A
mediados de los ochenta, cuenta el escritor Eduardo Antonio Parra,
los críticos de literatura dieron carta de naturalización,
en un grupo solvente de creadores del norte de nuestro país,
a una literatura que dieron en llamar narrativa del desierto, concesión
bastante pobre si se toma en cuenta que se determinaba más
bien por accidentes geográficos. De ahí que el concepto
resultaba insuficiente para designar la obra de estos autores y la
de los que les siguieron, de la misma manera que el término
narrativa fronteriza, usado después para referirse a lo mismo.
En un artículo en el que intentó analizar el trabajo
de los narradores del norte, Parra escribió: El norte
de México no es simple geografía, hay en él un
devenir muy distinto al que registra la historia del resto del país.
Hay una manera peculiar de pensar, de actuar, de sentir y de hablar,
derivada de la lucha constante contra el medio y contra la cultura
de los gringos, extraña y absorbente. Derivada también
del rechazo al poder central, de la convivencia con las constantes
oleadas de migrantes de los estados del sur y del centro, y de una
mitología religiosa que se manifiesta en la adoración
a santones regionales como la Santa de Cabora (Chihuahua), Juan Soldado
(Baja California), el Niño Fidencio (Nuevo León) y Malverde
(el santo de los narcotraficantes sinaloenses).
Élmer Mendoza, dramaturgo, cuentista y novelista, habló
sobre su concepción de la literatura, sus temas, sus obsesiones,
sus influencias, en fin, todo lo que conforma el mundo creativo de
un autor. Como un gran admirador de la plasticidad del lenguaje, busca
la innovación a través del perfeccionamiento de un estilo
propio, pues al estar agotadas las temáticas en la tradición
literaria, la forma es el camino que encuentra para lograr una expresión
fresca y original.
Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mendoza comentó también
acerca de la fuerza que ha adquirido el norte en el panorama cultural
del país, a veces en franco conflicto con el centro. Sin embargo,
él es un gran defensor del trabajo serio, planeado y comprometido
consigo mismo, en oposición al escritor que pretende generar
polémica para permanecer un tiempo, generalmente efímero,
bajo los reflectores. En busca de una sencillez que no caiga en el
aislamiento, hace lo posible por evitar las conferencias, las presentaciones,
los actos protocolarios, y simplemente aplica a la escritura de su
obra, que comparte con la labor de promotor de la lectura, a través
de un curso de creación literaria que dirige en su estado natal.
Decía
Robert Louis Stevenson que un escritor sólo tiene tres temas
alrededor de los cuales gira toda su obra. ¿Cuáles
serían los suyos?
Yo todavía no lo defino, he tratado, pero no he podido. Por
cierto, he oído que a quien le adjudican esa idea de que
el escritor sólo tiene tres temas es a Tito Monterroso: existen
tres temas y las moscas. Leyendo a Saramago encontré que
dice que escribe sobre el error; entonces, tratando de seguir ese
modelo he pensado: yo, ¿sobre qué escribo?,
y la verdad no he dado, pero lo he pensado. Aunque he dejado de
pensar en esto porque sería una restricción para mí,
comparto la idea de que la obra de un escritor es como un edificio,
como una casa que tiene varias habitaciones que serían
cada libro, las cuales, aunque forman parte de un mismo cuerpo
y aunque se parezcan, tienen elementos diferentes. Si tuviera sólo
un tema, tal vez sufriría alguna restricción (aunque
no fuera real) a la hora de intentar un proyecto.
Entonces
tal vez la creación tenga que ver con las propias obsesiones.
¿Sus obras corresponden a
un momento en el que está buscando algo?
No sé. Yo creo que esto tiene que ver con lo que uno es,
cómo te has formado, cómo has creado obsesiones, todo
lo que es la vida. Aunque seguramente debo estar confundido. Mis
preocupaciones cuando cuento una historia son: uno, contarla y,
dos, contarla muy bien. Y este último acto es toda mi obsesión
por el trabajo narrativo. El tono, el ritmo, el uso de las palabras,
el lenguaje, la puntuación
son aspectos que me ocupan
bastante tiempo; también tomar la decisión de dejar
las cosas como están o modificarlas, y evidentemente las
obsesiones deben estar ahí. Tal vez una de las mías
sea tratar de ser perfeccionista.
Hay
quien dice que todo está contado, que sólo importa
la manera como se cuente. ¿Es
por ello que usted trabaja con minuciosidad la parte estética
del texto?
Sí, yo creo que sí, porque partiendo de la idea de
Monterroso, todos son los mismos temas. Y efectivamente, la forma
sí me interesa, lo cual quizá tenga relación
con mi interés por la plástica, porque en ella esto
es evidente. Tú puedes ver, por ejemplo, un cuadro del Bosco
y uno de Dalí, y caer en la cuenta de que Dalí es
conclusión del Bosco, pero son diferentes. Entonces, ¿en
qué consiste la diferencia? Quizá en el color, en
las formas, en el planteamiento del discurso
y en la literatura
ocurre lo mismo. Cervantes ha creado una obra maestra, pero no podemos
escribir El Quijote de nuevo; hay que hacer nuestra propia obra,
sin ocuparte mucho del tema y sin ocuparte de las obsesiones.
En
medio de un proceso de prueba y error, el creador es quien define
el estilo de su propia obra. ¿En qué momento definió
el suyo?
A principios de los ochenta decidí delinear mi propia obra,
y durante varios años he hecho muchas locuras tratando de
hacerla, como mezclar todo lo que puedo o incorporar textos que
de pronto pueden parecer prosa poética. De hecho, en mis
textos están presentes esas dos categorías, porque
decidí casarme con los dos géneros literarios por
antonomasia: la poesía y la narrativa. Me ha costado mucho,
ha sido agotador, porque los poetas son otro mundo, aunque ahora
lo he atemperado.
Sobre mi novela Un asesino solitario, que es un texto con mucho
aliento popular, alguien publicó un ensayo donde extrajo
todo lo que sería poético, o lo que él creyó
que lo era, y me pareció muy interesante. Me acuerdo que
decía que la frase ¿Has comido galletas pancrema?
Es como si tuvieras pájaros en la boca parte más
de una tradición poética que de una narrativa.
La verdad son cosas que yo no discuto, porque tal vez mi prosa reciba
un aire poético. Yo leo poesía todos los días
antes de trabajar; por eso mi prosa tiene que ver con ese tratamiento,
que no es nada original. No obstante, creo que el uso del recurso
poético me ayuda en la elaboración de mi discurso
narrativo. Me gusta que el discurso tenga una contundencia inmediata.
No me gusta la digresión y prefiero ir diciendo en
un corto espacio lo que cada personaje afirma, piensa, imagina.
También me interesa lograr que, después de una cierta
cantidad de páginas, el lector pueda estar inmerso en el
código y leer sin mayor problema: me agrada cuando un lector
me dice que leyó mi libro en un solo día; eso significa
que lo logré. Sin embargo, cuando hay lectores que no pudieron
hacerlo, pienso que todavía me falta.
Tal
vez tenga que ver con la formación, con los elementos que
nutren su quehacer literario. ¿Cuáles son los suyos?
En primer lugar, la lectura. Si alguien no ha leído quinientas
novelas no puede escribir una.
Antonio
Muñoz Molina dice que los libros son como las personas: uno
conoce muchos pero sólo unos cuantos son sus amigos. ¿Con
cuáles se queda?
Admiro mucho a Cervantes. Se me hace genial, su personaje manejado
en dos planos, su realidad, su fantasía... Los narradores
del siglo xix me agradan, pero tener un icono, tal vez Flaubert
con Madame Bovary. También me gusta Diderot, esa raza de
enciclopedistas. Y del siglo xx admiro mucho a Joyce, es nuestro
gran icono, aunque cuesta leerlo. De hecho, he leído el Ulises
tres veces y siento que no es suficiente, pero hace confiar en que
en literatura nada es imposible, en que hay múltiples maneras
de contar una historia y en que el tiempo contribuye a ponerla en
su lugar: el éxito o fracaso que tengamos mientras vivimos
no significa gran cosa. Importa que la obra esté ahí,
escrita con todos los recursos que eres capaz de utilizar, arriesgada,
sin tener tiempo de plantear lo que se te ocurre o lo que crees
que va a diferenciar tu obra, es decir, escribir con voluntad de
estilo.
Por otro lado, Cortázar y Fernando del Paso serían
como mis grandes maestros, sobre todo en la fase en la que debo
darle fuerza y actualidad a mi narrativa. He aprendido mucho con
ellos. El discurso digresivo del segundo escritor me gusta muchísimo
porque es muy rico, como un muestrario de lo que es un narrador
culto que al mismo tiempo sabe jugar con el lenguaje, con sus personajes.
En Cortázar admiro esa capacidad de crear una literatura
que va del juego a la seriedad, de la realidad a la fantasía,
de lo urbano a lo rural, de lo infantil a la madurez
La limpieza
del lenguaje, el cuidado de su ritmo narrativo, la perfección
de los arcos de tensión en sus obras, se me hacen sorprendentes;
pero también su capacidad de correr riesgos como en Rayuela.
Creo que es un ejemplo importante en
mi vida.
Y
fuera de la literatura, ¿con
qué otras artes o actividades comulga?
En realidad te nutre todo. Yo siempre ando buscando que me asombren.
De la música me gusta el rock, porque es un género
que creció con mi generación, es la identidad de mi
generación: Leonard Cohen, los Beatles, John Lennon, Bob
Dylan, Santana, Rolling Stones. Después ya no tuve mayor
contacto con la música de los setenta, los ochenta, la música
disco, aunque he de reconocer que Gloria Gaynor o Dona Summer son
buenas
cantantes.
También, como soy mexicano y mis mayores oían y cantaban
corridos, me gusta este género y me gusta cantarlos. Es más,
como tenía la idea de que todo mundo debía tocar un
instrumento, aprendí a tocar la guitarra para cantar corridos.
Me gusta e incluso he compuesto música para dos corridos;
uno de ellos es para el personaje de Arturo Pérez-Reverte
en La reina del sur, César Güemes hizo la letra y yo
la música, siguiendo claro la tradición
de mis mayores.
Lo anterior, de alguna manera es parte de la expresión cultural
de un pueblo, pues en el mío antes de que la gente aprenda
a leer, aprende a cantar. Yo empecé a leer cuando tenía
10 años, al tiempo que oía a todo el mundo cantar
las canciones de Pedro Infante y las de otros intérpretes
de esa época, pero también cantaban corridos, aquellos
que eran aprendidos de los abuelos, o los del siglo xix, o los que
tenían que ver con su propia tradición. A pesar de
que buena parte de esas composiciones ha desaparecido, todavía
recuerdo algunas canciones. Ya ves, dicen que todos los mexicanos
somos josealfredojimeneanos.
Además de la música, me gusta el cine. No tengo mayor
capacidad para evaluar, veo todo. Claro, cuando iba a la facultad,
que es cuando uno se cree mucho, veía cine de arte y todas
esas cosas. Ahora no, ahora veo todo lo que llega a Culiacán.
No me pasa nada.
Rabelais
decía que un novelista no es un filósofo, no es un
antropólogo, no es un poeta, sino que tiene que ser todo
eso al mismo tiempo ¿Comparte
esa idea?
No, no creo. Creo que un narrador, cuando menos, funciona de acuerdo
con sus intereses. Si alguien va a escribir una novela histórica,
tiene que ponerse los zapatos del historiador. Si se quiere meter
con personajes que tengan algún síndrome, pues debe
involucrarse en temas de médicos o de psicólogos,
pero que se asuman como un sabelotodo se me hace absurdo. Al menos
ahora no funciona. Ya ves hoy los jóvenes de 12 años
saben más que nosotros porque la Internet los absorbe.
Creo que un escritor debe saber sobre lo que habla, pero tiene que
usar su instinto, su inventiva, su imaginación
después,
quizá, pueda venir la información. Esto también
tiene que ver con el tipo de narrador. Hay narradores que avanzan
con dificultades cuando no tienen toda la información, es
decir, parten de la realidad. No es mi caso. Mis novelas parecen
muy reales y eso me gusta, pero yo no me ocupo de la realidad. Me
sorprende, de pronto, estar hablando de la realidad porque, a pesar
de que muchas veces me preguntan por ella, siempre trabajo en función
de mi imaginación y parto del efecto que quiero provocar,
que parezca algo real y algo muy sencillo. Nunca pierdo de vista
una cosa: quiero contar una historia y no complicarle la vida a
mi lector.
Hay
escritores que de antemano saben cuál es el principio
de sus escritos, pero ignoran el desarrollo subsecuente. ¿Usted
conoce cada paso de los textos que escribe?
Siempre presumo que sé. Pero en realidad es imposible saberlo
todo, porque la novela se va transformando, se va creando. Pero
sí parto de un plan, hago un proyecto, un esquema, ya que
eso es muy importante para mí. En la primera etapa, pienso
en la novela; en la segunda, la escribo y lo hago como autómata;
además analizo los elementos principales de la historia y
sobre eso empiezo a depurar: agrego, excluyo, sustituyo, modifico
el orden y vuelvo a escribirla de nuevo.
Después, reviso la historia una vez más y trabajo
sobre los efectos, sobre el lenguaje, sobre el ritmo, y esta etapa
consiste en leer en voz alta y escuchar mis propias palabras. A
fuerza de repetir, generalmente pierdo la noción de lo que
estoy escribiendo, por lo que termino sin saber qué he hecho.
El instinto te conduce para siempre transformar tu historia. El
momento en que ya no le puedes meter ni sacar nada indica que ya
está terminada.
Cuando
trabaja la parte estética, ¿cómo sabe que está
tomando las decisiones correctas? ¿Está seguro o siempre
es una apuesta?
Siempre es una apuesta, es el instinto. Hay un día en el
que estás seguro, pero otro en el que borras todo porque
ya no lo estás. Es imposible tener la absoluta certeza. El
narrador siempre arriesga. Al menos los que trabajan como yo, viven
en el riesgo: eso es interesante, porque terminas una obra y tienes
una gran incertidumbre, al tiempo que el instinto te dice: tal vez
me ha quedado. Yo nunca digo me ha quedado muy bien, digo que tal
vez me ha quedado, porque un escrito es como una serie de contactos
que funcionan bien,
pero no falta alguno que esté haciendo corto.
¿Cómo
le hace para vivir con esto dándole vueltas en la cabeza,
para convivir con su familia, con sus amigos, con su entorno?
Escucho a John Lee Hooker, B. B. King... el blues me relaja. También
oigo a Led Zepellin, Janis Joplin... esto me ayuda porque, por ejemplo,
la música de Led Zepellin golpea en el plexo solar y te lleva
hacia otros sitios, te reactiva. Asimismo hay que cocinar, comer,
conversar. Me gusta mucho el béisbol, así que prendo
la televisión para ver si están jugando los Yanquis,
o si está tirando alguno de los jugadores mexicanos. Además
leo y trabajo por periodos cortos de tiempo, alrededor de una hora,
durante tres o cuatro veces al día. Eso también me
ayuda a tener control sobre mi trabajo y sobre mi vida personal.
Le
pregunto esto porque hay una idea de que el escritor vive en una
torre, aislado de todos los demás. No obstante, Federico
Campbell dice que usted no se cree escritor, ni intelectual, ni
gran señor de la cultura. ¿Cómo no entrarle
al juego?
Un consejo: cuando encuentres un escritor mamón, bájate
el cierre. Es que eso no es la vida. La vida es la vida, y no hay
que confundirla con este trabajo. Ser escritor es una actitud mental
y es un estilo de vida que los demás no tienen por qué
sufrir. Y sí, yo no soy intelectual, incluso pienso que los
narradores somos un poco tontos. Somos muy instintivos, sensibles,
pero no creo que seamos capaces de crear grandes sistemas de pensamiento.
No lo creo, aunque deben existir quienes lo hagan, por supuesto,
pero no es el narrador que imagino. Yo creo en el narrador de contacto,
pero sin que se te vaya la vida
en ello.
Dicen que los escritores se dividen en dos: los que se dedican a
ser escritores y los que se dedican a escribir. Yo escribo, y cuando
salgo de casa no soy escritor. Cuando me reúno con personas
que quieren hablar del trabajo literario, pues hablamos de ello.
La vida es así, elemental. Al menos así la concibo
y así trato de vivirla.
Sabemos
que imparte cursos de creación literaria en Culiacán.
¿Cuál es el panorama que en ese ámbito artístico
se vislumbra en Sinaloa?
Doy mi curso en Cualiacán, en Los Mochis y en Mazatlán,
las tres ciudades más importantes. Entre los tres sitios
tengo 52 alumnos. Lo que están haciendo ellos es contar sus
historias, actividad que forma parte de la primera etapa del curso,
porque no todos están dispuestos a someterse a un programa
que más que escritura implica lecturas, la inversión
de tiempo, la factura de ejercicios que poco a poco aumentan su
dificultad.
Partimos de una gran certeza: ¿quieres escribir una novela?
Tienes que leer quinientas. Después deben someterse al proceso
de aprendizaje porque es un curso, no taller. El taller funciona
de otra manera; en él todos se sienten obligados a dar una
opinión aunque diga pura tontería. Acá no,
acá hablo yo y habla el autor del trabajo que estamos analizando.
Si alguien quiere hacer un comentario, puede hacerlo después.
Es decir, lo que buscamos es que quien está haciendo el trabajo
descubra sus propios defectos, virtudes y posibilidades de corregir.
Cuando
dirigió la biblioteca Gilberto Owen de Culiacán existían
23 más, pero cuando salió eran 84. ¿Esto fue
excepcional en Sinaloa o suelen trabajar así?
En 1984, cuando regresé a Culiacán abrí una
editorial marginal. Poste-riormente, en 1986, me contrataron para
dirigir talleres de lectura para niños y talleres de literatura.
En esa etapa logré desarrollar un sistema para tratar de
corregir el déficit de lectores entre los niños a
partir de los padres. Después, gracias al apoyo de un secretario
de educación, esta labor se difundió por todo Sinaloa
con la ayuda de 8 000 promotores de lectura, quienes atendieron
a un estado que tiene menos de dos millones de habitantes, lo cual
es una maravilla.
Hoy seguimos recomendando libros para niños y para adultos
de los grandes autores de la literatura mexicana, mundial e, incluso,
estatal. Creo que los narradores que deberán ponerse de moda
en los próximos diez años son los que han asistido
a nuestros talleres, los que han conocido las herramientas para
escribir pero, sobre todo, los que han recibido orientación
acerca de lo que un narrador debe leer. Tan sólo en la primera
sesión, hacemos una recomendación de cien títulos
de escritores de los siglos xix y xx. Con eso terminan convirtiéndose
en grandes lectores capaces de desmenuzar obras que se consideran
capitales, pero también textos que no son trascendentes para
ellos, aunque pertenezcan a famosos autores que ganan numerosos
premios.
La mayor parte de los alumnos debe estar muy avanzada con su obra,
con mucha decencia y con mucha intención. Las 52 personas
que menciono que quedaron de unas 200 se han puesto
ya los zapatos de escritor y están corriendo el riesgo.
Le
pregunto sobre el trabajo que se realiza en Culiacán porque
los escritores norteños, como David Toscana, Daniel Sada
y Luis Humberto Crosthwaite, tienen una gran presencia en el actual
movimiento literario de México. ¿Es sólo un
fenómeno propio del norte o también ocurre en otras
zonas de la república?
En realidad no sé. Pienso que es una feliz coincidencia,
aunque hay muy buenos escritores en el centro. El problema es que
los malos escritores, vamos a decir los que han tenido menos suerte
o han publicado obras apresuradas, hacen escarnio de esto que mencionas.
Pero los buenos escritores nos respetamos mucho. Lo que sí
puedo afirmar es que todos los autores que mencionas son personas
que trabajan muchísimo, lo que también puede ser una
coincidencia. Tal vez funcione mejor la idea de que no hay genios,
sino gente que trabaja muy fuerte.
Ciertamente,
el talento o la calidad del escritor no tienen que ver con el lugar
en el que creció, pero, al ver el éxito de los norteños,
tal vez quepa preguntarse el porqué de esta fuerte presencia
tan digna, que en ocasiones ha sido atacada.
Sí nos atacan, pero no es necesario, nosotros ni nos metemos.
Yo tengo grandes amistades en la Ciudad de México, y me enorgullezco
de ellas, son escritores muy poderosos. Lo importante es que todos
estamos haciendo la literatura mexicana de este tiempo; y quizá
más allá: estamos haciendo la literatura que se escribe
en español de este tiempo, gracias a la moderna cercanía
de las fronteras.
Sé que también hay escritores buenos en el Distrito
Federal que no tienen mayor interés en la conquista de otros
mercados. Pero creo que los del norte sí, queremos ser leídos
en todas partes donde se lea en español y en todos los rincones
donde se animen a traducirnos. Queremos que se conozca nuestra obra,
pero no tanto como literatura del norte, sino como literatura escrita
en español.
Otra
cosa que llama la atención es que no se ven berrinches de
Toscana o desconsuelos de Sada en los suplementos culturales. ¿Los
norteños están dejando de lado el snobismo del mundo
cultural?
Sí, eso es un hecho. Nosotros estamos haciendo nuestra obra.
Eso me consta: todo mundo está inmerso en su proceso creativo.
Lo que digan, lo que no digan, los berrinches, las cosas a favor,
las cosas en contra no nos importan: lo importante es trabajar.
Anteriormente señalé que los escritores se dividen
en dos: los que se dedican a ser escritores y andan en cafés,
conferencias o tomándose la foto; y los escritores que estamos
en el estudio trabajando y, claro, los dos meses de promoción
a que tenemos derecho. No obstante, todos de alguna manera participamos
de ciertas cosas, porque tampoco creo alguien se aísle completamente:
tenemos gente a nuestro alrededor con la que trabajamos, discutimos
y a la que acompañamos a algún evento.
El acto de la escritura no se realiza en cafés, tal vez los
que escriben poemas, pero para los narradores es muy difícil.
Yo solamente conozco el caso de David Martín del Campo, quien
se acostumbró a escribir a mano en los cafés, pero
la mayoría tiene su estudio donde están la máquina,
las hojas, las notas y la privacidad.
Usted
fue anfitrión de Arturo Pérez-Reverte durante la visita
que hizo a México para empezar a escribir La Reina del Sur,
lo conoce de cerca. ¿Qué nos puede decir sobre esa
experiencia?
Arturo se ha convertido en el escritor que más vende en lengua
española, no porque él lo haya buscado, sino por un
fenómeno que él mismo no se explica. Es algo que le
llegó. La factura de sus novelas tarda dos o tres años.
Claro, él pertenece a otra tradición narrativa. En
España se empezaron a fijar en él cuando una de sus
primeras obras fue traducida a otra lengua, no recuerdo cuál.
Su formación es humanista y él es parte de una familia
de grandes lectores que contaron con importantes bibliotecas antiguas.
Es un hombre que lee en latín y que posee un conocimiento
sorprendente de la historia de España, Grecia y Roma. Por
su obra, cuyos tirajes son numerosos, ha sido criticado, pero es
un hombre serio y trabajador que responde a los ataques escribiendo.
Durante su estancia en México discutimos sobre la intimidad
del discurso de La reina del sur; de hecho incorpora algunas de
mis ideas de cómo se debe contar una historia. Además
donde ha podido ha dicho que soy su maestro, lo que es un exceso
porque, en realidad, lo que hicimos fue discutir como colegas. A
él le gustó mi forma de contar, tiene mis libros subrayados.
Desde un principio me dijo que le gustaba mi trabajo y que iba a
aprender de él. Tal vez en una novela mía no se aprende.
Arturo es un autor que se preocupa por la forma y por el tratamiento
del tema; además necesita tener toda la información
reunida. Es un escritor profesional, igual que nosotros: no se reúne,
no pertenece a ninguna capilla, acepta dar conferencias para estudiantes
de secundaria y de preparatoria, solamente. También es muy
difícil que entres en contacto con él, porque cuida
mucho su tiempo; claro, ya es un escritor muy famoso. En Madrid
me consta porque él fue nuestro guía en esa
ciudad todos lo conocen: meseros, jardineros, barrenderos,
el administrador del hotel, el bellboy, los dueños de los
restaurantes, los taxistas
y firma los libros que le piden.
Casi no sale y, cuando lo hace, sabe cómo sobrellevar esas
cosas. Yo creo que en eso nos parecemos, en la seriedad, en la manera
de trabajar.
Entonces,
¿Pérez-Reverte es de los que se están nutriendo
de la literatura mexicana actual?
Claro, y él lo reconoce. Él dice que es como Valle-Inclán,
que si no viene a México no escribe Tirano Banderas. Lo que
yo pienso es que los escritores de lengua española pertenecemos
a la patria del lenguaje, la patria de Cervantes. Y ahí todos
vamos juntos, nos relacionamos. Mi relación con Pérez
Reverte nutrió de alguna manera parte de mi novela siguiente
que incluye un capítulo sobre Madrid, el cual se lo voy a
mandar para que le eche un ojo, porque estoy manejando el lenguaje
popular. También tengo capítulos sobre Argentina y
voy a enviarlos a mis amigos argentinos para que los revisen. De
eso podría tratarse la globalización; nosotros nos
estamos uniendo en lugar de propiciar conflictos.
Estas
relaciones están encaminadas a alimentar el quehacer literario.
¿Existe algún otro interés?
No pretendemos moralizar, ni tirar línea de comportamiento,
ni adhesión política, filosófica o sociológica.
Tal vez, en el fondo buscamos adhesiones estéticas, es decir,
que si alguien se interesa por la literatura de Crosthwaite o de
Campbell, pues que también se interese en la de Élmer
Mendoza, David Toscana, Eduardo Antonio Parra y Daniel Sada. Si
somos escritores buenos, si estamos haciendo una literatura respetable,
no tenemos por qué ningunear ni desaparecer a los otros.
Si no hay la intención de hacer adeptos para nadie, entonces
la literatura aparece de una manera neutral.
¿Esto
tiene que ver con lo que usted decía de que los narradores
son un poco tontos?
No tienen por qué ser inteligentes. Me parece que la genialidad
de los narradores debe consistir en un buen uso del instinto, en
su capacidad de arriesgar y su capacidad de aprender, pero que se
quiebren la cabeza tratando de corregir una página como si
estuviesen tratando de interpretar un problema matemático,
no creo que ocurra. Es otra forma de enfrentar los problemas y las
dificultades, porque desde luego, no creo que seamos tontos. Me
refería a que 150 de IQ no es un factor importante para que
puedas crear una obra capital. Puedes tener 120 y la obra puede
salir mejor, pero viéndolo fríamente si vas a estudiar
matemáticas o física, y vas a convertirte en investigador
de esa área, los 150 te sirven más que 120. En cambio,
el juego que permite la creación del arte es diferente.
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