Tierra
roja, tierra virgen impregnada de la sangre más generosa,
tierra donde la vida del hombre no tiene precio, presta siempre,
como la pita infinita que lo expresa, a consumirse en una flor de
deseo y de peligro! Queda, al menos, en el mundo un país
donde el viento de la liberación no ha amainado. Ese viento,
en 1810, en 1910, ha clamado irresistiblemente con la voz de todos
los verdes órganos que se elevan allí, bajo el cielo
de tempestad. Uno de los primeros fantasmas de México lo
constituye uno de esos cactus gigantes, del tipo candelabro, tras
el cual surge, ardientes los ojos, un hombre que sostiene un fusil.
No hay por qué discutir esta imagen romántica. Siglos
de opresión y de loca miseria le han conferido, en dos ocasiones,
una deslumbrante realidad, y nada puede impedir que esa realidad
no permanezca latente, que no siga incubándola la aparente
somnolencia de las extensiones desérticas. El hombre armado
está siempre allí, con sus espléndidos andrajos,
como sólo él puede elevarse súbitamente desde
la inconsciencia y la desgracia. De la próxima maleza que
cortará su camino, se librará de nuevo; llevado por
una fuerza desconocida, irá al encuentro de los otros, se
reconocerá por vez primera en ellos. No nos detengamos en
la rigidez que al cabo de tales aventuras parece acarrear la formación
de toda jerarquía militar: puede adornarse con el título
de general en México todo aquel que haya sido o sea aún
capaz de mover, por su sola iniciativa, un cierto número
de hombres tomados individualmente en los campos. Los «generales»
de los que hablo, formados en gran parte en la ruda escuela de Emiliano
Zapata, y algunos de los cuales detentan el poder, siguen forzoso
es decirlo participando en ese admirable seísmo que,
va a hacer treinta años, condujo a la victoria a los «peones»,
o jornaleros agrícolas indios, que constituían el
elemento más odiosamente expoliado de la población.
Yo no sé nada tan exaltante como los documentos fotográficos
que nos restituyen la luz de aquella época, como la vista
de uno de esos vivaques de insurgentes descalzos que, a despecho
del abigarramiento de vestimenta y actitudes, se ven unidos en la
común resolución indómita de la mirada. Los
grandes esfuerzos parecen terminados, puede parecer que los pueblos
han entornado sus párpados sobre el pobre trueque de los
pimientos contra las vasijas de barro, pero, aunque allí,
como en otras partes, la corrupción se haya adueñado
de gran parte del aparato de Estado, no menos cierto es que México
arde con todas las esperanzas que han sido depositadas, una y otra
vez, en otros países la URSS, Alemania, China, España
y que en el último periodo histórico se vieron dramáticamente
frustradas, si bien sabemos que acabarán por vencer a las
fuerzas que las quiebran, que son inseparables del móvil
humano en cuanto éste tiene de misterioso, de más
vivo, y que está en su naturaleza el volver siempre a florecer,
incluso sobre las propias ruinas de esta civilización.
lmperiosamente México nos invita a esta meditación
sobre los fines de la actividad del hombre, con sus pirámides
formadas por diversas capas de piedras correspondientes a culturas
muy distantes que se han ido recubriendo y penetrando oscuramente.
Las excavaciones dan a los sabios arqueólogos ocasión
de hacer vaticinios acerca de las diferentes razas que se han ido
sucediendo sobre este suelo, imponiendo en él sus armas y
sus dioses. Pero muchos de esos monumentos desaparecen aún
bajo la hierba rasa y se confunden, tanto de lejos como de cerca,
con los montes. El gran mensaje de las tumbas, que por vías
insospechadas se difunde mejor de lo que se descifra, carga el aire
de electricidad. México, mal despierto aún de su pasado
mitológico, continúa evolucionando bajo la protección
de Xochipilli, dios de las flores y de la poesía lírica,
y de Cuatlicue, diosa de la tierra y de la muerte violenta, cuyas
efigies, dominando en patetismo e intensidad a todas las demás,
intercambian de un extremo a otro del museo nacional, por encima
de las cabezas de los campesinos indios, que son sus visitantes
más numerosos y más recogidos, palabras aladas y gritos
roncos. Este poder de conciliación de la vida y la muerte
es, sin duda alguna, el principal atractivo de que dispone México.
A este respecto, mantiene abierto un registro inagotable de sensaciones,
de las más benignas a las más insidiosas. No conozco
nada que, como las fotografías de Manuel Álvarez Bravo1,
pueda descubrirnos sus polos extremos. He aquí un taller
de construcción de ataúdes para niños (la mortalidad
infantil alcanza en México la proporción del 75 por
100): la relación de la luz con la sombra, del montón
de cajas con la escalera de mano y la reja, y la imagen poéticamente
deslumbradora obtenida por la introducción del pabellón
del fonógrafo en el ataúd inferior, son soberbiamente
evocadoras de la atmósfera sensible en que todo el país
está inmerso. Aquí es el conjunto formado por una
cabeza y una mano momificadas: la posición de la mano y el
destello infinito producido por la proximidad de los dientes y la
uña describen un mundo suspendido, zumbante, presa de instancias
contradictorias
Es ahora un rincón de cementerio indio,
donde las margaritas, surgidas de un suelo de cascotes, sostienen
enigmáticas relaciones con unos pequeños arcos de
plumas blanquecinas. Si, por último, se trata de una muchacha
o de una mujer, se introduce un elemento dramático a pleno
sol con el sombrero blanco caído, de tamaño suficiente
para cerrar de noche el tragaluz, el desconchado del muro, el sentimiento
de larga duración provocado por la tan graciosa elevación,
sin esfuerzo, de los pies. O mejor aún, aquel elemento se
desprende del brusco alzamiento de un velo negro que corta rotundamente
un glaciar de ropa blanca tendida. Todo azar parece excluido de
un arte, así el caballo negro sobre la casa negra
en beneficio del sentido de esta fatalidad, única horadada
de visiones adivinatorias, inspiradora de las más grandes
obras de todos los tiempos y de la que Mexlco es hoy depositario.
*
¿No
es el palacio de la fatalidad el lugar en el que me he encontrado
en diversas ocasiones en Guadalajara, en pleno centro de la ciudad?
Yendo en busca, Diego Rivera y yo, de cuadros y objetos antiguos,
el conservador del museo nos había dirigido a un viejo agente
comisionista cuya cabeza recordaba la de Eliseo Reclus. Aquel hombre,
miserable y simpático, que alardeaba de poder descubrir lo
que buscábamos, nos previno de entrada que él no aceptaba
recibir comisión alguna si no era de forma de billetes de
lotería. Nos confió que, a lo largo de toda su vida,
había ya consagrado veintiséis mil pesos a la compra
de tales billetes, y que como nunca había ganado absolutamente
nada, no se podía esperar con justicia de él que se
contentase con ello. Mientras nos conducía a su domicilio,
se deshizo en favor mío de una piedra pulida en cuyo veteado
había reconocido la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe,
pero rehusó, efectivamente, toda remuneración en especie.
Para llegar a su cuartucho hubimos de atravesar un patio disparatado,
subir por verdaderos escalones de sueño. Por familiarizados
que los ojos pudiesen estar en México con la arquitectura
y la decoración barrocas de la colonización, les sería
imposible no reaccionar de manera única ante la disposición
interior de aquel palacio privado, víctima de no se sabe
qué enfermedad parasitaria de la más disgregadora
de las especies. Las escaleras monumentales despliegan sus mesetas
simulando escalinatas de parque con medios pilares de un verde ajado2.
Tales mesetas están adornadas con altas farolas de calle
que, ya pintadas, se repiten de forma ficticia en las paredes. Columnatas
cuyos fustes comienzan siendo verdaderos, se pierden, a medida que
se va avanzando, en una bruma de ilusión. Los artesonados,
atravesados por franjas azules y decepcionantes con la proximidad
como espejos de teatro, han sido pintados en degradación
de tonos, a imitación del aire que se espesa o del agua dormida.
Así se llega al primer piso pasando por una ancha puerta
tapiada, condenada a no ser ya más que su sombra. Como supe
luego, la cámara a la que conduce fue privada de toda salida
tan pronto como se hubo procedido al embalsamiento de la antigua
señora de la casa, la madre de los actuales ocupantes titulares,
que había expresado su voluntad de reposar allí para
siempre. Toda la confusión de la casa tiende naturalmente
a justificarse por la presencia invisible y tanto más abusiva
de aquella gran señora. En la galería superior, aquella
mañana, un hombre de porte elegante cantaba a voz en cuello.
Desde abajo me costaba gran esfuerzo despegar mi mirada de él,
aunque ya otro número del espectáculo mereciese retener
mi atención. Los ángulos del patio, medio cercados
e improvisadamente resguardados, servían de refugio a familias
enteras de gentes míseras que vagaban, sin mayor pudor que
si fuera en torno de una tartana, en sus ocupaciones o en sus juegos.
Otros grupos habían tomado posesión de los menores
rincones de la escalera: descubríanse allí, en la
lacustre penumbra de las mujeres atareadas junto a una fuente, dos
o tres hombres en un banco de carpintero. El cantante, al que nuestra
proximidad no había hecho bajar el tono de su voz, pareció
no vernos. Era uno de esos personajes que salen allí, a diario,
de los cuadros del Greco. Su ascendiente en aquel lugar me pareció
desmesurado en relación con su talla e incluso con la exteriorización,
en condiciones extremadamente apropiadas, de su delirio. Tal importancia
era incontestablemente de orden social, como pude comprobar al saber
que era el hijo primogénito de la antigua propietaria, y
que su estado mental era hasta entonces el único obstáculo,
según las leyes, para la venta de la casa y el reparto de
su producto entre él y los otros dos herederos. Yo me maravillo
aún de su soledad en aquel marco de todo cuanto sus maneras
implicaban de supervivencia milagrosa de la época feudal.
Mientras los bárbaros, entre los que me cuento, acampaban
a las puertas mismas de las habitaciones, mientras su audacia sacrílega
y magnífica minaba este último santuario de alas de
cartón
México entero estaba allí, en
su ascensión abrupta que la vecindad de un país económicamente
muy evolucionado obliga a realizar sin transición, en una
serie de vertiginosos restablecimientos del equilibrio, como en
un trapecio. Entre tanto, fui llevado a conocer al hermano de aquel
extraño náufrago que, desde lo alto del mástil
de su balsa, bien podía creer que había detenido las
olas del tiempo. Muy distinto de él, sin ninguna altivez
ni detalle alguno conmovedor, volvía a almorzar, trayendo
una pequeña maleta. Esta maleta, que nos abrió complaciente,
contenía las joyas de menor valor de la familia, aquellas
que en sus diarias correrías por las tiendas de los comerciantes
no había podido despachar aún. Él nos contó
cómo habían sido abandonadas a los antiguos criados
el comisionista que nos había introducido allí
era uno de ellos, a cambio de los sueldos que se les debían
desde mucho tiempo atrás y que ya no era cuestión
de paga una pequeña cantidad de piezas de mobiliario dejándoseles
la facultad de desprenderse de ellos en provecho propio. Mas aquellos
objetos habían arrastrado, poco a poco, a todos los demás
en su vertiginoso declive. Ante la indiferencia de los amos, los
criados, por su parte, se habían atrincherado en una serie
de expedientes que bien pronto les inclinaron a la rapiña:
el acecho continuo del visitante a quien poder ofrecer una lámpara,
una cadena de reloj, un juego de ajedrez, su reserva de despojos
se había acrecentado y, sin abandonar sus habitaciones, les
había conducido también a ellos a usurpar por doquier
aquel viejo feudo señorial.
Antes de dejar la ciudad he querido volver a ver el Palacio-Chamizo
por temor a olvidarlo en algún aspecto, de perder la llave
que, a distancia, debía permitirle abrirse para mí.
¡Qué emoción de especie insólita, tanto
más intensa cuanto que se exaltaba por instantes con la certeza
de no volver a encontrarse nunca más, me esperaba del otro
lado de la puerta del salón! Bajadas las celosías
en aquella hora matinal sobre los gruesos cortinajes rojos, la habitación,
de pesados maderajes, estaba oscura e inmensamente vacía,
aunque todavía quedara en ella un piano. Y allí estaba,
sola, una admirable criatura de dieciséis o diecisiete años,
idealmente despeinada, que había venido a abrir y que, luego
de haber dejado su escoba, sonreía con una sonrisa de autora
del mundo en la que no cabía la menor sombra de confusión.
Aquella joven se movía con suprema soltura: por sus gestos,
tan turbadores como armoniosos, se iba descubriendo lentamente que
iba desnuda bajo su blanco traje de noche hecho jirones. La fascinación
que en aquel momento ejerció sobre mí fue tal que
olvidé interesarme por su condición. ¿Quién
podría ser, la hija o hermana tal vez de uno de los seres
que había habitado aquellos lugares en el momento de su esplendor,
o pertenecía acaso a la raza de los de la invasión?
Poco importa. Mientras estuvo allí, yo no me cuidé
para nada de su origen, me bastó plenamente agradecer su
existencia. Así es la belleza.
1938
Traducción
de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández
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