Enero 2003 , Nueva época No. 61 Xalapa • Veracruz • México
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La memoria histórica de México.
Entre el olvido y el alzheimer

Danner González Rodríguez /
Alumno del sexto semestre de la licenciatura en Derecho de la UV

 
El presente texto obtuvo el segundo lugar en la categoría Ensayo Humanístico “Librado Basilio”, del IV Premio al Estudiante Universitario, convocado por la Universidad Veracruzana.

Pensadores del mundo y hombres de letras nacionales han planteado con insistencia la cuestión de por qué los mexicanos nos preguntamos a menudo ¿quiénes somos?, ¿a qué obedece nuestro comportamiento diario?, o ¿qué necesitamos para avanzar como nación? Parece que la premisa socrática nosce te ipsum no es tan fácil de seguir después de todo. El que periódicamente y con tanta insistencia nos preguntemos quiénes somos y si estamos o no preparados para tal o cual actividad cotidiana me lleva a pensar que realmente no conocemos nuestra identidad o quizá la hemos perdido y nos negamos a recuperarla; pero hay una tercera hipótesis que en verdad me asusta y es que, dadas las características del mexicano que surge de la Conquista y de la fusión entre España y nuestro mundo prehispánico, tal vez desde entonces no hemos tenido una identidad definida como tal. Ésta es una hipótesis que debiera ser motivo de profundo análisis dadas las pretensiones que contiene. Vale la pena detenerse en el fundamento de estas suposiciones.
Nuestra cultura es un mundo de espejos, dice José Saramago, donde no parece haber límites para la ilusión engañosa. Dentro de esta cultura no podemos llamarnos americanos por convicción propia, sino por Américo Vespucio y la historia obligadamente conocida del nombre del nuevo continente. Tampoco podemos afirmar ser indios puesto que es también consabida la equívoca creencia de Colón de haber llegado a Las Indias, y definitivamente no somos españoles, porque aceptarlo sería negar nuestras raíces indígenas en esa policromía de pueblos de Árido América y mesoamericanos; incluso, si aceptásemos ser indígenas tendríamos que desmentir esa afirmación: primero, porque nuestros ancestros mayas, aztecas y demás pueblos del territorio mesoamericano jamás acuñaron dicho término para sí, y segundo, porque al mezclar sangre indígena pura entre todas las demás –aunque sus detractores no quieran o en la mayoría de las veces no queramos aceptarlo como sociedad– con simiente bárbara procedente de España, somos hoy una mezcla heterogénea de culturas, motivo que nos lleva insistentemente a preguntarnos: ¿quiénes somos los mexicanos?
En obras fundamentales para nuestro país, Octavio Paz, Leopoldo Zea y Samuel Ramos, entre otros autores de no menor importancia, han estudiado al mexicano de una manera brillante y acertada. ¿Por qué entonces escribir nuevamente sobre la identidad del mexicano y volver sobre caminos ya andados?
Voy a señalar un punto y de él habremos de partir para fundamentar este trabajo: el mexicano de fin de siglo enfrenta situaciones diferentes a las que hemos estudiado por años en los clásicos y reclama a gritos un cambio de actitudes. El acontecer presente, que nos va llevando a la integración de una aldea global, nos obliga a hacer una pausa en el camino para discernir con calma sobre las conductas en que hemos incurrido, víctimas de un despiadado proceso de masificación, a fin de reorientar el rumbo de nuestro destino, que no es más que el resultado de nuestras acciones.
La era de la información ha traído consigo una avalancha de ideas que nos ha conquistado con no menos violencia que en 1521, aunque sí con menor resistencia y sin necesidad de derramar sangre. Esa ingenuidad con la que hemos aceptado religiones y creencias nuevas, medios de comunicaciones en masa, economías globa-lizadoras y tendencias de moda, deportes y nuevas formas de conducta no es de hoy ni se ha ganado por el solo paso de los años y la influencia extranjera. Esta ingenuidad trasciende del mundo precortesiano y es bien descrita por Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Aunado a la nula resistencia que Cortés encuentra en Tlaxcala y Cholula, al llegar a Texcoco el príncipe Ixtlilxóchitl decide convertirse a la fe cristiana y ese día son bautizadas más de 20 000 personas (todo el reino), a excepción –las excepciones quedan siempre en el recuerdo grabadas con letras de oro– de Yacotzin, la madre del príncipe de Texcoco, quien al negarse a recibir aquella fe y reprender a su hijo por dejarse vencer tan fácilmente por los cristianos provoca la ira de Ixtlilxóchitl, que manda prender fuego a los cuartos e ídolos de su madre, la cual finalmente sale de las llamas diciendo que quería ser cristiana.
¿Por qué, para mí, habría de quedar grabada con letras de oro en la historia la negativa de esta mujer a convertirse a la fe católica si en un espacio relativamente breve cambió de opinión y de dogmas? Pues precisamente porque sin querer rompe la regla de Las Casas cuando afirma que son “gentes obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven”, pero además evoca el miedo y la fragilidad de la sociedad mexicana actual, carente de hombres y mujeres idealistas, entendiendo por idealista a aquél que está dispuesto a morir si es necesario por sus valores y sueños porque cree en ellos fervientemente.
Con todo y este pequeño incidente de rebeldía, la nula resistencia de los pueblos conquistados evidencia la ingenuidad de aquellos “hombres pacíficos y sin maldades, sin odios y sin desear venganza” (Las Casas dixit). Aun cuando en un principio creyeron dioses a los españoles, en poco tiempo notaron que también morían, que no eran invencibles y que nada de divino o sobrehumano había en ellos. ¿Por qué entonces hombres educados en el telpochcalli y en el calmecac, de vivos entendimientos, que lo mismo podían memorizar cantares divinos que narraciones épicas insistieron en recibir con honores a Hernán Cortés creyendo ver en él a su dios Quetzalcóatl?
A menudo la fe, sea cual fuere, ha causado estragos en las civilizaciones del mundo. La necesidad de creer en algo o en alguien supremo nos ha arrastrado a guerras y desastres, dejando que la ignorancia reine sobre nuestras mentes o asumiendo a tal grado una doctrina religiosa con la que llegamos a fabricar dioses falaces en quienes creemos ciegamente y, con ello, decidimos esperar a que ellos resuelvan nuestras vidas. Así, la llegada del cristianismo a América fue un factor decisivo para la Conquista, más que la misma fuerza utilizada por los conquistadores.
Suponiendo que el catolicismo traído por los españoles no hubiese bastado para subyugar por siglos al pueblo mexicano e ir borrando su memoria histórica –en la que detrás de cada icono cristiano había aún vestigios de ídolos prehispánicos que los indígenas se resistían a olvidar–, a partir del siglo XX comenzaron a entrar al país muchas sectas religiosas que poco a poco han ido conquistando las conciencias de todo aquel que en su camino haya osado atravesarse. Si el catolicismo vino a despojarnos de oro y demás riquezas más abstractas que materiales propias de nuestra cultura, las nuevas religiones están logrando ofrecer un vasto campo de acción en materia teológica, al poner en la mesa dogmas para todos los gustos y de muy diversas formas, pero que en resumidas cuentas constituyen también una colonización cultural.
Marx no se equivoca cuando afirma que la religión es el opio del pueblo, pues las religiones que anidan en nuestro país a menudo generan en la gente incertidumbre, una cultura de miedo y divisiones sobre todo lo anterior; éste ha sido uno de los más exitosos fines de las religiones. Al existir distintas formas de pensar, con tanta pasión y fe de por medio, la razón y la memoria de lo existente pierde sentido, pues las razas, posiciones económicas, políticas y sociales, aunque se predique lo contrario, son puestas de manifiesto, además de que se considera un pecado pertenecer a una u otra.
Es sorprendente el poder masificador que las religiones tienen, pero si el vasallaje que ejerce la religión es fuerte, el yugo impuesto por la era de la información es omnipotente y capaz de convertirnos en seres que además de no pensar, se transforman en entes visuales sin capacidad de abstracción.
Diariamente la radio, la televisión, los periódicos, las revistas y la internet contribuyen a resquebrajar esta sociedad tambaleante como moldeadores de conciencias, desprogramadores de ideologías, que ya de sí son obsoletas, mediante un alud de información que nos invade y convierte en esclavos de un consumismo estresante que teje sus redes como hábil y venenoso ente arácnido, y nos aísla de los libros.
La opinión personal ha sido suplantada por lo que llaman opinión pública, aunque ésta no sea más que una burda idea formulada por los medios en espera de desvirtuar o apoyar a una u otra causa, una opinión que le hace más cómodos los asuntos públicos al mexicano, quien ha perdido la habilidad de formular juicios personales y de valor auténticos y personales –tal vez por lo ya expuesto–, pero también debido a un espíritu de lucha débil, casi nulo, que lo hace renunciar a sus propios ideales.
Hace unos meses fuimos testigos de un verdadero fenómeno en la televisión mexicana que vino a redondear un ciclo de trivialidades dentro de la vida “real” del mexicano. Escribo real entre comillas porque la vida en que se desenvuelve el mexicano del que hablo transcurre entre telenovelas, partidos de futbol y talk shows que lo alejan de sus problemas diariamente. En el colmo de la realidad mexicana, durante 106 días la televisión presentó el gran espectáculo del voyeurismo disfrazado bajo el engañoso título de reality show, título que hizo a la gente identificarse con la “realidad” que allí se vive; no había un libreto que aprender ni actuar, era la vida real de 12 personas las 24 horas del día.
Contrario a quienes afirman que el programa era un crisol para aprender de ellos lo que se debía o no hacer, opino que el público al que llegó, carente en su mayoría de un criterio sensato –entiéndase niños y jóvenes en proceso de aprendizaje y definición de conducta– ha sido despojado de la poca identidad que en él quedaba o se empezaba a formar, y ha encontrado nuevos ídolos y héroes de barro hasta entonces desconocidos. Hoy parece más importante ser como “el Pato”, “Azalia”, “la Mapacha” o “el Doctor” que identificarse con Heberto Castillo, Rosario Ibarra, Manuel Clouthier o Jesús Reyes Heroles.
En el cenit del éxito de Big Brother México se han roto paradigmas en la filosofía universal. “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” es una sentencia del ayer, hoy remplazada por la que acuñaron los integrantes de la casa observada, frase superflua y coloquial pero no por ello menos famosa para muchos mexicanos: “Vamos a tirar netas, porque la realidad es relativa, sólo la neta es absoluta”. Ésta y muchas otras expresiones que atentarían aquí contra la estética literaria, y que están ya en boca de niños, jóvenes y adultos de todas clases sociales, me hacen pensar como Díaz Ordaz en una nueva Teoría de la Conjura que nos lleva a buscar una amenaza mayor para la ciudadanía. Implícitamente, como siempre, acabamos convirtiéndonos en verdugos de nuestra malherida cultura mexicana.
Observando una tarde del mes de junio el comportamiento de los jóvenes de mi grupo en la Facultad de Derecho, llamó mi atención la conversación de cuatro señoritas de quienes escuché lo siguiente:
– Creo que ya la gente se dio cuenta de quién trabaja y quién no, de quién tiene buenos propósitos, quién aporta más y quién puede ser de mayor utilidad.
– Sí, en las próximas elecciones se va a reflejar claramente.
– Yo creo que van a estar reñidas porque los dos son fuertes candidatos al triunfo y las encuestas lo reflejan.
Había comenzado a interesarme en tan fructífera plática que prometía abundar sobre democracia, cuando la cuarta interlocutora echó por tierra mi orgullo de estar rodeado de jóvenes versadas en ciencia política:
– Pues ojalá gane “el doctor”, y que ya esta semana salga “el rasta” porque dicen que trata mal a las chavas de ahí adentro. Mañana son las nominaciones.
De esa manera y con esa pasión glosaban el comportamiento de los concursantes de Big Brother y vaticinaban su futuro filosofando sobre cuestiones avanzadas de politología moderna y mostrando cuáles son las cuestiones de mayor importancia para estudiantes del sexto semestre de la licenciatura de Derecho.
Cada 2 de octubre me pregunto: ¿Qué sucedió con la juventud idealista? ¿Qué ocurrió realmente para que renunciásemos a ser distintos del resto del mundo? ¿Cuál fue el factor determinante para dejar de disentir, de manifestarse, de levantar la mano ante injusticias, de ser desigual entre los iguales? ¿En qué momento olvidamos la memoria histórica de México? ¿Cuándo borramos de nuestra memoria la sapiencia del gran Motehcuzoma? ¿Cuándo perdimos de vista el temple de Juárez, la visión agrarista de Lucio Cabañas, el afán de Sor Juana en las letras, la democracia en Madero, el México industrial de Obregón y de Calles, los rasgos de Zapata, Morelos, Hidalgo, Carranza, Juan Rulfo, Sabines, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Frida Kahlo y tantos hombres y mujeres que dejaron honda huella en la historia de México? ¿Cuándo nos olvidamos de aquello que fuimos? ¿Cuándo nos enfermamos de amnesia o alzheimer?
Si ha sido la industria que nos globaliza a cada segundo, que absorbe personas y destruye fronteras en busca de blancos para disparar imágenes publicitarias que cargadas de artículos nos hacen desear un nuevo style of life con trabajos ligeros y vida fácil, donde podamos vivir en la utopía de Moro de una forma cool, entonces fácilmente podemos curar nuestros males; pero creo que el trasfondo de nuestro olvido va más allá de cuanto aquí he tratado. Si bien los factores señalados han sido determinantes para el negativo cambio de actitudes, ustedes y yo sin saberlo o haciendo caso omiso a la llamada de alerta, somos cada día nuestro peor enemigo.
Nuestro pasado nos obliga hoy a regresar sobre nuestros pasos para encontrar la razón de ser del mexicano. Olvidamos que Tenochtitlán, con 300 000 habitantes, era un modelo de organización en el mundo prehispánico. Los conquistadores decían no haber visto nada semejante a pesar de conocer Roma, Constantinopla y toda Italia. Si hace más de 500 años fuimos un modelo de organización con todo y las limitaciones del mundo azteca ¿será acaso que no podamos volver a serlo con todas las herramientas que tenemos hoy en nuestras manos? Somos, pese a todo, un pueblo con valores. Los ideales de libertad, hermandad, honestidad, servicio e igualdad continúan arraigados en nosotros tal como antes de la globalización y de la Conquista; basta escarbar un poco para encontrarlos.
Seguramente podemos lograr una nación mejor, con un futuro promisorio, pero debemos actuar con prontitud, seriedad y responsabilidad. ¿Podemos convertirnos en potencia mundial y quitarnos los grilletes que hoy nos oprimen? ¡Claro que podemos y debemos hacerlo!, pero para ello necesitaremos tener fe en nosotros, recobrar la confianza perdida y volvernos analíticos, idealistas, voluntarios, perspicaces, humildes, sensatos, pero con entusiasmo y calor humano, no con la frialdad con la que países enteros se sistematizan y hunden a sus pueblos en la peor de las miserias: el espíritu.
En la búsqueda del “superhombre” de Zaratustra y en nuestro afán desmedido por alcanzar la felicidad, sin saber que ha estado siempre frente a nosotros en espera de que nos reconozcamos y nos aceptemos como somos, hemos estado dispuestos a traicionarnos, ultrajarnos, violarnos e, incluso, saltar desde el piso más alto de esa engañosa Torre de Babel que como vida hemos elegido para cambiar nuestra piel, una piel legendaria, ancestral, que sufre y que llora por seguir en nosotros, que pese a cuanto digamos no se vende; una piel prehispánica que aflora cada vez que exaltamos nuestras emociones, una piel que, auque nuestro cuerpo se estampe contra el piso luego de la tremenda caída en que estamos, entre mil culturas diariamente, seguirá viviendo escondida en nuestros corazones en espera de alguien que ascienda al Topos Uranos que imaginaba Platón y rescate para sí la memoria histórica de México, un olvido que podemos recordar aún y un alzheimer que con voluntad y persistencia en poco tiempo podremos curar.