Quién soy? Si acaso me refiriera a una expresión hecha,
¿no daría lo mismo preguntar: a quién habito?
Debo confesar que esta última palabra me inquieta, puesto que
tiende a establecer, entre determinadas personas y yo, relaciones
más singulares, menos prescindibles, más turbadoras
de lo que pensaba. Dice mucho más de lo que pretende decir;
me obliga a vivir en vida un papel de fantasma; e indudablemente remite
a lo que tuve que dejar de ser para ser quien soy. En este sentido
que apenas extrapolo, me da a entender que lo que admito como las
manifestaciones objetivas de mi existencia manifestaciones más
o menos deliberadas no es sino lo que sucede en una actividad
cuyo verdadero campo me es cabalmente desconocido dentro de los límites
de esta vida. La representación que me hago del fantasma,
con toda su carga convencional, tanto en su aspecto como en su ciega
sumisión a ciertas contingencias temporales y espaciales, se
cifra ante todo en una imagen acabada de un tormento que puede ser
eterno. Es posible que mi vida no sea sino una imagen de esta naturaleza
y que yo esté condenado a volver sobre mis pasos cuando creo
estar explorando, a tratar de conocer lo que debería reconocer
sin trabajo, a aprender una reducida parte de lo que he olvidado.
Esta manera de verme a mí mismo, se antoja falseada por el
hecho de que me presupone a mí mismo, de que con arbitrariedad
antepone una figura acabada de mi pensamiento que nada tiene que negociar
con el tiempo; asimismo implica una idea de pérdida irremediable,
de penitencia o caída, cuya falta de fundamento moral, a mi
juicio, no está a discusión. Lo importante es que las
particulares aptitudes que poco a poco voy descubriéndome en
esta tierra, en nada me distraen de la búsqueda de una aptitud
general que me fuera propia y no me es dada. Más allá
de los más diversos gustos que me conozco, de las afinidades
que siento, de las atracciones que padezco, de los acontecimientos
que me suceden a mí y solamente a mí, más allá
de una cantidad de movimientos que me veo a mí mismo cumplir,
de emociones que no comparto con nadie más, intento saber en
qué consiste o dónde reside mi diferencia con respecto
a los demás hombres. ¿Acaso no es en la medida en que
tome una exacta conciencia de esta diferencia como se me revelará
lo que vine a hacer en este mundo y de qué único mensaje
soy portador, aunque se me vaya la vida en descifrarlo?
Me gustaría que la crítica renunciase a sus más
preciadas prerrogativas y se fundase en las reflexiones anteriores
para proponerse una meta menos vana que la simple exposición
de la mecánica de las ideas. Me gustaría que la crítica
así se limitase a sabias incursiones en el dominio que más
considera prohibido y que es, fuera de la obra, el campo donde la
persona del autor se expresa con cabal independencia, a veces con
gran singularidad, a través de los pequeños hechos de
la vida cotidiana. Recuerdo esta anécdota: hacia el final de
su vida, Victor Hugo rehace con Juliette Drouet el mismo paseo por
la milésima vez; sólo suele romper su silenciosa meditación
cuando el coche pasa frente a una propiedad, a la cual se accede por
dos puertas: una grande y una pequeña, para enseñarle
a Juliette la grande: Una entrada caballeresca, señora,
mientras ella, señalando la pequeña, le contesta: Una
entrada pedestre, señor; luego, un poco más adelante,
frente a dos árboles cuyas ramas se entrelazan, él solía
decir: Filemon y Baucis, a sabiendas de que Juliette no
contestaría nada. Se nos asegura que la singular ceremonia
se repitió cotidianamente durante años. Hasta el más
acucioso estudio de la obra de Hugo, ¿nos daría una
mejor idea de su inteligencia y su manera de ser? Las dos puertas
son como el espejo de su fuerza y su debilidad, sin que sepamos bien
a bien cuál corresponde a la pequeña y cuál a
la grande. ¿Y de qué nos serviría todo el genio
del mundo si no tolerase a un lado suyo la adorable corrección
del amor, que cabe toda en la respuesta de Juliette? El más
sutil, el más entusiasta comentador de la obra de Hugo nunca
lograría trasmitirme este sublime sentido de la proporción.
¡Cuánto me gustaría poseer de cada hombre a quien
admiro un documento privado del valor de esta anécdota! En
su defecto, me conformaría con documentos de menor valor y
poco susceptibles de bastarse a sí mismos desde el punto de
vista afectivo. Así, aunque no sea yo devoto de Flaubert, cuando
me aseguran que con Salammbô quiso sugerir el color amarillo,
con Madame Bovary hacer algo que fuese el color de la podredumbre
en los rincones donde viven las cucarachas, y que todo lo demás
le importaba un bledo, estas preocupaciones totalmente extraliterarias
me predisponen a su favor. La magnífica luz de los cuadros
de Courbet es para mí la misma que la de la plaza Vendôme,
a la hora en que cayó la columna. En nuestros días,
si un hombre como Chirico accediese a confesar íntegra y claramente,
y, por supuesto, sin arte, entrando en los más ínfimos
pero también los más inquietantes detalles, qué
fue lo que lo hizo actuar ¡cuánto progresaría
la exégesis! Sin él o, mejor dicho, a pesar de él,
con el único recurso de sus cuadros de entonces y un cuaderno
manuscrito que tengo en mi poder, sólo se alcanzaría
una imperfecta reconstrucción del universo que fue el suyo
hasta 1917. Es una lástima muy grande no poder colmar esta
laguna, no poder aprehender todo lo que, en semejante universo, va
en contra del orden previsto, establece otra escala de las cosas.
En esa época Chirico admitió que sólo podía
pintar sorprendido (empezando por él mismo) por ciertas disposiciones
de los objetos y que todo el enigma de la revelación para él
cabía en una palabra: sorprendido. Es cierto que la obra resultante
seguía estrechamente ligada con lo que le había
dado nacimiento, pero sólo se le parecía de la
manera extraña en que dos hermanos se parecen o, mejor dicho,
en los sueños, una persona real y la imagen soñada de
esta persona. A un tiempo es y no es la misma persona; una leve y
misteriosa transfiguración se observa en los rasgos.
Además de estas disposiciones de objetos que ofrecían
para él una peculiar flagrancia, habría que fijar una
atención crítica en los objetos mismos y buscar por
qué, siendo tan pocos, fueron llamados a ordenarse de esta
manera. Nada se habrá dicho acerca de Chirico mientras no se
haya reseñado sus visiones más subjetivas de la alcachofa,
el guante, la galleta o el carrete. ¡Lástima que no se
pueda contar con su colaboración para semejante empresa!1
En lo que me toca, antes que ciertas disposiciones de cosas, me resultan
más importantes las de un espíritu hacia determinadas
cosas, puesto que los dos tipos de disposiciones rigen por sí
solos todas las formas de la sensibilidad. Así me sucede con
Huysmans, el Huysmans de En rade y Là-bas, con quien comparto
maneras de apreciar todo lo que se ofrece y, entre todo, de escoger
algo con la parcialidad del desamparo. Aunque me pese sólo
haberlo conocido a través de su obra, quizá sea, entre
todos mis amigos, el que me resulte menos extraño. ¿Acaso
no fue quien más exacerbó la discriminación necesaria,
vital, entre el anillo, de tan frágil apariencia pero de inmenso
recurso, y el aparato vertiginoso de las fuerzas que se conjugan para
lanzarnos al precipicio? Me hizo sentir el hastío vibrante
que le causaron casi todos los espectáculos; antes de él,
nadie había logrado mostrarme el gran despertar de lo maquinal
en el terreno devastado de las posibilidades conscientes y, más
aún, convencerme humanamente de su absoluta fatalidad, así
como de lo inútil de buscarse escapatorias. ¡Cuánto
le agradezco que me informe, sin preocuparse por el efecto producido,
de todo lo que le atañe y le preocupa fuera de su desamparo,
a sus horas de mayor desamparo; a diferencia de otros poetas, que
no cante absurdamente este desamparo, sino enumere con
paciencia, en la sombra, las más tenues y muy involuntarias
razones que todavía encuentra para ser, sin saber muy bien
para quién, el que habla! Él mismo es el objeto de una
de estas solicitaciones perpetuas que parecen llegar de fuera y nos
inmovilizan unos instantes ante uno de estos arreglos fortuitos, de
carácter más o menos novedoso, cuyo secreto parecería
residir en nosotros si fuéramos capaces de interrogarnos. Huelga
decir que lo distingo de todos los empíricos de la novela que
pretenden poner en escena a personajes distintos de ellos mismos y
los plantan, física y moralmente, a su semejanza, en función
de necesidades cuya causa es preferible ignorar. De un personaje real,
en quien creen entrever algo, hacen dos personajes de su historia;
de dos, sin más molestia, hacen uno. ¡Y de qué
sirve discutir! Alguien sugería a un autor conocido mío,
a propósito de una obra a punto de publicarse y cuya heroína
corría el riesgo de ser identificada, que al menos le cambiara
el color del pelo. Al pasar a ser rubia, se argumentaba, podría
no traicionar a una mujer morena. Pues no solamente esto me parece
infantil, sino también escandaloso. Persisto en reclamar nombres,
en sólo interesarme en libros abiertos como puertas y cuyas
claves no han de buscarse. Por fortuna, los días de la literatura
psicológica con fabulación novelesca están contados.
Estoy seguro de que el golpe fatal le ha sido asestado por Huysmans.
En lo que me concierne, seguiré habitando mi casa de cristal,
donde a cada instante puede verse quién me visita, donde todo
lo que cuelga de los techos y en las paredes está allí
por encantamiento, donde, de noche, descanso en una cama de cristal
con sábanas de cristal, donde quién soy tarde o temprano
me aparecerá como grabado con el diamante. Es verdad que nada
me subyuga tanto como la desaparición total de Lautréamont
detrás de su obra y siempre tengo en mente su inexorable: Tics,
tics y tics. Pero se me figura que hay algo sobrenatural en
las circunstancias de tan cabal desvanecimiento humano. Sería
vano pretender lograrlo y tengo la convicción de que esta ambición,
en quienes se escudan tras ella, no atestigua sino algo poco honorable.
Al margen del relato que voy a emprender, sólo pretendo consignar
los episodios más decisivos de mi vida tal y como puedo concebirla
fuera de su dimensión orgánica, o sea en la medida misma
en que se entregó a las casualidades, desde la más nimia
hasta la más grande, cuando al rebelarme contra la idea común
que me hago de ella, me introduce en un mundo como prohibido, que
es el de las súbitas analogías, de las pasmosas coincidencias,
de los reflejos que prevalecen sobre cualquier otro resorte mental,
de los acuerdos sacados tan implacablemente como en un piano, de los
relámpagos que darían a ver, a ver verdaderamente, si
no fuesen más veloces que los otros. Sin duda se trata de hechos
de un valor intrínseco, poco controlable, pero que, por su
carácter absolutamente inesperado, violentamente incidental,
y el tipo de asociaciones sospechosas que despiertan, implican una
manera de saltar colgado de un hilo volandero hasta la telaraña,
es decir, de llevar a la cosa más deslumbrante y divertida
si la araña no estuviera en una esquina o en la cercanía.
Aunque remitiesen al orden de la constatación pura, estos hechos
cada vez revisten las apariencias de una señal, cuya naturaleza
me es imposible precisar y, en la más honda soledad, me descubren
inverosímiles complicidades que siempre me convencen de mi
ilusión cuando creo estar solo en el timón del barco.
Habría que jerarquizar estos hechos, desde el más sencillo
hasta el más complejo, desde el movimiento peculiar, indefinible,
que en nosotros provoca la visión de objetos extraños
o la llegada a tal o cual sitio, a la par de la sensación muy
nítida de que algo grave, esencial, nos ocasionarán,
hasta la completa ausencia de paz que nos producen ciertos encadenamientos,
determinados concursos de circunstancias que mucho rebasan nuestro
entendimiento y sólo admiten un regreso a una actividad razonada
si, en la mayoría de los casos, apelamos al instinto de conservación.
Podría establecerse un sinnúmero de intermediarios entre
los hechos-puente y los hechos-precipicio. De estos hechos, frente
a los cuales me limito a ser un testigo azorado, a los otros hechos,
cuya naturaleza presumo discernir y, en cierta medida, cuyo desenlace
presumo adivinar, quizá exista la misma distancia que separa
una de estas afirmaciones o un conjunto de afirmaciones que constituye
la frase o el texto automático, de la afirmación
o el conjunto de afirmaciones que, para el mismo observador, constituye
la frase o el texto cuyos términos fueron cuidadosamente pensados
y sopesados. En el primer caso, la responsabilidad no se antoja comprometida
como en el segundo. En cambio, el observador está infinitamente
más sorprendido, más fascinado, por lo que sucede allá
que por lo que sucede aquí. También se siente más
orgulloso y, cosa que no deja de ser singular, se siente más
libre. Así sucede con las sensaciones electivas antes mencionadas,
cuya parte de incomunicabilidad es una fuente de inigualable placer.
Que no se espere de mí el recuento exhaustivo de lo que me
fue dado vivir en este dominio. Me limitaré aquí a recordar
sin esfuerzo lo que, fuera de toda iniciativa mía, a veces
me sucedió y, por vías insospechadas, me dio la medida
de la gracia y la desgracia particulares de las que soy objeto. Hablaré
sin orden preestablecido y según el capricho de la hora que
deja emerger lo que emerge.
Tomaré como punto de partida el Hotel des Grands Hommes, en
la plaza del Panthéon, donde vivía hacia 1918, y como
etapa el Manoir dAngo en Varengille-sur-Mer, donde ahora, agosto
de 1927, me encuentro, decididamente el mismo de siempre, y donde
me ofrecieron refugiarme cuando quisiese no estar molestado, en una
cabaña artificialmente oculta por malezas, a orillas de un
bosque, y donde, además de mis ocupaciones personales, pudiese
cazar aves de presa con un pájaro duque. (¿Las cosas
hubieran podido ser de otro modo después de que me decidiera
a escribir Nadja?) Poco importa si, aquí y allá, un
error o una mínima omisión, incluso alguna confusión
o un olvido sincero, arrojan una sombra sobre lo que cuento, sobre
lo que, en su conjunto, no podría ser objeto de duda. En fin,
me gustaría que no se redujese tales accidentes del pensamiento
a una injusta proporción de hechos triviales. Por ejemplo,
si digo que la estatua de Etienne Dolet en la plaza Maubert, siempre
me atrajo y me causó un insoportable malestar a un mismo tiempo,
que no se deduzca en el acto que soy un candidato para el psicoanálisis,
un método que estimo, cuyo fin sería expulsar al hombre
de sí mismo, y del cual espero otras proezas que las de un
fiscal. Por lo demás, estoy convencido de que es incapaz de
desentrañar semejantes fenómenos, de la misma manera
que, pese a sus grandes méritos, tampoco es capaz de agotar
el problema de los sueños o de explicar los actos fallidos
sin acarrear otros actos fallidos. Así llego ahora a mi propia
experiencia, a lo que es, para mí y sobre mí mismo,
un tema apenas intermitente de meditaciones y ensueños.
El día del estreno de Couleur du temps de Apollinaire, en el
Conservatorio Renée Maubel, mientras en el intermedio estoy
conversando con Picasso, un joven se me acerca, balbucea unas palabras,
acaba por darme a entender que me ha confundido con un amigo suyo,
muerto en la guerra. Por supuesto, las cosas no van más allá.
Poco después, por la mediación de Jean Paulhan, entro
en contacto epistolar con Paul Éluard, sin que ninguno de los
dos tenga la menor idea física del otro. A raíz de un
permiso, viene a visitarme: era el mismo que se me había acercado
en la función de Couleur du temps.
Las palabras BOIS-CHARBONS (Madera-Carbón) que se despliegan
en la última página de Campos magnéticos me valieron,
un domingo en que paseaba con Soupault, poder ejercer un extraño
talento de prospección con respecto a todos los expendios así
llamados. Durante todo el día, en cualquier calle que tomásemos,
se me figuraba que podía decir a qué altura, sobre la
derecha o la izquierda, estos expendios aparecerían. Y siempre
atinaba. Estaba informado, guiado, no por la imagen alucinatoria de
dichas palabras, sino más bien por la de los leños cortados,
pintados someramente sobre las fachadas, a ambos lados de la entrada,
en un color uniforme con un centro más oscuro. De vuelta a
casa, la imagen siguió acechándome. Una melodía
de carrusel, que llegaba del cruce Médicis, me pareció
ser una vez más el leño. Desde mi ventana, también
lo percibí en el cráneo de Jean-Jacques Rousseau, cuya
estatua veía de espaldas, dos o tres pisos abajo. Retrocedí
precipitadamente, presa del miedo.
Todavía en la plaza del Panthéon, una noche, tarde.
Tocan a mi puerta. Entra una mujer cuya edad aproximada y cuyos rasgos
hoy se me escapan. Va vestida de luto, creo. Busca un número
de la revista Littérature, que alguien le pidió llevara
de regreso a Nantes, al día siguiente. El número no
ha salido aún, pero me cuesta convencerla de ello. Pronto resulta
que el objeto de su visita es recomendarme a la persona
que la manda y está por llegar a instalarse en París.
(Se me grabó la expresión: alguien que quisiera
lanzarse en la literatura, la cual, después de saber
a quién aludía, no pudo dejar de sonarme extraña
y conmovedora). ¿A quién me encargaban tan quiméricamente
acoger, aconsejar? Unos días después llegaba Benjamin
Péret.
Nantes: quizá sea, junto con París, la única
ciudad de Francia donde tengo la impresión de que algo valioso
puede sucederme, donde algunas miradas brillan con un exceso de llamas
(lo observé una vez más el año pasado, mientras
cruzaba la ciudad en automóvil y vi a una mujer, una obrera
creo, acompañada por un hombre, en el momento en que levantaba
los ojos: merecían un alto), donde para mí la cadencia
de la vida es distinta, donde un espíritu de aventura que va
más allá de todas las aventuras aún habita algunos
seres; Nantes, desde donde aún pueden llegarme amigos, Nantes
donde amé un parque: el parque de Procé.
Ahora vuelvo a ver a Robert Desnos en la época de los sueños,
así bautizada por todos los que la vivimos. Duerme,
pero escribe, habla. Es de noche, en el estudio de mi casa, arriba
del cabaret del Cielo. Afuera, gritan: ¡Pasen, pasen al
Gato Negro! Y Desnos sigue viendo lo que yo no veo, lo que sólo
veo a medida que él me lo va enseñando. Para eso, a
menudo toma prestada la personalidad del ser vivo más extraño,
más inasible, más inesperado: el autor de Cimetière
des Uniformes et Livrées, Marcel Duchamp, con quien nunca se
ha encontrado en la realidad. Lo que se consideraba lo más
inimitable de Duchamp y se manifestaba en unos misteriosos juegos
de palabras (Rrose Sélavy), vuelve a encontrarse en Desnos
con cabal pureza y, de repente, extraordinaria amplitud. Quien no
haya visto su lápiz trazar en el papel, sin la menor vacilación
y con prodigiosa velocidad, asombrosas ecuaciones poéticas,
y ante la imposibilidad de asegurarse como yo de que no podían
haber sido preparadas con antelación, aún si uno es
capaz de apreciar su perfección técnica y su maravilloso
aleteo, no puede hacerse una idea de todo lo que se desencadenaba
entonces, del valor de oráculo absoluto que eso conllevaba.
Sería preciso que uno de los que asistieron a las numerosas
sesiones se tomase el trabajo de describirlas con precisión,
de situarlas en su verdadera atmósfera. Pero aún no
ha llegado la hora de evocarlas sin pasión. Entre todas las
citas que, a ojos cerrados, Desnos me dio para más adelante,
con él, con alguien más o conmigo mismo, no hay una
a la que faltaré, ni una sola, en el lugar y a la hora más
inverosímiles, porque estoy cierto de que encontraré
lo que él me dijo.
Mientras tanto, de seguro me encontrarán en París; no
pasarán más de dos días sin que me vean ir y
venir, hacia el final de la tarde, por el bulevar Bonne Nouvelle,
entre la imprenta de Le Matin y el bulevar de Estrasburgo. En efecto,
sin que sepa bien a bien por qué, allí me llevan mis
pasos, allí voy a dar casi siempre sin propósito predeterminado,
sin otro motivo que el dato oscuro según el cual allí
sucederá aquello (¿?). En el breve recorrido, no veo
qué podría constituir un polo de imantación,
incluso a mis espaldas, ni en el espacio ni en el tiempo. No: ni siquiera
la muy hermosa y muy inútil Puerta Saint-Denis. Ni siquiera
el recuerdo del octavo y último episodio de una película
que vi, muy cerca de allí, en la cual un chino que había
encontrado el medio de multiplicarse a sí mismo, invadía
Nueva York solo, con unos cuantos millones de ejemplares de sí
mismo. Entraba seguido por él mismo en la oficina del presidente
Wilson que se quitaba los anteojos. Esta película, seguramente
la que más me impresionó, se llamaba: El abrazo del
pulpo.
Con el sistema que consiste en nunca consultar el programa antes de
meterme a una sala de cine lo cual, de todas maneras, no me
serviría de gran cosa dado que nunca he podido recordar los
nombres de más de cinco o seis actores, por supuesto
corro el riesgo de que me vaya peor que a cualquiera. Sin embargo,
debo confesar aquí mi predilección por las películas
francesas más radicalmente idiotas. Por lo demás, entiendo
bastante mal, sigo con demasiada distracción. A veces esto
acaba por fastidiarme y entonces interrogo a mis vecinos. Lo cierto
es que algunas salas de cine del décimo distrito se me antojan
lugares particularmente indicados para instalarme, como en los tiempos
en que, junto con Jacques Vaché, nos sentábamos en la
platea de las antiguas Folies Dramatiques para cenar;
abríamos latas, cortábamos pan, descorchábamos
botellas y hablábamos en voz alta como en una mesa, para el
gran estupor de los espectadores que no se atrevían a decir
nada.
El Théâtre Moderne, situado al fondo del
pasaje de la Ópera, hoy destruido, cuyas obras representadas
carecían de la menor importancia, correspondía inmejorablemente
a mi ideal en este sentido. La actuación irrisoria de los artistas,
a quienes poco les preocupaban sus papeles o su trato con los demás
comediantes porque estaban demasiado ocupados en trabar relaciones
con el público compuesto apenas por unas quince personas, siempre
me dio la sensación de una tela de fondo. Pero, ¡qué
pesará la imagen más furtiva y más alerta de
mí mismo, esta imagen de la que hablo frente a la acogida de
esta sala con grandes espejos desgastados, decorados en la parte inferior
con cisnes grises deslizándose entre juncos amarillos, con
sus palcos enjaulados, privados por completo de aire, de luz, sumamente
inquietantes, de esta sala donde, mientras se desarrollaba el espectáculo,
ratas rozaban los pies y se daba a escoger entre una butaca desfondada
y una butaca reclinable! Y del primer al segundo acto, porque esperar
el tercero era una complacencia, ¿cómo volver a ver
con estos ojos el bar del primer piso, muy oscuro también,
con sus impenetrables enredaderas, sí verdaderamente un
salón en el fondo de un lago? Gracias a múltiples
visitas, pese a tantos horrores y otros peores imaginados, logré
memorizar un refrán perfectamente puro. Lo cantaba una mujer,
excepcionalmente hermosa:
La
casa de mi corazón está lista
Y sólo se abre al porvenir.
Puesto que no lamento nada,
Bello esposo mío, puedes llegar2
Siempre
deseé increíblemente encontrar, de noche, en un bosque,
a una mujer hermosa y desnuda o, mejor dicho, ya que este deseo
no significa nada una vez que ha sido expresado, lamento increíblemente
no haberla encontrado nunca. Suponer semejante encuentro no es,
después de todo, tan delirante: podría ser. Se me
antoja que todo se hubiese detenido en el acto, ¡ay!, y no
estaría escribiendo lo que escribo. Adoro esta situación
que es, entre todas, probablemente la que más me hubiese
privado de prestancia de espíritu. Ni siquiera se me hubiera
ocurrido huir. (Los que se ríen de esta última frase
son unos cerdos.) El año pasado, al caer la tarde, en las
galerías laterales del Électric-Palace,
una mujer desnuda que sólo parecía haberse quitado
el abrigo, iba y venía entre las filas, muy blanca. El hecho
era en sí perturbador, pero, desgraciadamente, estaba lejos
de ser extraordinario, puesto que ese rincón del Électric
era un lugar de depravación carente de interés.
Pero, para mí, descender verdaderamente hacia los bajos fondos
del espíritu, allí donde ya no se trata de que la
noche caiga y se levante (¿será, pues, de día?),
significa regresar a la calle Fontaine, al Théâtre
des Deux Masques, donde ahora hay un cabaret. Sobreponiéndome
a mi escaso gusto por el escenario, una vez fui, atraído
por el hecho de que la obra no podía ser mala a juzgar por
el encarnizamiento de la crítica que había llegado
al punto de pedir su prohibición. Entre las peores del género
Grand Guignol, que constituían el repertorio de esta sala,
se la consideraba como sumamente desplazada: es verdad que se trata
de una mediocre recomendación. No tardaré más
en confesar la desaforada admiración que sentí por
Les Détraquées (Las locas) que sigue y seguirá
siendo por mucho tiempo la única obra dramática (quiero
decir: escrita únicamente para el escenario) de la que quiera
acordarme. Insisto, y esto no es uno de sus aspectos más
extraños: la obra pierde casi todo en no ser vista, al menos,
cada intervención de un personaje debería ser mimada.
Además de estas reservas, exponer su tema me parece igualmente
vano.
La acción se sitúa en un pensionado para muchachas:
el telón se levanta descubriendo la oficina de la directora.
La persona, rubia, de unos cuarenta años, de imponente porte,
está sola y manifiesta una gran agitación. Es la víspera
de las vacaciones y espera con ansias la llegada de alguien: Y
Solange que ya debería estar aquí.
Camina
febrilmente por el cuarto, tocando los muebles, removiendo papeles.
De cuando en cuando se acerca a la ventana que da al jardín,
donde acaba de empezar el recreo. Se oyó la campana y, de
tanto en tanto, los gritos alegres de las muchachas, que enseguida
se apagan en el lejano rumor. Un jardinero azorado, que mueve la
cabeza y se expresa de una manera intolerable, tardo de entendimiento
y con defectos de pronunciación, el jardinero de la escuela,
ahora está cerca de la puerta, balbuceando vagas palabras
y sin dar la menor muestra de querer retirarse. Regresa de la estación,
en donde no encontró a la señorita Solange a la bajada
del tren: La-se-ño-ri-ta-So-lan-ge.
Arrastra
las sílabas como pantuflas. La impaciencia se contagia. Mientras
tanto, entra a la oficina una anciana que acaba de presentar su
tarjeta. Ha recibido una carta bastante confusa de su nieta, en
la que ésta le suplica venga por ella lo antes posible. Se
deja tranquilizar fácilmente: en esta época del año,
las muchachas siempre están un poco nerviosas. Por lo demás,
basta llamar a la niña para preguntarle de quién o
de qué se queja. Hela aquí. Le da un beso a su abuela.
Pronto se advierte que sus ojos no pueden desprenderse de los ojos
de quien la interroga. Se limita a contestar con unos ademanes de
negación. ¿Por qué no se espera la ceremonia
de fin de año, que debe tener lugar en unos días?
Se siente que no se atreve a hablar. Acepta quedarse. La niña
se retira, sumisa. Se dirige hacia la puerta. Ya en el umbral, se
antoja presa de una gran lucha interior. Sale corriendo. Al tiempo
que da las gracias, la abuela se retira. De nuevo, la directora
sola. La espera absurda, terrible, durante la cual no se sabe qué
objeto cambiar de lugar, qué gesto repetir, qué hacer
para facilitar la llegada de lo que se espera
Por fin, el
ruido de un coche
El rostro que se observaba, se ilumina.
Ante la eternidad. Una mujer adorable entra sin tocar. Es ella.
Rechaza levemente los brazos que pretenden estrecharla. Morena,
castaña, qué sé yo. Joven. Unos ojos espléndidos,
donde hay algo de languidez, desesperanza, fineza, crueldad. Delgada,
sobria en su arreglo, con un vestido de color oscuro y medias de
seda negra. Y un dejo de desclasamiento que tanto nos
gusta. No se dice a lo que viene, ella se disculpa por el retraso.
Su gran frialdad aparente contrasta inmejorablemente con el recibimiento
que le hacen. Habla con una indiferencia que se antoja afectada
de lo sucedido en su vida, tan poca cosa, desde su última
visita, el año anterior, a la misma época. Ninguna
precisión sobre la escuela donde enseña. Pero (aquí
la conversación toma un sesgo infinitamente más intimo)
ahora se trata de las buenas relaciones que Solange logró
trabar con unas alumnas más encantadoras que otras, más
bonitas, mejor dotadas. Se pone pensativa. Las palabras se oyen
muy cerca de sus labios. De repente, se interrumpe, apenas se advierte
cuando abre su bolso, luego descubre un muslo maravilloso hasta
un poco más arriba de la media oscura
¡Pero
antes no te inyectabas! No, pero ahora, qué más
da. La respuesta se da en un tono de hastío estremecedor.
Como reanimada, Solange a su vez pregunta: Y a ti
¿Cómo
te fue? Cuéntame. Aquí también hubo nuevas
alumnas muy amables. Sobre todo una. Tan dulce. Querida, mira.
Las dos mujeres se asoman largo rato a la ventana. Silencio. UNA
PELOTA CAE EN LA OFICINA. Silencio. ¡Es ella! Va a subir.
¿Estás segura? Las dos están de
pie, recargadas contra la pared. Solange cierra los ojos, se relaja,
suspira, se queda inmóvil. Tocan. La misma niña de
hace rato entra sin decir una sola palabra, se dirige lentamente
hacia la pelota, con los ojos puestos en los de la directora; camina
de puntillas. Telón. En el siguiente acto, es de noche en
la antesala de un cuarto. Han transcurrido algunas horas. Un médico
con su maletín. Una niña ha desaparecido. ¡Ojalá
no le haya sucedido nada malo! Todo el mundo se agita, la casa y
el jardín han sido minuciosamente inspeccionados. La directora,
más tranquila que antes. Una niña muy dulce,
quizá un poco triste. ¡Dios mío y pensar que
su abuela estaba aquí hace unas horas! Acabo de mandar por
ella. El médico desconfiado: por dos años consecutivos,
un accidente en la víspera de las vacaciones. El año
pasado, se descubrió un cadáver en el pozo. Este año
El jardinero vaticina y balbucea. Fue a ver al pozo. Raro;
lo que se dice raro. En vano el médico interroga al
jardinero: Raro. Revisó todo el jardín
con una linterna. Asimismo es imposible que la niña haya
salido del recinto. Las puertas, bien cerradas. Las bardas. Y nada
en toda la casa. La bestia prosigue su mísero soliloquio,
repitiendo las mismas cosas de una manera más o menos inteligible.
El médico casi no lo oye. Raro. El año anterior.
Yo no vi nada. Mañana tendré que cambiar una vela
¿Dónde puede estar la pequeña? Señor
doctor. Sta bien señor doctor. No deja de ser raro
Y precisamente, ya-sta-la-se-ñi-to-So-lan-ge que-lle-gó-a-yer
y que
¿Qué dices? La señorita Solange,
¿está aquí? ¿Estás seguro? (¡Ah!
¡Pero esto está cada vez más parecido al año
pasado!) Déjame las cosas a mí. Emboscada del
médico detrás de un pilar. Aún no amanece.
Solange cruza el escenario. No parece participar de la conmoción
general, camina como autómata. Un poco más tarde.
Todas las investigaciones resultaron infructuosas. De nuevo, la
oficina de la directora. La abuela de la niña acaba de desmayarse
en la recepción. Rápido hay que ir a atenderla. Definitivamente,
las dos mujeres parecen tener la conciencia tranquila. Un ojo al
médico. Al comisario. A los sirvientes. A Solange. A la directora
que, buscando un poco de alcohol, se dirige hacia el botiquín,
lo abre
El cuerpo ensangrentado de la niña aparece
con la cabeza hacia abajo y cae al suelo. El grito, el inolvidable
grito. (Antes de la función, se había juzgado pertinente
advertir al público que la artista que interpretaba el papel
de la niña tenía diecisiete años cumplidos.
Lo esencial es que aparentaba once.) No sé si el grito que
menciono realmente ponía punto final a la obra, pero confío
en que sus autores (el actor cómico Palau en colaboración
con, creo, un cirujano apellidado Thiéry, pero también,
sin duda, con algún demonio)3 se resistieron a oscurecer
aún más a Solange, un personaje demasiado tentador
para ser verdadero, y a infligirle un semblante de castigo que,
por lo demás, ella niega con todo su esplendor. Sólo
añadiré que el papel estaba a cargo de la más
admirable y, sin duda, la única actriz de su tiempo, a quien
vi actuar, en el mismo teatro, en varias otras obras donde aparecía
igualmente bella, pero de quien, tal vez para vergüenza mía,4
no tuve más noticias: Blanche Derval.
Traducción
de Fabienne Bradu
3.
La verdadera identidad de los autores se conoció hasta treinta
años después. En 1956, la revista Le Surréalime,
même logró publicar el texto íntegro de Les
Détraquées con un postfacio de P. L. Palau, donde
éste esclarecía el génesis de la obra. La
idea inicial me fue inspirada por incidentes turbios que habían
tenido lugar en una pensión para señoritas en las
afueras de París. Pero, puesto que destinaba la obra al teatro
Les Deux Masques que se inscribía en el género Grand
Guignol, exacerbé su dramatismo al tiempo que respeté
la absoluta verdad científica: su carácter escabroso
me obligaba a hacerlo. Se trataba de un caso de locura circular
y cíclica pero, para desarrollarlo, necesitaba informaciones
que no poseía. Así, el profesor y cirujano Paul Thiéry
me puso en contacto con el eminente Joseph Babinski quien me dio
algunas indicaciones que me permitieron tratar debidamente la parte
científica del drama. Mi sorpresa fue grande cuando
me enteré de que el doctor Babinski había tenido su
parte en la elaboración de Les Détraquées.
Recuerdo muy bien al ilustre neurólogo puesto que fui su
alumno, en calidad de interno provisional, en el servicio
de la Pitié. Sigue honrándome la simpatía que
me manifestó y que, sin duda, lo llevó a augurarme
¡un gran porvenir médico! y, a mi manera, creo
haber sacado provecho de sus enseñanzas, a las que rindo
homenaje al final del primer Manifiesto del surrealismo. (Nota del
autor, 1962).
4. ¿Qué quise decir? ¿Hubiera tenido que buscarla,
intentar a toda costa descubrir a la mujer real que encubría?
Para eso, me hubiera sido preciso sobrepasar cierta desconfianza
hacia las actrices, originada en el recuerdo de Vigny, de Nerval.
Me acuso de haber fallado a la atracción pasional
(Nota del Autor, 1962).
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