Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Los pasos perdidos
André Breton

Para Dadá

Me es imposible concebir una alegría del espíritu de otra manera que como una entrada de aire. ¿Cómo podría éste encontrarse a gusto en los límites en que lo encierran casi todos los libros, casi todos los acontecimientos? Dudo de que haya un solo hombre que no haya tenido, por lo menos una vez en su vida, la tentación de negar el mundo exterior. Se da cuenta entonces de que nada es tan grave, tan definitivo. Procede a una revisión de los valores morales que no le impide regresar después a la ley común. Los que pagaron con una perturbación permanente ese maravilloso minuto de lucidez siguen llamándose poetas: Lautréamont, Rimbaud, pero a decir verdad las niñerías literarias se acabaron con ellos.
¿Cuándo se concederá a lo arbitrario el lugar que le corresponde en la formación de las obras literarias? Lo que nos atañe es generalmente menos voluntario de lo que se cree. Una fórmula feliz, un descubrimiento sensacional se anuncian de manera miserable. Casi nada alcanza su meta, si bien excepcionalmente algo la rebasa. Y la historia de esos tanteos, la literatura psicológica, no es nada instructiva. A pesar de sus pretensiones una novela nunca ha probado nada. Los ejemplos más ilustres no merecen ponerse ante nuestros ojos. La mayor indiferencia sería lo adecuado. Incapaces de abarcar al mismo tiempo toda la extensión de un cuadro, o de una desgracia, ¿de dónde sacamos el permiso de juzgar?
Si la juventud la toma con las convenciones, no hay que concluir que es ridícula: ¿quién sabe si la reflexión es buena consejera? Oigo alabar por todas partes la inocencia y observo que sólo es tolerada bajo la forma pasiva. Esta contradicción bastaría para hacerme escéptico. Cuidarse de lo subversivo significa usar el rigor contra todo lo que no está absolutamente resignado. No veo en eso ninguna valentía. Las revueltas se conjuran solas; no hay ninguna necesidad para alejar la tormenta de esas viejas palabras sacramentales.
Semejantes consideraciones me parecen superfluas. Afirmo por el placer de comprometerme. Debería estar prohibido recurrir a los modos dubitativos del discurso. El más convencido, el más autoritario no es el que se piensa. Vacilo todavía en hablar de lo que mejor conozco.
[…]
Es un error asimilar a Dadá con un subjetivismo. Ninguno de los que aceptan hoy esa etiqueta tiene como meta el hermetismo. “No hay nada incomprensible”, dijo Lautréamont. Si comparto la opinión de Paul Valéry: “El espíritu humano está hecho de tal manera que no puede ser incoherente para sí mismo”, estimo por otra parte que no puede ser incoherente para los demás. No creo por eso en el encuentro extraordinario de dos individuos, ni de un individuo con aquel que ha dejado de ser, sino únicamente en una serie de malentendidos aceptables, fuera de un pequeño número de lugares comunes.
Se ha hablado de una exploración sistemática del inconsciente. No es cosa de hoy el que ciertos poetas se abandonen para escribir según la pendiente de su espíritu. La palabra inspiración, caída en desuso no sé por qué, era tomada a bien no hace mucho. Casi todos los hallazgos de imágenes, por ejemplo, me producen un efecto de creaciones espontáneas. Guillaume Apollinaire pensaba con razón que ciertos clichés como “labios de coral”, cuya fortuna puede considerarse como un criterio de valor, eran producto de esa actividad que él calificaba de superrealista. Las palabras mismas no tienen sin duda otro origen. Llegaba hasta hacer del principio de que no hay que partir nunca de una invención anterior la condición del perfeccionamiento científico y, por decirlo así, del “progreso”. La idea de la pierna humana, perdida en la rueda, sólo ha vuelto a encontrarse por casualidad en la biela de locomotora. Del mismo modo en poesía empieza a reaparecer el tono bíblico. Me sentiría tentado a explicar este último fenómeno por la menor o no intervención, en los nuevos procedimientos de escritura, de la personalidad de la elección.
[…]
No se ha hecho todavía ningún esfuerzo para tenerle en cuenta a Dadá su voluntad de no hacerse pasar por una escuela. Se insiste a voluntad en las palabras grupo, cabecilla, disciplina. Se llega hasta pretender que, con el pretexto de exaltar la individualidad, Dadá constituye un peligro para ella, sin detenerse a mirar que son sobre todo diferencias lo que nos une. Nuestra excepción común a la regla artística o moral sólo nos causa una satisfacción pasajera. Bien sabemos que más allá tendrá libre curso una fantasía personal irreprimible que será más “dadá” que el movimiento actual. Es lo que ha ayudado muy bien a comprender el señor J. E. Blanche al escribir: “Dadá no subsistirá sino dejando de ser”.

¿Echaremos a suertes el nombre de la víctima?
La agresión nudo corredizo

El que hablaba fallece
El asesino se levanta y dice
Suicidio
Fin del mundo
Enrollamiento de las banderas conchas.1

Para empezar los dadaístas han tenido cuidado de afirmar que nada quieren. Saber. No hay porqué inquietarse, el instinto de conservación sale siempre victorioso en una y otra parte. Cuando alguien nos preguntaba ingenuamente, después de la lectura del manifiesto “No más pintores, no más literatos, no más religiones, no más realistas, no más anarquistas, no más socialistas, no más policía, etc.”, si “dejábamos subsistir” al hombre, sonreímos, nada dispuestos a realizar el proceso de Dios. ¿Acaso no somos los últimos en olvidar que el entendimiento tiene sus límites? Si me sucede que me complazco tanto en estas palabras de Georges Ribemont-Dessaignes, es que en el fondo constituyen un acto de extrema humildad: “¿Qué cosa es bello? ¿Qué cosa es feo? ¿Qué cosa es grande, fuerte, débil? ¿Qué cosa es Carpentier, Renan, Foch? Yo qué sé. ¿Qué cosa es yo? Yo qué sé. Yo qué sé, yo qué sé, yo qué sé”.

Déjenlo todo
Vivo desde hace dos meses en la Place Blanche. El invierno es de los más suaves y en la terraza de ese café dedicado al comercio de estupefacientes las mujeres hacen apariciones cortas y encantadoras. Las noches casi ya no existen más que en las regiones hiperbóreas de la leyenda. No me acuerdo de haber vivido en otro sitio; los que dicen que me conocieron deben de equivocarse. Pero no, hasta añaden que me creían muerto. Tienen ustedes razón en llamarme al orden. Después de todo ¿quién habla? André Breton, un hombre sin gran valor, que hasta ahora se ha contentado bien que mal con una acción irrisoria, y eso porque tal vez un día se sintió para siempre demasiado duramente incapaz de hacer lo que quiere. Y es verdad que tengo conciencia de haberme desvalijado ya a mí mismo en varias circunstancias; es verdad que me considero menos que un monje, menos que un aventurero. Lo cual no impide que no pierda la esperanza de recuperarme y que a la entrada de 1922, en este bello Montmartre en fiesta, piense en lo que todavía puedo llegar a ser.
En nuestros días se hace un pensamiento de la precipitación de toda cosa en su contrario, de la solución de ambas cosas en una sola categoría, ésta conciliable a su vez con el término inicial y así sucesivamente hasta que el espíritu llegue a la idea absoluta, conciliación de todas las oposiciones y unidad de todas las categorías. Si “Dadá” hubiera sido eso, sin duda no estaría tan mal, aun cuando al sueño de Hegel en sus laureles prefiero la movida existencia de la primera putilla que se presente. Pero Dadá es bien ajeno a esas consideraciones. La prueba es que hoy que su gran malicia consiste en hacerse pasar por un círculo vicioso: “Un día u otro se sabrá que antes de dadá, después de dadá, sin dadá, respecto de dadá, contra dadá, a pesar de dadá, sigue siendo dadá”, sin darse cuenta de que se priva por ello mismo de toda virtud, de toda eficacia, se asombra de ya no tener a su favor sino a pobres diablos que, retirados en su poesía, se conmueven burguésmente ante el recuerdo de sus fechorías ya antiguas. Hace mucho tiempo que el riesgo está en otra parte. Y qué importa si, prosiguiendo su buen caminito, el señor Tzara debe compartir un día la gloria de Marinetti o de Baju. Se ha dicho que yo cambiaba de nombre como quien cambia de botines. Discúlpenme el lujo, por caridad, yo no puedo llevar eternamente el mismo par: cuando ya no me queda se lo dejo a mis criados.
Quiero y admiro profundamente a Francis Picabia y pueden reeditarse a cuenta mía sin que yo me ofenda algunas de sus salidas. Se ha hecho todo lo posible por confundirlo en cuanto a mis sentimientos, previendo que nuestro entendimiento sería de tal naturaleza como para comprometer la seguridad de algunos “sentados”. El dadaísmo, como tantas otras cosas, no ha sido para algunos sino una manera de sentarse. Lo que no digo más arriba es que no puede haber ninguna idea absoluta. Estamos sometidos a una especie de mímica mental que nos veda profundizar en cualquier cosa y nos obliga a considerar con hostilidad lo que nos ha sido más querido. Dar la vida por una idea, Dadá o la que desarrollo en este momento, sólo podría dar pruebas en favor de una gran miseria intelectual. Las ideas no son ni buenas ni malas, son: compitiendo para mí en disgusto o placer, bien dignas aún de apasionarme en uno o en otro sentido. Perdónenme si pienso que, al revés de la hiedra, muero si me adhiero. ¿Quieren ustedes que me preocupe de saber si con estas palabras hago ofensa a ese culto de la amistad que, según la enérgica expresión del señor Binet-Valmer, prepara el culto de la patria?
Sólo puedo asegurarles que todo eso me tiene sin cuidado y repetirles:
Déjenlo todo.
Dejen Dadá.
Dejen a su esposa, dejen a su amante.
Dejen sus esperanzas y sus temores.
Abandonen a sus hijos en el rincón de un bosque.
Dejen la presa por el reflejo.
Dejen si es necesario una vida holgada, lo que les presentan como una situación con porvenir.
Partan por las carreteras.

Las palabras sin arrugas [fragmentos]
Empezaba a desconfiarse de las palabras, de pronto acababa de notarse que pedían ser tratadas de otra manera que como esos pequeños auxiliares que siempre se las había creído; algunos pensaban que a fuerza de servir se habían afinado mucho, otros que, por esencia, podían aspirar a una condición diferente de la suya; en resumen, se hablaba de liberarlas. A la “alquimia del verbo” había sucedido una verdadera química que en primer lugar se había dedicado a desbrozar las propiedades de esas palabras, de las que una sola, el sentido, se especificaba en el diccionario. Se trataba: 1º de considerar la palabra en sí; 2º de estudiar tan minuciosamente como fuese posible las reacciones de las palabras unas sobre otras. Sólo a ese precio se podía esperar devolver al lenguaje su destino pleno, lo cual, para algunos entre los que me contaba yo, debía hacer dar un gran paso al conocimiento, exaltando en la misma medida la vida. Nos exponíamos con ello a las persecuciones habituales, en un dominio donde el bien (hablar bien) consiste ante todo en tener en cuenta la etimología de la palabra, es decir, su peso más muerto, en someter la frase a una sintaxis mediocremente utilitaria, cosas todas ellas de acuerdo con el triste conservatismo humano y con ese horror del infinito que no escatima entre mis semejantes una ocasión de manifestarse. Naturalmente semejante empresa, que pertenece al dominio poético, no exige de cada uno de los que en ella toman parte tanta clara voluntad; no siempre es oportuno formularse a sí mismo una necesidad para satisfacerla. Y no pretendo desarrollar aquí sino una imagen.
Fue asignando un color a las vocales como por primera vez, de manera consciente y aceptando soportar las consecuencias, se desvió a la palabra de su deber de significar. Nació aquel día a una existencia concreta, tal como nunca antes se la había supuesto. De nada sirve discutir la exactitud del fenómeno de la audición coloreada, sobre el cual no se me ocurrirá apoyarme. Lo que importa es que se ha dado la alarma y que en lo sucesivo parece imprudente especular sobre la inocencia de las palabras. Se les conoce ahora una sonoridad a fin de cuentas muy compleja a veces; además tientan al pincel y no va a tardar la preocupación sobre su aspecto arquitectónico. Es un pequeño mundo intratable sobre el que sólo podemos hacer planear una vigilancia muy insuficiente y en el que, aquí y allá, observamos sin embargo algunos flagrantes delitos. En efecto la expresión de una idea depende tanto de la andadura de las palabras como de su sentido. Hay palabras que trabajan contra la idea que pretenden expresar. Finalmente incluso el sentido de las palabras no deja de tener mezclas y falta mucho para determinar en qué medida el sentido figurado actúa progresivamente sobre el sentido propio, ya que a cada variación de éste debe corresponder una variación de aquél.
[…]

La confesión desdeñosa
A veces, para significar “la experiencia”, se recurre en francés a esta expresión conmovedora: el plomo en la cabeza. Del plomo en la cabeza se supone que resulta para el hombre cierto desplazamiento de su centro de gravedad. Se ha convenido incluso en ver en ello la condición del equilibrio humano, equilibrio completamente relativo puesto que, teóricamente por lo menos, la asimilación funcional que caracteriza a los seres vivos termina cuando las condiciones favorables cesan, y cesan siempre. Tengo veintisiete años y me jacto de no conocer desde hace mucho ese equilibrio. Siempre me he prohibido pensar en el porvenir: si me ha sucedido hacer proyectos, era pura concesión a algunos seres y sólo yo sabía qué reservas les aportaba en mi fuero interno. Sin embargo estoy bien alejado de la despreocupación y no admito que se pueda encontrar algún reposo en el sentimiento de la vanidad de todas las cosas. Absolutamente incapaz de acomodarme a la suerte que me es deparada, herido en mi más alta conciencia por la denegación de justicia que no se excusa de ninguna manera, a mis ojos, por el pecado original, me cuido de adaptar mi existencia a las condiciones irrisorias, aquí abajo, de toda existencia. Me siento por ese lado totalmente en comunión con hombres como Benjamin Constant hasta su regreso de Italia, o como Tolstoi cuando decía: “Con sólo que un hombre haya aprendido a pensar, poco importa en qué piense, piensa siempre en el fondo en su propia muerte. Todos los filósofos han sido así. ¿Y qué verdad puede haber, si existe la muerte?”
No quiero sacrificar nada a la felicidad: el pragmatismo no está a mi alcance. Buscar consuelo en una creencia me parece vulgar. Es indigno suponer un remedio al sufrimiento moral. Suicidarse sólo lo encuentro legítimo en un caso: no teniendo en el mundo otro desafío que lanzar sino el deseo, no recibiendo mayor desafío que la muerte, puede llegar a desearse la muerte. Pero ni se plantea la posibilidad de idiotizarme, sería condenarme al remordimiento. Me he prestado a tal cosa una o dos veces: no me resulta.
El deseo… sin duda no se equivocó el que dijo: “Breton: seguro de no acabar nunca con ese corazón, la manija de su puerta”. Me reprochan mi entusiasmo y es cierto que paso fácilmente del más vivo interés a la indiferencia, cosa que, en el medio que me rodea, es apreciada de diversas maneras. En literatura, me he prendado sucesivamente de Rimbaud, de Jarry, de Apollinaire, de Nouveau, de Lautréamont, pero es a Jacques Vaché a quien debo más. El tiempo que pasé con él en Nantes en 1916 me aparece casi encantado. Nunca lo perderé de vista, y aunque esté todavía destinado a ligarme a medida que vaya haciendo encuentros, sé que no perteneceré a nadie con ese abandono. Sin él tal vez habría sido un poeta; él desbarató en mí ese complot de fuerzas oscuras que nos arrastra a atribuirnos una cosa tan absurda como una vocación. Me felicito a mi vez de no ser ajeno al hecho de que hoy varios escritores jóvenes no sepan de la menor ambición literaria. Se publica para buscar hombres, y nada más. Descubrir hombres es algo que despierta cada día más mi curiosidad.
Mi curiosidad, que se ejerce apasionadamente sobre los seres, es por lo demás bastante difícil de excitar. No tengo en gran estima a la erudición; ni siquiera, por más que esta confesión me exponga a alguna mofa, a la cultura. Recibí una instrucción media, y eso casi inútilmente. Me ha quedado de ella, cuando más, un sentido bastante seguro de ciertas cosas (se ha llegado hasta pretender que yo tenía el de la lengua francesa antes que todo otro sentimiento, lo cual no ha dejado de irritarme). En una palabra, sé por cierto lo suficiente para mi necesidad especial de conocimiento humano.
No estoy muy alejado de pensar, con Barrès, que “el gran asunto, para las generaciones precedentes, fue el paso de lo absoluto a lo relativo” y que “se trata hoy de pasar de la duda a la negación sin perder por ello todo valor moral”. La cuestión moral me preocupa. El espíritu naturalmente disidente que aporto por lo demás me inclinaría a hacerla depender del resultado psicológico si, por intervalos, no la juzgase superior al debate. Tiene para mí el prestigio de tener en jaque a la razón. Permite, además, los mayores extravíos de pensamiento. Los moralistas me gustan todos, particularmente Vauvenargues y Sade. La moral es la gran conciliadora. Atacarla sigue siendo rendirle homenaje. En ella es en la que he encontrado siempre mis principales temas de exaltación.
En cambio no veo en lo que llaman lógica sino el muy culpable ejercicio de una debilidad. Sin ninguna afectación, puedo decir que la menor de mis preocupaciones es encontrarme consecuente conmigo mismo. “Un acontecimiento sólo puede ser causa de otro si pueden realizarse los dos en el mismo punto del espacio”, nos enseña Einstein. Es lo que yo pensé siempre groseramente. Niego mientras toco tierra, amo a cierta altura, más arriba ¿qué haré? Y aun en cualquiera de estos estados nunca volví a pasar por el mismo punto y al decir: toco tierra, a cierta altura, más arriba, no me dejo engañar por mis imágenes.
No por ello hago profesión de inteligencia. En cierto modo, es instintivamente como me debato en el interior de tal o tal razonamiento, o de tal otro círculo vicioso. (Pedro, no es necesariamente mortal. Bajo la aparente deducción que permite establecer lo contrario se delata una muy mediocre superchería. Es bien evidente que la primera proposición: Todos los hombres son mortales, pertenece al orden de los sofismas.) Pero nada puede serme más ajeno que el cuidado que toman ciertos hombres para salvar lo que puede ser salvado. La juventud es a este respecto un maravilloso talismán. Me permito remitir a mis contradictores, si los hay, a la advertencia lúgubre de las primeras páginas de Adolfo:
“Me parecía que ninguna meta valía la pena de ningún esfuerzo. Es bastante singular que esta impresión se haya debilitado a medida que los años se acumularon sobre mí. ¿No será que hay en la esperanza algo dudoso y que cuando se retira de la carrera del hombre, ésta toma un carácter más serio, más positivo?”
En todo caso me he jurado no dejar amortiguarse nada en mí, en la medida en que pueda yo influir.
No por ello observo menos con qué habilidad la naturaleza trata de obtener de mí toda clase de desistimientos. Bajo la máscara del hastío, de la duda, de la necesidad, intenta arrancarme un acto de renuncia a cambio del cual no hay favor que no me ofrezca. En otro tiempo no salía de mi casa sin haber dicho un adiós definitivo a todo lo que se había acumulado en ella de recuerdos que atan, a todo lo que sentía listo a perpetuarse en ella de mí mismo. La calle, a la que juzgaba capaz de entregar a mi vida sus sorprendentes desvíos, la calle con sus inquietudes y sus miradas, era mi verdadero elemento: respiraba en ella como en ninguna otra parte el aire de lo eventual.
Cada noche, dejaba abierta de par en par la puerta de la habitación que ocupaba en el hotel con la esperanza de despertarme por fin al lado de una compañera que no hubiera escogido. Sólo más tarde temí que a su vez la calle y esa desconocida me fijasen. Pero esto es otro asunto. A decir verdad, en esa lucha de todos los instantes cuyo resultado más habitual es detener lo más espontáneo y precioso que hay en el mundo, no estoy seguro de que se pueda vencer: Apollinaire, tan perspicaz en muchas ocasiones, estaba listo a todos los sacrificios algunos meses antes de morir; Valéry, que había expresado noblemente su voluntad de silencio, se abandona hoy, autorizando la peor trampa sobre su pensamiento y sobre su obra. No pasa semana sin que se entere uno de que un espíritu estimable acaba de “sentar cabeza”. Hay manera, al parecer, de portarse con más o menos honor y eso es todo. Todavía no me inquieta saber de qué carretada me tocará ser, hasta dónde aguantaré. Hasta nueva orden, todo lo que puede retrasar la clasificación de los seres, de las ideas, en una palabra mantener el equívoco, tiene mi aprobación. Mi mayor deseo es poder hacer mía por mucho tiempo la admirable frase de Lautréamont: “Desde el impronunciable día de mi nacimiento, he tenido por las planchas somníferas un odio irreconciliable”.
¿Por qué escribe usted?, se le ocurrió un día a la revista Littérature preguntarles a algunas de las pretendidas notabilidades del mundo literario. Y la respuesta más satisfactoria, Littérature la extraía algún tiempo después del carnet del teniente Glahn, en Pan: “Escribo —decía Glahn— para abreviar el tiempo”. Es la única a la que todavía puedo suscribir, con la reserva de que creo escribir también para alargar el tiempo. En todo caso pretendo actuar sobre él y lo atestiguo con la réplica que di un día al desarrollo del pensamiento de Pascal: “Los que juzgan sobre una obra por regla son, con respecto a los otros, como los que tienen un reloj con respecto a los que no lo tienen”. Yo proseguía: “Uno dice, consultando su reloj: hace dos horas que estamos aquí. El otro dice, consultando su reloj: hace sólo tres cuartos de hora. Yo no tengo reloj; le digo al uno: usted se aburre; y al otro: el tiempo le dura apenas; porque para mí hace una hora y media; y me tienen sin cuidado los que dicen que a mí me dura el tiempo y que juzgo por mi reloj: no saben que lo juzgo por mi fantasía”.
Yo que no dejo pasar bajo mi pluma ninguna línea a la que no le vea un sentido lejano, considero como nada a la posteridad. Sin duda un desafecto creciente amenaza además a los hombres después de su muerte. En nuestros días, hay ya algunos espíritus que no saben a quién parecerse. Ya no cuida uno su leyenda… Un gran número de vidas se abstienen de conclusión moral. Cuando hayan terminado de poner el pensamiento de Rimbaud o de Ducasse como problema (con no sé qué fines pueriles), cuando se piense haber recogido las “enseñanzas” de la guerra de 1914, está permitido suponer que se pondrán de acuerdo de todas formas sobre la inutilidad de escribir la historia. Se comprende cada vez más que toda reconstitución es imposible. Por otra parte, está bien claro que ninguna verdad merece permanecer como ejemplar. No soy de los que dicen: “En mis tiempos”, sino que afirmo simplemente que un espíritu, cualquiera que sea, no puede sino extraviar a sus vecinos. Y no pido para el mío mejor suerte que la que asigno a todos los demás.
De esta manera es como debe entenderse la dictadura del espíritu, que fue una de las consignas de Dadá. Se concibe según eso que el arte me interese muy relativamente. Pero se acredita hoy un prejuicio que tiende a conceder al criterio “humano” lo que se niega cada vez más al criterio “bello”. Sin embargo no hay grados de humanidades, o si no la obra de Germain Nouveau sería inferior a la de un cantante de Montmartre, y naturalmente: Abajo el melodrama donde Margot… Escapar, en la medida de lo posible, de ese tipo humano al que correspondemos todos, eso es lo que me parece merecer algún esfuerzo. Para mí, hurtarse, por poco que sea, a la regla psicológica equivale a inventar nuevas maneras de sentir. Después de todas las decepciones que ya me ha infligido, sigo considerando a la poesía como el terreno donde tienen más oportunidades de resolverse las terribles dificultades de la conciencia con la confianza, en un mismo individuo. Por eso me muestro a veces tan severo con ella, por eso no le perdono ninguna abdicación. No tiene un papel que desempeñar sino más allá de la filosofía y por consiguiente deja de cumplir su misión cada vez que cae bajo el efecto de un decreto cualquiera de esta última. Se cree comúnmente que el sentido de lo que escribimos, mis amigos y yo, ha dejado de preocuparnos, cuando al contrario estimamos que las disertaciones morales de un Racine son absolutamente indignas de la expresión admirable que toman. Intentamos tal vez restituir el fondo a la forma y es natural por eso que nos esforcemos en primer lugar en rebasar la utilidad práctica. En poesía, apenas tenemos tras de nosotros otra cosa que piezas de circunstancias. Y por lo demás, ¿no es cierto que la significación propia de una obra no es la que cree uno darle, sino la que es susceptible de tomar en relación con lo que la rodea?
A aquellos que, sobre la autoridad de las teorías en boga, se preocupasen de determinar a consecuencia de qué trauma afectivo me he convertido en el que les habla de esta manera, no puedo por menos de dedicarles, antes de concluir, el retrato siguiente, que les será lícito intercalar en el pequeño volumen de las Lettres de guerre de Jacques Vaché, publicado en 1918 en la editorial Sans-Pareil. Algunos hechos, que eso ayudará a reconstituir, ilustrarán, estoy seguro, de manera impresionante lo poco que he dicho. Sigue siendo muy difícil definir lo que Jacques Vaché entendía por “umor” (sin h) y dar a conocer con precisión en qué punto estamos en esa lucha emprendida por él entre la facultad de conmoverse y ciertos elementos altivos. Será hora, más tarde, de confrontar el umor con esa poesía, en caso necesario sin poemas: la poesía tal como la entendemos. Me limitaré esta vez a producir algunos recuerdos claros.
Fue en Nantes, donde a principios de 1916 estaba yo movilizado como interno provisional en el centro de neurología, donde conocí a Jacques Vaché. Se encontraba entonces en tratamiento en el hospital de la calle del Boccage por una herida en la pantorrilla. Un año mayor que yo, era un joven de cabellos rojizos, muy elegante, que había seguido los cursos del señor Luc-Olivier Merson en la escuela de Bellas Artes. Obligado a guardar cama, se ocupaba en dibujar y pintar series de tarjetas postales para las que inventaba textos singulares. La moda masculina ocupaba casi enteramente su imaginación. Le gustaban esos rostros lampiños, esas actitudes hieráticas que se observan en los bares. Cada mañana pasaba una buena hora disponiendo dos fotografías, unos cazos, algunas violetas sobre una mesita cubierta de encaje, al alcance de su mano. En esa época yo componía poemas mallarmeanos. Atravesaba uno de los momentos más difíciles de mi vida, empezaba a ver que no haría lo que quería. La guerra duraba. El hospital auxiliar 103 bis resonaba con los gritos del médico interno, hombre encantador por lo demás: “Dispepsia, qué es eso. Hay dos enfermedades del estómago: una, segura, el cáncer; la otra, dudosa, la úlcera. Que le endilguen dos porciones de carne y ensalada. Ya se le pasará. Amigo, yo le haré reventar, etc.” Jacques Vaché sonreía. Charlábamos de Rimbaud (al que detestó siempre), de Apollinaire (al que apenas conocía), de Jarry (al que admiraba), del cubismo (del que desconfiaba). Era avaro de confidencias sobre su vida pasada. Me reprochaba, creo, esa voluntad de arte y de modernismo que más tarde… Pero no nos adelantemos. Eso sucedía en él sin esnobismo. “Dadá” no existía todavía, y Jacques Vaché lo ignoró toda su vida. Fue el primero, por consiguiente, en insistir sobre la importancia de los gestos, cara al señor André Gide. Esa condición de soldado dispone particularmente bien respecto de la expansión individual. Los que no han estado bajo la orden de firmes no saben lo que son, en ciertos momentos, las ganas de mover los talones. Jacques Vaché se había hecho maestro en el arte de “conceder muy poca importancia a todas las cosas”. Comprendía que la sentimentalidad estaba pasada de moda y que la preocupación misma de su dignidad, cuya importancia primordial no había sido todavía subrayada por Charlie Chaplin, exigía no enternecerse. “Se necesitaba nuestro aire seco un poco”, escribe en sus cartas. En 1916 apenas tenía uno tiempo de reconocer a un amigo. La retaguardia misma no significaba nada. Toda la cuestión era seguir viviendo y el solo hecho de pulir sortijas en la trinchera o de volver la cabeza pasaba a nuestros ojos por una corrupción. Escribir, pensar, ya no bastaba: era preciso darse a uno mismo, a cualquier precio, la ilusión del movimiento, del ruido: Jacques Vaché, apenas salido del hospital, se había enganchado como estibador y descargaba el carbón del Loira. Pasaba la tarde en los tugurios del puerto. Por la noche, de café en café, de cine en cine, gastaba mucho más de lo razonable, creándose una atmósfera a la vez dramática y llena de animación, a fuerza de mentiras que apenas le turbaban (me presentaba a todo el mundo bajo el nombre de André Salmón, a causa de la pequeña reputación de que gozaba ese prosista, lo cual sólo más tarde me impresionó). Debo decir que no compartía mis entusiasmos y que durante mucho tiempo seguí siendo para él el “poheta”, alguien que no ha aprovechado bastante la lección de la época. En las calles de Nantes, se paseaba a veces en uniforme de teniente de húsares, de aviador, de médico. Sucedía a veces que al cruzarse con uno no parecía reconocerlo y seguía su camino sin volverse. Vaché no daba la mano para decir ni buenos días, ni hasta luego. Vivía en la plaza del Beffroi en un lindo cuarto acompañado de una joven de la que nunca conocí más que el nombre de pila: Louise, y a la cual, para recibirme, obligaba a quedarse durante horas inmóvil y silenciosa en un rincón. A las cinco la mujer servía el té y, como único agradecimiento, él le besaba la mano. Si había de creérsele, no tenía con ella ninguna relación sexual y se contentaba con dormir junto a ella, en la misma cama. Por lo demás, según afirmaba, así procedía siempre. No por ello le gustaba menos decir: “Mi amante”, previendo sin duda la pregunta que debía un día hacer Gide: “¿Era casto Jacques Vaché?”
A partir de mayo de 1916 no hube de volver a ver a mi amigo sino cinco o seis veces. Había regresado al frente, desde donde me escribía rara vez (él, que no escribía a nadie salvo, con fines interesados, a su madre, cada dos o tres meses). El 23 de junio de 1917, al regresar hacia las dos de la mañana al hospital de la Pitié, donde estaba yo en tratamiento, encuentro un recado suyo, acompañando al dibujo que figura a la cabeza de sus Cartas. Me citaba al día siguiente en el estreno de Las tetas de Tiresias. Fue en el Conservatorio Maubel donde volví a encontrar a Jacques Vaché. El primer acto acababa de terminar. Un oficial inglés hacía gran escándalo en la platea: no podía ser sino él. El escándalo de la representación le había excitado prodigiosamente. Había entrado en la sala empuñando un revólver y hablaba de balancear al público. A decir verdad, el “drama surrealista” de Apollinaire no le gustaba. Juzgaba la obra demasiado literaria y le reprochaba mucho el procedimiento de los trajes. A la salida me confió que no estaba solo en París. La víspera, al salir de la Pitié, a la hora en que había esperado reunirse conmigo, se había paseado y, en los alrededores de la estación de Lyon, había sido lo bastante dichoso como para socorrer a una “muchachita” que brutalizaban dos hombres. Había tomado a la niña bajo su protección. Podía tener diez y seis o diez y siete años. ¿Qué hacía en plena noche cerca de una estación? No se había preocupado por ello. Como mostraba una gran fatiga, le había ofrecido tomar el tren en una dirección cualquiera y así es como se había dirigido a Fontenay-aux-Roses. Allí, los dos habían empezado a caminar y sólo a instancias de Jeanne se puso él a buscar un alojamiento. Podían ser las cuatro de la mañana. Un apagador de faroles que, por una poética coincidencia, ejercía de día la profesión de enterrador, les había ofrecido hospitalidad. Al día siguiente, que era el de nuestra cita, se habían despertado tarde y apenas habían tenido tiempo de dirigirse a Montmartre. Jacques había rogado a la muchacha que lo esperase en una tienda con unos centavos de bombones. Al final de la tarde me dejaba para ir a buscarla. Era una muchacha muy joven, de apariencia ingenua; le había puesto en bandolera su tarjeta de estado mayor. Nos acompañó a La Rata Muerta, donde Jacques Vaché me mostró unos croquis de guerra, entre los que destacaban varios estudios para un “Lafcadio”. Jeanne le enternecía visiblemente, le había prometido llevarla a Biarritz. Mientras tanto iba a alojarse con ella en un hotel de los alrededores de la Bastilla. No es necesario añadir que a la mañana siguiente se iba solo sin volver la cabeza más que de costumbre, perfectamente despreocupado del sacrificio que Jeanne decía haberle hecho de su vida… y de dos jornadas de taller. Tengo motivos para creer que a cambio ella le dio la sífilis.
Tres meses más tarde, Jacques estaba de nuevo en París. Vino a verme, pero me dejó pronto para ir a pasearse solo, aquella hermosa mañana, a lo largo del canal del Ourcq. Me parece ver todavía aquel largo abrigo de viaje echado sobre sus hombros y el aire sombrío con que hablaba de hacer fortuna en los abarrotes. “Usted me creerá desaparecido, muerto, y un día —todo llega— (pronunciaba esta clase de fórmulas con una voz cantarina) se enterará de que un tal Jacques Vaché vive retirado en alguna Normandía. Se dedica a la ganadería. Le presentará a su mujer, una muchacha bien inocente, bastante bonita, que nunca habrá sospechado el peligro en que estuvo. Sólo algunos libros —muy pocos, óigame— cuidadosamente encerrados en el piso superior, darán testimonio de que ha pasado algo.” Hasta esa ilusión debía abandonarle poco después, la carta del 9 de mayo da fe de ello. La última etapa de la vida de Jacques Vaché está señalada por esa famosa carta del 14 de noviembre que todos mis amigos se saben de memoria: “Saldré de la guerra dulcemente chocho, posiblemente a la manera de esos espléndidos idiotas de aldea (y lo deseo)… o bien… o bien… ¡qué película actuaré!— Con automóviles locos, sabe usted, puentes que ceden y manos mayúsculas que reptan en la pantalla hacia qué documento —¡inútil e inapreciable!— Con coloquios tan trágicos, en traje de noche”, etcétera, y este delirio, más sobrecogedor para nosotros que los de Una temporada en el infierno: “Seré también trampero, o ladrón, o buscador, o cazador, o minero, campanero. Bar de Arizona (whisky, gin and mixed) y bellos bosques explotables, y, sabe usted, esos hermosos pantalones de montar con pistola ametralladora, con viso bien rasurado, y tan bellas manos de solitario. Todo eso terminará con un incendio, le digo, o en un salón, amasada una fortuna.—Well”.
Jacques Vaché se suicidó en Nantes algún tiempo después del armisticio. Su muerte tiene de admirable que puede pasar por accidental. Absorbió, creo, cuarenta gramos de opio, aunque, como se imaginará, no era un fumador inexperimentado. En cambio, es muy posible que sus desdichados compañeros ignorasen el uso de la droga y que haya querido al desaparecer cometer a sus expensas una última bribonada chistosa.
No tengo la costumbre de saludar a los muertos, pero esa existencia que me ha dado el gusto y el disgusto de trazar aquí es casi lo único, téngase por seguro, que todavía me ata a una vida débilmente imprevista y a menudos problemas. Todos los casos literarios o artísticos que no tengo más remedio que someter vienen después y aun así sólo me retienen en la medida en que puedo evaluarlos, en significación humana, según esa medida infinita. Por eso todo lo que puede realizarse en el dominio intelectual me parecerá siempre dar testimonio del peor servilismo o de la más íntegra mala fe. Por supuesto, no me gustan más que las cosas no cumplidas, nada me propongo tanto como abarcar demasiado. Sólo el aferramiento, la dominación, son engaños. Y basta, por el momento, con que una tan linda sombra dance en el borde de la ventana por la que voy a ponerme de nuevo cada día a arrojarme.

Traducción de Tomás Segovia