Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Por un arte revolucionario independiente
André Breton y Diego Rivera*

Se puede afirmar sin exageración que jamás la civilización humana estuvo amenazada por tantos peligros como lo está hoy. Los vándalos, con la ayuda de sus medios bárbaros, es decir, harto precarios, destruyeron la civilización antigua en un limitado rincón de Europa. Actualmente es la civilización mundial completa, en la unidad de su destino histórico, la que se tambalea bajo la amenaza de unas fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No sólo pensamos en la guerra que se avecina. Ya, desde ahora, en tiempo de paz, la situación de la ciencia y del arte se ha vuelto absolutamente intolerable.
En lo que tiene de individual en su génesis, en cuantas cualidades subjetivas pone en juego para deducir un hecho que supone un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, surge como el fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. Tal aportación no podría despreciarse, ni desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que prosiga la interpretación del mundo), ni desde el punto de vista revolucionario (que, para acceder a la transformación del mundo, exige que se tenga una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no sería lícito desinteresarse de las condiciones mentales en las que dicha aportación continúa produciéndose, sin velar porque sea garantizado el respeto de las leyes específicas a las que debe someterse la creación intelectual.
Ahora bien, el mundo actual nos obliga a constatar la violación cada vez más generalizada de esas leyes, violación a la que responde de forma necesaria un envilecimiento cada vez más manifiesto, no sólo de la obra de arte, sino también de la personalidad «artística». El fascismo hitleriano, tras haber erradicado de Alemania a todos los artistas en los que se expresaba en algún grado el amor a la libertad, aunque sólo fuese formal, ha obligado a los que aún podían consentir en sostener un pincel o una pluma, a convertirse en lacayos del régimen y a alabarlo por orden en los límites externos del más mediocre convencionalismo. Con la única excepción de su aplicación publicitaria, ha sucedido lo mismo en la URSS en el curso del furioso período de reacción que alcanza ya su apogeo.
No hace falta decir que nosotros no nos solidarizamos ni un instante, sea cual fuere su éxito actual, con la consigna «¡Ni fascismo ni comunismo!» que responde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado, que se aferra a los vestigios del pasado «democrático». El arte verdadero, es decir, aquel que no se conforma con introducir variaciones en unos modelos prefabricados, sino que se esfuerza en dar una expresión a las necesidades interiores del hombre y de la humanidad de nuestros días, no puede no ser revolucionario, o lo que es igual, no aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo fuese para dejar franca a la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a toda la humanidad elevarse a las alturas que solamente los genios aislados han podido alcanzar en el pasado. Al mismo tiempo, reconocemos que sólo la revolución social puede abrir paso a una nueva cultura. Si, no obstante, nosotros rechazamos toda solidaridad con la actual casta dirigente de la URSS, es precisamente porque nos parece que ella no representa al comunismo, sino que constituye su enemigo más pérfido y más peligroso.
Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS y por intermedio de los organismos llamados «culturales» que ella controla en los demás países, se ha extendido por el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la emergencia de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y de sangre en el que, disfrazados de intelectuales y artistas, se sumen hombres que han hecho del servilismo un móvil, de la negación de sus propios principios un juego perverso, del falso testimonio venal una costumbre, y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estaliniana refleja, con una crueldad sin paralelo en la historia, sus irrisorios esfuerzos por aparentar lo que no es y enmascarar su verdadero papel mercenario.
La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico tal cínica negación de los principios a los que el arte siempre ha obedecido, y que ni los propios Estados basados en la esclavitud se han atrevido a negar tan totalmente, deben dar lugar a una condena implacable. La oposición artística es hoy una de las fuerzas que pueden contribuir con utilidad al descrédito y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se ahoga, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, se abisma todo sentimiento de la grandeza e incluso de la dignidad humanas.
La revolución comunista no siente recelo ante el arte. Sabe que al final de las investigaciones que pueden centrarse en la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se hunde, la determinación de dicha vocación sólo puede surgir como resultado de una colisión entre el hombre y un determinado número de formas sociales que le son adversas. Esta sola coyuntura, a falta únicamente del grado inmediato de conciencia que queda por adquirir, convierte al artista en su aliado nato. El mecanismo de sublimación que interviene en tales casos y que el psicoanálisis ha puesto en evidencia, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el «yo» coherente y los elementos reprimidos. Tal restablecimiento se opera en provecho del «ideal del yo» que subleva contra la realidad presente, insoportable, las potencias del mundo interior, del «para sí», comunes a todos los hombres y en constante vía de expansión en el devenir. A la necesidad de emancipación del espíritu le basta conseguir su curso natural para llegar a fundirse y empaparse en esta necesidad primordial: la de la emancipación del hombre.
Se deduce, pues, que el arte no puede consentir, sin menoscabo, plegarse a ninguna directriz ajena para colmar dócilmente los marcos que algunos creen poder asignarle, con unos fines pragmáticos extremadamente estrechos. Más vale fiarse del don de prefiguración, que es patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de resolución (virtual) de las contradicciones más graves de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia del establecimiento de un orden nuevo.
La idea que el joven Marx había concebido del papel del escritor exige, en nuestros días, una reconsideración vigorosa. Está claro que tal idea debe extenderse, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de creadores e investigadores. «El escritor», dice, «debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir y escribir para ganar dinero… El escritor no considera, en modo alguno, sus trabajos como un medio. Son fines en sí hasta tal punto dejan de ser un medio para él mismo y para los demás, que sacrifica si es preciso su existencia a la de ellos… La primera condición de la libertad de prensa consiste en no ser ésta un oficio.” Ahora, más que nunca, es la ocasión de blandir esta declaración contra los que pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, con desprecio flagrante de todas las determinaciones históricas que le son propias, regentar, en función de unas supuestas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de dichos temas y la absoluta no-restricción en cuanto concierne al campo de su exploración, constituyen para el artista un bien cuyo derecho ha de reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a todo constreñimiento y que no se deje señalar el camino bajo ningún pretexto. A quienes nos apremien, sea para hoy o para mañana, a consentir que el arte sea sometido a una disciplina que consideramos radicalmente incompatible con sus medios, opongamos un repudio inapelable y nuestra deliberada voluntad de atenernos a la fórmula: total licencia en el arte.
Quede bien explícito que nosotros reconocemos al Estado revolucionario el derecho de defenderse contra la reacción burguesa agresiva, incluso cuando se cubre bajo la bandera de la ciencia o el arte. Pero entre esas medidas impuestas y temporales de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer dominio sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si, para el desarrollo de las fuerzas productoras materiales, la revolución ha de erigir un régimen socialista de planificación central, para la creación intelectual debe, desde el principio, establecer y asegurar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor asomo de mandato! Las diversas asociaciones de científicos y las colectividades de artistas que trabajarán en resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo únicamente sobre la base de una libre amistad creadora, sin la menor coacción ejercida desde el exterior.
De todo cuanto se acaba de exponer fluye claramente la conclusión de que, al defender la libertad de creación, no entendemos en modo alguno justificar el indiferentismo político, y que nada está más lejos de nuestro pensamiento que querer resucitar un supuesto arte «puro» que, por lo general, no sirve sino a los más que impuros fines de la reacción. No, nosotros tenemos una idea de la función del artista demasiado alta como para rehusarle una influencia sobre la suerte de la sociedad. Opinamos que la tarea suprema del arte en nuestra época es la de participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista no puede ser útil en la lucha emancipadora si no está penetrado subjetivamente de su contenido social e individual, si no han pasado su sentido y su drama por sus nervios y si no intenta libremente dar una encarnación artística a su mundo interior.
En el periodo presente, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, sin tener siquiera necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho a vivir y a continuar su obra por la retirada ante ella de todos los medios de difusión. Es natural que se vuelva entonces hacia las organizaciones estalinistas, que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Mas la renuncia, por su parte, a todo cuanto puede constituir su mensaje propio y las complacencias terriblemente degradantes que tales organizaciones exigen de él a cambio de ciertas ventajas materiales, le impiden permanecer en ellas, por poco que la desmoralización resulte impotente a la hora de ahogar su personalidad. Es preciso, desde ese mismo instante, que comprenda que su lugar no está allí, entre quienes traicionan la causa de la revolución, al mismo tiempo, necesariamente, que la causa del hombre, sino entre los que testimonian su inquebrantable fidelidad a los principios de esa revolución, entre aquellos que, por obrar así, permanecen como únicos cualificados para ayudarla a realizarse y para asegurar mediante ella la libre expresión ulterior de todas las modalidades del genio humano.
El objeto del presente llamamiento es encontrar un terreno donde reunir a los defensores revolucionarios del arte, para servir a la revolución con los métodos del arte y defender la propia libertad de éste frente a los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que la coincidencia en este terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas aceptablemente divergentes. Los marxistas pueden marchar aquí de la mano de los anarquistas a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policiaco reaccionario, ya sea representado éste por José Stalin, o por su vasallo García Oliver.
Millares y millares de pensadores y artistas aislados, cuya voz queda cubierta por el tumulto odioso de los falsificadores mercenarios, están dispersos actualmente por el mundo. Numerosas pequeñas revistas locales intentan agrupar en torno suyo las fuerzas jóvenes, las que buscan nuevos caminos y no subvenciones. Toda tendencia progresiva en arte queda marchitada por el fascismo como una degeneración. Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe aunarse en la lucha contra las persecuciones reaccionarias y proclamar muy alto su derecho a la existencia. Tal unión es la finalidad de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI) que nosotros juzgamos necesario crear.
No tenemos la menor intención de imponer cada una de las ideas contenidas en este llamamiento que nosotros mismos consideramos tan sólo como un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden por menos que comprender el carácter necesario de la presente llamada, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos idéntica exhortación a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación Internacional y en el examen de sus tareas y formas de acción.
Una vez haya sido establecido un primer contacto internacional mediante la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación Internacional.
Lo que queremos es:

la independencia del arte — para la revolución; la revolución — para la liberación definitiva del arte.

México, 25 de julio de 1938

Traducción de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández