Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Nadja
André Breton

Quién soy? Si acaso me refiriera a una expresión hecha, ¿no daría lo mismo preguntar: a quién “habito”? Debo confesar que esta última palabra me inquieta, puesto que tiende a establecer, entre determinadas personas y yo, relaciones más singulares, menos prescindibles, más turbadoras de lo que pensaba. Dice mucho más de lo que pretende decir; me obliga a vivir en vida un papel de fantasma; e indudablemente remite a lo que tuve que dejar de ser para ser quien soy. En este sentido que apenas extrapolo, me da a entender que lo que admito como las manifestaciones objetivas de mi existencia —manifestaciones más o menos deliberadas— no es sino lo que sucede en una actividad cuyo verdadero campo me es cabalmente desconocido dentro de los límites de esta vida. La representación que me hago del “fantasma”, con toda su carga convencional, tanto en su aspecto como en su ciega sumisión a ciertas contingencias temporales y espaciales, se cifra ante todo en una imagen acabada de un tormento que puede ser eterno. Es posible que mi vida no sea sino una imagen de esta naturaleza y que yo esté condenado a volver sobre mis pasos cuando creo estar explorando, a tratar de conocer lo que debería reconocer sin trabajo, a aprender una reducida parte de lo que he olvidado. Esta manera de verme a mí mismo, se antoja falseada por el hecho de que me presupone a mí mismo, de que con arbitrariedad antepone una figura acabada de mi pensamiento que nada tiene que negociar con el tiempo; asimismo implica una idea de pérdida irremediable, de penitencia o caída, cuya falta de fundamento moral, a mi juicio, no está a discusión. Lo importante es que las particulares aptitudes que poco a poco voy descubriéndome en esta tierra, en nada me distraen de la búsqueda de una aptitud general que me fuera propia y no me es dada. Más allá de los más diversos gustos que me conozco, de las afinidades que siento, de las atracciones que padezco, de los acontecimientos que me suceden a mí y solamente a mí, más allá de una cantidad de movimientos que me veo a mí mismo cumplir, de emociones que no comparto con nadie más, intento saber en qué consiste o dónde reside mi diferencia con respecto a los demás hombres. ¿Acaso no es en la medida en que tome una exacta conciencia de esta diferencia como se me revelará lo que vine a hacer en este mundo y de qué único mensaje soy portador, aunque se me vaya la vida en descifrarlo?
Me gustaría que la crítica renunciase a sus más preciadas prerrogativas y se fundase en las reflexiones anteriores para proponerse una meta menos vana que la simple exposición de la mecánica de las ideas. Me gustaría que la crítica así se limitase a sabias incursiones en el dominio que más considera prohibido y que es, fuera de la obra, el campo donde la persona del autor se expresa con cabal independencia, a veces con gran singularidad, a través de los pequeños hechos de la vida cotidiana. Recuerdo esta anécdota: hacia el final de su vida, Victor Hugo rehace con Juliette Drouet el mismo paseo por la milésima vez; sólo suele romper su silenciosa meditación cuando el coche pasa frente a una propiedad, a la cual se accede por dos puertas: una grande y una pequeña, para enseñarle a Juliette la grande: “Una entrada caballeresca, señora”, mientras ella, señalando la pequeña, le contesta: “Una entrada pedestre, señor”; luego, un poco más adelante, frente a dos árboles cuyas ramas se entrelazan, él solía decir: “Filemon y Baucis”, a sabiendas de que Juliette no contestaría nada. Se nos asegura que la singular ceremonia se repitió cotidianamente durante años. Hasta el más acucioso estudio de la obra de Hugo, ¿nos daría una mejor idea de su inteligencia y su manera de ser? Las dos puertas son como el espejo de su fuerza y su debilidad, sin que sepamos bien a bien cuál corresponde a la pequeña y cuál a la grande. ¿Y de qué nos serviría todo el genio del mundo si no tolerase a un lado suyo la adorable corrección del amor, que cabe toda en la respuesta de Juliette? El más sutil, el más entusiasta comentador de la obra de Hugo nunca lograría trasmitirme este sublime sentido de la proporción. ¡Cuánto me gustaría poseer de cada hombre a quien admiro un documento privado del valor de esta anécdota! En su defecto, me conformaría con documentos de menor valor y poco susceptibles de bastarse a sí mismos desde el punto de vista afectivo. Así, aunque no sea yo devoto de Flaubert, cuando me aseguran que con Salammbô quiso “sugerir el color amarillo”, con Madame Bovary “hacer algo que fuese el color de la podredumbre en los rincones donde viven las cucarachas”, y que todo lo demás le importaba un bledo, estas preocupaciones totalmente extraliterarias me predisponen a su favor. La magnífica luz de los cuadros de Courbet es para mí la misma que la de la plaza Vendôme, a la hora en que cayó la columna. En nuestros días, si un hombre como Chirico accediese a confesar íntegra y claramente, y, por supuesto, sin arte, entrando en los más ínfimos pero también los más inquietantes detalles, qué fue lo que lo hizo actuar ¡cuánto progresaría la exégesis! Sin él o, mejor dicho, a pesar de él, con el único recurso de sus cuadros de entonces y un cuaderno manuscrito que tengo en mi poder, sólo se alcanzaría una imperfecta reconstrucción del universo que fue el suyo hasta 1917. Es una lástima muy grande no poder colmar esta laguna, no poder aprehender todo lo que, en semejante universo, va en contra del orden previsto, establece otra escala de las cosas. En esa época Chirico admitió que sólo podía pintar sorprendido (empezando por él mismo) por ciertas disposiciones de los objetos y que todo el enigma de la revelación para él cabía en una palabra: sorprendido. Es cierto que la obra resultante seguía “estrechamente ligada con lo que le había dado nacimiento”, pero sólo se le parecía de “la manera extraña en que dos hermanos se parecen o, mejor dicho, en los sueños, una persona real y la imagen soñada de esta persona. A un tiempo es y no es la misma persona; una leve y misteriosa transfiguración se observa en los rasgos”. Además de estas disposiciones de objetos que ofrecían para él una peculiar flagrancia, habría que fijar una atención crítica en los objetos mismos y buscar por qué, siendo tan pocos, fueron llamados a ordenarse de esta manera. Nada se habrá dicho acerca de Chirico mientras no se haya reseñado sus visiones más subjetivas de la alcachofa, el guante, la galleta o el carrete. ¡Lástima que no se pueda contar con su colaboración para semejante empresa!1
En lo que me toca, antes que ciertas disposiciones de cosas, me resultan más importantes las de un espíritu hacia determinadas cosas, puesto que los dos tipos de disposiciones rigen por sí solos todas las formas de la sensibilidad. Así me sucede con Huysmans, el Huysmans de En rade y Là-bas, con quien comparto maneras de apreciar todo lo que se ofrece y, entre todo, de escoger algo con la parcialidad del desamparo. Aunque me pese sólo haberlo conocido a través de su obra, quizá sea, entre todos mis amigos, el que me resulte menos extraño. ¿Acaso no fue quien más exacerbó la discriminación necesaria, vital, entre el anillo, de tan frágil apariencia pero de inmenso recurso, y el aparato vertiginoso de las fuerzas que se conjugan para lanzarnos al precipicio? Me hizo sentir el hastío vibrante que le causaron casi todos los espectáculos; antes de él, nadie había logrado mostrarme el gran despertar de lo maquinal en el terreno devastado de las posibilidades conscientes y, más aún, convencerme humanamente de su absoluta fatalidad, así como de lo inútil de buscarse escapatorias. ¡Cuánto le agradezco que me informe, sin preocuparse por el efecto producido, de todo lo que le atañe y le preocupa fuera de su desamparo, a sus horas de mayor desamparo; a diferencia de otros poetas, que no “cante” absurdamente este desamparo, sino enumere con paciencia, en la sombra, las más tenues y muy involuntarias razones que todavía encuentra para ser, sin saber muy bien para quién, el que habla! Él mismo es el objeto de una de estas solicitaciones perpetuas que parecen llegar de fuera y nos inmovilizan unos instantes ante uno de estos arreglos fortuitos, de carácter más o menos novedoso, cuyo secreto parecería residir en nosotros si fuéramos capaces de interrogarnos. Huelga decir que lo distingo de todos los empíricos de la novela que pretenden poner en escena a personajes distintos de ellos mismos y los plantan, física y moralmente, a su semejanza, en función de necesidades cuya causa es preferible ignorar. De un personaje real, en quien creen entrever algo, hacen dos personajes de su historia; de dos, sin más molestia, hacen uno. ¡Y de qué sirve discutir! Alguien sugería a un autor conocido mío, a propósito de una obra a punto de publicarse y cuya heroína corría el riesgo de ser identificada, que al menos le cambiara el color del pelo. Al pasar a ser rubia, se argumentaba, podría no traicionar a una mujer morena. Pues no solamente esto me parece infantil, sino también escandaloso. Persisto en reclamar nombres, en sólo interesarme en libros abiertos como puertas y cuyas claves no han de buscarse. Por fortuna, los días de la literatura psicológica con fabulación novelesca están contados. Estoy seguro de que el golpe fatal le ha sido asestado por Huysmans. En lo que me concierne, seguiré habitando mi casa de cristal, donde a cada instante puede verse quién me visita, donde todo lo que cuelga de los techos y en las paredes está allí por encantamiento, donde, de noche, descanso en una cama de cristal con sábanas de cristal, donde quién soy tarde o temprano me aparecerá como grabado con el diamante. Es verdad que nada me subyuga tanto como la desaparición total de Lautréamont detrás de su obra y siempre tengo en mente su inexorable: “Tics, tics y tics”. Pero se me figura que hay algo sobrenatural en las circunstancias de tan cabal desvanecimiento humano. Sería vano pretender lograrlo y tengo la convicción de que esta ambición, en quienes se escudan tras ella, no atestigua sino algo poco honorable.
Al margen del relato que voy a emprender, sólo pretendo consignar los episodios más decisivos de mi vida tal y como puedo concebirla fuera de su dimensión orgánica, o sea en la medida misma en que se entregó a las casualidades, desde la más nimia hasta la más grande, cuando al rebelarme contra la idea común que me hago de ella, me introduce en un mundo como prohibido, que es el de las súbitas analogías, de las pasmosas coincidencias, de los reflejos que prevalecen sobre cualquier otro resorte mental, de los acuerdos sacados tan implacablemente como en un piano, de los relámpagos que darían a ver, a ver verdaderamente, si no fuesen más veloces que los otros. Sin duda se trata de hechos de un valor intrínseco, poco controlable, pero que, por su carácter absolutamente inesperado, violentamente incidental, y el tipo de asociaciones sospechosas que despiertan, implican una manera de saltar colgado de un hilo volandero hasta la telaraña, es decir, de llevar a la cosa más deslumbrante y divertida si la araña no estuviera en una esquina o en la cercanía. Aunque remitiesen al orden de la constatación pura, estos hechos cada vez revisten las apariencias de una señal, cuya naturaleza me es imposible precisar y, en la más honda soledad, me descubren inverosímiles complicidades que siempre me convencen de mi ilusión cuando creo estar solo en el timón del barco. Habría que jerarquizar estos hechos, desde el más sencillo hasta el más complejo, desde el movimiento peculiar, indefinible, que en nosotros provoca la visión de objetos extraños o la llegada a tal o cual sitio, a la par de la sensación muy nítida de que algo grave, esencial, nos ocasionarán, hasta la completa ausencia de paz que nos producen ciertos encadenamientos, determinados concursos de circunstancias que mucho rebasan nuestro entendimiento y sólo admiten un regreso a una actividad razonada si, en la mayoría de los casos, apelamos al instinto de conservación. Podría establecerse un sinnúmero de intermediarios entre los hechos-puente y los hechos-precipicio. De estos hechos, frente a los cuales me limito a ser un testigo azorado, a los otros hechos, cuya naturaleza presumo discernir y, en cierta medida, cuyo desenlace presumo adivinar, quizá exista la misma distancia que separa una de estas afirmaciones o un conjunto de afirmaciones que constituye la frase o el texto “automático”, de la afirmación o el conjunto de afirmaciones que, para el mismo observador, constituye la frase o el texto cuyos términos fueron cuidadosamente pensados y sopesados. En el primer caso, la responsabilidad no se antoja comprometida como en el segundo. En cambio, el observador está infinitamente más sorprendido, más fascinado, por lo que sucede allá que por lo que sucede aquí. También se siente más orgulloso y, cosa que no deja de ser singular, se siente más libre. Así sucede con las sensaciones electivas antes mencionadas, cuya parte de incomunicabilidad es una fuente de inigualable placer.
Que no se espere de mí el recuento exhaustivo de lo que me fue dado vivir en este dominio. Me limitaré aquí a recordar sin esfuerzo lo que, fuera de toda iniciativa mía, a veces me sucedió y, por vías insospechadas, me dio la medida de la gracia y la desgracia particulares de las que soy objeto. Hablaré sin orden preestablecido y según el capricho de la hora que deja emerger lo que emerge.
Tomaré como punto de partida el Hotel des Grands Hommes, en la plaza del Panthéon, donde vivía hacia 1918, y como etapa el Manoir d’Ango en Varengille-sur-Mer, donde ahora, agosto de 1927, me encuentro, decididamente el mismo de siempre, y donde me ofrecieron refugiarme cuando quisiese no estar molestado, en una cabaña artificialmente oculta por malezas, a orillas de un bosque, y donde, además de mis ocupaciones personales, pudiese cazar aves de presa con un pájaro duque. (¿Las cosas hubieran podido ser de otro modo después de que me decidiera a escribir Nadja?) Poco importa si, aquí y allá, un error o una mínima omisión, incluso alguna confusión o un olvido sincero, arrojan una sombra sobre lo que cuento, sobre lo que, en su conjunto, no podría ser objeto de duda. En fin, me gustaría que no se redujese tales accidentes del pensamiento a una injusta proporción de hechos triviales. Por ejemplo, si digo que la estatua de Etienne Dolet en la plaza Maubert, siempre me atrajo y me causó un insoportable malestar a un mismo tiempo, que no se deduzca en el acto que soy un candidato para el psicoanálisis, un método que estimo, cuyo fin sería expulsar al hombre de sí mismo, y del cual espero otras proezas que las de un fiscal. Por lo demás, estoy convencido de que es incapaz de desentrañar semejantes fenómenos, de la misma manera que, pese a sus grandes méritos, tampoco es capaz de agotar el problema de los sueños o de explicar los actos fallidos sin acarrear otros actos fallidos. Así llego ahora a mi propia experiencia, a lo que es, para mí y sobre mí mismo, un tema apenas intermitente de meditaciones y ensueños.
El día del estreno de Couleur du temps de Apollinaire, en el Conservatorio Renée Maubel, mientras en el intermedio estoy conversando con Picasso, un joven se me acerca, balbucea unas palabras, acaba por darme a entender que me ha confundido con un amigo suyo, muerto en la guerra. Por supuesto, las cosas no van más allá. Poco después, por la mediación de Jean Paulhan, entro en contacto epistolar con Paul Éluard, sin que ninguno de los dos tenga la menor idea física del otro. A raíz de un permiso, viene a visitarme: era el mismo que se me había acercado en la función de Couleur du temps.
Las palabras BOIS-CHARBONS (Madera-Carbón) que se despliegan en la última página de Campos magnéticos me valieron, un domingo en que paseaba con Soupault, poder ejercer un extraño talento de prospección con respecto a todos los expendios así llamados. Durante todo el día, en cualquier calle que tomásemos, se me figuraba que podía decir a qué altura, sobre la derecha o la izquierda, estos expendios aparecerían. Y siempre atinaba. Estaba informado, guiado, no por la imagen alucinatoria de dichas palabras, sino más bien por la de los leños cortados, pintados someramente sobre las fachadas, a ambos lados de la entrada, en un color uniforme con un centro más oscuro. De vuelta a casa, la imagen siguió acechándome. Una melodía de carrusel, que llegaba del cruce Médicis, me pareció ser una vez más el leño. Desde mi ventana, también lo percibí en el cráneo de Jean-Jacques Rousseau, cuya estatua veía de espaldas, dos o tres pisos abajo. Retrocedí precipitadamente, presa del miedo.
Todavía en la plaza del Panthéon, una noche, tarde. Tocan a mi puerta. Entra una mujer cuya edad aproximada y cuyos rasgos hoy se me escapan. Va vestida de luto, creo. Busca un número de la revista Littérature, que alguien le pidió llevara de regreso a Nantes, al día siguiente. El número no ha salido aún, pero me cuesta convencerla de ello. Pronto resulta que el objeto de su visita es “recomendarme” a la persona que la manda y está por llegar a instalarse en París. (Se me grabó la expresión: “alguien que quisiera lanzarse en la literatura”, la cual, después de saber a quién aludía, no pudo dejar de sonarme extraña y conmovedora). ¿A quién me encargaban tan quiméricamente acoger, aconsejar? Unos días después llegaba Benjamin Péret.
Nantes: quizá sea, junto con París, la única ciudad de Francia donde tengo la impresión de que algo valioso puede sucederme, donde algunas miradas brillan con un exceso de llamas (lo observé una vez más el año pasado, mientras cruzaba la ciudad en automóvil y vi a una mujer, una obrera creo, acompañada por un hombre, en el momento en que levantaba los ojos: merecían un alto), donde para mí la cadencia de la vida es distinta, donde un espíritu de aventura que va más allá de todas las aventuras aún habita algunos seres; Nantes, desde donde aún pueden llegarme amigos, Nantes donde amé un parque: el parque de Procé.
Ahora vuelvo a ver a Robert Desnos en la época de los sueños, así bautizada por todos los que la vivimos. “Duerme”, pero escribe, habla. Es de noche, en el estudio de mi casa, arriba del cabaret del Cielo. Afuera, gritan: “¡Pasen, pasen al Gato Negro!” Y Desnos sigue viendo lo que yo no veo, lo que sólo veo a medida que él me lo va enseñando. Para eso, a menudo toma prestada la personalidad del ser vivo más extraño, más inasible, más inesperado: el autor de Cimetière des Uniformes et Livrées, Marcel Duchamp, con quien nunca se ha encontrado en la realidad. Lo que se consideraba lo más inimitable de Duchamp y se manifestaba en unos misteriosos “juegos de palabras” (Rrose Sélavy), vuelve a encontrarse en Desnos con cabal pureza y, de repente, extraordinaria amplitud. Quien no haya visto su lápiz trazar en el papel, sin la menor vacilación y con prodigiosa velocidad, asombrosas ecuaciones poéticas, y ante la imposibilidad de asegurarse como yo de que no podían haber sido preparadas con antelación, aún si uno es capaz de apreciar su perfección técnica y su maravilloso aleteo, no puede hacerse una idea de todo lo que se desencadenaba entonces, del valor de oráculo absoluto que eso conllevaba. Sería preciso que uno de los que asistieron a las numerosas sesiones se tomase el trabajo de describirlas con precisión, de situarlas en su verdadera atmósfera. Pero aún no ha llegado la hora de evocarlas sin pasión. Entre todas las citas que, a ojos cerrados, Desnos me dio para más adelante, con él, con alguien más o conmigo mismo, no hay una a la que faltaré, ni una sola, en el lugar y a la hora más inverosímiles, porque estoy cierto de que encontraré lo que él me dijo.
Mientras tanto, de seguro me encontrarán en París; no pasarán más de dos días sin que me vean ir y venir, hacia el final de la tarde, por el bulevar Bonne Nouvelle, entre la imprenta de Le Matin y el bulevar de Estrasburgo. En efecto, sin que sepa bien a bien por qué, allí me llevan mis pasos, allí voy a dar casi siempre sin propósito predeterminado, sin otro motivo que el dato oscuro según el cual allí sucederá aquello (¿?). En el breve recorrido, no veo qué podría constituir un polo de imantación, incluso a mis espaldas, ni en el espacio ni en el tiempo. No: ni siquiera la muy hermosa y muy inútil Puerta Saint-Denis. Ni siquiera el recuerdo del octavo y último episodio de una película que vi, muy cerca de allí, en la cual un chino que había encontrado el medio de multiplicarse a sí mismo, invadía Nueva York solo, con unos cuantos millones de ejemplares de sí mismo. Entraba seguido por él mismo en la oficina del presidente Wilson que se quitaba los anteojos. Esta película, seguramente la que más me impresionó, se llamaba: El abrazo del pulpo.
Con el sistema que consiste en nunca consultar el programa antes de meterme a una sala de cine —lo cual, de todas maneras, no me serviría de gran cosa dado que nunca he podido recordar los nombres de más de cinco o seis actores—, por supuesto corro el riesgo de que me vaya peor que a cualquiera. Sin embargo, debo confesar aquí mi predilección por las películas francesas más radicalmente idiotas. Por lo demás, entiendo bastante mal, sigo con demasiada distracción. A veces esto acaba por fastidiarme y entonces interrogo a mis vecinos. Lo cierto es que algunas salas de cine del décimo distrito se me antojan lugares particularmente indicados para instalarme, como en los tiempos en que, junto con Jacques Vaché, nos sentábamos en la platea de las antiguas “Folies Dramatiques” para cenar; abríamos latas, cortábamos pan, descorchábamos botellas y hablábamos en voz alta como en una mesa, para el gran estupor de los espectadores que no se atrevían a decir nada.
El “Théâtre Moderne”, situado al fondo del pasaje de la Ópera, hoy destruido, cuyas obras representadas carecían de la menor importancia, correspondía inmejorablemente a mi ideal en este sentido. La actuación irrisoria de los artistas, a quienes poco les preocupaban sus papeles o su trato con los demás comediantes porque estaban demasiado ocupados en trabar relaciones con el público compuesto apenas por unas quince personas, siempre me dio la sensación de una tela de fondo. Pero, ¡qué pesará la imagen más furtiva y más alerta de mí mismo, esta imagen de la que hablo frente a la acogida de esta sala con grandes espejos desgastados, decorados en la parte inferior con cisnes grises deslizándose entre juncos amarillos, con sus palcos enjaulados, privados por completo de aire, de luz, sumamente inquietantes, de esta sala donde, mientras se desarrollaba el espectáculo, ratas rozaban los pies y se daba a escoger entre una butaca desfondada y una butaca reclinable! Y del primer al segundo acto, porque esperar el tercero era una complacencia, ¿cómo volver a ver con estos ojos el “bar” del primer piso, muy oscuro también, con sus impenetrables enredaderas, sí verdaderamente “un salón en el fondo de un lago”? Gracias a múltiples visitas, pese a tantos horrores y otros peores imaginados, logré memorizar un refrán perfectamente puro. Lo cantaba una mujer, excepcionalmente hermosa:

La casa de mi corazón está lista
Y sólo se abre al porvenir.
Puesto que no lamento nada,
Bello esposo mío, puedes llegar2

Siempre deseé increíblemente encontrar, de noche, en un bosque, a una mujer hermosa y desnuda o, mejor dicho, ya que este deseo no significa nada una vez que ha sido expresado, lamento increíblemente no haberla encontrado nunca. Suponer semejante encuentro no es, después de todo, tan delirante: podría ser. Se me antoja que todo se hubiese detenido en el acto, ¡ay!, y no estaría escribiendo lo que escribo. Adoro esta situación que es, entre todas, probablemente la que más me hubiese privado de prestancia de espíritu. Ni siquiera se me hubiera ocurrido huir. (Los que se ríen de esta última frase son unos cerdos.) El año pasado, al caer la tarde, en las galerías laterales del “Électric-Palace”, una mujer desnuda que sólo parecía haberse quitado el abrigo, iba y venía entre las filas, muy blanca. El hecho era en sí perturbador, pero, desgraciadamente, estaba lejos de ser extraordinario, puesto que ese rincón del “Électric” era un lugar de depravación carente de interés.
Pero, para mí, descender verdaderamente hacia los bajos fondos del espíritu, allí donde ya no se trata de que la noche caiga y se levante (¿será, pues, de día?), significa regresar a la calle Fontaine, al “Théâtre des Deux Masques”, donde ahora hay un cabaret. Sobreponiéndome a mi escaso gusto por el escenario, una vez fui, atraído por el hecho de que la obra no podía ser mala a juzgar por el encarnizamiento de la crítica que había llegado al punto de pedir su prohibición. Entre las peores del género Grand Guignol, que constituían el repertorio de esta sala, se la consideraba como sumamente desplazada: es verdad que se trata de una mediocre recomendación. No tardaré más en confesar la desaforada admiración que sentí por Les Détraquées (Las locas) que sigue y seguirá siendo por mucho tiempo la única obra dramática (quiero decir: escrita únicamente para el escenario) de la que quiera acordarme. Insisto, y esto no es uno de sus aspectos más extraños: la obra pierde casi todo en no ser vista, al menos, cada intervención de un personaje debería ser mimada. Además de estas reservas, exponer su tema me parece igualmente vano.
La acción se sitúa en un pensionado para muchachas: el telón se levanta descubriendo la oficina de la directora. La persona, rubia, de unos cuarenta años, de imponente porte, está sola y manifiesta una gran agitación. Es la víspera de las vacaciones y espera con ansias la llegada de alguien: “Y Solange que ya debería estar aquí.”… Camina febrilmente por el cuarto, tocando los muebles, removiendo papeles. De cuando en cuando se acerca a la ventana que da al jardín, donde acaba de empezar el recreo. Se oyó la campana y, de tanto en tanto, los gritos alegres de las muchachas, que enseguida se apagan en el lejano rumor. Un jardinero azorado, que mueve la cabeza y se expresa de una manera intolerable, tardo de entendimiento y con defectos de pronunciación, el jardinero de la escuela, ahora está cerca de la puerta, balbuceando vagas palabras y sin dar la menor muestra de querer retirarse. Regresa de la estación, en donde no encontró a la señorita Solange a la bajada del tren: “La-se-ño-ri-ta-So-lan-ge.”… Arrastra las sílabas como pantuflas. La impaciencia se contagia. Mientras tanto, entra a la oficina una anciana que acaba de presentar su tarjeta. Ha recibido una carta bastante confusa de su nieta, en la que ésta le suplica venga por ella lo antes posible. Se deja tranquilizar fácilmente: en esta época del año, las muchachas siempre están un poco nerviosas. Por lo demás, basta llamar a la niña para preguntarle de quién o de qué se queja. Hela aquí. Le da un beso a su abuela. Pronto se advierte que sus ojos no pueden desprenderse de los ojos de quien la interroga. Se limita a contestar con unos ademanes de negación. ¿Por qué no se espera la ceremonia de fin de año, que debe tener lugar en unos días? Se siente que no se atreve a hablar. Acepta quedarse. La niña se retira, sumisa. Se dirige hacia la puerta. Ya en el umbral, se antoja presa de una gran lucha interior. Sale corriendo. Al tiempo que da las gracias, la abuela se retira. De nuevo, la directora sola. La espera absurda, terrible, durante la cual no se sabe qué objeto cambiar de lugar, qué gesto repetir, qué hacer para facilitar la llegada de lo que se espera… Por fin, el ruido de un coche… El rostro que se observaba, se ilumina. Ante la eternidad. Una mujer adorable entra sin tocar. Es ella. Rechaza levemente los brazos que pretenden estrecharla. Morena, castaña, qué sé yo. Joven. Unos ojos espléndidos, donde hay algo de languidez, desesperanza, fineza, crueldad. Delgada, sobria en su arreglo, con un vestido de color oscuro y medias de seda negra. Y un dejo de “desclasamiento” que tanto nos gusta. No se dice a lo que viene, ella se disculpa por el retraso. Su gran frialdad aparente contrasta inmejorablemente con el recibimiento que le hacen. Habla con una indiferencia que se antoja afectada de lo sucedido en su vida, tan poca cosa, desde su última visita, el año anterior, a la misma época. Ninguna precisión sobre la escuela donde enseña. Pero (aquí la conversación toma un sesgo infinitamente más intimo) ahora se trata de las buenas relaciones que Solange logró trabar con unas alumnas más encantadoras que otras, más bonitas, mejor dotadas. Se pone pensativa. Las palabras se oyen muy cerca de sus labios. De repente, se interrumpe, apenas se advierte cuando abre su bolso, luego descubre un muslo maravilloso hasta un poco más arriba de la media oscura… “¡Pero antes no te inyectabas! —No, pero ahora, qué más da”. La respuesta se da en un tono de hastío estremecedor. Como reanimada, Solange a su vez pregunta: “Y a ti… ¿Cómo te fue? Cuéntame”. Aquí también hubo nuevas alumnas muy amables. Sobre todo una. Tan dulce. “Querida, mira”. Las dos mujeres se asoman largo rato a la ventana. Silencio. UNA PELOTA CAE EN LA OFICINA. Silencio. “¡Es ella! Va a subir. —¿Estás segura?” Las dos están de pie, recargadas contra la pared. Solange cierra los ojos, se relaja, suspira, se queda inmóvil. Tocan. La misma niña de hace rato entra sin decir una sola palabra, se dirige lentamente hacia la pelota, con los ojos puestos en los de la directora; camina de puntillas. Telón. En el siguiente acto, es de noche en la antesala de un cuarto. Han transcurrido algunas horas. Un médico con su maletín. Una niña ha desaparecido. ¡Ojalá no le haya sucedido nada malo! Todo el mundo se agita, la casa y el jardín han sido minuciosamente inspeccionados. La directora, más tranquila que antes. “Una niña muy dulce, quizá un poco triste. ¡Dios mío y pensar que su abuela estaba aquí hace unas horas! Acabo de mandar por ella”. El médico desconfiado: por dos años consecutivos, un accidente en la víspera de las vacaciones. El año pasado, se descubrió un cadáver en el pozo. Este año… El jardinero vaticina y balbucea. Fue a ver al pozo. “Raro; lo que se dice raro”. En vano el médico interroga al jardinero: “Raro”. Revisó todo el jardín con una linterna. Asimismo es imposible que la niña haya salido del recinto. Las puertas, bien cerradas. Las bardas. Y nada en toda la casa. La bestia prosigue su mísero soliloquio, repitiendo las mismas cosas de una manera más o menos inteligible. El médico casi no lo oye. “Raro. El año anterior. Yo no vi nada. Mañana tendré que cambiar una vela… ¿Dónde puede estar la pequeña? Señor doctor. ‘Sta bien señor doctor. No deja de ser raro… Y precisamente, ya-sta-la-se-ñi-to-So-lan-ge que-lle-gó-a-yer y que… —¿Qué dices? La señorita Solange, ¿está aquí? ¿Estás seguro? (¡Ah! ¡Pero esto está cada vez más parecido al año pasado!) Déjame las cosas a mí”. Emboscada del médico detrás de un pilar. Aún no amanece. Solange cruza el escenario. No parece participar de la conmoción general, camina como autómata. —Un poco más tarde. Todas las investigaciones resultaron infructuosas. De nuevo, la oficina de la directora. La abuela de la niña acaba de desmayarse en la recepción. Rápido hay que ir a atenderla. Definitivamente, las dos mujeres parecen tener la conciencia tranquila. Un ojo al médico. Al comisario. A los sirvientes. A Solange. A la directora… que, buscando un poco de alcohol, se dirige hacia el botiquín, lo abre… El cuerpo ensangrentado de la niña aparece con la cabeza hacia abajo y cae al suelo. El grito, el inolvidable grito. (Antes de la función, se había juzgado pertinente advertir al público que la artista que interpretaba el papel de la niña tenía diecisiete años cumplidos. Lo esencial es que aparentaba once.) No sé si el grito que menciono realmente ponía punto final a la obra, pero confío en que sus autores (el actor cómico Palau en colaboración con, creo, un cirujano apellidado Thiéry, pero también, sin duda, con algún demonio)3 se resistieron a oscurecer aún más a Solange, un personaje demasiado tentador para ser verdadero, y a infligirle un semblante de castigo que, por lo demás, ella niega con todo su esplendor. Sólo añadiré que el papel estaba a cargo de la más admirable y, sin duda, la única actriz de su tiempo, a quien vi actuar, en el mismo teatro, en varias otras obras donde aparecía igualmente bella, pero de quien, tal vez para vergüenza mía,4 no tuve más noticias: Blanche Derval.

Traducción de Fabienne Bradu

3. La verdadera identidad de los autores se conoció hasta treinta años después. En 1956, la revista Le Surréalime, même logró publicar el texto íntegro de Les Détraquées con un postfacio de P. L. Palau, donde éste esclarecía el génesis de la obra. “La idea inicial me fue inspirada por incidentes turbios que habían tenido lugar en una pensión para señoritas en las afueras de París. Pero, puesto que destinaba la obra al teatro Les Deux Masques que se inscribía en el género Grand Guignol, exacerbé su dramatismo al tiempo que respeté la absoluta verdad científica: su carácter escabroso me obligaba a hacerlo. Se trataba de un caso de locura circular y cíclica pero, para desarrollarlo, necesitaba informaciones que no poseía. Así, el profesor y cirujano Paul Thiéry me puso en contacto con el eminente Joseph Babinski quien me dio algunas indicaciones que me permitieron tratar debidamente la parte científica del drama.” Mi sorpresa fue grande cuando me enteré de que el doctor Babinski había tenido su parte en la elaboración de Les Détraquées. Recuerdo muy bien al ilustre neurólogo puesto que fui su alumno, en calidad de “interno provisional”, en el servicio de la Pitié. Sigue honrándome la simpatía que me manifestó —y que, sin duda, lo llevó a augurarme ¡un gran porvenir médico!— y, a mi manera, creo haber sacado provecho de sus enseñanzas, a las que rindo homenaje al final del primer Manifiesto del surrealismo. (Nota del autor, 1962).
4. ¿Qué quise decir? ¿Hubiera tenido que buscarla, intentar a toda costa descubrir a la mujer real que encubría? Para eso, me hubiera sido preciso sobrepasar cierta desconfianza hacia las actrices, originada en el recuerdo de Vigny, de Nerval. Me acuso de haber fallado a la “atracción pasional” (Nota del Autor, 1962).