Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Instinto e imaginación, bases de la creación literaria
Tras la obra de un escritor hay una vida que contar: Élmer Mendoza

Edgar O. Fernández Serratos

Con la tradición cultural propia del norte del país y con la experiencia literaria que lleva a cuestas, Élmer Mendoza, escritor sinaloense, tiene mucho que contar. En la siguiente conversación describe el movimiento literario del norte y los escritores que lo encabezan, e invoca el desarrollo de su quehacer artístico, su vida cotidiana, sus obsesiones y sus certezas.
A mediados de los ochenta, cuenta el escritor Eduardo Antonio Parra, los críticos de literatura dieron carta de naturalización, en un grupo solvente de creadores del norte de nuestro país, a una literatura que dieron en llamar narrativa del desierto, concesión bastante pobre si se toma en cuenta que se determinaba más bien por accidentes geográficos. De ahí que el concepto resultaba insuficiente para designar la obra de estos autores y la de los que les siguieron, de la misma manera que el término narrativa fronteriza, usado después para referirse a lo mismo.
En un artículo en el que intentó analizar el trabajo de los narradores del norte, Parra escribió: “El norte de México no es simple geografía, hay en él un devenir muy distinto al que registra la historia del resto del país. Hay una manera peculiar de pensar, de actuar, de sentir y de hablar, derivada de la lucha constante contra el medio y contra la cultura de los gringos, extraña y absorbente. Derivada también del rechazo al poder central, de la convivencia con las constantes oleadas de migrantes de los estados del sur y del centro, y de una mitología religiosa que se manifiesta en la adoración a santones regionales como la Santa de Cabora (Chihuahua), Juan Soldado (Baja California), el Niño Fidencio (Nuevo León) y Malverde (el santo de los narcotraficantes sinaloenses)”.
Élmer Mendoza, dramaturgo, cuentista y novelista, habló sobre su concepción de la literatura, sus temas, sus obsesiones, sus influencias, en fin, todo lo que conforma el mundo creativo de un autor. Como un gran admirador de la plasticidad del lenguaje, busca la innovación a través del perfeccionamiento de un estilo propio, pues al estar agotadas las temáticas en la tradición literaria, la forma es el camino que encuentra para lograr una expresión fresca y original.
Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mendoza comentó también acerca de la fuerza que ha adquirido el norte en el panorama cultural del país, a veces en franco conflicto con el centro. Sin embargo, él es un gran defensor del trabajo serio, planeado y comprometido consigo mismo, en oposición al escritor que pretende generar polémica para permanecer un tiempo, generalmente efímero, bajo los reflectores. En busca de una sencillez que no caiga en el aislamiento, hace lo posible por evitar las conferencias, las presentaciones, los actos protocolarios, y simplemente aplica a la escritura de su obra, que comparte con la labor de promotor de la lectura, a través de un curso de creación literaria que dirige en su estado natal.

Decía Robert Louis Stevenson que un escritor sólo tiene tres temas alrededor de los cuales gira toda su obra. ¿Cuáles serían los suyos?
Yo todavía no lo defino, he tratado, pero no he podido. Por cierto, he oído que a quien le adjudican esa idea de que el escritor sólo tiene tres temas es a Tito Monterroso: existen tres temas y las moscas. Leyendo a Saramago encontré que dice que escribe sobre el error; entonces, tratando de seguir ese modelo he pensado: “yo, ¿sobre qué escribo?”, y la verdad no he dado, pero lo he pensado. Aunque he dejado de pensar en esto porque sería una restricción para mí, comparto la idea de que la obra de un escritor es como un edificio, como una casa que tiene varias habitaciones –que serían cada libro–, las cuales, aunque forman parte de un mismo cuerpo y aunque se parezcan, tienen elementos diferentes. Si tuviera sólo un tema, tal vez sufriría alguna restricción (aunque no fuera real) a la hora de intentar un proyecto.

Entonces tal vez la creación tenga que ver con las propias obsesiones. ¿Sus obras corresponden a
un momento en el que está buscando algo?
No sé. Yo creo que esto tiene que ver con lo que uno es, cómo te has formado, cómo has creado obsesiones, todo lo que es la vida. Aunque seguramente debo estar confundido. Mis preocupaciones cuando cuento una historia son: uno, contarla y, dos, contarla muy bien. Y este último acto es toda mi obsesión por el trabajo narrativo. El tono, el ritmo, el uso de las palabras, el lenguaje, la puntuación… son aspectos que me ocupan bastante tiempo; también tomar la decisión de dejar las cosas como están o modificarlas, y evidentemente las obsesiones deben estar ahí. Tal vez una de las mías sea tratar de ser perfeccionista.

Hay quien dice que todo está contado, que sólo importa la manera como se cuente. ¿Es
por ello que usted trabaja con minuciosidad la parte estética
del texto?
Sí, yo creo que sí, porque partiendo de la idea de Monterroso, todos son los mismos temas. Y efectivamente, la forma sí me interesa, lo cual quizá tenga relación con mi interés por la plástica, porque en ella esto es evidente. Tú puedes ver, por ejemplo, un cuadro del Bosco y uno de Dalí, y caer en la cuenta de que Dalí es conclusión del Bosco, pero son diferentes. Entonces, ¿en qué consiste la diferencia? Quizá en el color, en las formas, en el planteamiento del discurso… y en la literatura ocurre lo mismo. Cervantes ha creado una obra maestra, pero no podemos escribir El Quijote de nuevo; hay que hacer nuestra propia obra, sin ocuparte mucho del tema y sin ocuparte de las obsesiones.

En medio de un proceso de prueba y error, el creador es quien define el estilo de su propia obra. ¿En qué momento definió el suyo?
A principios de los ochenta decidí delinear mi propia obra, y durante varios años he hecho muchas locuras tratando de hacerla, como mezclar todo lo que puedo o incorporar textos que de pronto pueden parecer prosa poética. De hecho, en mis textos están presentes esas dos categorías, porque decidí casarme con los dos géneros literarios por antonomasia: la poesía y la narrativa. Me ha costado mucho, ha sido agotador, porque los poetas son otro mundo, aunque ahora lo he atemperado.
Sobre mi novela Un asesino solitario, que es un texto con mucho aliento popular, alguien publicó un ensayo donde extrajo todo lo que sería poético, o lo que él creyó que lo era, y me pareció muy interesante. Me acuerdo que decía que la frase “¿Has comido galletas pancrema? Es como si tuvieras pájaros en la boca” parte más de una tradición poética que de una narrativa.
La verdad son cosas que yo no discuto, porque tal vez mi prosa reciba un aire poético. Yo leo poesía todos los días antes de trabajar; por eso mi prosa tiene que ver con ese tratamiento, que no es nada original. No obstante, creo que el uso del recurso poético me ayuda en la elaboración de mi discurso narrativo. Me gusta que el discurso tenga una contundencia inmediata. No me gusta la digresión y prefiero ir diciendo –en un corto espacio– lo que cada personaje afirma, piensa, imagina. También me interesa lograr que, después de una cierta cantidad de páginas, el lector pueda estar inmerso en el código y leer sin mayor problema: me agrada cuando un lector me dice que leyó mi libro en un solo día; eso significa que lo logré. Sin embargo, cuando hay lectores que no pudieron hacerlo, pienso que todavía me falta.

Tal vez tenga que ver con la formación, con los elementos que nutren su quehacer literario. ¿Cuáles son los suyos?
En primer lugar, la lectura. Si alguien no ha leído quinientas novelas no puede escribir una.

Antonio Muñoz Molina dice que los libros son como las personas: uno conoce muchos pero sólo unos cuantos son sus amigos. ¿Con cuáles se queda?
Admiro mucho a Cervantes. Se me hace genial, su personaje manejado en dos planos, su realidad, su fantasía... Los narradores del siglo xix me agradan, pero tener un icono, tal vez Flaubert con Madame Bovary. También me gusta Diderot, esa raza de enciclopedistas. Y del siglo xx admiro mucho a Joyce, es nuestro gran icono, aunque cuesta leerlo. De hecho, he leído el Ulises tres veces y siento que no es suficiente, pero hace confiar en que en literatura nada es imposible, en que hay múltiples maneras de contar una historia y en que el tiempo contribuye a ponerla en su lugar: el éxito o fracaso que tengamos mientras vivimos no significa gran cosa. Importa que la obra esté ahí, escrita con todos los recursos que eres capaz de utilizar, arriesgada, sin tener tiempo de plantear lo que se te ocurre o lo que crees que va a diferenciar tu obra, es decir, escribir con voluntad de estilo.
Por otro lado, Cortázar y Fernando del Paso serían como mis grandes maestros, sobre todo en la fase en la que debo darle fuerza y actualidad a mi narrativa. He aprendido mucho con ellos. El discurso digresivo del segundo escritor me gusta muchísimo porque es muy rico, como un muestrario de lo que es un narrador culto que al mismo tiempo sabe jugar con el lenguaje, con sus personajes. En Cortázar admiro esa capacidad de crear una literatura que va del juego a la seriedad, de la realidad a la fantasía, de lo urbano a lo rural, de lo infantil a la madurez… La limpieza del lenguaje, el cuidado de su ritmo narrativo, la perfección de los arcos de tensión en sus obras, se me hacen sorprendentes; pero también su capacidad de correr riesgos como en Rayuela. Creo que es un ejemplo importante en
mi vida.

Y fuera de la literatura, ¿con
qué otras artes o actividades comulga?
En realidad te nutre todo. Yo siempre ando buscando que me asombren. De la música me gusta el rock, porque es un género que creció con mi generación, es la identidad de mi generación: Leonard Cohen, los Beatles, John Lennon, Bob Dylan, Santana, Rolling Stones. Después ya no tuve mayor contacto con la música de los setenta, los ochenta, la música disco, aunque he de reconocer que Gloria Gaynor o Dona Summer son buenas
cantantes.
También, como soy mexicano y mis mayores oían y cantaban corridos, me gusta este género y me gusta cantarlos. Es más, como tenía la idea de que todo mundo debía tocar un instrumento, aprendí a tocar la guitarra para cantar corridos. Me gusta e incluso he compuesto música para dos corridos; uno de ellos es para el personaje de Arturo Pérez-Reverte en La reina del sur, César Güemes hizo la letra y yo la música, siguiendo –claro– la tradición de mis mayores.
Lo anterior, de alguna manera es parte de la expresión cultural de un pueblo, pues en el mío antes de que la gente aprenda a leer, aprende a cantar. Yo empecé a leer cuando tenía 10 años, al tiempo que oía a todo el mundo cantar las canciones de Pedro Infante y las de otros intérpretes de esa época, pero también cantaban corridos, aquellos que eran aprendidos de los abuelos, o los del siglo xix, o los que tenían que ver con su propia tradición. A pesar de que buena parte de esas composiciones ha desaparecido, todavía recuerdo algunas canciones. Ya ves, dicen que todos los mexicanos somos josealfredojimeneanos.
Además de la música, me gusta el cine. No tengo mayor capacidad para evaluar, veo todo. Claro, cuando iba a la facultad, que es cuando uno se cree mucho, veía cine de arte y todas esas cosas. Ahora no, ahora veo todo lo que llega a Culiacán. No me pasa nada.

Rabelais decía que un novelista no es un filósofo, no es un antropólogo, no es un poeta, sino que tiene que ser todo eso al mismo tiempo ¿Comparte
esa idea?
No, no creo. Creo que un narrador, cuando menos, funciona de acuerdo con sus intereses. Si alguien va a escribir una novela histórica, tiene que ponerse los zapatos del historiador. Si se quiere meter con personajes que tengan algún síndrome, pues debe involucrarse en temas de médicos o de psicólogos, pero que se asuman como un sabelotodo se me hace absurdo. Al menos ahora no funciona. Ya ves hoy los jóvenes de 12 años saben más que nosotros porque la Internet los absorbe.
Creo que un escritor debe saber sobre lo que habla, pero tiene que usar su instinto, su inventiva, su imaginación… después, quizá, pueda venir la información. Esto también tiene que ver con el tipo de narrador. Hay narradores que avanzan con dificultades cuando no tienen toda la información, es decir, parten de la realidad. No es mi caso. Mis novelas parecen muy reales y eso me gusta, pero yo no me ocupo de la realidad. Me sorprende, de pronto, estar hablando de la realidad porque, a pesar de que muchas veces me preguntan por ella, siempre trabajo en función de mi imaginación y parto del efecto que quiero provocar, que parezca algo real y algo muy sencillo. Nunca pierdo de vista una cosa: quiero contar una historia y no complicarle la vida a mi lector.

Hay escritores que de antemano saben cuál es el principio
de sus escritos, pero ignoran el desarrollo subsecuente. ¿Usted conoce cada paso de los textos que escribe?
Siempre presumo que sé. Pero en realidad es imposible saberlo todo, porque la novela se va transformando, se va creando. Pero sí parto de un plan, hago un proyecto, un esquema, ya que eso es muy importante para mí. En la primera etapa, pienso en la novela; en la segunda, la escribo y lo hago como autómata; además analizo los elementos principales de la historia y sobre eso empiezo a depurar: agrego, excluyo, sustituyo, modifico el orden y vuelvo a escribirla de nuevo.
Después, reviso la historia una vez más y trabajo sobre los efectos, sobre el lenguaje, sobre el ritmo, y esta etapa consiste en leer en voz alta y escuchar mis propias palabras. A fuerza de repetir, generalmente pierdo la noción de lo que estoy escribiendo, por lo que termino sin saber qué he hecho. El instinto te conduce para siempre transformar tu historia. El momento en que ya no le puedes meter ni sacar nada indica que ya está terminada.

Cuando trabaja la parte estética, ¿cómo sabe que está tomando las decisiones correctas? ¿Está seguro o siempre es una apuesta?
Siempre es una apuesta, es el instinto. Hay un día en el que estás seguro, pero otro en el que borras todo porque ya no lo estás. Es imposible tener la absoluta certeza. El narrador siempre arriesga. Al menos los que trabajan como yo, viven en el riesgo: eso es interesante, porque terminas una obra y tienes una gran incertidumbre, al tiempo que el instinto te dice: tal vez me ha quedado. Yo nunca digo me ha quedado muy bien, digo que tal vez me ha quedado, porque un escrito es como una serie de contactos que funcionan bien,
pero no falta alguno que esté haciendo corto.

¿Cómo le hace para vivir con esto dándole vueltas en la cabeza, para convivir con su familia, con sus amigos, con su entorno?
Escucho a John Lee Hooker, B. B. King... el blues me relaja. También oigo a Led Zepellin, Janis Joplin... esto me ayuda porque, por ejemplo, la música de Led Zepellin golpea en el plexo solar y te lleva hacia otros sitios, te reactiva. Asimismo hay que cocinar, comer, conversar. Me gusta mucho el béisbol, así que prendo la televisión para ver si están jugando los Yanquis, o si está tirando alguno de los jugadores mexicanos. Además leo y trabajo por periodos cortos de tiempo, alrededor de una hora, durante tres o cuatro veces al día. Eso también me ayuda a tener control sobre mi trabajo y sobre mi vida personal.

Le pregunto esto porque hay una idea de que el escritor vive en una torre, aislado de todos los demás. No obstante, Federico Campbell dice que usted no se cree escritor, ni intelectual, ni gran señor de la cultura. ¿Cómo no entrarle
al juego?
Un consejo: cuando encuentres un escritor mamón, bájate el cierre. Es que eso no es la vida. La vida es la vida, y no hay que confundirla con este trabajo. Ser escritor es una actitud mental y es un estilo de vida que los demás no tienen por qué sufrir. Y sí, yo no soy intelectual, incluso pienso que los narradores somos un poco tontos. Somos muy instintivos, sensibles, pero no creo que seamos capaces de crear grandes sistemas de pensamiento. No lo creo, aunque deben existir quienes lo hagan, por supuesto, pero no es el narrador que imagino. Yo creo en el narrador de contacto, pero sin que se te vaya la vida
en ello.
Dicen que los escritores se dividen en dos: los que se dedican a ser escritores y los que se dedican a escribir. Yo escribo, y cuando salgo de casa no soy escritor. Cuando me reúno con personas que quieren hablar del trabajo literario, pues hablamos de ello. La vida es así, elemental. Al menos así la concibo y así trato de vivirla.

Sabemos que imparte cursos de creación literaria en Culiacán. ¿Cuál es el panorama que en ese ámbito artístico se vislumbra en Sinaloa?
Doy mi curso en Cualiacán, en Los Mochis y en Mazatlán, las tres ciudades más importantes. Entre los tres sitios tengo 52 alumnos. Lo que están haciendo ellos es contar sus historias, actividad que forma parte de la primera etapa del curso, porque no todos están dispuestos a someterse a un programa que más que escritura implica lecturas, la inversión de tiempo, la factura de ejercicios que poco a poco aumentan su dificultad.
Partimos de una gran certeza: ¿quieres escribir una novela? Tienes que leer quinientas. Después deben someterse al proceso de aprendizaje porque es un curso, no taller. El taller funciona de otra manera; en él todos se sienten obligados a dar una opinión aunque diga pura tontería. Acá no, acá hablo yo y habla el autor del trabajo que estamos analizando. Si alguien quiere hacer un comentario, puede hacerlo después. Es decir, lo que buscamos es que quien está haciendo el trabajo descubra sus propios defectos, virtudes y posibilidades de corregir.

Cuando dirigió la biblioteca Gilberto Owen de Culiacán existían 23 más, pero cuando salió eran 84. ¿Esto fue excepcional en Sinaloa o suelen trabajar así?
En 1984, cuando regresé a Culiacán abrí una editorial marginal. Poste-riormente, en 1986, me contrataron para dirigir talleres de lectura para niños y talleres de literatura. En esa etapa logré desarrollar un sistema para tratar de corregir el déficit de lectores entre los niños a partir de los padres. Después, gracias al apoyo de un secretario de educación, esta labor se difundió por todo Sinaloa con la ayuda de 8 000 promotores de lectura, quienes atendieron a un estado que tiene menos de dos millones de habitantes, lo cual es una maravilla.
Hoy seguimos recomendando libros para niños y para adultos de los grandes autores de la literatura mexicana, mundial e, incluso, estatal. Creo que los narradores que deberán ponerse de moda en los próximos diez años son los que han asistido a nuestros talleres, los que han conocido las herramientas para escribir pero, sobre todo, los que han recibido orientación acerca de lo que un narrador debe leer. Tan sólo en la primera sesión, hacemos una recomendación de cien títulos de escritores de los siglos xix y xx. Con eso terminan convirtiéndose en grandes lectores capaces de desmenuzar obras que se consideran capitales, pero también textos que no son trascendentes para ellos, aunque pertenezcan a famosos autores que ganan numerosos premios.
La mayor parte de los alumnos debe estar muy avanzada con su obra, con mucha decencia y con mucha intención. Las 52 personas que menciono –que quedaron de unas 200– se han puesto ya los zapatos de escritor y están corriendo el riesgo.

Le pregunto sobre el trabajo que se realiza en Culiacán porque los escritores norteños, como David Toscana, Daniel Sada y Luis Humberto Crosthwaite, tienen una gran presencia en el actual movimiento literario de México. ¿Es sólo un fenómeno propio del norte o también ocurre en otras zonas de la república?
En realidad no sé. Pienso que es una feliz coincidencia, aunque hay muy buenos escritores en el centro. El problema es que los malos escritores, vamos a decir los que han tenido menos suerte o han publicado obras apresuradas, hacen escarnio de esto que mencionas. Pero los buenos escritores nos respetamos mucho. Lo que sí puedo afirmar es que todos los autores que mencionas son personas que trabajan muchísimo, lo que también puede ser una coincidencia. Tal vez funcione mejor la idea de que no hay genios, sino gente que trabaja muy fuerte.

Ciertamente, el talento o la calidad del escritor no tienen que ver con el lugar en el que creció, pero, al ver el éxito de los norteños, tal vez quepa preguntarse el porqué de esta fuerte presencia tan digna, que en ocasiones ha sido atacada.
Sí nos atacan, pero no es necesario, nosotros ni nos metemos. Yo tengo grandes amistades en la Ciudad de México, y me enorgullezco de ellas, son escritores muy poderosos. Lo importante es que todos estamos haciendo la literatura mexicana de este tiempo; y quizá más allá: estamos haciendo la literatura que se escribe en español de este tiempo, gracias a la moderna cercanía de las fronteras.
Sé que también hay escritores buenos en el Distrito Federal que no tienen mayor interés en la conquista de otros mercados. Pero creo que los del norte sí, queremos ser leídos en todas partes donde se lea en español y en todos los rincones donde se animen a traducirnos. Queremos que se conozca nuestra obra, pero no tanto como literatura del norte, sino como literatura escrita en español.

Otra cosa que llama la atención es que no se ven berrinches de Toscana o desconsuelos de Sada en los suplementos culturales. ¿Los norteños están dejando de lado el snobismo del mundo cultural?
Sí, eso es un hecho. Nosotros estamos haciendo nuestra obra. Eso me consta: todo mundo está inmerso en su proceso creativo. Lo que digan, lo que no digan, los berrinches, las cosas a favor, las cosas en contra no nos importan: lo importante es trabajar.
Anteriormente señalé que los escritores se dividen en dos: los que se dedican a ser escritores y andan en cafés, conferencias o tomándose la foto; y los escritores que estamos en el estudio trabajando y, claro, los dos meses de promoción a que tenemos derecho. No obstante, todos de alguna manera participamos de ciertas cosas, porque tampoco creo alguien se aísle completamente: tenemos gente a nuestro alrededor con la que trabajamos, discutimos y a la que acompañamos a algún evento.
El acto de la escritura no se realiza en cafés, tal vez los que escriben poemas, pero para los narradores es muy difícil. Yo solamente conozco el caso de David Martín del Campo, quien se acostumbró a escribir a mano en los cafés, pero la mayoría tiene su estudio donde están la máquina, las hojas, las notas y la privacidad.

Usted fue anfitrión de Arturo Pérez-Reverte durante la visita que hizo a México para empezar a escribir La Reina del Sur, lo conoce de cerca. ¿Qué nos puede decir sobre esa experiencia?
Arturo se ha convertido en el escritor que más vende en lengua española, no porque él lo haya buscado, sino por un fenómeno que él mismo no se explica. Es algo que le llegó. La factura de sus novelas tarda dos o tres años. Claro, él pertenece a otra tradición narrativa. En España se empezaron a fijar en él cuando una de sus primeras obras fue traducida a otra lengua, no recuerdo cuál. Su formación es humanista y él es parte de una familia de grandes lectores que contaron con importantes bibliotecas antiguas. Es un hombre que lee en latín y que posee un conocimiento sorprendente de la historia de España, Grecia y Roma. Por su obra, cuyos tirajes son numerosos, ha sido criticado, pero es un hombre serio y trabajador que responde a los ataques escribiendo.
Durante su estancia en México discutimos sobre la intimidad del discurso de La reina del sur; de hecho incorpora algunas de mis ideas de cómo se debe contar una historia. Además donde ha podido ha dicho que soy su maestro, lo que es un exceso porque, en realidad, lo que hicimos fue discutir como colegas. A él le gustó mi forma de contar, tiene mis libros subrayados. Desde un principio me dijo que le gustaba mi trabajo y que iba a aprender de él. Tal vez en una novela mía no se aprende.
Arturo es un autor que se preocupa por la forma y por el tratamiento del tema; además necesita tener toda la información reunida. Es un escritor profesional, igual que nosotros: no se reúne, no pertenece a ninguna capilla, acepta dar conferencias para estudiantes de secundaria y de preparatoria, solamente. También es muy difícil que entres en contacto con él, porque cuida mucho su tiempo; claro, ya es un escritor muy famoso. En Madrid –me consta porque él fue nuestro guía en esa ciudad– todos lo conocen: meseros, jardineros, barrenderos, el administrador del hotel, el bellboy, los dueños de los restaurantes, los taxistas…y firma los libros que le piden. Casi no sale y, cuando lo hace, sabe cómo sobrellevar esas cosas. Yo creo que en eso nos parecemos, en la seriedad, en la manera de trabajar.

Entonces, ¿Pérez-Reverte es de los que se están nutriendo de la literatura mexicana actual?
Claro, y él lo reconoce. Él dice que es como Valle-Inclán, que si no viene a México no escribe Tirano Banderas. Lo que yo pienso es que los escritores de lengua española pertenecemos a la patria del lenguaje, la patria de Cervantes. Y ahí todos vamos juntos, nos relacionamos. Mi relación con Pérez Reverte nutrió de alguna manera parte de mi novela siguiente que incluye un capítulo sobre Madrid, el cual se lo voy a mandar para que le eche un ojo, porque estoy manejando el lenguaje popular. También tengo capítulos sobre Argentina y voy a enviarlos a mis amigos argentinos para que los revisen. De eso podría tratarse la globalización; nosotros nos estamos uniendo en lugar de propiciar conflictos.

Estas relaciones están encaminadas a alimentar el quehacer literario. ¿Existe algún otro interés?
No pretendemos moralizar, ni tirar línea de comportamiento, ni adhesión política, filosófica o sociológica. Tal vez, en el fondo buscamos adhesiones estéticas, es decir, que si alguien se interesa por la literatura de Crosthwaite o de Campbell, pues que también se interese en la de Élmer Mendoza, David Toscana, Eduardo Antonio Parra y Daniel Sada. Si somos escritores buenos, si estamos haciendo una literatura respetable, no tenemos por qué ningunear ni desaparecer a los otros. Si no hay la intención de hacer adeptos para nadie, entonces la literatura aparece de una manera neutral.

¿Esto tiene que ver con lo que usted decía de que los narradores son un poco tontos?
No tienen por qué ser inteligentes. Me parece que la genialidad de los narradores debe consistir en un buen uso del instinto, en su capacidad de arriesgar y su capacidad de aprender, pero que se quiebren la cabeza tratando de corregir una página como si estuviesen tratando de interpretar un problema matemático, no creo que ocurra. Es otra forma de enfrentar los problemas y las dificultades, porque desde luego, no creo que seamos tontos. Me refería a que 150 de IQ no es un factor importante para que puedas crear una obra capital. Puedes tener 120 y la obra puede salir mejor, pero viéndolo fríamente si vas a estudiar matemáticas o física, y vas a convertirte en investigador de esa área, los 150 te sirven más que 120. En cambio, el juego que permite la creación del arte es diferente.