Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Recuerdo de México
André Breton

Tierra roja, tierra virgen impregnada de la sangre más generosa, tierra donde la vida del hombre no tiene precio, presta siempre, como la pita infinita que lo expresa, a consumirse en una flor de deseo y de peligro! Queda, al menos, en el mundo un país donde el viento de la liberación no ha amainado. Ese viento, en 1810, en 1910, ha clamado irresistiblemente con la voz de todos los verdes órganos que se elevan allí, bajo el cielo de tempestad. Uno de los primeros fantasmas de México lo constituye uno de esos cactus gigantes, del tipo candelabro, tras el cual surge, ardientes los ojos, un hombre que sostiene un fusil. No hay por qué discutir esta imagen romántica. Siglos de opresión y de loca miseria le han conferido, en dos ocasiones, una deslumbrante realidad, y nada puede impedir que esa realidad no permanezca latente, que no siga incubándola la aparente somnolencia de las extensiones desérticas. El hombre armado está siempre allí, con sus espléndidos andrajos, como sólo él puede elevarse súbitamente desde la inconsciencia y la desgracia. De la próxima maleza que cortará su camino, se librará de nuevo; llevado por una fuerza desconocida, irá al encuentro de los otros, se reconocerá por vez primera en ellos. No nos detengamos en la rigidez que al cabo de tales aventuras parece acarrear la formación de toda jerarquía militar: puede adornarse con el título de general en México todo aquel que haya sido o sea aún capaz de mover, por su sola iniciativa, un cierto número de hombres tomados individualmente en los campos. Los «generales» de los que hablo, formados en gran parte en la ruda escuela de Emiliano Zapata, y algunos de los cuales detentan el poder, siguen —forzoso es decirlo— participando en ese admirable seísmo que, va a hacer treinta años, condujo a la victoria a los «peones», o jornaleros agrícolas indios, que constituían el elemento más odiosamente expoliado de la población. Yo no sé nada tan exaltante como los documentos fotográficos que nos restituyen la luz de aquella época, como la vista de uno de esos vivaques de insurgentes descalzos que, a despecho del abigarramiento de vestimenta y actitudes, se ven unidos en la común resolución indómita de la mirada. Los grandes esfuerzos parecen terminados, puede parecer que los pueblos han entornado sus párpados sobre el pobre trueque de los pimientos contra las vasijas de barro, pero, aunque allí, como en otras partes, la corrupción se haya adueñado de gran parte del aparato de Estado, no menos cierto es que México arde con todas las esperanzas que han sido depositadas, una y otra vez, en otros países —la URSS, Alemania, China, España— y que en el último periodo histórico se vieron dramáticamente frustradas, si bien sabemos que acabarán por vencer a las fuerzas que las quiebran, que son inseparables del móvil humano en cuanto éste tiene de misterioso, de más vivo, y que está en su naturaleza el volver siempre a florecer, incluso sobre las propias ruinas de esta civilización.
lmperiosamente México nos invita a esta meditación sobre los fines de la actividad del hombre, con sus pirámides formadas por diversas capas de piedras correspondientes a culturas muy distantes que se han ido recubriendo y penetrando oscuramente. Las excavaciones dan a los sabios arqueólogos ocasión de hacer vaticinios acerca de las diferentes razas que se han ido sucediendo sobre este suelo, imponiendo en él sus armas y sus dioses. Pero muchos de esos monumentos desaparecen aún bajo la hierba rasa y se confunden, tanto de lejos como de cerca, con los montes. El gran mensaje de las tumbas, que por vías insospechadas se difunde mejor de lo que se descifra, carga el aire de electricidad. México, mal despierto aún de su pasado mitológico, continúa evolucionando bajo la protección de Xochipilli, dios de las flores y de la poesía lírica, y de Cuatlicue, diosa de la tierra y de la muerte violenta, cuyas efigies, dominando en patetismo e intensidad a todas las demás, intercambian de un extremo a otro del museo nacional, por encima de las cabezas de los campesinos indios, que son sus visitantes más numerosos y más recogidos, palabras aladas y gritos roncos. Este poder de conciliación de la vida y la muerte es, sin duda alguna, el principal atractivo de que dispone México. A este respecto, mantiene abierto un registro inagotable de sensaciones, de las más benignas a las más insidiosas. No conozco nada que, como las fotografías de Manuel Álvarez Bravo1, pueda descubrirnos sus polos extremos. He aquí un taller de construcción de ataúdes para niños (la mortalidad infantil alcanza en México la proporción del 75 por 100): la relación de la luz con la sombra, del montón de cajas con la escalera de mano y la reja, y la imagen poéticamente deslumbradora obtenida por la introducción del pabellón del fonógrafo en el ataúd inferior, son soberbiamente evocadoras de la atmósfera sensible en que todo el país está inmerso. Aquí es el conjunto formado por una cabeza y una mano momificadas: la posición de la mano y el destello infinito producido por la proximidad de los dientes y la uña describen un mundo suspendido, zumbante, presa de instancias contradictorias… Es ahora un rincón de cementerio indio, donde las margaritas, surgidas de un suelo de cascotes, sostienen enigmáticas relaciones con unos pequeños arcos de plumas blanquecinas. Si, por último, se trata de una muchacha o de una mujer, se introduce un elemento dramático a pleno sol con el sombrero blanco caído, de tamaño suficiente para cerrar de noche el tragaluz, el desconchado del muro, el sentimiento de larga duración provocado por la tan graciosa elevación, sin esfuerzo, de los pies. O mejor aún, aquel elemento se desprende del brusco alzamiento de un velo negro que corta rotundamente un glaciar de ropa blanca tendida. Todo azar parece excluido de un arte, así —el caballo negro sobre la casa negra— en beneficio del sentido de esta fatalidad, única horadada de visiones adivinatorias, inspiradora de las más grandes obras de todos los tiempos y de la que Mexlco es hoy depositario.

*

¿No es el palacio de la fatalidad el lugar en el que me he encontrado en diversas ocasiones en Guadalajara, en pleno centro de la ciudad? Yendo en busca, Diego Rivera y yo, de cuadros y objetos antiguos, el conservador del museo nos había dirigido a un viejo agente comisionista cuya cabeza recordaba la de Eliseo Reclus. Aquel hombre, miserable y simpático, que alardeaba de poder descubrir lo que buscábamos, nos previno de entrada que él no aceptaba recibir comisión alguna si no era de forma de billetes de lotería. Nos confió que, a lo largo de toda su vida, había ya consagrado veintiséis mil pesos a la compra de tales billetes, y que como nunca había ganado absolutamente nada, no se podía esperar con justicia de él que se contentase con ello. Mientras nos conducía a su domicilio, se deshizo en favor mío de una piedra pulida en cuyo veteado había reconocido la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, pero rehusó, efectivamente, toda remuneración en especie. Para llegar a su cuartucho hubimos de atravesar un patio disparatado, subir por verdaderos escalones de sueño. Por familiarizados que los ojos pudiesen estar en México con la arquitectura y la decoración barrocas de la colonización, les sería imposible no reaccionar de manera única ante la disposición interior de aquel palacio privado, víctima de no se sabe qué enfermedad parasitaria de la más disgregadora de las especies. Las escaleras monumentales despliegan sus mesetas simulando escalinatas de parque con medios pilares de un verde ajado2. Tales mesetas están adornadas con altas farolas de calle que, ya pintadas, se repiten de forma ficticia en las paredes. Columnatas cuyos fustes comienzan siendo verdaderos, se pierden, a medida que se va avanzando, en una bruma de ilusión. Los artesonados, atravesados por franjas azules y decepcionantes con la proximidad como espejos de teatro, han sido pintados en degradación de tonos, a imitación del aire que se espesa o del agua dormida. Así se llega al primer piso pasando por una ancha puerta tapiada, condenada a no ser ya más que su sombra. Como supe luego, la cámara a la que conduce fue privada de toda salida tan pronto como se hubo procedido al embalsamiento de la antigua señora de la casa, la madre de los actuales ocupantes titulares, que había expresado su voluntad de reposar allí para siempre. Toda la confusión de la casa tiende naturalmente a justificarse por la presencia invisible y tanto más abusiva de aquella gran señora. En la galería superior, aquella mañana, un hombre de porte elegante cantaba a voz en cuello. Desde abajo me costaba gran esfuerzo despegar mi mirada de él, aunque ya otro número del espectáculo mereciese retener mi atención. Los ángulos del patio, medio cercados e improvisadamente resguardados, servían de refugio a familias enteras de gentes míseras que vagaban, sin mayor pudor que si fuera en torno de una tartana, en sus ocupaciones o en sus juegos. Otros grupos habían tomado posesión de los menores rincones de la escalera: descubríanse allí, en la lacustre penumbra de las mujeres atareadas junto a una fuente, dos o tres hombres en un banco de carpintero. El cantante, al que nuestra proximidad no había hecho bajar el tono de su voz, pareció no vernos. Era uno de esos personajes que salen allí, a diario, de los cuadros del Greco. Su ascendiente en aquel lugar me pareció desmesurado en relación con su talla e incluso con la exteriorización, en condiciones extremadamente apropiadas, de su delirio. Tal importancia era incontestablemente de orden social, como pude comprobar al saber que era el hijo primogénito de la antigua propietaria, y que su estado mental era hasta entonces el único obstáculo, según las leyes, para la venta de la casa y el reparto de su producto entre él y los otros dos herederos. Yo me maravillo aún de su soledad en aquel marco de todo cuanto sus maneras implicaban de supervivencia milagrosa de la época feudal. Mientras los bárbaros, entre los que me cuento, acampaban a las puertas mismas de las habitaciones, mientras su audacia sacrílega y magnífica minaba este último santuario de alas de cartón… México entero estaba allí, en su ascensión abrupta que la vecindad de un país económicamente muy evolucionado obliga a realizar sin transición, en una serie de vertiginosos restablecimientos del equilibrio, como en un trapecio. Entre tanto, fui llevado a conocer al hermano de aquel extraño náufrago que, desde lo alto del mástil de su balsa, bien podía creer que había detenido las olas del tiempo. Muy distinto de él, sin ninguna altivez ni detalle alguno conmovedor, volvía a almorzar, trayendo una pequeña maleta. Esta maleta, que nos abrió complaciente, contenía las joyas de menor valor de la familia, aquellas que en sus diarias correrías por las tiendas de los comerciantes no había podido despachar aún. Él nos contó cómo habían sido abandonadas a los antiguos criados —el comisionista que nos había introducido allí era uno de ellos—, a cambio de los sueldos que se les debían desde mucho tiempo atrás y que ya no era cuestión de paga una pequeña cantidad de piezas de mobiliario dejándoseles la facultad de desprenderse de ellos en provecho propio. Mas aquellos objetos habían arrastrado, poco a poco, a todos los demás en su vertiginoso declive. Ante la indiferencia de los amos, los criados, por su parte, se habían atrincherado en una serie de expedientes que bien pronto les inclinaron a la rapiña: el acecho continuo del visitante a quien poder ofrecer una lámpara, una cadena de reloj, un juego de ajedrez, su reserva de despojos se había acrecentado y, sin abandonar sus habitaciones, les había conducido también a ellos a usurpar por doquier aquel viejo feudo señorial.
Antes de dejar la ciudad he querido volver a ver el Palacio-Chamizo por temor a olvidarlo en algún aspecto, de perder la llave que, a distancia, debía permitirle abrirse para mí. ¡Qué emoción de especie insólita, tanto más intensa cuanto que se exaltaba por instantes con la certeza de no volver a encontrarse nunca más, me esperaba del otro lado de la puerta del salón! Bajadas las celosías en aquella hora matinal sobre los gruesos cortinajes rojos, la habitación, de pesados maderajes, estaba oscura e inmensamente vacía, aunque todavía quedara en ella un piano. Y allí estaba, sola, una admirable criatura de dieciséis o diecisiete años, idealmente despeinada, que había venido a abrir y que, luego de haber dejado su escoba, sonreía con una sonrisa de autora del mundo en la que no cabía la menor sombra de confusión. Aquella joven se movía con suprema soltura: por sus gestos, tan turbadores como armoniosos, se iba descubriendo lentamente que iba desnuda bajo su blanco traje de noche hecho jirones. La fascinación que en aquel momento ejerció sobre mí fue tal que olvidé interesarme por su condición. ¿Quién podría ser, la hija o hermana tal vez de uno de los seres que había habitado aquellos lugares en el momento de su esplendor, o pertenecía acaso a la raza de los de la invasión? Poco importa. Mientras estuvo allí, yo no me cuidé para nada de su origen, me bastó plenamente agradecer su existencia. Así es la belleza.

1938

Traducción de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández