Se
puede afirmar sin exageración que jamás la civilización
humana estuvo amenazada por tantos peligros como lo está hoy.
Los vándalos, con la ayuda de sus medios bárbaros, es
decir, harto precarios, destruyeron la civilización antigua
en un limitado rincón de Europa. Actualmente es la civilización
mundial completa, en la unidad de su destino histórico, la
que se tambalea bajo la amenaza de unas fuerzas reaccionarias armadas
con toda la técnica moderna. No sólo pensamos en la
guerra que se avecina. Ya, desde ahora, en tiempo de paz, la situación
de la ciencia y del arte se ha vuelto absolutamente intolerable.
En lo que tiene de individual en su génesis, en cuantas cualidades
subjetivas pone en juego para deducir un hecho que supone un enriquecimiento
objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico,
científico o artístico, surge como el fruto de un azar
precioso, es decir, como una manifestación más o menos
espontánea de la necesidad. Tal aportación no podría
despreciarse, ni desde el punto de vista del conocimiento general
(que tiende a que prosiga la interpretación del mundo), ni
desde el punto de vista revolucionario (que, para acceder a la transformación
del mundo, exige que se tenga una idea exacta de las leyes que rigen
su movimiento). En particular, no sería lícito desinteresarse
de las condiciones mentales en las que dicha aportación continúa
produciéndose, sin velar porque sea garantizado el respeto
de las leyes específicas a las que debe someterse la creación
intelectual.
Ahora bien, el mundo actual nos obliga a constatar la violación
cada vez más generalizada de esas leyes, violación a
la que responde de forma necesaria un envilecimiento cada vez más
manifiesto, no sólo de la obra de arte, sino también
de la personalidad «artística». El fascismo hitleriano,
tras haber erradicado de Alemania a todos los artistas en los que
se expresaba en algún grado el amor a la libertad, aunque sólo
fuese formal, ha obligado a los que aún podían consentir
en sostener un pincel o una pluma, a convertirse en lacayos del régimen
y a alabarlo por orden en los límites externos del más
mediocre convencionalismo. Con la única excepción de
su aplicación publicitaria, ha sucedido lo mismo en la URSS
en el curso del furioso período de reacción que alcanza
ya su apogeo.
No hace falta decir que nosotros no nos solidarizamos ni un instante,
sea cual fuere su éxito actual, con la consigna «¡Ni
fascismo ni comunismo!» que responde a la naturaleza del filisteo
conservador y asustado, que se aferra a los vestigios del pasado «democrático».
El arte verdadero, es decir, aquel que no se conforma con introducir
variaciones en unos modelos prefabricados, sino que se esfuerza en
dar una expresión a las necesidades interiores del hombre y
de la humanidad de nuestros días, no puede no ser revolucionario,
o lo que es igual, no aspirar a una reconstrucción completa
y radical de la sociedad, aunque sólo fuese para dejar franca
a la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir
a toda la humanidad elevarse a las alturas que solamente los genios
aislados han podido alcanzar en el pasado. Al mismo tiempo, reconocemos
que sólo la revolución social puede abrir paso a una
nueva cultura. Si, no obstante, nosotros rechazamos toda solidaridad
con la actual casta dirigente de la URSS, es precisamente porque nos
parece que ella no representa al comunismo, sino que constituye su
enemigo más pérfido y más peligroso.
Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS y por
intermedio de los organismos llamados «culturales» que
ella controla en los demás países, se ha extendido por
el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la emergencia
de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango
y de sangre en el que, disfrazados de intelectuales y artistas, se
sumen hombres que han hecho del servilismo un móvil, de la
negación de sus propios principios un juego perverso, del falso
testimonio venal una costumbre, y de la apología del crimen
un placer. El arte oficial de la época estaliniana refleja,
con una crueldad sin paralelo en la historia, sus irrisorios esfuerzos
por aparentar lo que no es y enmascarar su verdadero papel mercenario.
La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico
tal cínica negación de los principios a los que el arte
siempre ha obedecido, y que ni los propios Estados basados en la esclavitud
se han atrevido a negar tan totalmente, deben dar lugar a una condena
implacable. La oposición artística es hoy una de las
fuerzas que pueden contribuir con utilidad al descrédito y
a la ruina de los regímenes bajo los cuales se ahoga, al mismo
tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor,
se abisma todo sentimiento de la grandeza e incluso de la dignidad
humanas.
La revolución comunista no siente recelo ante el arte. Sabe
que al final de las investigaciones que pueden centrarse en la formación
de la vocación artística en la sociedad capitalista
que se hunde, la determinación de dicha vocación sólo
puede surgir como resultado de una colisión entre el hombre
y un determinado número de formas sociales que le son adversas.
Esta sola coyuntura, a falta únicamente del grado inmediato
de conciencia que queda por adquirir, convierte al artista en su aliado
nato. El mecanismo de sublimación que interviene en tales casos
y que el psicoanálisis ha puesto en evidencia, tiene como objeto
restablecer el equilibrio roto entre el «yo» coherente
y los elementos reprimidos. Tal restablecimiento se opera en provecho
del «ideal del yo» que subleva contra la realidad presente,
insoportable, las potencias del mundo interior, del «para sí»,
comunes a todos los hombres y en constante vía de expansión
en el devenir. A la necesidad de emancipación del espíritu
le basta conseguir su curso natural para llegar a fundirse y empaparse
en esta necesidad primordial: la de la emancipación del hombre.
Se deduce, pues, que el arte no puede consentir, sin menoscabo, plegarse
a ninguna directriz ajena para colmar dócilmente los marcos
que algunos creen poder asignarle, con unos fines pragmáticos
extremadamente estrechos. Más vale fiarse del don de prefiguración,
que es patrimonio de todo artista auténtico, que implica un
comienzo de resolución (virtual) de las contradicciones más
graves de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos
hacia la urgencia del establecimiento de un orden nuevo.
La idea que el joven Marx había concebido del papel del escritor
exige, en nuestros días, una reconsideración vigorosa.
Está claro que tal idea debe extenderse, en el plano artístico
y científico, a las diversas categorías de creadores
e investigadores. «El escritor», dice, «debe naturalmente
ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso
debe vivir y escribir para ganar dinero
El escritor no considera,
en modo alguno, sus trabajos como un medio. Son fines en sí
hasta tal punto dejan de ser un medio para él mismo y para
los demás, que sacrifica si es preciso su existencia a la de
ellos
La primera condición de la libertad de prensa consiste
en no ser ésta un oficio. Ahora, más que nunca,
es la ocasión de blandir esta declaración contra los
que pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores
a ella misma y, con desprecio flagrante de todas las determinaciones
históricas que le son propias, regentar, en función
de unas supuestas razones de Estado, los temas del arte. La libre
elección de dichos temas y la absoluta no-restricción
en cuanto concierne al campo de su exploración, constituyen
para el artista un bien cuyo derecho ha de reivindicar como inalienable.
En materia de creación artística, importa esencialmente
que la imaginación escape a todo constreñimiento y que
no se deje señalar el camino bajo ningún pretexto. A
quienes nos apremien, sea para hoy o para mañana, a consentir
que el arte sea sometido a una disciplina que consideramos radicalmente
incompatible con sus medios, opongamos un repudio inapelable y nuestra
deliberada voluntad de atenernos a la fórmula: total licencia
en el arte.
Quede bien explícito que nosotros reconocemos al Estado revolucionario
el derecho de defenderse contra la reacción burguesa agresiva,
incluso cuando se cubre bajo la bandera de la ciencia o el arte. Pero
entre esas medidas impuestas y temporales de autodefensa revolucionaria
y la pretensión de ejercer dominio sobre la creación
intelectual de la sociedad, media un abismo. Si, para el desarrollo
de las fuerzas productoras materiales, la revolución ha de
erigir un régimen socialista de planificación central,
para la creación intelectual debe, desde el principio, establecer
y asegurar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna
autoridad, ninguna coacción, ni el menor asomo de mandato!
Las diversas asociaciones de científicos y las colectividades
de artistas que trabajarán en resolver tareas que nunca habrán
sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo
únicamente sobre la base de una libre amistad creadora, sin
la menor coacción ejercida desde el exterior.
De todo cuanto se acaba de exponer fluye claramente la conclusión
de que, al defender la libertad de creación, no entendemos
en modo alguno justificar el indiferentismo político, y que
nada está más lejos de nuestro pensamiento que querer
resucitar un supuesto arte «puro» que, por lo general,
no sirve sino a los más que impuros fines de la reacción.
No, nosotros tenemos una idea de la función del artista demasiado
alta como para rehusarle una influencia sobre la suerte de la sociedad.
Opinamos que la tarea suprema del arte en nuestra época es
la de participar consciente y activamente en la preparación
de la revolución. Sin embargo, el artista no puede ser útil
en la lucha emancipadora si no está penetrado subjetivamente
de su contenido social e individual, si no han pasado su sentido y
su drama por sus nervios y si no intenta libremente dar una encarnación
artística a su mundo interior.
En el periodo presente, caracterizado por la agonía del capitalismo,
tanto democrático como fascista, el artista, sin tener siquiera
necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve
amenazado con la privación del derecho a vivir y a continuar
su obra por la retirada ante ella de todos los medios de difusión.
Es natural que se vuelva entonces hacia las organizaciones estalinistas,
que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Mas la
renuncia, por su parte, a todo cuanto puede constituir su mensaje
propio y las complacencias terriblemente degradantes que tales organizaciones
exigen de él a cambio de ciertas ventajas materiales, le impiden
permanecer en ellas, por poco que la desmoralización resulte
impotente a la hora de ahogar su personalidad. Es preciso, desde ese
mismo instante, que comprenda que su lugar no está allí,
entre quienes traicionan la causa de la revolución, al mismo
tiempo, necesariamente, que la causa del hombre, sino entre los que
testimonian su inquebrantable fidelidad a los principios de esa revolución,
entre aquellos que, por obrar así, permanecen como únicos
cualificados para ayudarla a realizarse y para asegurar mediante ella
la libre expresión ulterior de todas las modalidades del genio
humano.
El objeto del presente llamamiento es encontrar un terreno donde reunir
a los defensores revolucionarios del arte, para servir a la revolución
con los métodos del arte y defender la propia libertad de éste
frente a los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente
convencidos de que la coincidencia en este terreno es posible para
los representantes de tendencias estéticas, filosóficas
y políticas aceptablemente divergentes. Los marxistas pueden
marchar aquí de la mano de los anarquistas a condición
de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu
policiaco reaccionario, ya sea representado éste por José
Stalin, o por su vasallo García Oliver.
Millares y millares de pensadores y artistas aislados, cuya voz queda
cubierta por el tumulto odioso de los falsificadores mercenarios,
están dispersos actualmente por el mundo. Numerosas pequeñas
revistas locales intentan agrupar en torno suyo las fuerzas jóvenes,
las que buscan nuevos caminos y no subvenciones. Toda tendencia progresiva
en arte queda marchitada por el fascismo como una degeneración.
Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas.
El arte revolucionario independiente debe aunarse en la lucha contra
las persecuciones reaccionarias y proclamar muy alto su derecho a
la existencia. Tal unión es la finalidad de la Federación
Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI) que nosotros
juzgamos necesario crear.
No tenemos la menor intención de imponer cada una de las ideas
contenidas en este llamamiento que nosotros mismos consideramos tan
sólo como un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes
del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden por menos
que comprender el carácter necesario de la presente llamada,
les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos idéntica
exhortación a todas las publicaciones independientes de izquierda
que estén dispuestas a tomar parte en la creación de
la Federación Internacional y en el examen de sus tareas y
formas de acción.
Una vez haya sido establecido un primer contacto internacional mediante
la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización
de modestos congresos locales y nacionales. En la etapa siguiente
deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente
la fundación de la Federación Internacional.
Lo que queremos es:
la
independencia del arte para la revolución; la revolución
para la liberación definitiva del arte.
México,
25 de julio de 1938
Traducción
de Ramón Cuesta
y Ramón García Fernández
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