Para
Dadá
Me
es imposible concebir una alegría del espíritu de
otra manera que como una entrada de aire. ¿Cómo podría
éste encontrarse a gusto en los límites en que lo
encierran casi todos los libros, casi todos los acontecimientos?
Dudo de que haya un solo hombre que no haya tenido, por lo menos
una vez en su vida, la tentación de negar el mundo exterior.
Se da cuenta entonces de que nada es tan grave, tan definitivo.
Procede a una revisión de los valores morales que no le impide
regresar después a la ley común. Los que pagaron con
una perturbación permanente ese maravilloso minuto de lucidez
siguen llamándose poetas: Lautréamont, Rimbaud, pero
a decir verdad las niñerías literarias se acabaron
con ellos.
¿Cuándo se concederá a lo arbitrario el lugar
que le corresponde en la formación de las obras literarias?
Lo que nos atañe es generalmente menos voluntario de lo que
se cree. Una fórmula feliz, un descubrimiento sensacional
se anuncian de manera miserable. Casi nada alcanza su meta, si bien
excepcionalmente algo la rebasa. Y la historia de esos tanteos,
la literatura psicológica, no es nada instructiva. A pesar
de sus pretensiones una novela nunca ha probado nada. Los ejemplos
más ilustres no merecen ponerse ante nuestros ojos. La mayor
indiferencia sería lo adecuado. Incapaces de abarcar al mismo
tiempo toda la extensión de un cuadro, o de una desgracia,
¿de dónde sacamos el permiso de juzgar?
Si la juventud la toma con las convenciones, no hay que concluir
que es ridícula: ¿quién sabe si la reflexión
es buena consejera? Oigo alabar por todas partes la inocencia y
observo que sólo es tolerada bajo la forma pasiva. Esta contradicción
bastaría para hacerme escéptico. Cuidarse de lo subversivo
significa usar el rigor contra todo lo que no está absolutamente
resignado. No veo en eso ninguna valentía. Las revueltas
se conjuran solas; no hay ninguna necesidad para alejar la tormenta
de esas viejas palabras sacramentales.
Semejantes consideraciones me parecen superfluas. Afirmo por el
placer de comprometerme. Debería estar prohibido recurrir
a los modos dubitativos del discurso. El más convencido,
el más autoritario no es el que se piensa. Vacilo todavía
en hablar de lo que mejor conozco.
[
]
Es un error asimilar a Dadá con un subjetivismo. Ninguno
de los que aceptan hoy esa etiqueta tiene como meta el hermetismo.
No hay nada incomprensible, dijo Lautréamont.
Si comparto la opinión de Paul Valéry: El espíritu
humano está hecho de tal manera que no puede ser incoherente
para sí mismo, estimo por otra parte que no puede ser
incoherente para los demás. No creo por eso en el encuentro
extraordinario de dos individuos, ni de un individuo con aquel que
ha dejado de ser, sino únicamente en una serie de malentendidos
aceptables, fuera de un pequeño número de lugares
comunes.
Se ha hablado de una exploración sistemática del inconsciente.
No es cosa de hoy el que ciertos poetas se abandonen para escribir
según la pendiente de su espíritu. La palabra inspiración,
caída en desuso no sé por qué, era tomada a
bien no hace mucho. Casi todos los hallazgos de imágenes,
por ejemplo, me producen un efecto de creaciones espontáneas.
Guillaume Apollinaire pensaba con razón que ciertos clichés
como labios de coral, cuya fortuna puede considerarse
como un criterio de valor, eran producto de esa actividad que él
calificaba de superrealista. Las palabras mismas no tienen sin duda
otro origen. Llegaba hasta hacer del principio de que no hay que
partir nunca de una invención anterior la condición
del perfeccionamiento científico y, por decirlo así,
del progreso. La idea de la pierna humana, perdida en
la rueda, sólo ha vuelto a encontrarse por casualidad en
la biela de locomotora. Del mismo modo en poesía empieza
a reaparecer el tono bíblico. Me sentiría tentado
a explicar este último fenómeno por la menor o no
intervención, en los nuevos procedimientos de escritura,
de la personalidad de la elección.
[
]
No se ha hecho todavía ningún esfuerzo para tenerle
en cuenta a Dadá su voluntad de no hacerse pasar por una
escuela. Se insiste a voluntad en las palabras grupo, cabecilla,
disciplina. Se llega hasta pretender que, con el pretexto de exaltar
la individualidad, Dadá constituye un peligro para ella,
sin detenerse a mirar que son sobre todo diferencias lo que nos
une. Nuestra excepción común a la regla artística
o moral sólo nos causa una satisfacción pasajera.
Bien sabemos que más allá tendrá libre curso
una fantasía personal irreprimible que será más
dadá que el movimiento actual. Es lo que ha ayudado
muy bien a comprender el señor J. E. Blanche al escribir:
Dadá no subsistirá sino dejando de ser.
¿Echaremos
a suertes el nombre de la víctima?
La agresión nudo corredizo
El
que hablaba fallece
El asesino se levanta y dice
Suicidio
Fin del mundo
Enrollamiento de las banderas conchas.1
Para
empezar los dadaístas han tenido cuidado de afirmar que nada
quieren. Saber. No hay porqué inquietarse, el instinto de
conservación sale siempre victorioso en una y otra parte.
Cuando alguien nos preguntaba ingenuamente, después de la
lectura del manifiesto No más pintores, no más
literatos, no más religiones, no más realistas, no
más anarquistas, no más socialistas, no más
policía, etc., si dejábamos subsistir
al hombre, sonreímos, nada dispuestos a realizar el proceso
de Dios. ¿Acaso no somos los últimos en olvidar que
el entendimiento tiene sus límites? Si me sucede que me complazco
tanto en estas palabras de Georges Ribemont-Dessaignes, es que en
el fondo constituyen un acto de extrema humildad: ¿Qué
cosa es bello? ¿Qué cosa es feo? ¿Qué
cosa es grande, fuerte, débil? ¿Qué cosa es
Carpentier, Renan, Foch? Yo qué sé. ¿Qué
cosa es yo? Yo qué sé. Yo qué sé, yo
qué sé, yo qué sé.
Déjenlo
todo
Vivo desde hace dos meses en la Place Blanche. El invierno es de
los más suaves y en la terraza de ese café dedicado
al comercio de estupefacientes las mujeres hacen apariciones cortas
y encantadoras. Las noches casi ya no existen más que en
las regiones hiperbóreas de la leyenda. No me acuerdo de
haber vivido en otro sitio; los que dicen que me conocieron deben
de equivocarse. Pero no, hasta añaden que me creían
muerto. Tienen ustedes razón en llamarme al orden. Después
de todo ¿quién habla? André Breton, un hombre
sin gran valor, que hasta ahora se ha contentado bien que mal con
una acción irrisoria, y eso porque tal vez un día
se sintió para siempre demasiado duramente incapaz de hacer
lo que quiere. Y es verdad que tengo conciencia de haberme desvalijado
ya a mí mismo en varias circunstancias; es verdad que me
considero menos que un monje, menos que un aventurero. Lo cual no
impide que no pierda la esperanza de recuperarme y que a la entrada
de 1922, en este bello Montmartre en fiesta, piense en lo que todavía
puedo llegar a ser.
En nuestros días se hace un pensamiento de la precipitación
de toda cosa en su contrario, de la solución de ambas cosas
en una sola categoría, ésta conciliable a su vez con
el término inicial y así sucesivamente hasta que el
espíritu llegue a la idea absoluta, conciliación de
todas las oposiciones y unidad de todas las categorías. Si
Dadá hubiera sido eso, sin duda no estaría
tan mal, aun cuando al sueño de Hegel en sus laureles prefiero
la movida existencia de la primera putilla que se presente. Pero
Dadá es bien ajeno a esas consideraciones. La prueba es que
hoy que su gran malicia consiste en hacerse pasar por un círculo
vicioso: Un día u otro se sabrá que antes de
dadá, después de dadá, sin dadá, respecto
de dadá, contra dadá, a pesar de dadá, sigue
siendo dadá, sin darse cuenta de que se priva por ello
mismo de toda virtud, de toda eficacia, se asombra de ya no tener
a su favor sino a pobres diablos que, retirados en su poesía,
se conmueven burguésmente ante el recuerdo de sus fechorías
ya antiguas. Hace mucho tiempo que el riesgo está en otra
parte. Y qué importa si, prosiguiendo su buen caminito, el
señor Tzara debe compartir un día la gloria de Marinetti
o de Baju. Se ha dicho que yo cambiaba de nombre como quien cambia
de botines. Discúlpenme el lujo, por caridad, yo no puedo
llevar eternamente el mismo par: cuando ya no me queda se lo dejo
a mis criados.
Quiero y admiro profundamente a Francis Picabia y pueden reeditarse
a cuenta mía sin que yo me ofenda algunas de sus salidas.
Se ha hecho todo lo posible por confundirlo en cuanto a mis sentimientos,
previendo que nuestro entendimiento sería de tal naturaleza
como para comprometer la seguridad de algunos sentados.
El dadaísmo, como tantas otras cosas, no ha sido para algunos
sino una manera de sentarse. Lo que no digo más arriba es
que no puede haber ninguna idea absoluta. Estamos sometidos a una
especie de mímica mental que nos veda profundizar en cualquier
cosa y nos obliga a considerar con hostilidad lo que nos ha sido
más querido. Dar la vida por una idea, Dadá o la que
desarrollo en este momento, sólo podría dar pruebas
en favor de una gran miseria intelectual. Las ideas no son ni buenas
ni malas, son: compitiendo para mí en disgusto o placer,
bien dignas aún de apasionarme en uno o en otro sentido.
Perdónenme si pienso que, al revés de la hiedra, muero
si me adhiero. ¿Quieren ustedes que me preocupe de saber
si con estas palabras hago ofensa a ese culto de la amistad que,
según la enérgica expresión del señor
Binet-Valmer, prepara el culto de la patria?
Sólo puedo asegurarles que todo eso me tiene sin cuidado
y repetirles:
Déjenlo todo.
Dejen Dadá.
Dejen a su esposa, dejen a su amante.
Dejen sus esperanzas y sus temores.
Abandonen a sus hijos en el rincón de un bosque.
Dejen la presa por el reflejo.
Dejen si es necesario una vida holgada, lo que les presentan como
una situación con porvenir.
Partan por las carreteras.
Las
palabras sin arrugas [fragmentos]
Empezaba a desconfiarse de las palabras, de pronto acababa de notarse
que pedían ser tratadas de otra manera que como esos pequeños
auxiliares que siempre se las había creído; algunos
pensaban que a fuerza de servir se habían afinado mucho,
otros que, por esencia, podían aspirar a una condición
diferente de la suya; en resumen, se hablaba de liberarlas. A la
alquimia del verbo había sucedido una verdadera
química que en primer lugar se había dedicado a desbrozar
las propiedades de esas palabras, de las que una sola, el sentido,
se especificaba en el diccionario. Se trataba: 1º de considerar
la palabra en sí; 2º de estudiar tan minuciosamente
como fuese posible las reacciones de las palabras unas sobre otras.
Sólo a ese precio se podía esperar devolver al lenguaje
su destino pleno, lo cual, para algunos entre los que me contaba
yo, debía hacer dar un gran paso al conocimiento, exaltando
en la misma medida la vida. Nos exponíamos con ello a las
persecuciones habituales, en un dominio donde el bien (hablar bien)
consiste ante todo en tener en cuenta la etimología de la
palabra, es decir, su peso más muerto, en someter la frase
a una sintaxis mediocremente utilitaria, cosas todas ellas de acuerdo
con el triste conservatismo humano y con ese horror del infinito
que no escatima entre mis semejantes una ocasión de manifestarse.
Naturalmente semejante empresa, que pertenece al dominio poético,
no exige de cada uno de los que en ella toman parte tanta clara
voluntad; no siempre es oportuno formularse a sí mismo una
necesidad para satisfacerla. Y no pretendo desarrollar aquí
sino una imagen.
Fue asignando un color a las vocales como por primera vez, de manera
consciente y aceptando soportar las consecuencias, se desvió
a la palabra de su deber de significar. Nació aquel día
a una existencia concreta, tal como nunca antes se la había
supuesto. De nada sirve discutir la exactitud del fenómeno
de la audición coloreada, sobre el cual no se me ocurrirá
apoyarme. Lo que importa es que se ha dado la alarma y que en lo
sucesivo parece imprudente especular sobre la inocencia de las palabras.
Se les conoce ahora una sonoridad a fin de cuentas muy compleja
a veces; además tientan al pincel y no va a tardar la preocupación
sobre su aspecto arquitectónico. Es un pequeño mundo
intratable sobre el que sólo podemos hacer planear una vigilancia
muy insuficiente y en el que, aquí y allá, observamos
sin embargo algunos flagrantes delitos. En efecto la expresión
de una idea depende tanto de la andadura de las palabras como de
su sentido. Hay palabras que trabajan contra la idea que pretenden
expresar. Finalmente incluso el sentido de las palabras no deja
de tener mezclas y falta mucho para determinar en qué medida
el sentido figurado actúa progresivamente sobre el sentido
propio, ya que a cada variación de éste debe corresponder
una variación de aquél.
[
]
La
confesión desdeñosa
A veces, para significar la experiencia, se recurre
en francés a esta expresión conmovedora: el plomo
en la cabeza. Del plomo en la cabeza se supone que resulta para
el hombre cierto desplazamiento de su centro de gravedad. Se ha
convenido incluso en ver en ello la condición del equilibrio
humano, equilibrio completamente relativo puesto que, teóricamente
por lo menos, la asimilación funcional que caracteriza a
los seres vivos termina cuando las condiciones favorables cesan,
y cesan siempre. Tengo veintisiete años y me jacto de no
conocer desde hace mucho ese equilibrio. Siempre me he prohibido
pensar en el porvenir: si me ha sucedido hacer proyectos, era pura
concesión a algunos seres y sólo yo sabía qué
reservas les aportaba en mi fuero interno. Sin embargo estoy bien
alejado de la despreocupación y no admito que se pueda encontrar
algún reposo en el sentimiento de la vanidad de todas las
cosas. Absolutamente incapaz de acomodarme a la suerte que me es
deparada, herido en mi más alta conciencia por la denegación
de justicia que no se excusa de ninguna manera, a mis ojos, por
el pecado original, me cuido de adaptar mi existencia a las condiciones
irrisorias, aquí abajo, de toda existencia. Me siento por
ese lado totalmente en comunión con hombres como Benjamin
Constant hasta su regreso de Italia, o como Tolstoi cuando decía:
Con sólo que un hombre haya aprendido a pensar, poco
importa en qué piense, piensa siempre en el fondo en su propia
muerte. Todos los filósofos han sido así. ¿Y
qué verdad puede haber, si existe la muerte?
No quiero sacrificar nada a la felicidad: el pragmatismo no está
a mi alcance. Buscar consuelo en una creencia me parece vulgar.
Es indigno suponer un remedio al sufrimiento moral. Suicidarse sólo
lo encuentro legítimo en un caso: no teniendo en el mundo
otro desafío que lanzar sino el deseo, no recibiendo mayor
desafío que la muerte, puede llegar a desearse la muerte.
Pero ni se plantea la posibilidad de idiotizarme, sería condenarme
al remordimiento. Me he prestado a tal cosa una o dos veces: no
me resulta.
El deseo
sin duda no se equivocó el que dijo: Breton:
seguro de no acabar nunca con ese corazón, la manija de su
puerta. Me reprochan mi entusiasmo y es cierto que paso fácilmente
del más vivo interés a la indiferencia, cosa que,
en el medio que me rodea, es apreciada de diversas maneras. En literatura,
me he prendado sucesivamente de Rimbaud, de Jarry, de Apollinaire,
de Nouveau, de Lautréamont, pero es a Jacques Vaché
a quien debo más. El tiempo que pasé con él
en Nantes en 1916 me aparece casi encantado. Nunca lo perderé
de vista, y aunque esté todavía destinado a ligarme
a medida que vaya haciendo encuentros, sé que no perteneceré
a nadie con ese abandono. Sin él tal vez habría sido
un poeta; él desbarató en mí ese complot de
fuerzas oscuras que nos arrastra a atribuirnos una cosa tan absurda
como una vocación. Me felicito a mi vez de no ser ajeno al
hecho de que hoy varios escritores jóvenes no sepan de la
menor ambición literaria. Se publica para buscar hombres,
y nada más. Descubrir hombres es algo que despierta cada
día más mi curiosidad.
Mi curiosidad, que se ejerce apasionadamente sobre los seres, es
por lo demás bastante difícil de excitar. No tengo
en gran estima a la erudición; ni siquiera, por más
que esta confesión me exponga a alguna mofa, a la cultura.
Recibí una instrucción media, y eso casi inútilmente.
Me ha quedado de ella, cuando más, un sentido bastante seguro
de ciertas cosas (se ha llegado hasta pretender que yo tenía
el de la lengua francesa antes que todo otro sentimiento, lo cual
no ha dejado de irritarme). En una palabra, sé por cierto
lo suficiente para mi necesidad especial de conocimiento humano.
No estoy muy alejado de pensar, con Barrès, que el
gran asunto, para las generaciones precedentes, fue el paso de lo
absoluto a lo relativo y que se trata hoy de pasar de
la duda a la negación sin perder por ello todo valor moral.
La cuestión moral me preocupa. El espíritu naturalmente
disidente que aporto por lo demás me inclinaría a
hacerla depender del resultado psicológico si, por intervalos,
no la juzgase superior al debate. Tiene para mí el prestigio
de tener en jaque a la razón. Permite, además, los
mayores extravíos de pensamiento. Los moralistas me gustan
todos, particularmente Vauvenargues y Sade. La moral es la gran
conciliadora. Atacarla sigue siendo rendirle homenaje. En ella es
en la que he encontrado siempre mis principales temas de exaltación.
En cambio no veo en lo que llaman lógica sino el muy culpable
ejercicio de una debilidad. Sin ninguna afectación, puedo
decir que la menor de mis preocupaciones es encontrarme consecuente
conmigo mismo. Un acontecimiento sólo puede ser causa
de otro si pueden realizarse los dos en el mismo punto del espacio,
nos enseña Einstein. Es lo que yo pensé siempre groseramente.
Niego mientras toco tierra, amo a cierta altura, más arriba
¿qué haré? Y aun en cualquiera de estos estados
nunca volví a pasar por el mismo punto y al decir: toco tierra,
a cierta altura, más arriba, no me dejo engañar por
mis imágenes.
No por ello hago profesión de inteligencia. En cierto modo,
es instintivamente como me debato en el interior de tal o tal razonamiento,
o de tal otro círculo vicioso. (Pedro, no es necesariamente
mortal. Bajo la aparente deducción que permite establecer
lo contrario se delata una muy mediocre superchería. Es bien
evidente que la primera proposición: Todos los hombres son
mortales, pertenece al orden de los sofismas.) Pero nada puede serme
más ajeno que el cuidado que toman ciertos hombres para salvar
lo que puede ser salvado. La juventud es a este respecto un maravilloso
talismán. Me permito remitir a mis contradictores, si los
hay, a la advertencia lúgubre de las primeras páginas
de Adolfo:
Me parecía que ninguna meta valía la pena de
ningún esfuerzo. Es bastante singular que esta impresión
se haya debilitado a medida que los años se acumularon sobre
mí. ¿No será que hay en la esperanza algo dudoso
y que cuando se retira de la carrera del hombre, ésta toma
un carácter más serio, más positivo?
En todo caso me he jurado no dejar amortiguarse nada en mí,
en la medida en que pueda yo influir.
No por ello observo menos con qué habilidad la naturaleza
trata de obtener de mí toda clase de desistimientos. Bajo
la máscara del hastío, de la duda, de la necesidad,
intenta arrancarme un acto de renuncia a cambio del cual no hay
favor que no me ofrezca. En otro tiempo no salía de mi casa
sin haber dicho un adiós definitivo a todo lo que se había
acumulado en ella de recuerdos que atan, a todo lo que sentía
listo a perpetuarse en ella de mí mismo. La calle, a la que
juzgaba capaz de entregar a mi vida sus sorprendentes desvíos,
la calle con sus inquietudes y sus miradas, era mi verdadero elemento:
respiraba en ella como en ninguna otra parte el aire de lo eventual.
Cada noche, dejaba abierta de par en par la puerta de la habitación
que ocupaba en el hotel con la esperanza de despertarme por fin
al lado de una compañera que no hubiera escogido. Sólo
más tarde temí que a su vez la calle y esa desconocida
me fijasen. Pero esto es otro asunto. A decir verdad, en esa lucha
de todos los instantes cuyo resultado más habitual es detener
lo más espontáneo y precioso que hay en el mundo,
no estoy seguro de que se pueda vencer: Apollinaire, tan perspicaz
en muchas ocasiones, estaba listo a todos los sacrificios algunos
meses antes de morir; Valéry, que había expresado
noblemente su voluntad de silencio, se abandona hoy, autorizando
la peor trampa sobre su pensamiento y sobre su obra. No pasa semana
sin que se entere uno de que un espíritu estimable acaba
de sentar cabeza. Hay manera, al parecer, de portarse
con más o menos honor y eso es todo. Todavía no me
inquieta saber de qué carretada me tocará ser, hasta
dónde aguantaré. Hasta nueva orden, todo lo que puede
retrasar la clasificación de los seres, de las ideas, en
una palabra mantener el equívoco, tiene mi aprobación.
Mi mayor deseo es poder hacer mía por mucho tiempo la admirable
frase de Lautréamont: Desde el impronunciable día
de mi nacimiento, he tenido por las planchas somníferas un
odio irreconciliable.
¿Por qué escribe usted?, se le ocurrió un día
a la revista Littérature preguntarles a algunas de las pretendidas
notabilidades del mundo literario. Y la respuesta más satisfactoria,
Littérature la extraía algún tiempo después
del carnet del teniente Glahn, en Pan: Escribo decía
Glahn para abreviar el tiempo. Es la única a
la que todavía puedo suscribir, con la reserva de que creo
escribir también para alargar el tiempo. En todo caso pretendo
actuar sobre él y lo atestiguo con la réplica que
di un día al desarrollo del pensamiento de Pascal: Los
que juzgan sobre una obra por regla son, con respecto a los otros,
como los que tienen un reloj con respecto a los que no lo tienen.
Yo proseguía: Uno dice, consultando su reloj: hace
dos horas que estamos aquí. El otro dice, consultando su
reloj: hace sólo tres cuartos de hora. Yo no tengo reloj;
le digo al uno: usted se aburre; y al otro: el tiempo le dura apenas;
porque para mí hace una hora y media; y me tienen sin cuidado
los que dicen que a mí me dura el tiempo y que juzgo por
mi reloj: no saben que lo juzgo por mi fantasía.
Yo que no dejo pasar bajo mi pluma ninguna línea a la que
no le vea un sentido lejano, considero como nada a la posteridad.
Sin duda un desafecto creciente amenaza además a los hombres
después de su muerte. En nuestros días, hay ya algunos
espíritus que no saben a quién parecerse. Ya no cuida
uno su leyenda
Un gran número de vidas se abstienen
de conclusión moral. Cuando hayan terminado de poner el pensamiento
de Rimbaud o de Ducasse como problema (con no sé qué
fines pueriles), cuando se piense haber recogido las enseñanzas
de la guerra de 1914, está permitido suponer que se pondrán
de acuerdo de todas formas sobre la inutilidad de escribir la historia.
Se comprende cada vez más que toda reconstitución
es imposible. Por otra parte, está bien claro que ninguna
verdad merece permanecer como ejemplar. No soy de los que dicen:
En mis tiempos, sino que afirmo simplemente que un espíritu,
cualquiera que sea, no puede sino extraviar a sus vecinos. Y no
pido para el mío mejor suerte que la que asigno a todos los
demás.
De esta manera es como debe entenderse la dictadura del espíritu,
que fue una de las consignas de Dadá. Se concibe según
eso que el arte me interese muy relativamente. Pero se acredita
hoy un prejuicio que tiende a conceder al criterio humano
lo que se niega cada vez más al criterio bello.
Sin embargo no hay grados de humanidades, o si no la obra de Germain
Nouveau sería inferior a la de un cantante de Montmartre,
y naturalmente: Abajo el melodrama donde Margot
Escapar, en
la medida de lo posible, de ese tipo humano al que correspondemos
todos, eso es lo que me parece merecer algún esfuerzo. Para
mí, hurtarse, por poco que sea, a la regla psicológica
equivale a inventar nuevas maneras de sentir. Después de
todas las decepciones que ya me ha infligido, sigo considerando
a la poesía como el terreno donde tienen más oportunidades
de resolverse las terribles dificultades de la conciencia con la
confianza, en un mismo individuo. Por eso me muestro a veces tan
severo con ella, por eso no le perdono ninguna abdicación.
No tiene un papel que desempeñar sino más allá
de la filosofía y por consiguiente deja de cumplir su misión
cada vez que cae bajo el efecto de un decreto cualquiera de esta
última. Se cree comúnmente que el sentido de lo que
escribimos, mis amigos y yo, ha dejado de preocuparnos, cuando al
contrario estimamos que las disertaciones morales de un Racine son
absolutamente indignas de la expresión admirable que toman.
Intentamos tal vez restituir el fondo a la forma y es natural por
eso que nos esforcemos en primer lugar en rebasar la utilidad práctica.
En poesía, apenas tenemos tras de nosotros otra cosa que
piezas de circunstancias. Y por lo demás, ¿no es cierto
que la significación propia de una obra no es la que cree
uno darle, sino la que es susceptible de tomar en relación
con lo que la rodea?
A aquellos que, sobre la autoridad de las teorías en boga,
se preocupasen de determinar a consecuencia de qué trauma
afectivo me he convertido en el que les habla de esta manera, no
puedo por menos de dedicarles, antes de concluir, el retrato siguiente,
que les será lícito intercalar en el pequeño
volumen de las Lettres de guerre de Jacques Vaché, publicado
en 1918 en la editorial Sans-Pareil. Algunos hechos, que eso ayudará
a reconstituir, ilustrarán, estoy seguro, de manera impresionante
lo poco que he dicho. Sigue siendo muy difícil definir lo
que Jacques Vaché entendía por umor (sin
h) y dar a conocer con precisión en qué punto estamos
en esa lucha emprendida por él entre la facultad de conmoverse
y ciertos elementos altivos. Será hora, más tarde,
de confrontar el umor con esa poesía, en caso necesario sin
poemas: la poesía tal como la entendemos. Me limitaré
esta vez a producir algunos recuerdos claros.
Fue en Nantes, donde a principios de 1916 estaba yo movilizado como
interno provisional en el centro de neurología, donde conocí
a Jacques Vaché. Se encontraba entonces en tratamiento en
el hospital de la calle del Boccage por una herida en la pantorrilla.
Un año mayor que yo, era un joven de cabellos rojizos, muy
elegante, que había seguido los cursos del señor Luc-Olivier
Merson en la escuela de Bellas Artes. Obligado a guardar cama, se
ocupaba en dibujar y pintar series de tarjetas postales para las
que inventaba textos singulares. La moda masculina ocupaba casi
enteramente su imaginación. Le gustaban esos rostros lampiños,
esas actitudes hieráticas que se observan en los bares. Cada
mañana pasaba una buena hora disponiendo dos fotografías,
unos cazos, algunas violetas sobre una mesita cubierta de encaje,
al alcance de su mano. En esa época yo componía poemas
mallarmeanos. Atravesaba uno de los momentos más difíciles
de mi vida, empezaba a ver que no haría lo que quería.
La guerra duraba. El hospital auxiliar 103 bis resonaba con los
gritos del médico interno, hombre encantador por lo demás:
Dispepsia, qué es eso. Hay dos enfermedades del estómago:
una, segura, el cáncer; la otra, dudosa, la úlcera.
Que le endilguen dos porciones de carne y ensalada. Ya se le pasará.
Amigo, yo le haré reventar, etc. Jacques Vaché
sonreía. Charlábamos de Rimbaud (al que detestó
siempre), de Apollinaire (al que apenas conocía), de Jarry
(al que admiraba), del cubismo (del que desconfiaba). Era avaro
de confidencias sobre su vida pasada. Me reprochaba, creo, esa voluntad
de arte y de modernismo que más tarde
Pero no nos adelantemos.
Eso sucedía en él sin esnobismo. Dadá
no existía todavía, y Jacques Vaché lo ignoró
toda su vida. Fue el primero, por consiguiente, en insistir sobre
la importancia de los gestos, cara al señor André
Gide. Esa condición de soldado dispone particularmente bien
respecto de la expansión individual. Los que no han estado
bajo la orden de firmes no saben lo que son, en ciertos momentos,
las ganas de mover los talones. Jacques Vaché se había
hecho maestro en el arte de conceder muy poca importancia
a todas las cosas. Comprendía que la sentimentalidad
estaba pasada de moda y que la preocupación misma de su dignidad,
cuya importancia primordial no había sido todavía
subrayada por Charlie Chaplin, exigía no enternecerse. Se
necesitaba nuestro aire seco un poco, escribe en sus cartas.
En 1916 apenas tenía uno tiempo de reconocer a un amigo.
La retaguardia misma no significaba nada. Toda la cuestión
era seguir viviendo y el solo hecho de pulir sortijas en la trinchera
o de volver la cabeza pasaba a nuestros ojos por una corrupción.
Escribir, pensar, ya no bastaba: era preciso darse a uno mismo,
a cualquier precio, la ilusión del movimiento, del ruido:
Jacques Vaché, apenas salido del hospital, se había
enganchado como estibador y descargaba el carbón del Loira.
Pasaba la tarde en los tugurios del puerto. Por la noche, de café
en café, de cine en cine, gastaba mucho más de lo
razonable, creándose una atmósfera a la vez dramática
y llena de animación, a fuerza de mentiras que apenas le
turbaban (me presentaba a todo el mundo bajo el nombre de André
Salmón, a causa de la pequeña reputación de
que gozaba ese prosista, lo cual sólo más tarde me
impresionó). Debo decir que no compartía mis entusiasmos
y que durante mucho tiempo seguí siendo para él el
poheta, alguien que no ha aprovechado bastante la lección
de la época. En las calles de Nantes, se paseaba a veces
en uniforme de teniente de húsares, de aviador, de médico.
Sucedía a veces que al cruzarse con uno no parecía
reconocerlo y seguía su camino sin volverse. Vaché
no daba la mano para decir ni buenos días, ni hasta luego.
Vivía en la plaza del Beffroi en un lindo cuarto acompañado
de una joven de la que nunca conocí más que el nombre
de pila: Louise, y a la cual, para recibirme, obligaba a quedarse
durante horas inmóvil y silenciosa en un rincón. A
las cinco la mujer servía el té y, como único
agradecimiento, él le besaba la mano. Si había de
creérsele, no tenía con ella ninguna relación
sexual y se contentaba con dormir junto a ella, en la misma cama.
Por lo demás, según afirmaba, así procedía
siempre. No por ello le gustaba menos decir: Mi amante,
previendo sin duda la pregunta que debía un día hacer
Gide: ¿Era casto Jacques Vaché?
A partir de mayo de 1916 no hube de volver a ver a mi amigo sino
cinco o seis veces. Había regresado al frente, desde donde
me escribía rara vez (él, que no escribía a
nadie salvo, con fines interesados, a su madre, cada dos o tres
meses). El 23 de junio de 1917, al regresar hacia las dos de la
mañana al hospital de la Pitié, donde estaba yo en
tratamiento, encuentro un recado suyo, acompañando al dibujo
que figura a la cabeza de sus Cartas. Me citaba al día siguiente
en el estreno de Las tetas de Tiresias. Fue en el Conservatorio
Maubel donde volví a encontrar a Jacques Vaché. El
primer acto acababa de terminar. Un oficial inglés hacía
gran escándalo en la platea: no podía ser sino él.
El escándalo de la representación le había
excitado prodigiosamente. Había entrado en la sala empuñando
un revólver y hablaba de balancear al público. A decir
verdad, el drama surrealista de Apollinaire no le gustaba.
Juzgaba la obra demasiado literaria y le reprochaba mucho el procedimiento
de los trajes. A la salida me confió que no estaba solo en
París. La víspera, al salir de la Pitié, a
la hora en que había esperado reunirse conmigo, se había
paseado y, en los alrededores de la estación de Lyon, había
sido lo bastante dichoso como para socorrer a una muchachita
que brutalizaban dos hombres. Había tomado a la niña
bajo su protección. Podía tener diez y seis o diez
y siete años. ¿Qué hacía en plena noche
cerca de una estación? No se había preocupado por
ello. Como mostraba una gran fatiga, le había ofrecido tomar
el tren en una dirección cualquiera y así es como
se había dirigido a Fontenay-aux-Roses. Allí, los
dos habían empezado a caminar y sólo a instancias
de Jeanne se puso él a buscar un alojamiento. Podían
ser las cuatro de la mañana. Un apagador de faroles que,
por una poética coincidencia, ejercía de día
la profesión de enterrador, les había ofrecido hospitalidad.
Al día siguiente, que era el de nuestra cita, se habían
despertado tarde y apenas habían tenido tiempo de dirigirse
a Montmartre. Jacques había rogado a la muchacha que lo esperase
en una tienda con unos centavos de bombones. Al final de la tarde
me dejaba para ir a buscarla. Era una muchacha muy joven, de apariencia
ingenua; le había puesto en bandolera su tarjeta de estado
mayor. Nos acompañó a La Rata Muerta, donde Jacques
Vaché me mostró unos croquis de guerra, entre los
que destacaban varios estudios para un Lafcadio. Jeanne
le enternecía visiblemente, le había prometido llevarla
a Biarritz. Mientras tanto iba a alojarse con ella en un hotel de
los alrededores de la Bastilla. No es necesario añadir que
a la mañana siguiente se iba solo sin volver la cabeza más
que de costumbre, perfectamente despreocupado del sacrificio que
Jeanne decía haberle hecho de su vida
y de dos jornadas
de taller. Tengo motivos para creer que a cambio ella le dio la
sífilis.
Tres meses más tarde, Jacques estaba de nuevo en París.
Vino a verme, pero me dejó pronto para ir a pasearse solo,
aquella hermosa mañana, a lo largo del canal del Ourcq. Me
parece ver todavía aquel largo abrigo de viaje echado sobre
sus hombros y el aire sombrío con que hablaba de hacer fortuna
en los abarrotes. Usted me creerá desaparecido, muerto,
y un día todo llega (pronunciaba esta clase de
fórmulas con una voz cantarina) se enterará de que
un tal Jacques Vaché vive retirado en alguna Normandía.
Se dedica a la ganadería. Le presentará a su mujer,
una muchacha bien inocente, bastante bonita, que nunca habrá
sospechado el peligro en que estuvo. Sólo algunos libros
muy pocos, óigame cuidadosamente encerrados en
el piso superior, darán testimonio de que ha pasado algo.
Hasta esa ilusión debía abandonarle poco después,
la carta del 9 de mayo da fe de ello. La última etapa de
la vida de Jacques Vaché está señalada por
esa famosa carta del 14 de noviembre que todos mis amigos se saben
de memoria: Saldré de la guerra dulcemente chocho,
posiblemente a la manera de esos espléndidos idiotas de aldea
(y lo deseo)
o bien
o bien
¡qué película
actuaré! Con automóviles locos, sabe usted,
puentes que ceden y manos mayúsculas que reptan en la pantalla
hacia qué documento ¡inútil e inapreciable!
Con coloquios tan trágicos, en traje de noche, etcétera,
y este delirio, más sobrecogedor para nosotros que los de
Una temporada en el infierno: Seré también trampero,
o ladrón, o buscador, o cazador, o minero, campanero. Bar
de Arizona (whisky, gin and mixed) y bellos bosques explotables,
y, sabe usted, esos hermosos pantalones de montar con pistola ametralladora,
con viso bien rasurado, y tan bellas manos de solitario. Todo eso
terminará con un incendio, le digo, o en un salón,
amasada una fortuna.Well.
Jacques Vaché se suicidó en Nantes algún tiempo
después del armisticio. Su muerte tiene de admirable que
puede pasar por accidental. Absorbió, creo, cuarenta gramos
de opio, aunque, como se imaginará, no era un fumador inexperimentado.
En cambio, es muy posible que sus desdichados compañeros
ignorasen el uso de la droga y que haya querido al desaparecer cometer
a sus expensas una última bribonada chistosa.
No tengo la costumbre de saludar a los muertos, pero esa existencia
que me ha dado el gusto y el disgusto de trazar aquí es casi
lo único, téngase por seguro, que todavía me
ata a una vida débilmente imprevista y a menudos problemas.
Todos los casos literarios o artísticos que no tengo más
remedio que someter vienen después y aun así sólo
me retienen en la medida en que puedo evaluarlos, en significación
humana, según esa medida infinita. Por eso todo lo que puede
realizarse en el dominio intelectual me parecerá siempre
dar testimonio del peor servilismo o de la más íntegra
mala fe. Por supuesto, no me gustan más que las cosas no
cumplidas, nada me propongo tanto como abarcar demasiado. Sólo
el aferramiento, la dominación, son engaños. Y basta,
por el momento, con que una tan linda sombra dance en el borde de
la ventana por la que voy a ponerme de nuevo cada día a arrojarme.
Traducción
de Tomás Segovia
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