políticas y sociales,
aunque se predique lo contrario, son puestas de manifiesto, además
de que se considera un pecado pertenecer a una u otra.
Es sorprendente el poder masificador que las religiones tienen,
pero si el vasallaje que ejerce la religión es fuerte,
el yugo impuesto por la era de la información es omnipotente
y capaz de convertirnos en seres que además de no pensar,
se transforman en entes visuales sin capacidad de abstracción.
Diariamente la radio, la televisión, los periódicos,
las revistas y la internet contribuyen a resquebrajar esta sociedad
tambaleante como moldeadores de conciencias, desprogramadores
de ideologías, que ya de sí son obsoletas, mediante
un alud de información que nos invade y convierte en esclavos
de un consumismo estresante que teje sus redes como hábil
y venenoso ente arácnido, y nos aísla de los libros.
La opinión personal ha sido suplantada por lo que llaman
opinión pública, aunque ésta no sea más
que una burda idea formulada por los medios en espera de desvirtuar
o apoyar a una u otra causa, una opinión que le hace más
cómodos los asuntos públicos al mexicano, quien
ha perdido la habilidad de formular juicios personales y de valor
auténticos y personales tal vez por lo ya expuesto,
pero también debido a un espíritu de lucha débil,
casi nulo, que lo hace renunciar a sus propios ideales.
Hace unos meses fuimos testigos de un verdadero fenómeno
en la televisión mexicana que vino a redondear un ciclo
de trivialidades dentro de la vida real del mexicano.
Escribo real entre comillas porque la vida en que se desenvuelve
el mexicano del que hablo transcurre entre telenovelas, partidos
de futbol y talk shows que lo alejan de sus problemas diariamente.
En el colmo de la realidad mexicana, durante 106 días la
televisión presentó el gran espectáculo del
voyeurismo disfrazado bajo el engañoso título de
reality show, título que hizo a la gente identificarse
con la realidad que allí se vive; no había
un libreto que aprender ni actuar, era la vida real de 12 personas
las 24 horas del día.
Contrario a quienes afirman que el programa era un crisol para
aprender de ellos lo que se debía o no hacer, opino que
el público al que llegó, carente en su mayoría
de un criterio sensato entiéndase niños y
jóvenes en proceso de aprendizaje y definición de
conducta ha sido despojado de la poca identidad que en él
quedaba o se empezaba a formar, y ha encontrado nuevos ídolos
y héroes de barro hasta entonces desconocidos. Hoy parece
más importante ser como el Pato, Azalia,
la Mapacha o el Doctor que identificarse
con Heberto Castillo, Rosario Ibarra, Manuel Clouthier o Jesús
Reyes Heroles.
En el cenit del éxito de Big Brother México se han
roto paradigmas en la filosofía universal. Conoceréis
la verdad y la verdad os hará libres es una sentencia
del ayer, hoy remplazada por la que acuñaron los integrantes
de la casa observada, frase superflua y coloquial pero no por
ello menos famosa para muchos mexicanos: Vamos a tirar netas,
porque la realidad es relativa, sólo la neta es absoluta.
Ésta y muchas otras expresiones que atentarían aquí
contra la estética literaria, y que están ya en
boca de niños, jóvenes y adultos de todas clases
sociales, me hacen pensar como Díaz Ordaz en una nueva
Teoría de la Conjura que nos lleva a buscar una amenaza
mayor para la ciudadanía. Implícitamente, como siempre,
acabamos convirtiéndonos en verdugos de nuestra malherida
cultura mexicana.
Observando una tarde del mes de junio el comportamiento de los
jóvenes de mi grupo en la Facultad de Derecho, llamó
mi atención la conversación de cuatro señoritas
de quienes escuché lo siguiente:
Creo que ya la gente se dio cuenta de quién trabaja
y quién no, de quién tiene buenos propósitos,
quién aporta más y quién puede ser de mayor
utilidad.
Sí, en las próximas elecciones se va a reflejar
claramente.
Yo creo que van a estar reñidas porque los dos son
fuertes candidatos al triunfo y las encuestas lo reflejan.
Había comenzado a interesarme en tan fructífera
plática que prometía abundar sobre democracia, cuando
la cuarta interlocutora echó por tierra mi orgullo de estar
rodeado de jóvenes versadas en ciencia política:
Pues ojalá gane el doctor, y que ya
esta semana salga el rasta porque dicen que trata
mal a las chavas de ahí adentro. Mañana son las
nominaciones.
De esa manera y con esa pasión glosaban el comportamiento
de los concursantes de Big Brother y vaticinaban su futuro filosofando
sobre cuestiones avanzadas de politología moderna y mostrando
cuáles son las cuestiones de mayor importancia para estudiantes
del sexto semestre de la licenciatura de Derecho.
Cada 2 de octubre me pregunto: ¿Qué sucedió
con la juventud idealista? ¿Qué ocurrió realmente
para que renunciásemos a ser distintos del resto del mundo?
¿Cuál fue el factor determinante para dejar de disentir,
de manifestarse, de levantar la mano ante injusticias, de ser
desigual entre los iguales? ¿En qué momento olvidamos
la memoria histórica de México? ¿Cuándo
borramos de nuestra memoria la sapiencia del gran Motehcuzoma?
¿Cuándo perdimos de vista el temple de Juárez,
la visión agrarista de Lucio Cabañas, el afán
de Sor Juana en las letras, la democracia en Madero, el México
industrial de Obregón y de Calles, los rasgos de Zapata,
Morelos, Hidalgo, Carranza, Juan Rulfo, Sabines, Octavio Paz,
Rosario Castellanos, Frida Kahlo y tantos hombres y mujeres que
dejaron honda huella en la historia de México? ¿Cuándo
nos olvidamos de aquello que fuimos? ¿Cuándo nos
enfermamos de amnesia o alzheimer?
Si ha sido la industria que nos globaliza a cada segundo, que
absorbe personas y destruye fronteras en busca de blancos para
disparar imágenes publicitarias que cargadas de artículos
nos hacen desear un nuevo style of life con trabajos ligeros y
vida fácil, donde podamos vivir en la utopía de
Moro de una forma cool, entonces fácilmente podemos curar
nuestros males; pero creo que el trasfondo de nuestro olvido va
más allá de cuanto aquí he tratado. Si bien
los factores señalados han sido determinantes para el negativo
cambio de actitudes, ustedes y yo sin saberlo o haciendo caso
omiso a la llamada de alerta, somos cada día nuestro peor
enemigo.
Nuestro pasado nos obliga hoy a regresar sobre nuestros pasos
para encontrar la razón de ser del mexicano. Olvidamos
que Tenochtitlán, con 300 000 habitantes, era un modelo
de organización en el mundo prehispánico. Los conquistadores
decían no haber visto nada semejante a pesar de conocer
Roma, Constantinopla y toda Italia. Si hace más de 500
años fuimos un modelo de organización con todo y
las limitaciones del mundo azteca ¿será acaso que
no podamos volver a serlo con todas las herramientas que tenemos
hoy en nuestras manos? Somos, pese a todo, un pueblo con valores.
Los ideales de libertad, hermandad, honestidad, servicio e igualdad
continúan arraigados en nosotros tal como antes de la globalización
y de la Conquista; basta escarbar un poco para encontrarlos.
Seguramente podemos lograr una nación mejor, con un futuro
promisorio, pero debemos actuar con prontitud, seriedad y responsabilidad.
¿Podemos convertirnos en potencia mundial y quitarnos los
grilletes que hoy nos oprimen? ¡Claro que podemos y debemos
hacerlo!, pero para ello necesitaremos tener fe en nosotros, recobrar
la confianza perdida y volvernos analíticos, idealistas,
voluntarios, perspicaces, humildes, sensatos, pero con entusiasmo
y calor humano, no con la frialdad con la que países enteros
se sistematizan y hunden a sus pueblos en la peor de las miserias:
el espíritu.
En la búsqueda del superhombre de Zaratustra
y en nuestro afán desmedido por alcanzar la felicidad,
sin saber que ha estado siempre frente a nosotros en espera de
que nos reconozcamos y nos aceptemos como somos, hemos estado
dispuestos a traicionarnos, ultrajarnos, violarnos e, incluso,
saltar desde el piso más alto de esa engañosa Torre
de Babel que como vida hemos elegido para cambiar nuestra piel,
una piel legendaria, ancestral, que sufre y que llora por seguir
en nosotros, que pese a cuanto digamos no se vende; una piel prehispánica
que aflora cada vez que exaltamos nuestras emociones, una piel
que, auque nuestro cuerpo se estampe contra el piso luego de la
tremenda caída en que estamos, entre mil culturas diariamente,
seguirá viviendo escondida en nuestros corazones en espera
de alguien que ascienda al Topos Uranos que imaginaba Platón
y rescate para sí la memoria histórica de México,
un olvido que podemos recordar aún y un alzheimer que con
voluntad y persistencia en poco tiempo podremos curar.